viernes, 24 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 18




CUANDO Paula entró en la cocina, Pedro ya estaba allí, preparándose un café. Se volvió a verla cuando entró y la estudió en silencio tanto tiempo, que ella sintió que el corazón le volvía a latir con fuerza y que se sonrojaba. Ella quería, descubrió, mirar en cualquier dirección, menos hacia él, y el esfuerzo de sostener la mirada de esos ojos dorados le robó toda la fuerza de voluntad que tenía.


— ¿Quieres café? —preguntó Pedro con tal tranquilidad, que Paula quiso reír, tan grande era la tensión que sentía. En vez de hacerlo, negó con la cabeza, entonces cambió de idea y asintió, tentada por el exquisito aroma del brebaje recién preparado.


—Pensé que no estabas... No vi tu auto -casi se tropezaba con las palabras, mientras por dentro se maldecía, se decía que era él quien debía ofrecer una disculpa y no ella. Después de todo, fue él quien...


—Le están dando servicio. Me lo entregarán mañana temprano. Tengo una cena esta noche con un colega de negocios y vine a darme una ducha y a cambiarme. Como tú, pensé que tenía la casa para mí solo.


El sonaba más desconsolado que avergonzado, notó Paula. Reflexionó en la diferencia entro las actitudes femeninas y masculinas. Una mujer sorprendida por un hombre como ella lo sorprendió, estaría demasiado consciente y mortificada por la experiencia, en tanto que él... 


Si alguno de los dos estaba mortificado sospechaba que era ella, no tanto por su desnudez, sino por su propia respuesta. Una reacción que, desesperada, esperaba que él no hubiera notado.


Pedro avanzaba hacia ella y la obligó a retroceder, por lo que él de inmediato frunció el ceño mientras ponía el tarro de café sobre la mesa a un lado de ella y la veía pensativo. 


Paula se volvía a sonrojar, mientras  desesperada veía a todos lados menos a él.


Durante un momento pensó que él dejaría pasar su reacción sin hacer comentario alguno, pero, justo cuando estaba a punto de exhalar un tembloroso suspiro de alivio, Pedro levantó la mano y ella sintió el toque ligero de los dedos contra el rostro acalorado. Se sentían frescos, casi tranquilizadores, pero ella se apartó de inmediato con la piel ardiente.


—Supongo que todo esto es por lo que ocurrió allá arriba —dijo él en voz baja.


Paula no podía decir nada, no podía verlo. 


Molesta lo odiaba por aumentar su vergüenza, lo que la hizo preguntar con voz ronca:
—Con toda seguridad, debes ver que...


—Puedo ver por qué yo me podría sentir avergonzado —admitió, interrumpiéndola—. Pero, eres una mujer, no una niña, además, una mujer que tiene un amante...


—Y, por eso, ¿no tengo el derecho a sentirme avergonzada al ver... bueno, lo que ocurrió? ¿Eso es lo que tratas de decir? —le preguntó Paula, molesta ahora por lo que sus palabras implicaban.


—No es que no tengas el derecho —la corrigió Pedro—, y en realidad no veo por qué debas sentirte molesta y ofendida por mi... reacción física ante ti. No cuestionaba tu derecho a reaccionar. Fue la manera en la que lo hiciste; es obvio que no esperaba que te sintieras así. Me sacó un poco de lugar, de otra manera, te habría seguido y le hubiera pedido una disculpa en ese momento. Me sorprendiste con la guardia baja. Pensé que estaba solo en la casa. Hasta que abriste la puerta y entraste al cuarto do baño, no tenía idea... Te veías tan sorprendida... como si... —se detuvo, cuando ella dio un paso atrás como si la hubiera tocado, frunció el ceño al ver el rostro sonrojado y el cuerpo tenso de Paula.


—Estás alterada, ¿cierto? Ni siquiera te agrada que mencione lo que ocurrió... Sin embargo, el cuerpo de un hombre no te debe ser desconocido.


— ¿Por qué? ¿Porque tengo un amante? —Paula lo retó con palabras ahogadas—. ¿Quieres decir con eso que una mujer que mantiene una actividad sexual, no tiene el derecho a sentirse ofendida al ver a un hombre que le muestra sus intimidades en la calle... que una mujer que tiene un amante no tiene el derecho a objetar si pretenden violarla...?


—Un momento: si tratas de decir que yo caigo en alguna de esas categorías... —Pedro la interrumpió brusco.


—No —lo corrigió Paula— Pero tú sí insinuabas que porque yo tengo un amante, no tengo el derecho a sentirme sorprendida por...


— ¿Por qué? —él le preguntó en voz baja—. ¿Por ver mi cuerpo, o por la reacción física ante ti? ¿Que fue lo que te sorprendió tanto, Paula?


Ella no podía verlo. Sentía que se acaloraba. 


Nunca imaginó que él le hablaría con tanta intimidad y franqueza de lo ocurrido. Asumió que él se mostraría tan dispuesto como ella a fingir que nada había ocurrido. Se sentía acosada, expuesta... incapaz de retroceder, e incapaz de responder con la sofisticación que anhelaba tener.


—Eres una mujer —continuó Pedro—. Tienes que estar acostumbrada al efecto que tienes sobre los hombres; a la manera que responden al verte...


Las terminales nerviosas de Paula le brincaban bajo la piel, la traicionaban. Muy en su interior podía sentir la reacción que las palabras de Pedro provocaban y que ella no deseaba; una excitación y tensión que la obligaba a tensar los músculos para protegerse.


—No quiero hablar más de esto —le dijo con voz ronca—. Tengo... que salir.


Ella le dio la espalda, tomó su tarro de café y se dirigió a la puerta.


—¿Qué haces cuando hacen el amor, PaUL? ¿Cierras los ojos?


Las palabras irónicas la siguieron, haciendo que derramara el café sobre el suelo por la sorpresa.


—¿No te ha dicho lo erótico que le parece a un hombre que su mujer lo observe cuando le hace el amor, cuando contempla su respuesta, cuando admira su cuerpo y siente placer al notar el efecto que tiene sobre él, en vez de cerrar los ojos, como una niña que tomara una dosis desagradable de medicina?


Paula podía escuchar el desdén, casi enojo en la voz, aunque no sabía qué derecho tenía a estar molesto. Después de todo, ella era la que... Pasó saliva, horrorizada al descubrir que las lágrimas casi le cegaban los ojos, desesperada, buscaba la perilla de la puerta para escapar de allí y correr a la intimidad de su dormitorio.




ADVERSARIO: CAPITULO 17




Ahí permaneció temblando frente a la cama, con las manos se cubría el rostro sonrojado, mantenía los ojos cerrados, apretados para apartar de la mente no sólo la imagen que acababa de ver, sino su propia reacción.


¿Por qué no cerró la puerta con llave? ¿Qué hacía ahí? ¿En dónde estaba su auto? ¿Por qué, por que no llamó antes de entrar? ¿Por qué cuando se dio cuenta de que él estaba ahí, no salió de inmediato en vez de... en vez de quedarse petrificada cómo una niña de escuela al ver por primera vez un cuerpo de hombre y transfigurarse fascinada por su diferencia, por su masculinidad? Y, su respuesta física al cuerpo... 


Pero no, ella no quería pensar en eso, no quería... Pasó saliva nerviosa y descubrió que tenía los músculos del estómago tensos por una sensación dolorosa en su interior que no desaparecía.


Dando traspiés, cruzó la habitación, se miró al espejo y, horrorizada, se puso tensa. Tenía el rostro sonrojado, los ojos le brillaban con un ardor desconocido, tenía el cabello revuelto por la presión de las manos contra el rostro, y el cuerpo... Era un día caluroso y llevaba una playera de manga corta, floja a la moda, pero aún así era posible ver los pezones tensos que se presionaban contra la tela fina.


¿Se veía así cuando estuvo en el cuarto de baño? ¿Notó él...? Ella se humedeció los labios resecos, recordó la manera en la que ella lo viera, cómo siguió esa pequeña gota de agua...
¿Era por eso que su cuerpo... por ella que el cuerpo de Pedro...que él...? Se mordió el labio para contener un grito de angustia. No podría soportar la idea de que ella pudiera ser la responsable de lo ocurrido, y consciente de que, una vez que le pasó la sorpresa inicial de saber que no estaba sola en la casa, al ver el cuerpo desnudo quedó maravillada ....


— ¡No! —la dolorosa negativa escapó de su garganta, hizo que se estremeciera con violencia. Escuchó que se abría la puerta del cuarto de baño y quedó congelada, la mirada fija en la puerta de su habitación, el corazón le latía con fuerza... pero, nunca se abrió. Ella permaneció en donde estaba, no se podía mover, olvidó que pretendía darse una ducha, comer algo, sólo trataba de contener la carrera loca de su corazón. Permaneció en su dormitorio más de media hora antes de decirse que se comportaba como una tonta y que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Pedro.




ADVERSARIO: CAPITULO 16




Decidida a pasar la mayor parte del tiempo con su tía, Paula descubrió las semanas siguientes que era posible vivir con alguien en la misma casa y apenas darse cuenta de que estaba allí. 


Algunos días, la única evidencia de la presencia de Pedro Alfonso era el aroma del café en la cocina cuando Paula bajaba después de que él ya se había ido. Como el aroma masculino que dejaba en el cuarto de baño, ella encontraba el rastro de él que la dejaba inquieta al grado de la incomodidad. Era como si quisiera que estuviera presente, en vez de dejar esos recuerdos sutiles de su presencia que la acosaban de tal manera, que le parecía que jugaba con más peligro con sus sentidos subconscientes que lo que su verdadera presencia física le habría hecho. 


Descubrió que pensaba en él más de una docena de veces al día, que lo visualizaba en su mente. Era un momento de debilidad que con toda severidad pronto desechaba.


Pasó una semana y después otra, y entonces tres, desde el momento en que su tía insistiera en que ella aceptara la verdad; que no se recuperaría de su enfermedad. Paula llegó al hospital para descubrir que la condición de su tía se deterioraba.


No había nada que ella pudiera hacer, le dijo el personal, con toda amabilidad, cinco horas después. Le habían dado a su tía la medicina necesaria para aliviarle el dolor y permitirle que conciliara el sueño, y le recomendaron que ella fuera a casa e hiciera lo mismo. No se lo dijeron, pero en sus comentarios iba implícito que eso era el principio del fin y que sería bueno que Paula durmiera y fortaleciera su ánimo ahora que tenía la posibilidad de hacerlo.


Ella ya había hablado con su tía y con el personal y les indicó que quería estar allí cuando su tía muriera, y ahora; aunque sentía la necesidad de protestar, se obligó a recordar que el personal del hospital sabía qué pasaba mejor que ella, y sería sensato seguir su consejo.


Después de inclinarse para tocar el rostro de su tía y depositarle un beso, se dirigió a la puerta. 


Eran después de las seis de la tarde. La llamarían de inmediato en caso de que hubiera el más mínimo cambio en la condición de su tía, le aseguró la enfermera.


Cansada, Paula condujo el auto hacia su casa. Un duchazo, algo de comer y de regreso al hospital. Después, temprano a la cama; eso era lo que necesitaba, sería lo que debía hacer.


Se alegró al no ver el auto ele Pedro afuera de la casa. Bajó y se dirigió a la puerta de atrás. 


Estaba feliz de tener la cabaña para ella sola. Lo que menos quería en ese momento era tener que sostener una conversación con alguien, y mucho menos con Pedro. Sin razón, consideraba que tenía que estar a la defensiva con él, que debía protegerse. ¿Por qué? ¿De qué manera la amenazaba? Para empezar, casi nunca lo veía, aunque de manera absurda ella fuera demasiado consciente de su presencia en la cabaña, como una persona de piel sensible que padeciera una irritación por una tela tosca.


Sin embargo, no había razón alguna para que se sintiera así. Si consideraba bien las cosas, en realidad, él protegía más su intimidad que ella... 


Está bien, la besó... en una ocasión, movido por el enojo... Pero, eso no significaba nada y era mejor que lo olvidara. Fue una aberración momentánea, eso era todo.


Se quitó la chaqueta y junto con el bolso de mano, los dejó sobre la mesa de la cocina y se dirigió a la escalera. Las horas que permaneció sentada a un lado de la cama de su tía y enterarse de lo que sabía le esperaba, la tenían atontada. Todavía no asimilaba lo que ocurría en su totalidad; el cansancio la protegía del choque. 


Una vez en el piso alto, se dirigió de manera automática al cuarto de baño, giró la perilla y abrió la puerta.


Cuando se percató do que Pedro Alfonso estaba adentro, fue demasiado tarde como para detener su entrada. Era obvio que acababa de salir de la ducha, estaba desnudo, tenía el cuerpo cubierto por pequeñas gotas de humedad que le recorrían la espalda cuando se estiro para tomar la toalla. La sorpresa al encontrarlo allí cuando esperaba que no hubiera nadie en la casa, no permitió que Paula hiciera nada, permaneció inmóvil, mientras el corazón le latía a toda prisa y se le secaba la boca.


Más tarde tuvo que admitir que lo que sucedió en seguida fue su culpa, que si no hubiera estado tan desubicada, tan transfigurada al verlo, si hubiera reaccionado más rápido habría girado sobre los talones y hubiera salido. Pero no lo hizo. En vez de hacerlo, permaneció en donde estaba, pegada al suelo, sin poder apartar la vista del cuerpo de Pedro, los ojos recorrían una gota que rodaba por el hombro y de ahí se deslizaba sobre el vello que le cubríael pecho, por la línea sobre el vientre y...


Paula jadeó al ver su masculinidad. Estaba demasiado sorprendida como para apartar la mirada, y menos, dejar la habitación. Abrió, los ojos muy grandes, se le tensó el cuerpo, su respuesta femenina se reflejaba en su intimidad y temblaba al ver su masculinidad. Entonces, escuchó que Pedro maldecía, y vio que tomaba la toalla, los movimientos bruscos hicieron que ella saliera de su trance físico, lo dieron el ímpetu que le faltó antes para moverse, logró girar sobre los talones, y casi chocó contra la puerta al salir cegada del cuarto de baño y dirigirse a toda prisa a su dormitorio.


jueves, 23 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 15




El se retiró antes que ella pudiera disculparse por reaccionar de esa manera o darle las gracias por el té que le llevara. Y cinco minutos después, ya que cesaron los pinchazos en la pierna y al fin pudo caminar hacia su dormitorio, la puerta del de Pedro ya estaba cerrada aunque la luz que salía por debajo indicaba que no estaba dormido todavía.


Por extraño que fuera, por vez primera en semanas, Paula durmió bien. Despertó descansada y más fresca que lo que se sintiera en mucho tiempo. La casa parecía estar vacía y en silencio y supo aun antes de bajar, que Pedro ya no estaba. La molestó lo consciente que era de él.


Como el cuarto de baño, la cocina estaba inmaculada. Era, reflexionó mientras se preparaba el desayuno, el huésped perfecto, al menos, lo sería si tan sólo... Tan sólo, ¿qué? Si tan sólo no fuera tan consciente de él. Eso era culpa de ella, no de él; Pedro pensaba que ella era la amante de un hombre casado, y le dejó ver con toda claridad qué era lo que pensaba de los participantes en una relación de esa naturaleza.


Pensó un rato en lo que Pedro le confiara de su niñez. Contra su voluntad, lo imaginó de niño, los ojos dorados, la expresión de seriedad en el rostro, tratando de contener las lágrimas y luchando contra el temor mientras era testigo de las discusiones entre sus padres. Debió vivir una infancia infeliz, reflexionó, la comparó con la suya, tranquila, segura, con el amor con el que su tía la rodeara. Tal vez, no era de sorprender que él desaprobara con tal intensidad la relación que suponía ella sostenía con un hombre casado. Hasta empezaba a comprender cómo llegó a esa conclusión el día que se conocieron...


Dejó escapar un leve suspiro al ver a su alrededor en la cocina inmaculada. ¿Habría deseado en secreto que resultara un hombre tan descuidado y poco pulcro que no considerara que la cabaña era de ella, como para que le diera la justificación lógica de pedirle que se fuera? Pero, si ella lo hacía, tendría que reembolsarle el dinero que le adelantara. Y eso era algo que no se podía dar el lujo de hacer.
Sabía por las preguntas que le hiciera la tía Maia, que la anciana estaba muy preocupada por lo que le deparaba el futuro, por la capacidad que tendría para cubrir la hipoteca, y ya que parecía que no podría hacer nada por ella, al menos quería darle la tranquilidad necesaria, no deseaba que se preocupara por su futuro. Parecía que tendría que aceptar la presencia de Pedro Alfonso para lograrlo.


Más tarde, cuando subió a su oficina, notó que la puerta del dormitorio de Pedro estaba cerrada. Se detuvo frente a ella, sin, en realidad, darse cuenta de lo que hacía, la asombró descubrir que había dado un paso hacia ella y que estaba a punto de colocar la mano sobre la manilla...


¿Qué pretendía hacer? Se preguntó horrorizada al girar rápido sobre los talones y dirigirse a su oficina. ¿Acaso pretendía entrometerse en su intimidad y entrar en su dormitorio, sabiendo que no estaba allí? Se estremeció molesta cuestionándose si estaba a punto de adquirir el peor de los defectos obsesivos y desagradables; meterse en las pertenencias de una persona cuando ésta se encontraba ausente y no podía evitarlo. No sabía qué era lo que la atrajo hacia esa puerta cerrada, y, lo que era más, no quería saberlo. ¿No tenía ya suficiente al permitirse mostrar vulnerabilidad ante cualquier clase de relación emocional o física con un hombre, y en especial con un hombre como Pedro Alfonso, quien, con toda claridad, le indicó lo que pensaba de ella y de su moralidad?


El problema era, admitió media hora después, mientras se arreglaba para ir a ver a su tía, que sus emociones eran inestables en ese momento ante el peligro de derrumbarse por lo que le ocurría a su tía. Parecía no poder asumir su control normal. Era como si se hubiera quitado una capa exterior protectora, que la hubiera dejado demasiado vulnerable, demasiado sensible a las situaciones, personas y acontecimientos de manera poco conocida para ella.


Paula se tuvo que detener camino al hospital para entregarle a Laura Mather el trabajo que ya tenía listo. La mujer mayor la recibió con afecto y la invitó a tomar una taza de café con ella. 


Durante el café, la señora preguntó por el estado de salud de su tía. La mentira acostumbrada estaba en la punta de la lengua de Paula cuando se percató de lo que hacía; se había engañado tanto tiempo, estaba tan aterrada de aceptar la realidad, que ya era un hábito decir que su tía estaba mejor. Pensó, temblorosa, que lo mejor sería que ya rompiera con esa costumbre de una vez por todas.


Tranquila le dijo la verdad a Laura. Trataba de contener las lágrimas mientras su amiga respondía con compasión y simpatía genuinas.


—La tía Maia acepta la realidad de maravilla, está llena de... de resignación y amor... bueno, paz es la mejor manera de describirlo. No hay una sola palabra...


—Sé lo que quieres decir —le dijo Laura—. Me pasó lo mismo cuando mi abuela estaba moribunda. Tenía noventa y un años, y cuando le dije que bien podría vivir hasta los cien, ella me indicó que no quería, que ya estaba lista para morir. En ese momento me horrorizó; no comprendía lo que me decía. Ella siempre fue una luchadora... sentía como si de alguna manera le hubiera dado la espalda a la vida y a nosotros, como si nos rechazara. Me llevó bastante tiempo comprender y aceptar lo que me decía, darme cuenta de lo egoísta que era al no aceptar que compartiera sus emociones conmigo, al no permitirle decir lo que sentía. Si necesitas alguien con quién hablar, Paula, siempre estaré aquí.


Las lágrimas se atoraban en la garganta de la chica mientras Laura la tomó del brazo en un gesto de consuelo.


—Dime cómo van las cosas con Pedro —preguntó Laura, cambiando el tema—. Debo admitir que me impresionó mucho. El personal temporal que contrató con nosotros ha hecho comentarios maravillosos de él. Es evidente que es un jefe excelente, sabe ser duro cuando tiene que serlo, pero siempre es muy justo y está dispuesto a escuchar. Debo admitir que tuve mis dudas con algunas de las chicas más jóvenes... Quiero decir, so ve tan sensual, y ellas tienden a dejarse llevar por sus fantasías románticas. Pero, Helena, que ya tiene casi cincuenta años, me dice que posee la manera más maravillosa y llena de tacto para controlar ese tipo de emociones entre las jóvenes sin lastimar sus sentimientos ni su orgullo. Eso es algo que en verdad admiro en un hombre, cuando es lo bastante sensible como para que no lo afecten ese tipo de elogios... De hecho, Helena, parece haber cobrado un interés de madre en él. El otro día me comentaba que según ella trabaja demasiado. Corre el rumor de que piensa cambiar la oficina matriz aquí. Tiene sentido. En este momento está ubicada a las afueras de Londres, y sé por lo que él me ha dicho, que preferiría vivir en el campo que en la ciudad. ¿A ti te ha dicho algo?


—No hemos hablado de nada personal —Paula negaba con la cabeza—. De hecho, apenas nos hemos visto; él sale temprano, antes que yo me levante y por la noche, los dos trabajamos. No le dirás nada de mi tía Maia, ¿verdad? Todavía no logro admitir lo que pasa, y...


—Te entiendo —la volvió a tomar de la mano—. Te prometo que no diré una palabra. Tengo más trabajo para ti, si lo quieres, pero no te quiero cargar demasiado. Sé la presión que tienes, así que si quieres descansar un poco...


—No —Paula, negó con la cabeza de inmediato—. Es mejor que siga trabajando. Así no pienso en la situación, y además, los intereses de la hipoteca no tienen para cuando bajar...


—Cierto —admitió Laura—. Mucha gente tiene que vender, no logran salir con las hipotecas...


Continuaron charlando unos minutos más hasta que Paula anunció que tenía que irse.


—Recuerda —Laura le dijo mientras la acompañaba a la puerta—, si necesitas alguien con quién hablar, de día o de noche...


Dándole las gracias, Paula se alejó.




ADVERSARIO: CAPITULO 14




Paula parpadeaba. Le molestaban los ojos, le dolía la cabeza y tenía mucha sed. Trataba de salir de las profundidades del sueño, era consciente de que Pedro Alfonso la observaba en silencio. ¿Cuánto tiempo tenía de estar allí? Se estremeció un poco. Sentía el desagrado muy humano a la vulnerabilidad de saber que él la estudiaba mientras ella no se percataba de su presencia.


—Vi luz debajo de la puerta —escuchó que decía—. Me preparé un té y pensé que querrías un poco.


Pedro llevaba jeans y una camisa de algodón ligera con las mangas subidas revelando los brazos. Los tenía bronceados y musculosos, cubiertos de vello fino. Percibió una sensación que la recorría y debilitaba, haciendo que se estremeciera y que se le encogieran los músculos del estómago como respuesta física a su presencia. Era algo nuevo para ella sentir la presencia de un hombre con tal intensidad. 


Nunca soñó, nunca imaginó que fuera posible responder con tanta sensualidad a algo tan mundano como el antebrazo de un hombre. Las mujeres, según su experiencia, no respondían al ver el cuerpo de un hombre, a pesar de las bromas de las chicas del efecto que tenía un trasero masculino cubierto por un par de jeans ajustados, pero no podía negar la forma en la que reaccionaba en ese momento.


Era demasiado fácil imaginar que tocaba la piel, que pasaba los dedos sobre el brazo con la caricia más delicada y sensitiva, que sentía cómo se tensaban los músculos, sabiendo que él se acercaría y la besaría, sabiendo que cuando la abrazara, él sabría el efecto que ejercía sobre ella. Cerró los ojos rápido, trataba de borrar su imagen, y con eso la fantasía sensual que imaginara, pero la oscuridad sólo intensificó lo que sentía. Bajo la ropa, era muy consciente de la sensibilidad de su piel, de la forma en que la tela parecía frotar, de que anhelaba despojarse de ella, que anhelaba sentir la mano fresca moviéndose con lentitud por encima de su cuerpo...


—El café me mantiene despierto.


Las palabras parecían flotar en el silencio como si pertenecieran a otro mundo. Paula trató de aferrarse a ellas, de usarlas para que la regresaran a la realidad. Era estar en esa habitación con él, se dijo frenética. Era la falta de aire en un espacio tan reducido; eran los efectos de la falta de oxígeno. Todo eso le ocasionaba que su mente se viera invadida por esos pensamientos...


Trató de ponerse de pie, quería escapar del ambiente de intimidad que se creó en su pequeña oficina, pero al pararse, sintió alfileres que le pinchaban la pierna izquierda dormida, por lo que dio un traspié y hubiera caído si no hubiera estado cerca del escritorio. Al golpearse con la esquina del mueble, no pudo contener el grito de dolor.


En ese momento, Pedro servía el té dándole la espalda. Se volvió, frunció el ceño preocupado, dejó la tetera y se acercó a ella, la tomó de los antebrazos antes que ella pudiera protestar y le habló con brusquedad.


—Quédate donde estás, o es probable que termines con un calambre.


¿Quedarse en donde estaba? No tenía otra opción, pues él bloqueaba su única salida. 


Empezó a temblar con violencia, no por el dolor en el muslo, sino por la proximidad de Pedro.


La molestia de la pierna, hizo que parpadeara y se agachara a frotársela, pero para su sorpresa, Pedro la detuvo y le retiró la mano.


—Será mejor que yo lo haga. Apenas te puedes mantener en pie. ¿Por qué seguiste trabajando cuando debiste saber?... —dejó de hablar, se agachó sobre las piernas frente a ella. La sensación del contacto de la mano de Pedro sobre la pantorrilla la dejó inmóvil. Sentía la piel cálida y un poco tosca. Había sido un día caluroso por lo que no llevaba medias, tenía la piel pálida y surcada por las venas azulosas.


Mientras ella miraba la cabeza inclinada sin dar crédito, Pedro le rodeó el tobillo con los dedos. 


Hasta ese momento no se había percatado de lo frágil o vulnerable que podía sentirse, pero, ahora, al ver los dedos, esbeltos y morenos contra su piel pálida, se estremecía embargada por una mezcla de sorpresa y temor. No por él, su mente ya había reconocido que nada amenazador tenía en su contacto, que él sólo reaccionó a lo que consideró era una necesidad de recibir ayuda, no, lo que la afligían eran sus propias reacciones, el terror de no poder controlar lo que sentía por él.


Ahora, le frotaba la espinilla, era un movimiento suave, rítmico que se suponía debía aliviar las punzadas que le atacaban la piel, pero que en vez de lograrlo, hacían que fuera demasiado consciente de su presencia, demasiado sensual, por lo que ella gritó contra todo lo que sentía.


—¡Suéltame! —él lo hizo de inmediato, se puso de pie y la miró desolado.


—Lo siento. Sólo trataba de ayudar.


Ella se percató de que se comportaba de manera ilógica e injusta.


—Bueno, no lo hagas. No necesito tu ayuda y no la deseo —le gritó.


El tensó la boca y ella sintió que la invadía el temor; lo atacaba demasiado, se mostraba agresiva en exceso, sus reacciones eran exageradas. Paula se tensó, deseaba que Pedro se apartara pues le recordaba la manera en la que ella respondiera antes, pero, en lugar de hacerlo, le habló tranquilo.


—No es propio que trabajes hasta que estás tan agotada que te quedas dormida en el asiento. 
Aquí está tu té. Si estuviera en tu lugar, lo bebería antes de ir a la cama. Pero, por supuesto que no necesitas mi consejo, ¿cierto?




ADVERSARIO: CAPITULO 13




PARA alivio de Paula, al abrir la puerta y entrar, descubrió que la cocina estaba vacía. Dejó su bolso de mano y empezó a preparar una taza de café. Consideraba que era necesario que comiera algo, a pesar de que la sola idea hacía que se le revolviera el estómago. Tal vez más tarde, se dijo, tomó la taza de café y se encaminó a su oficina.


Percibió una línea de luz debajo de la puerta del dormitorio de Pedro, pero no se detuvo frente a ella, aumentó un poco la velocidad para pasar más rápido. Abrió la puerta de su oficina y encendió la luz.


El programa que preparaba era bastante complicado y requería de mucha concentración. 


Al trabajar, olvidó el café y éste se enfrió. A menudo tenía que hacer una pausa, frotarse los ojos para poder enfocar la pantalla y continuar. 


Bostezó en una o dos ocasiones, pero siguió trabajando a pesar del cansancio. Muy pronto habría varios días y noches en los que no podría trabajar y, entonces, se alegraría mucho del cheque que le diera Pedro Alfonso.


Sin embargo, después, tendría todo el tiempo del mundo para seguir trabajando, todo el tiempo del mundo para... Pasó saliva, sentía un nudo de pánico y desesperación que le bloqueaba la garganta. Se obligaba a recordar su promesa de mostrarse fuerte, de poner a su tía en primer lugar. Podrían ser semanas, un mes, tal vez dos, pero no más, le advirtió la enfermera. Empezó a temblar mientras la rodeaba el velo del temor.


En su dormitorio, Pedro dejó los papeles con los que trabajaba y miró el reloj de pulso. Casi era la una de la mañana. Se levantó, se estiró cuanto pudo y admitió que tal vez había trabajado demasiado, pero la soledad y la quietud de la cabaña invitaban a la concentración a diferencia del hotel.


Escuchó que Paula regresaba y estuvo tentado a bajar con el pretexto de prepararse algo de beber, para poder... ¿Poder qué? Tratar de hacerla ver la destrucción a la que la llevaría su romance, no sólo de su propia vida... ¿Sólo era una justificación? Durante un momento, cuando la sostuvo entre sus brazos... ¡Deja de ser un tonto!, se amonestó brusco. Ella estaba enamorada de otro hombre y, sin importar cuánto pudiera él considerar que su amante la engañaba, la usaba, era obvio que ella pensaba de otra manera.


¿Cómo era el hombre que comprometido con otra mujer se sentía libre de mentir y engañarla de esa manera?, se preguntó amargado. Estaba seguro que fue él quien iniciara el romance, lo sabía por instinto. Ella era demasiado vulnerable, demasiado sensible para de manera deliberada, tratar de seducir a un hombre casado.


Pedro era un hombre inteligente. No necesitaba que nadie le dijera hasta dónde llegaba el efecto que el matrimonio de sus padres tuvo en su vida. Hizo que surgiera esa repulsión que sentía contra los hombres hipócritas y superficiales que fallaban a sus compromisos, pero también hacía que se mostrara reacio a enamorarse, al menos no lo permitió en años anteriores. Cuando cumplió treinta años, se percató de que en su interior existía una necesidad de compartir su vida con alguien, de establecer una relación segura que incluyera hijos a la vez que una amante y compañera. Era, reconoció, un idealista, tal vez buscaba a una mujer que no existía. Experimentó con una compañera de universidad, fue un romance intenso y breve que concluyó cuando ella decidió viajar a Estados Unidos para continuar su carrera. Desde entonces, hubo varias mujeres en su vida, amigas más que amantes, una fila de mujeres atractivas e inteligentes, disfrutó de su compañía pero, en realidad, no surgió en él el deseo de volver a verlas, y ahora, se estaba alterando al percatarse de que respondía con intensidad y sensualidad a la presencia de Paula. ¿Porque no estaba disponible? Si no hubiera otro hombre en su vida, no existiera un amante, ¿cómo respondería él?


La respuesta intensa e inmediata de su cuerpo ante la idea, lo sorprendió. Frunció el ceño. Se preguntó si no sería mejor que buscara otro sitio en dónde quedarse. Si se sentía así en ese momento, ¿cómo enfrentaría la intimidad obligada que era obvio se originaría al vivir bajo el mismo techo? Consideró la manera en la que, con la más mínima excusa, la tocó y la besó, aun cuando ella le hizo ver con toda claridad que sostenía una relación con alguien más.


Estaba demasiado tenso como para dormir, decidió al abrir la puerta de su dormitorio y salir al pasillo. La puerta del dormitorio de Paula estaba abierta. Estaba oscuro en el interior, sin embargo, pudo darse cuenta de que las cortinas no estaban cerradas y no había nadie adentro. 


Entonces, percibió el zumbido leve del computador. Brillaba una luz bajo la puerta de la oficina. Frunció el ceño; ella trabajaba todavía más tarde que él. ¿Habría estado allí toda la noche? ¿Qué pasaba? ¿Le falló su amante? ¿Buscaba refugio en el trabajo? La vida de la otra mujer era solitaria. Eso lo sabía él por las relaciones de su padre; algunas de sus mujeres, llevadas a la desesperación por el trato que él les daba, llegaron a presentarse en su casa y afligieron a su madre con sus sentimientos. 


¿Cómo soportó el matrimonio todo el tiempo que lo hizo? En realidad, no tenía idea. Era algo de lo que nunca hablaron y ahora era demasiado tarde. Antes de su muerte, siempre quiso preguntarle por qué se había quedado, pero siempre fue una mujer muy reservada que no confiaba sus sentimientos a los demás.


Bajó a la cocina y empezó a preparar té; suficiente para dos personas. Preparó unos emparedados con lo que él llevara. Asumió que Paula también querría comer algo. Lo más sencillo hubiera sido que él comiera en la cocina, sin embargo, puso las cosas sobre una bandeja y subió.


Ya en el pasillo, al ver la luz bajo la puerta de la oficina de Paula, pensó en lo que hacía. 


Llamó, y al no tener respuesta, empujó la puerta.


La luz estaba encendida, la computadora funcionaba, pero Paula, estaba completamente dormida, con la cabeza entre los brazos apoyados sobre el escritorio.


Cuando despertara, estaría muy adolorida y tendría suerte si por la posición no le daba un calambre en el brazo. Debió estar demasiado cansada para quedarse dormida así. Frunció el ceño al verla, preguntándose cómo era posible que su amante la dejara trabajar tanto. ¿No le importaba lo que ella se hacía; lo que él le hacía? La primera vez que la vio en la calle, le impresionó su tensión, lo delgada que estaba, y no era de sorprender si trabajaba de esa manera.


Mientras la veía, ella despertó, abrió los ojos, y su cuerpo se tensó al reconocerlo. Luchó por enderezarse...


miércoles, 22 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 12




El nunca quiso… nunca pretendió... Estaba tan enojado con ella, tan consciente y tan incapaz de hacer nada contra la futilidad de lo que ella hacía, y sin embargo, entre sus brazos, lo hacia sentir como si él fuera el único hombre...


El respiró profundo, se separó de ella por lo que Paula abrió los ojos, sintió frío por la pérdida del contacto con el cuerpo de Pedro, deseaba que regresara, anhelaba su calidez. Confundida, levantó la mirada, al ver el rechazo en sus ojos, ella se dio cuenta de lo que hacía, se liberó sonrojada por la humillación y la vergüenza. No fue sino hasta que la tocó que Paula supo lo desesperada que estaba, cuánto necesitaba a alguien en quién apoyarse; alguien con quién poder compartir su pena, alguien que la amara y apoyara. Alguien... pero, no ese hombre en especial, se dijo mientras le daba la espalda.


—Ya es demasiado tarde para que cambie de idea, lo sé, pero si vuelves a hacer algo como esto otra vez, tendré que pedirte que te vayas.


—No te preocupes, no lo haré —escuchó que estaba molesto, Pedro respondía con tono duro. 


Y, mientras subía, supo avergonzada que, de los dos, ella era la más culpable, ella fue quien, aunque no lo invitó a que la besara, sin duda respondió al beso, no se podía perdonar por haberlo hecho. Y, no sólo respondió, sino que lo deseó. ¿También a él?


No, desde luego que no. Eso era imposible. 


¿Por qué tenía que desearlo? Era un extraño, y además, alguien que le había dado una muy buena razón para que no le agradara. Entonces, ¿por qué había experimentado esa abrumadora sensación de bienestar y seguridad entre sus brazos? ¿Por que respondió de esa forma, por qué estaba tan consciente de su sexualidad?


Negó con la cabeza, trataba de alejar de su mente las preguntas para las que no tenía respuesta. Abrió la puerta del armario.


Un par de horas más tarde, cuando, después de haberse acomodado en su dormitorio, Pedro le anunció que debía regresar a la fábrica y que no regresaría a casa hasta tarde. Paula no pudo ocultar el alivio que sentía. Tal vez había vivido sola demasiado tiempo, reflexionó cuando escuchó que salía. A pesar del hecho de haber compartido un apartamento en sus años en la universidad, la presencia de Pedro en la cabaña la hacía sentirse demasiado nerviosa e intranquila. Hasta logró apartar a su tía de sus pensamientos. Y, sin embargo, no había razón alguna para que ella se sintiera así.


Ella y Pedro Alfonso tuvieron una charla acerca de la manera en la que su presencia se ajustaría a las costumbres de la casa. El se encargaría de sus propios alimentos, le dijo con firmeza, incluirían el desayuno y en ocasiones la cena, no siempre, pues los compromisos con la fábrica significaban que el cenaba en muchas ocasiones con sus colegas de trabajo. Insistió en que llevaría trabajo a casa, y que lo haría en su habitación. Desdeñoso, le indicó que no pretendía interferir con su vida privada, lo que hizo que Paula le lanzara una mirada furiosa.


Cuando él hizo ése comentario, ella pensaba discutir por el uso del cuarto de baño, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo, pues por el, horario que él le indicara, saldría de casa mucho antes de la hora en la que ella solía levantarse, lo que significaba que no tendrían ningún problema. Si al principio Paula se preguntó por qué un hombre de su edad y con su físico no se había casado, una vez que consideró el horario de trabajo tan pesado al que se sometía, ya no lo hizo.


Se preguntaba si siempre trabajaría tanto, o era sólo algo que se impuso dada la situación. 


Paula no se había dado cuenta; hasta que Laura Mather se lo hizo ver, que Pedro no sólo era un empleado de la casa matriz, sino que era su fundador y accionista mayoritario y era obvio que era un hombre muy rico. Y, sin embargo, él parecía no necesitar el estilo de vida que ella atribuía a un hombre de su importancia y de su capacidad económica, no le había sugerido que esperaba que mientras se alojaba en la cabaña, ella tuviera que responsabilizarse por sus alimentos o su ropa. Parecía asumir que esas cosas eran su propia responsabilidad.


En general, parecía ser el huésped ideal: y el cheque con el que cubriera su renta, le quitó una gran presión de encima.


En realidad, cuando pensaba en ello, con cierta culpabilidad debía admitir que el dinero que le pagaba por lo que era sólo el uso del dormitorio y el cuarto de baño, no sólo era generoso, sino casi excesivo. Y supo que, si su tía hubiera estado allí, habría insistido en darle mucho más de lo que Paula estaba dispuesta a ofrecer.


Pero, ¿por qué tenía que hacerlo, se preguntó, después de la manera en que la juzgara, en que la tratara? Reprimió el remordimiento, la culpa que le recordaba lo que sintiera cuando él la besó. Si cerraba los ojos ahora, le sería fácil recordar justo lo que sintió... justo como él había...


Molesta, se prohibió caer en la tentación. Tenía trabajo que hacer antes de la hora de la visita. 


¡La hora de la visita! El corazón parecía temblarle en su interior, la sensación conocida de pánico y sufrimiento le dijo que debía mantener sus emociones a raya y considerar lo que su tía sufría, la necesidad que tenía de su amor y del apoyo que podía brindarle. Su tía debía ocupar el primer lugar y no ella.


Frenética, recorrió los papeles que tenía sobre su escritorio, sabía que sólo entregándose al trabajo podría bloquear su angustia.


Lo primero que percibió más tarde ese mismo día al acercarse a la cama de su tía, fue el aroma de las rosas: lo segundo, lo frágil y a la vez lo tranquila que su tía estaba con el mundo. 


Las lágrimas de emoción le picaban los ojos cuando se detuvo en la mitad de la sala. Veía ahora con toda claridad lo que antes por su egoísmo, se negaba a ver; que con su necesidad egoísta, con su propia desesperación y amor, ella, de diferente manera colocó una carga adicional sobre los hombros de su tía; que la obligó a vivir en la mentira que ella misma se decía. Principalmente que su tía mejoraría.


Al estar allí parada, la invadió una tristeza profunda y de culpa. No escuchó que la enfermera se acercaba, y que estaba a su lado hasta que le tocó el brazo.


—Paula... —le dijo en voz baja.


Cuando Paula volvió la cabeza, vio en los ojos de la mujer, comprensión y simpatía.


—Tu tía me dijo que tuvieron una charla larga. Me alegro. Una de las cosas más difíciles de las que nos tenemos que encargar aquí, es ayudar a los parientes de nuestros pacientes a aceptar que alguien a quien aman se acerca a la muerte... Una y otra vez, escuchamos de los pacientes mismos la necesidad intensa que tienen de compartir lo que sienten con aquellos que aman, y sin embargo, no pueden hacerlo, pues su familia y amigos no pueden aceptar, lo que ellos han aprendido, que se acercan a la muerte. Nos dicen tantas veces, lo positivos que se sienten, lo fuertes que están... cuánto desean morir con dignidad y cuantas veces se creen incapaces de comunicárselo a sus más allegados, pues estos se niegan a aceptar lo que ocurre. Sé lo importante que es para tu tía compartir sus sentimientos contigo.


—He sido tan cobarde —le dijo Paula—, y peor aún, también he sido egoísta. Me he negado a permitirle que me diga qué es lo que siente. Sabe, ella es todo lo que tengo y de manera egoísta...


—Lo sé, Paula. Ella me explicó como se encargó de ti después de la muerte de tus padres. No hay necesidad de que te sientas culpable o avergonzada por tus sentimientos. Sólo porque somos adultos, no significa que no vivamos las emociones que tuvimos de niños, y junto con las emociones positivas; el amor, la simpatía, el cuidado, el interés. Hay momentos en que se siente enojo, resentimiento y hasta odio.


— ¿Quiere decir que podría empezar a culpar a mi tía por abandonarme como lo hice con mis padres?


—Así es —admitió la enfermera—. Tan difícil como es para nuestros pacientes, y en ocasiones lo es mucho, lo puede ser más para aquellos que los aman. A nuestros pacientes terminales, les podemos dar los cuidados, los medicamentos, todos los consejos y el interés que necesitan para mantenerse bajo control en lo físico y lo emocional y regular la manera en que mueren. Pero, no podemos hacer nada para aliviar la carga y el dolor de aquellos que los aman.


—Todavía no lo puedo creer —dijo Paula al dirigir la mirada a la cama de su tía—. Estaba tan segura de que se pondría bien. Siempre fue tan fuerte, tan positiva.


—Entonces, ayúdala a que mantenga su valor, Paula. Ayúdala a que llegue al final de su vida con esa misma entereza.


Como si un sexto sentido la hubiera alertado, la tía de repente levantó la cabeza de la almohada y se volvió. Al ver lo débil que estaba, Paula sintió un gran dolor. Esa tarde, la veía sin tratar de engañarse a sí misma: se podía ver que estaba muy, muy débil, y muy, muy frágil, y sin embargo, durante semanas, ella había decidido ignorar esa debilidad y fragilidad, y la obligó a gastar mucha de esa energía en fingir, por el amor e interés que tenía por ella, que se recuperaba. Las lágrimas la cegaron, Paula se maldijo por su egoísmo y se prometió que a partir de ese momento, pondría las necesidades de su tía en primer término y no la suyas.


—Te ves cansada —le comentó su tía, cuando Paula se sentó a un lado de su cama—. Trabajas demasiado. Esa hipoteca es una carga muy pesada para ti. Yo me culpo...


Retorcía la orilla de la manta con los dedos. La preocupación que sentía por su sobrina estaba presente. Paula se sintió culpable, le tomó la mano, al hacerlo notó lo pequeña y encogida que se sentía, lo frágil y delgado de la piel que cubría los huesos delicados.


—No lo hagas. Amo la cabaña tanto como tú, y en cuanto a la hipoteca, tengo un huésped... —le relató lo ocurrido pero tuvo cuidado de no hablarle a su tía, de la idea errada que Pedro Alfonso tenía de ella, omitió lo que hubiera podido hacer pensar a la señora que no estaba feliz con el arreglo.


No se percató de lo entusiasta que se mostró con sus comentarios, hasta que su tía comentó feliz:
—Bueno, no te puedo indicar hasta dónde llega el alivio que siento al saber que ya no vives sola. Se que es un poco anticuado de mi parte, y supongo que correrías más riesgos al vivir en Londres, pero la cabaña está aislada, y me invade una tranquilidad al saber que un hombre tan encantador y tan confiable vive allí contigo. Me siento culpable porque tuviste que dejar tu carrera, todo, por mí, y ahora...


— ¡No! —Paula la interrumpió—. No hay necesidad de que te sientas así. De hecho... —se detuvo, le apretó la mano a su tía y respiró profundo antes de continuar—, he descubierto que prefiero vivir en el campo, me agrada el paso tranquilo con el que se vive aquí. Me gusta la independencia que me da ser mi propio jefe, por decirlo así. Puedo dejar de trabajar cuando quiero y salir, pasar una hora o más en el jardín —al hablar, descubrió que lo que decía era cierto, que no extrañaba en lo absoluto el barullo de Londres ni su posición encumbrada.


—Así que des... pues, ¿te quedarás en la cabaña?


Después... necesitó varios segundos para saber a qué se refería su tía y cuando lo hizo, se tuvo que contener para no negar lo que decía, se tragó sus palabras, recordó que se había prometido poner a su tía en primer lugar.


—Siempre que el interés de la hipoteca no suba —repuso breve.


—Si te quedas, sería muy bueno que construyeras la pérgola de la que hablamos durante el invierno. La imagino cubierta con las rosas que nos gustaron. Felicité y Perpetuo; creo que se llaman.


Las lágrimas amenazaban con brotar de los ojos de Paula. Ella sentía que la mano de su tía temblaba entre las suyas y notó que ella también tenía lágrimas en los ojos.


Fue una visita muy emotiva, y más tarde, demasiado alterada para regresar directo a casa y continuar con su trabajo, detuvo el auto en un sendero tranquilo, bajó, y se apoyó sobre la barda de una granja y absorbió la tranquilidad que le brindaba el paisaje.


Cuando regresó al auto, ya anochecía, tenía el cuerpo tenso y dolorido. Se dio cuenta, de que permaneció inmóvil más de una hora, y ahora la suavidad del anochecer del verano envolvía todo con un manto color gris lavanda.


Encendió las luces y se dirigió a casa. Había olvidado que Pedro Alfonso existía, le sorprendió llegar a la cabaña y ver las luces encendidas. Lo último que quería por el momento era tener que tratar con otro ser humano, en especial, con alguien del calibre de Pedro Alfonso.