miércoles, 14 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 35





A la mañana siguiente, le resultó extraño sentarse a desayunar un poco antes de las nueve. A Paula la sorprendió poder retener en el estómago el delicioso desayuno preparado por Sandra. También la sorprendió que Pedro apareciera. Era agradable.


—Que tengas un buen día —le deseó, cuando dejó la mesa y se encaminó al garaje a sacar su Volkswagen.


No estaba allí. En su lugar había un reluciente Jeep Cherokee negro, nuevo. Precioso. No era suyo.


Instintivamente, se dio la vuelta. Sí, la había seguido.


—¿Dónde está mi coche? —barbotó—. Me dijiste que Arnaldo había arreglado la rueda.


—Te dije que lo había solucionado.


—¡Solucionado! ¿Lo has tirado?


—No seas ridícula. No tiraría nada tuyo. Está guardado en un almacén y podemos recogerlo en cualquier momento.


—Pues quiero que lo recojan ahora mismo.


—¿Por qué?


—Porque… —era suyo. Lo único de valor que había traído consigo—. Lo necesito —concluyó.


—¿No te gusta el sustituto? —preguntó. Dio una vuelta alrededor del Jeep, dio una patada a una rueda. Paula suspiró. Era un vehículo resistente, bonito.


—Me gusta, pero creo que deberíamos cumplir nuestros acuerdos. Prometí no aceptar nada tuyo.


—Vuelvo a recordarte las promesas, sinceras o no, que hiciste en Atlantic City. A mí.


—Estoy cumpliendo esas promesas. Vivo aquí.


—Todas las mañanas sales a la autopista en un coche que parece que está punto de caerse a pedazos. No es seguro.


—No se cae a pedazos.


—Y es poco profesional.


—¿Poco profesional? ¿Qué quieres decir con eso?


—Lo que quiero decir es que me ha costado mucho elegir el modelo correcto, para que parezcas la contratista profesional que eres.


Lo miró fijamente. Lo decía en serio. Ayer, en mitad de la tormenta, había ido a Richmond, solucionado sus asuntos y hablado con Leonardo. Después había ido a comprarle un coche. No un coche cualquiera. El coche adecuado para ella.


¡Y se lo agradecía con un estúpido e irracional ataque de orgullo! La invadió una sensación de vergüenza combinada con ternura, y extendió el brazo para tocarlo.


—Oh, Pedro, lo siento— se echó hacia atrás, resistiéndose al impulso de abrazarlo—. Perdóname. Me estoy comportando como una estúpida. No quiero parecer desagradecida —se pasó la lengua por los labios, intentando explicarse, tanto para él como para sí misma—. Es sólo que me ha sorprendido mucho. Es demasiado. Nunca he tenido nada así. No, espera. No quiero que sea mío. ¿No podemos considerarlo un préstamo hasta después de…? —su voz se apagó, incapaz de terminar la frase.


—Llámalo como quieras. Pero condúcelo. Es más seguro y mejor que el que tenías.



LA TRAMPA: CAPITULO 34





Paula se preguntó si Pedro le había dicho a Sandra que estaba embarazada. Su actitud había cambiado. Se dedicó a mimar a Paula cuando le subió las bandejas del desayuno y la comida, diciéndole «come despacio y toma sorbos de refresco de jengibre de vez en cuando. Te asentará el estómago». Colgó la ropa de Paula en el armario y ordenó la habitación, charlando alegremente mientras lo hacía, preguntándole qué le apetecía para cenar. Hizo que Paula se sintiera, por primera vez, parte de la casa.


Después de la comida, Paula se echó una larga siesta, y se despertó descansada y fresca. Para cuando Pedro volvió, se había duchado y se había puesto un pijama de estar por casa.


—Ya estoy bien —le dijo, cuando subió a verla—. Ya te dije que siempre estoy bien cuando se acaban estas estúpidas arcadas. Pero, sí, he disfrutado mucho del descanso.


—Bien.


—Pero ahora ya no sé que hacer —se quejó. Había acabado todo el papeleo del negocio que tenía pendiente, y no había nada que leer en la habitación. En la televisión sólo había series—. Me siento rara, aquí, sin hacer nada.


—Conozco esa sensación —dijo él. Hubo algo en la manera de decirlo que la puso triste. Pero él sonrió—. Está lloviendo, es un día para holgazanear. Ven, baja al cuarto de estar, allí hay muchas cosas para leer.


Según bajaban, lo bombardeó a preguntas.


—¿Iba todo bien? ¿Le llevó Carlos las especificaciones a Pablo? ¿Fuiste a ver a Leonardo?


—Sí, sí y sí —sonrió, y comenzó a cantar con excelente voz de barítono—. Sin que tú tires de ella, la marea sube. Sin que tú le des vueltas, el mundo gira. Sin que tú…


—¡Eh, para ya! —gritó ella, riéndose—. Sé que no soy indispensable. Pero hay mucho que hacer y somos pocos. Tengo que ir mañana. ¿Le pediste a Arnaldo que arreglara mi rueda?


—Lo solucioné —respondió, sin mirarla, y abrió la puerta de la sala de estar—. Hay muchas revistas en esa estantería. Si prefieres un libro…


—¡Oh, no! No me atrevo a empezar un libro. No sé cuándo volveré a pasar otro día como hoy, ni cuándo tendré tiempo para holgazanear.


—Bueno, no sé. Leonardo cree que quizás te estés pasando —le dijo, sentándose junto a ella en el sofá.


—¿Quieres decir trabajando demasiado? Eso no me molesta —replicó ella, sin llegar a abrir la revista.


—Pasándote en tus atribuciones. Eso le preocupa.


—¿Ha dicho eso? —preguntó con ansiedad. 


Justo lo que él quería. Haría lo que fuera para que Leonardo estuviese contento. Así que decidió exagerar un poco.


—Sí. Dice que se lo estás poniendo muy difícil.


—¿Difícil? ¿Por qué?


—Parece que los médicos le han dicho que cuando vuelva al trabajo se lo tendrá que tomar con calma. Tenía la esperanza de que contrataras a suficiente gente, así el sólo tendría que supervisar.


—Bueno, vamos a contratar a más obreros. Y yo estaré allí para ayudar.


—Tú también vas a estar incapacitada durante un tiempo. ¿Recuerdas?


—Es verdad —admitió, con cara de frustración y ligeramente disgustada—. Y probablemente sea justo cuando él vuelva al trabajo.


—Leonardo sugirió que estaría bien que empezaras a marcar la pauta ahora. Tú te dedicas a los diseños, los presupuestos, el papeleo y cosas de ésas. Carlos puede supervisar las obras. También le gustaría que trabajaras menos horas. Que fueras más tarde por la mañana, sobre las diez. Y que termines antes. Así, cuando el vuelva, ya se habrá establecido esa rutina. ¿Entiendes?


—Tiene sentido. No sé por qué no me lo ha dicho antes.


—Está empezando a recuperarse, Paula. Es la primera vez que se ha puesto a pensarlo.


«Y tú te paraste a escucharlo», pensó. De repente, sintió una oleada de gratitud. Había ido a Richmond a llevarle los papeles a Carlos, se había parado a escuchar a Leonardo atentamente. Por la mañana, la había sujetado con mucha ternura…


—Has sido muy bueno al ir hasta allí, Pedro. Te estoy muy agradecida —le tocó la mano, y, sobresaltada por el cúmulo de sensaciones que recorrieron su cuerpo, se apartó rápidamente—. También, por pasar tanto tiempo con Leonardo. Y conmigo —murmuró, confundida. Simplemente tocarlo la volvía loca. Tendría que acordarse de no volver a hacerlo.


Él la estaba mirando fijamente, y se sintió obligada a decir algo más.


—Supongo que tiene sentido —repitió—. Además, sería más cómodo para mí, durante un tiempo.


—Sí. Seguramente —asintió él, sacando una baraja de cartas—. ¿Te apetece jugar una partida?



LA TRAMPA: CAPITULO 33




Seguía lloviendo cuando, siguiendo las indicaciones que Paula le había dado, Pedro llegó a casa de Carlos. Subió las escaleras, llamó al timbre y miró el porche que, a juzgar por los trozos de madera nueva, habían arreglado hacía poco tiempo. Seguramente estaba a la espera de una mano de pintura, que lo unificaría.


Un hombre alto y musculoso abrió la puerta.


—¿Carlos? —preguntó Pedro.


—Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por usted?


—Soy el marido de Paula. Me pidió que te trajera esto —respondió Pedro, entregándole las especificaciones.


—Gracias. ¿Dónde está Paula? ¿Le pasa algo? Entra, por favor —dijo, apartándose.


Entró en una habitación en la que, obviamente, el hombre estaba poniendo placas de yeso. 


Recordó lo que había dicho Paula: «Nos libramos del enlucido agrietado de las paredes de Carlos».


Tomó una taza de café con Carlos y su mujer, les aseguró que Paula estaba bien y que, probablemente, no tenía más que un simple virus, admiró al bebé, y le preguntó a Carlos si podía acompañarlo en su ronda de visitas para darle un informe completo al padre de Paula.


Después de llevar las especificaciones al electricista, Carlos amplió su ronda, para que Pedro se hiciera una idea de todo lo que tenían en marcha. Lo llevó a la casa en la que el electricista iba a reformar todas las conducciones eléctricas.


—Paula tiene predilección por un nuevo tipo de iluminación indirecta, y no cabe duda de que alegra mucho estas viejas casas —explicó. Y a continuación, fueron a ver a Leo, que estaba instalando un jacuzzi. Incluso lo llevó a casa de los Jackson y, lleno de orgullo, le enseñó el ático reformado—.Paula y yo hicimos esto nosotros solos.


Pedro intentó imaginarse a Paula trabajando en la gran habitación, que ahora tenía un montón de juguetes desparramados por el suelo. 


Trabajando con un martillo y una sierra para terminar los armarios empotrados y los techos inclinados, que le recordaron al Pájaro Azul. Le llamaron la atención el papel pintado, con su dibujo del mapamundi, y el ambiente alegre y luminoso de la habitación, incluso en un día oscuro, con la lluvia repiqueteando en las ventanas. ¿Sería la nueva iluminación indirecta?


De vuelta en el East End, Carlos le señaló un par de casas destartaladas y le explicó los planes que tenían.


Era excitante, pensó Pedro cuando se marchaba. Muchos proyectos desarrollándose al mismo tiempo. Construir, mejorar, poner a la gente a trabajar. No le extrañaba que ella estuviera deseando levantarse en mitad de la noche para ir allí…


Notó cómo una vieja y conocida sensación lo envolvía. Esa sensación de estar fuera, mirando hacia dentro, mientras otro hacía el trabajo y defendía sus ideas.


Ella no estaba jugando. Cuando dijo que no quería su dinero hablaba muy en serio. No quería nada de su mundo vacío. Y su hijo era un impedimento que la había frenado. La había atrapado.


Intentaba continuar en marcha. Se acordó de cómo la había visto esa mañana, de pie bajo la lluvia. Furiosa, frustrada, sin poder impedir las arcadas… pobre chiquilla.


Pero podía hacer algo para ayudarla, para hacérselo más fácil. ¡Dijera lo que dijera! Era demasiado independiente.


Le dio a Leonardo un informe totalmente positivo y les aseguró que el «virus» de Paula sólo duraría un par de días. Alicia lo persuadió para que se quedara a comer; durante la comida acabó preguntándose como una mujer tan boba había conseguido tener una hija como Paula.


Leonardo Alfonso le gustó. Era un hombre directo, débil, pero ansioso por volver al trabajo para «quitarle algo de trabajo a Paula». Sí, había estado de acuerdo, era un día demasiado largo. Sería mejor que fuera después, en lugar de antes, de la hora punta.


—Y que volviera antes de la hora punta de la tarde —agregó Pedro—. No me importa que mi mujer trabaje, pero sí me gusta verla de vez en cuando —añadió Pedro, con todo el entusiasmo de un amante esposo.


—Claro. Claro —corroboró Leonardo—. Así establecería el ritmo correcto para mí cuando vuelva. Los médicos dicen que tendré que tomármelo con calma durante un tiempo.


Pedro sonrió. Eso era todo lo que necesitaba.



martes, 13 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 32





En realidad no le importaba que su mujer trabajara. A decir verdad, le daba envidia. Se levantaba temprano todas las mañanas, con un sitio al que ir. Había gente esperándola. Cosas que había que hacer.


A nadie le importaba si él se pasaba el día durmiendo. No lo necesitaban en ningún sitio. Ni siquiera en sus diversos consejos administrativos, a no ser que alguien quisiera conseguir algo y necesitara su voto.


Debía ser agradable sentirse necesitado.


Todas las mañanas, cuando oía la ducha en su cuarto de baño, se la imaginaba bajo el chorro de agua, con el pelo pegado a la piel. Como lo vio aquella noche. No, debía envolvérselo con una toalla, decidió. Lo tenía seco, y recogido en lo alto de la cabeza, las dos mañanas que había planeado encontrarse con ella cuando salía del dormitorio.


—¿Café? —le había preguntado.


—Gracias, pero será mejor que no. No quiero que me pille el atasco.


Sus ojos se fijaron en su trasero cuando se alejaba. Mira que estaba guapa con esos vaqueros apretados. Se preguntó cuánto tardaría en… ¿Cuándo empezaban a notarse los bebés? Volvió a su habitación para observarla, como era su costumbre, hasta que el pequeño Volkswagen salía del garaje y se alejaba.


Debería tener algo mejor que esa chatarra para evitar el atasco, pensó una mañana tormentosa, cuando el coche salió del garaje y se quedó parado. Ella bajo del coche y miró la rueda trasera del lado izquierdo. Dio una patada en el suelo, a continuación desahogó su cólera golpeando el coche con los puños, sin preocuparse de la lluvia. Estaba muy graciosa, y él se sonrió. Al menos llevaba puesto un impermeable y un gorro para la lluvia, calado hasta las orejas.


La vio abrir el maletero y sacar ¿un gato?
¿Tenía un pinchazo? ¿Y pensaba arreglarlo ella misma? ¡Jesús! Se puso unos pantalones a toda prisa y corrió escaleras abajo. Tenía que llegar antes de que esa tontaina de mujer empezara a usar el gato.


Cuando llegó, en cambio, había soltado el gato, y estaba apoyada en el coche, vomitando sin parar. Sólo con verla, casi se puso malo. La apoyó contra su pecho, sujetándole suavemente el estómago, como si así pudiera calmar sus arcadas.


Pasó bastante tiempo hasta que terminó y ella pudo enderezarse.


—Muchas gracias. Lo siento. He ensuciado todo. Nunca sé cuándo va a ocurrir. Lo siento.


—No hay ninguna razón para sentirlo. No es culpa tuya —la consoló. Ella se apartó y miró el reloj.


—Es tarde. Tengo que lavarme. Crees que… bueno, ¿le importaría a Arnaldo arreglarme la rueda? Necesito…


—Necesitas hacer un montón de cosas —dijo, levantándola en brazos.


—Espera. Esto no es necesario. Ahora me siento bien. Puedo arreglármelas.


No hizo ningún caso de sus protestas, atravesó la casa y la llevó a su dormitorio, salpicando agua por todos sitios.


—Eres tonta —dijo, empezando a quitarle la ropa—. Mira que quedarte ahí fuera, en mitad de la tormenta.


—¡Yo! Yo llevaba un impermeable. Mírate tú.


—No te preocupes por mí —estaba descalzo y chorreando agua, pero él no estaba embarazado.


—¡Para! No hay ninguna necesidad de quitarme toda la ropa.


—¡Oh, cállate! —Dijo, tirando las botas a un lado y bajándole la cremallera de los vaqueros— ¡No será la primera vez que te veo desnuda!


—¡Escúchame! Tengo que irme. Carlos…


—No vas a ir a ningún sitio, Carlos o no Carlos —dijo. Le quitó la última prenda, y miró a su alrededor, buscando un camisón. No vio ninguno así que abrió la cama y la metió dentro tal y como estaba. Ella intentó levantarse.


—Mira, ya te lo he dicho. Tengo que irme. Carlos necesita que…


—No vas a ir a ningún sitio —afirmó. Puede que ella fuera más lista. Y que la necesitaran. Pero él era más grande.


Ella deseó abofetearlo. Suplicarle, hacer que entendiera. Pero estaba muy cansada. Se estaba tan bien en la cama. Si pudiera quedarse tumbada un rato. Vomitar la dejaba agotada. Él la había sujetado. Había hecho que no se sintiera sola.


—¿Te traigo algo? ¿Tostadas? ¿Té?


—Sí, gracias —asintió ella. Eso siempre le sentaba bien.


—Sólo si prometes no moverte.


Ella parpadeó. Era bueno. Le tocó el brazo.


—Sé que lo haces con buena intención. Pero estoy bien, de verdad. Y tengo mucho que hacer. Carlos necesita las especificaciones para la otra casa. Leonardo ya ha vuelto a casa y ayer no pasé a verlo. ¡Dios mío! y además, el pinchazo.


—De acuerdo. Prométeme que te quedarás aquí y luego decidiremos cómo solucionar todo eso cuando yo vuelva. ¿De acuerdo?


Ella asintió. Tampoco podía ir a ningún sitio con la rueda pinchada.


Mientras tomaba las tostadas y el té, hicieron varias promesas más. Ella se quedaría en la cama y él iría a Richmond, le llevaría las especificaciones a Carlos y pasaría a visitar a Leonardo.


—No le digas que estoy enferma. Bueno, di que tengo un virus o algo así —dijo—. Por ahora no quiero decirles lo del niño. Y asegúrate de decirle a Leonardo que todo va bien en la empresa, pienses lo que pienses.


Él lo prometió, pero Paula siguió nerviosa. No quería que fuera. Le gustaba ocuparse de las cosas ella misma.


Pero el electricista estaría esperando a que Carlos llevara las especificaciones. Y Leonardo necesitaba que lo tranquilizaran continuamente: alguien tenía que ir.


Ella estaba cansada. Era muy agradable estar simplemente tumbada. Dormir.


LA TRAMPA: CAPITULO 31




—Solucionaste la parte de nuestro encuentro muy bien —le dijo, cuando conducían de vuelta a casa.


—La necesidad aguza el ingenio, querida —dijo, encogiéndose de hombros.


—Últimamente lo hemos aguzado mucho, ¿no? —Replicó ella, intentando que su voz no denotara su amargura—. Ya somos casi tan mentirosos como Benjamin Cruz.


Él le lanzó una rápida mirada, pero no dijo nada.


—Ni siquiera me lo contaste —insistió ella.


—¿Para qué? Ya había ocurrido. En cualquier caso, ibas a casarte con ese tipo, estabas enamorada y todo eso. No me gusta reventar burbujas.


—Pero ni siquiera después. Cuando te dije que no lo quería, que fue sólo…


—¡Vale, vale! —interrumpió. No quería volver a oírle decir que fue por dinero—. Ahora ya lo sabes. ¿Por qué no lo dejamos? Tú estás mucho mejor sin él, y yo… —no acabó la frase, pero ella la oyó de todas formas… «¡Yo he cargado contigo!».


LA TRAMPA: CAPITULO 30





Los Harding vivían en otro sector de la ciudad, en una casa más moderna, no tan grande como la de Pedro, pero igual de lujosa, pensó Paula, mientras atravesaban el bien cuidado jardín delantero, dirigiéndose a la casa de estilo Tudor. 


En cuanto se abrió la ancha puerta de doble hoja, sufrieron un bombardeo de confeti, campanillas, silbidos y gritos de una animada multitud de personas que les felicitaban. Las enhorabuenas alternaban con las recriminaciones.


—Así que por fin lo hiciste, ¡tramposo!


—Eso, cómo es que no nos avisaste.


—¡No critiquéis! ¡Por fin lo han cazado!


—Y no me extraña nada… —silbido— ¡si ésta es la mujercita que lo ha conseguido!


—Enhorabuena, colega. Pero algo falla. ¿No se suponía que yo iba a ser el padrino?


Hubo montones de abrazos y besos, sirvieron cócteles y todos hablaban al mismo tiempo, incluso mientras se presentaban. La sorprendió, cuando se sentaron a cenar y pudo situarlos a todos, que la «multitud» se limitaba a tres parejas.


Sergio Harding, el anfitrión, un hombre guapo de pelo moreno, le echó una mano.


—Si ése —señaló a Pedro— te causa algún problema, dímelo. Llevo manteniéndole firme desde que estábamos en el parvulario. Y no dejes que Lisa te moleste. Le hace el tercer grado a cualquier mujer que se acerca a Pedro.


—¿Lisa?


—Mi mujer —señaló con un gesto a una mujer con hoyuelos y pelo plateado, que había en el extremo opuesto de la mesa—. Cree que es la protectora personal de Pedro y… oye, ¿cómo es que no te descubrió? ¡Guau! Nos la habéis jugado bien. Pero te perdono. Sólo con mirarte sé que eres lo mejor que le ha ocurrido —siguió parloteando y ella consiguió enterarse de quiénes eran las otras dos parejas. Alvaro Stanford, afro-americano, era uno de los vicepresidentes, con Sergio, de una compañía de seguros—. Doris, su mujer, es la que está sentada al lado de Pedro.


—Y yo soy el senador Dobbs —saludó, con pomposidad exagerada, el hombre bajo y robusto que tenía a su izquierda—. Estoy muy interesado en tu afiliación política y…


—¡Cállate, Al! —Cortó Pedro desde el otro lado de la mesa—. No le hagas ni caso, Paula. Es un político de tres al cuarto, que sólo está aquí porque está casado con mi prima, Ada, que está allí.


Entre bromas, ella comprendió que estaba con un «grupito», parejas que se conocían tan bien que jugaban a tomarse el pelo mutuamente. 


Parejas. Pedro era parte del grupo. ¿Quién había completado la pareja? ¿Esa misteriosa Meli, que todos habían evitado mencionar? Paula sintió un arrebato de puros celos. Era un grupo divertido. Deseó formar parte de él.


Pedro —dijo Sergio—. ¿Nos vemos por la mañana o tu esposa te mantiene bajo llave?


Pedro miró a Paula.


—Sergio y yo jugamos al golf los sábados por la mañana, cuando los dos estamos en la ciudad. No te importa ¿verdad, cielo?


—Claro que no —dijo Paula, sonrojándose al oírlo decir «cielo». Lo decía como si…


—Perfecto —dijo Sergio—. Será la primera vez desde la boda de Benjamin Cruz. ¿Salió todo bien?


Paula se irguió en la silla. Era la primera vez que mencionaban su nombre. Él era parte del «grupito», ¿no? El mejor amigo de Pedro.


—¿Quién es Benjamin Cruz? —preguntó Al.


—Oh, una de las obras de caridad favoritas de Pedro —contestó Sergio—. Desde la universidad. Benjamin siempre estaba por la facultad, haciendo trabajillos, como servir la mesa en la residencia universitaria. Una noche apartó a Pedro de la trayectoria de un coche que se estrelló contra el edificio, y consiguió financiación para toda la vida. Cuando se le acaba la pasta llama a Pedro, que le ha financiado de todo, desde una granja para pollos a una pizzería.


Así no era como Benjamin lo había contado, pensó Paula. Miró de frente a Pedro, diciéndole con los ojos «¡No me lo dijiste!». Él desvió los ojos y se concentró en cortar la carne que tenía en el plato.


—Un tipo listo —dijo el senador, y tomó un sorbo de vino—. Supo a quién salvar. No podía haber encontrado a nadie más fácil de embaucar.


—Exacto —dijo Sergio—. ¿Sabéis por que fue a hacer rafting en Bolivia? Porque le encanta el peligro y el pobre chico rico no tiene otra cosa que hacer. No como nosotros, currantes de nueve a cinco.


—Dejad a Pedro en paz —saltó Lisa—. ¡Puede ir a hacer rafting dónde y cuándo le venga en gana!


—Correcto. Sólo quiero contaros el porqué de este viaje en concreto. Dos tipos, que aún no tienen treinta años, deseaban crear su propia empresa, para ofrecer viajes de rafting en las zonas más salvajes del planeta. ¿Qué se os ocurre? Les hacía falta capital.


—¡Y los afortunados hijos de tal y cual se encontraron con el rey mago! —dijo Alvaro Stanford, entre las carcajadas del grupo.


—Acertaste.


—Y lo consiguieron ¿verdad, Pedro? Dos chavales, veinteañeros, que no tienen ni idea de…


—Incorrecto. Saben lo que hacen. Hice el viaje ¿recuerdas? Y es un buen negocio. ¿Preferirías que anduvieran por la calle vendiendo drogas o algo similar?


—Vale, amigo. Puede que funcione. Diles que tengo un buen seguro para ellos. Como hay Dios que van a necesitarlo. ¿Y qué hay de Benjamin? ¿Se casó con una rica heredera y se marchó de tu vera? ¿Dónde está ahora?


—Se marchó, y no sé dónde está —replicó Pedro y, haciendo un esfuerzo para cambiar de tema, añadió—. Estoy demasiado ocupado acostumbrándome a tener una esposa que trabaja.


—¡Una esposa que trabaja! —Exclamó Ada, la mujer del senador— ¿Eres una mujer de carrera?


—Sí, soy contratista —replicó Paula, suscitando una serie de preguntas y comentarios por lo inusual de ese trabajo en una mujer.


—Mi esposa también es una mujer de carrera —comentó Sergio, cuando comenzaron a agotarse los comentarios.


—¿Sí? —Se sorprendió Paula— ¿Trabajas?


Los hoyuelos de Lisa bailotearon por su cara cuando le sacó la lengua a su marido.


—Sí, en la casa.


—Su carrera es el matrimonio. Antes de ofrecérseme en matrimonio me informó de que la suya es una de las mejores y más satisfactorias profesiones de la tierra, casi equiparable con la prostitución, ¿verdad, corazón?


En medio de grandes risotadas, comenzaron a tomarle el pelo a Lisa, que recibió el apoyo de la mujer de Stanford, que declaró que sin duda era el oficio más duro del mundo.


Si su carrera era el matrimonio, no cabía duda que estaba teniendo mucho éxito en ella, decidió Paula. Ella y Sergio parecían muy felices, en armonía el uno con el otro. Muy enamorados, pensó, cuando el grupo pasó al salón para tomar al café, y Lisa se acurrucó junto a su marido, que parecía incapaz de mantener las manos lejos de ella.


«Parece que están listos para que todos nos marchemos pensó, y la pilló por sorpresa que Lisa se irguiera y soltara la bomba.


—Bueno, pareja. Contádnoslo. Todo. Dónde os conocisteis. Cómo se desarrolló el romance. ¡Queremos toda la historia!


La mirada asustada de Paula cruzó la habitación para encontrase con la mirada perpleja de Pedro. Otro detalle que no habían calculado.


—Esto… ¡navegando!


—¡Efectivamente! —sonrió Pedro, y sus ojos se aclararon.


—Estaba sentado en la cubierta del Pájaro Azul, ocupándome de mis asuntos, cuando vi a una chavala, perdón… a una persona del sexo femenino en una situación comprometida. Si duda, estaba muy verde en eso de la navegación, y tenía problemas para botar un barquito que había… que había… —Pedro carraspeó y Paula, que lo miraba asombrada, comprendió que pedía ayuda.


—Lo había alquilado —dijo rápidamente—. El hombre me dijo que cualquiera podía manejarlo, así que pensé, sin dudarlo, que yo también podría.


—También estaba un poquito verde en otras cosas —dijo Pedro, dándose unos significativos golpes en la sien.


—¡De eso nada! —le hizo una mueca a su marido. Estaba disfrutando con esto—. Simplemente creo que el hombre no me dio suficientes instrucciones.


—¿Veis? —Pedro abrió las manos—. Dadas las circunstancias…


—¡Aja! —Cortó Sergio—. ¡El capitán Alfonso al rescate! El caballero andante de reluciente armadura, o quizás fue la visión de esa melena dorada.


—No, señor —Pedro negó con la cabeza—. Fue la visión de ese culito redondo en unos pantalones cortos de color azul.


—De acuerdo, eso me lo creo —dijo Stanford— ¿Y después qué?


—Bueno, pensé que debía probar un barco de verdad, como el Pájaro Azul —no dijo mucho más, pero lo que contó se parecía tanto a los días que pasaron juntos en el Pájaro Azul que Paula se descubrió enjugándose los ojos subrepticiamente con la servilleta.