miércoles, 22 de enero de 2020

ADVERSARIO: CAPITULO 12




El nunca quiso… nunca pretendió... Estaba tan enojado con ella, tan consciente y tan incapaz de hacer nada contra la futilidad de lo que ella hacía, y sin embargo, entre sus brazos, lo hacia sentir como si él fuera el único hombre...


El respiró profundo, se separó de ella por lo que Paula abrió los ojos, sintió frío por la pérdida del contacto con el cuerpo de Pedro, deseaba que regresara, anhelaba su calidez. Confundida, levantó la mirada, al ver el rechazo en sus ojos, ella se dio cuenta de lo que hacía, se liberó sonrojada por la humillación y la vergüenza. No fue sino hasta que la tocó que Paula supo lo desesperada que estaba, cuánto necesitaba a alguien en quién apoyarse; alguien con quién poder compartir su pena, alguien que la amara y apoyara. Alguien... pero, no ese hombre en especial, se dijo mientras le daba la espalda.


—Ya es demasiado tarde para que cambie de idea, lo sé, pero si vuelves a hacer algo como esto otra vez, tendré que pedirte que te vayas.


—No te preocupes, no lo haré —escuchó que estaba molesto, Pedro respondía con tono duro. 


Y, mientras subía, supo avergonzada que, de los dos, ella era la más culpable, ella fue quien, aunque no lo invitó a que la besara, sin duda respondió al beso, no se podía perdonar por haberlo hecho. Y, no sólo respondió, sino que lo deseó. ¿También a él?


No, desde luego que no. Eso era imposible. 


¿Por qué tenía que desearlo? Era un extraño, y además, alguien que le había dado una muy buena razón para que no le agradara. Entonces, ¿por qué había experimentado esa abrumadora sensación de bienestar y seguridad entre sus brazos? ¿Por que respondió de esa forma, por qué estaba tan consciente de su sexualidad?


Negó con la cabeza, trataba de alejar de su mente las preguntas para las que no tenía respuesta. Abrió la puerta del armario.


Un par de horas más tarde, cuando, después de haberse acomodado en su dormitorio, Pedro le anunció que debía regresar a la fábrica y que no regresaría a casa hasta tarde. Paula no pudo ocultar el alivio que sentía. Tal vez había vivido sola demasiado tiempo, reflexionó cuando escuchó que salía. A pesar del hecho de haber compartido un apartamento en sus años en la universidad, la presencia de Pedro en la cabaña la hacía sentirse demasiado nerviosa e intranquila. Hasta logró apartar a su tía de sus pensamientos. Y, sin embargo, no había razón alguna para que ella se sintiera así.


Ella y Pedro Alfonso tuvieron una charla acerca de la manera en la que su presencia se ajustaría a las costumbres de la casa. El se encargaría de sus propios alimentos, le dijo con firmeza, incluirían el desayuno y en ocasiones la cena, no siempre, pues los compromisos con la fábrica significaban que el cenaba en muchas ocasiones con sus colegas de trabajo. Insistió en que llevaría trabajo a casa, y que lo haría en su habitación. Desdeñoso, le indicó que no pretendía interferir con su vida privada, lo que hizo que Paula le lanzara una mirada furiosa.


Cuando él hizo ése comentario, ella pensaba discutir por el uso del cuarto de baño, pero no tuvo la oportunidad de hacerlo, pues por el, horario que él le indicara, saldría de casa mucho antes de la hora en la que ella solía levantarse, lo que significaba que no tendrían ningún problema. Si al principio Paula se preguntó por qué un hombre de su edad y con su físico no se había casado, una vez que consideró el horario de trabajo tan pesado al que se sometía, ya no lo hizo.


Se preguntaba si siempre trabajaría tanto, o era sólo algo que se impuso dada la situación. 


Paula no se había dado cuenta; hasta que Laura Mather se lo hizo ver, que Pedro no sólo era un empleado de la casa matriz, sino que era su fundador y accionista mayoritario y era obvio que era un hombre muy rico. Y, sin embargo, él parecía no necesitar el estilo de vida que ella atribuía a un hombre de su importancia y de su capacidad económica, no le había sugerido que esperaba que mientras se alojaba en la cabaña, ella tuviera que responsabilizarse por sus alimentos o su ropa. Parecía asumir que esas cosas eran su propia responsabilidad.


En general, parecía ser el huésped ideal: y el cheque con el que cubriera su renta, le quitó una gran presión de encima.


En realidad, cuando pensaba en ello, con cierta culpabilidad debía admitir que el dinero que le pagaba por lo que era sólo el uso del dormitorio y el cuarto de baño, no sólo era generoso, sino casi excesivo. Y supo que, si su tía hubiera estado allí, habría insistido en darle mucho más de lo que Paula estaba dispuesta a ofrecer.


Pero, ¿por qué tenía que hacerlo, se preguntó, después de la manera en que la juzgara, en que la tratara? Reprimió el remordimiento, la culpa que le recordaba lo que sintiera cuando él la besó. Si cerraba los ojos ahora, le sería fácil recordar justo lo que sintió... justo como él había...


Molesta, se prohibió caer en la tentación. Tenía trabajo que hacer antes de la hora de la visita. 


¡La hora de la visita! El corazón parecía temblarle en su interior, la sensación conocida de pánico y sufrimiento le dijo que debía mantener sus emociones a raya y considerar lo que su tía sufría, la necesidad que tenía de su amor y del apoyo que podía brindarle. Su tía debía ocupar el primer lugar y no ella.


Frenética, recorrió los papeles que tenía sobre su escritorio, sabía que sólo entregándose al trabajo podría bloquear su angustia.


Lo primero que percibió más tarde ese mismo día al acercarse a la cama de su tía, fue el aroma de las rosas: lo segundo, lo frágil y a la vez lo tranquila que su tía estaba con el mundo. 


Las lágrimas de emoción le picaban los ojos cuando se detuvo en la mitad de la sala. Veía ahora con toda claridad lo que antes por su egoísmo, se negaba a ver; que con su necesidad egoísta, con su propia desesperación y amor, ella, de diferente manera colocó una carga adicional sobre los hombros de su tía; que la obligó a vivir en la mentira que ella misma se decía. Principalmente que su tía mejoraría.


Al estar allí parada, la invadió una tristeza profunda y de culpa. No escuchó que la enfermera se acercaba, y que estaba a su lado hasta que le tocó el brazo.


—Paula... —le dijo en voz baja.


Cuando Paula volvió la cabeza, vio en los ojos de la mujer, comprensión y simpatía.


—Tu tía me dijo que tuvieron una charla larga. Me alegro. Una de las cosas más difíciles de las que nos tenemos que encargar aquí, es ayudar a los parientes de nuestros pacientes a aceptar que alguien a quien aman se acerca a la muerte... Una y otra vez, escuchamos de los pacientes mismos la necesidad intensa que tienen de compartir lo que sienten con aquellos que aman, y sin embargo, no pueden hacerlo, pues su familia y amigos no pueden aceptar, lo que ellos han aprendido, que se acercan a la muerte. Nos dicen tantas veces, lo positivos que se sienten, lo fuertes que están... cuánto desean morir con dignidad y cuantas veces se creen incapaces de comunicárselo a sus más allegados, pues estos se niegan a aceptar lo que ocurre. Sé lo importante que es para tu tía compartir sus sentimientos contigo.


—He sido tan cobarde —le dijo Paula—, y peor aún, también he sido egoísta. Me he negado a permitirle que me diga qué es lo que siente. Sabe, ella es todo lo que tengo y de manera egoísta...


—Lo sé, Paula. Ella me explicó como se encargó de ti después de la muerte de tus padres. No hay necesidad de que te sientas culpable o avergonzada por tus sentimientos. Sólo porque somos adultos, no significa que no vivamos las emociones que tuvimos de niños, y junto con las emociones positivas; el amor, la simpatía, el cuidado, el interés. Hay momentos en que se siente enojo, resentimiento y hasta odio.


— ¿Quiere decir que podría empezar a culpar a mi tía por abandonarme como lo hice con mis padres?


—Así es —admitió la enfermera—. Tan difícil como es para nuestros pacientes, y en ocasiones lo es mucho, lo puede ser más para aquellos que los aman. A nuestros pacientes terminales, les podemos dar los cuidados, los medicamentos, todos los consejos y el interés que necesitan para mantenerse bajo control en lo físico y lo emocional y regular la manera en que mueren. Pero, no podemos hacer nada para aliviar la carga y el dolor de aquellos que los aman.


—Todavía no lo puedo creer —dijo Paula al dirigir la mirada a la cama de su tía—. Estaba tan segura de que se pondría bien. Siempre fue tan fuerte, tan positiva.


—Entonces, ayúdala a que mantenga su valor, Paula. Ayúdala a que llegue al final de su vida con esa misma entereza.


Como si un sexto sentido la hubiera alertado, la tía de repente levantó la cabeza de la almohada y se volvió. Al ver lo débil que estaba, Paula sintió un gran dolor. Esa tarde, la veía sin tratar de engañarse a sí misma: se podía ver que estaba muy, muy débil, y muy, muy frágil, y sin embargo, durante semanas, ella había decidido ignorar esa debilidad y fragilidad, y la obligó a gastar mucha de esa energía en fingir, por el amor e interés que tenía por ella, que se recuperaba. Las lágrimas la cegaron, Paula se maldijo por su egoísmo y se prometió que a partir de ese momento, pondría las necesidades de su tía en primer término y no la suyas.


—Te ves cansada —le comentó su tía, cuando Paula se sentó a un lado de su cama—. Trabajas demasiado. Esa hipoteca es una carga muy pesada para ti. Yo me culpo...


Retorcía la orilla de la manta con los dedos. La preocupación que sentía por su sobrina estaba presente. Paula se sintió culpable, le tomó la mano, al hacerlo notó lo pequeña y encogida que se sentía, lo frágil y delgado de la piel que cubría los huesos delicados.


—No lo hagas. Amo la cabaña tanto como tú, y en cuanto a la hipoteca, tengo un huésped... —le relató lo ocurrido pero tuvo cuidado de no hablarle a su tía, de la idea errada que Pedro Alfonso tenía de ella, omitió lo que hubiera podido hacer pensar a la señora que no estaba feliz con el arreglo.


No se percató de lo entusiasta que se mostró con sus comentarios, hasta que su tía comentó feliz:
—Bueno, no te puedo indicar hasta dónde llega el alivio que siento al saber que ya no vives sola. Se que es un poco anticuado de mi parte, y supongo que correrías más riesgos al vivir en Londres, pero la cabaña está aislada, y me invade una tranquilidad al saber que un hombre tan encantador y tan confiable vive allí contigo. Me siento culpable porque tuviste que dejar tu carrera, todo, por mí, y ahora...


— ¡No! —Paula la interrumpió—. No hay necesidad de que te sientas así. De hecho... —se detuvo, le apretó la mano a su tía y respiró profundo antes de continuar—, he descubierto que prefiero vivir en el campo, me agrada el paso tranquilo con el que se vive aquí. Me gusta la independencia que me da ser mi propio jefe, por decirlo así. Puedo dejar de trabajar cuando quiero y salir, pasar una hora o más en el jardín —al hablar, descubrió que lo que decía era cierto, que no extrañaba en lo absoluto el barullo de Londres ni su posición encumbrada.


—Así que des... pues, ¿te quedarás en la cabaña?


Después... necesitó varios segundos para saber a qué se refería su tía y cuando lo hizo, se tuvo que contener para no negar lo que decía, se tragó sus palabras, recordó que se había prometido poner a su tía en primer lugar.


—Siempre que el interés de la hipoteca no suba —repuso breve.


—Si te quedas, sería muy bueno que construyeras la pérgola de la que hablamos durante el invierno. La imagino cubierta con las rosas que nos gustaron. Felicité y Perpetuo; creo que se llaman.


Las lágrimas amenazaban con brotar de los ojos de Paula. Ella sentía que la mano de su tía temblaba entre las suyas y notó que ella también tenía lágrimas en los ojos.


Fue una visita muy emotiva, y más tarde, demasiado alterada para regresar directo a casa y continuar con su trabajo, detuvo el auto en un sendero tranquilo, bajó, y se apoyó sobre la barda de una granja y absorbió la tranquilidad que le brindaba el paisaje.


Cuando regresó al auto, ya anochecía, tenía el cuerpo tenso y dolorido. Se dio cuenta, de que permaneció inmóvil más de una hora, y ahora la suavidad del anochecer del verano envolvía todo con un manto color gris lavanda.


Encendió las luces y se dirigió a casa. Había olvidado que Pedro Alfonso existía, le sorprendió llegar a la cabaña y ver las luces encendidas. Lo último que quería por el momento era tener que tratar con otro ser humano, en especial, con alguien del calibre de Pedro Alfonso.




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