martes, 13 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 32





En realidad no le importaba que su mujer trabajara. A decir verdad, le daba envidia. Se levantaba temprano todas las mañanas, con un sitio al que ir. Había gente esperándola. Cosas que había que hacer.


A nadie le importaba si él se pasaba el día durmiendo. No lo necesitaban en ningún sitio. Ni siquiera en sus diversos consejos administrativos, a no ser que alguien quisiera conseguir algo y necesitara su voto.


Debía ser agradable sentirse necesitado.


Todas las mañanas, cuando oía la ducha en su cuarto de baño, se la imaginaba bajo el chorro de agua, con el pelo pegado a la piel. Como lo vio aquella noche. No, debía envolvérselo con una toalla, decidió. Lo tenía seco, y recogido en lo alto de la cabeza, las dos mañanas que había planeado encontrarse con ella cuando salía del dormitorio.


—¿Café? —le había preguntado.


—Gracias, pero será mejor que no. No quiero que me pille el atasco.


Sus ojos se fijaron en su trasero cuando se alejaba. Mira que estaba guapa con esos vaqueros apretados. Se preguntó cuánto tardaría en… ¿Cuándo empezaban a notarse los bebés? Volvió a su habitación para observarla, como era su costumbre, hasta que el pequeño Volkswagen salía del garaje y se alejaba.


Debería tener algo mejor que esa chatarra para evitar el atasco, pensó una mañana tormentosa, cuando el coche salió del garaje y se quedó parado. Ella bajo del coche y miró la rueda trasera del lado izquierdo. Dio una patada en el suelo, a continuación desahogó su cólera golpeando el coche con los puños, sin preocuparse de la lluvia. Estaba muy graciosa, y él se sonrió. Al menos llevaba puesto un impermeable y un gorro para la lluvia, calado hasta las orejas.


La vio abrir el maletero y sacar ¿un gato?
¿Tenía un pinchazo? ¿Y pensaba arreglarlo ella misma? ¡Jesús! Se puso unos pantalones a toda prisa y corrió escaleras abajo. Tenía que llegar antes de que esa tontaina de mujer empezara a usar el gato.


Cuando llegó, en cambio, había soltado el gato, y estaba apoyada en el coche, vomitando sin parar. Sólo con verla, casi se puso malo. La apoyó contra su pecho, sujetándole suavemente el estómago, como si así pudiera calmar sus arcadas.


Pasó bastante tiempo hasta que terminó y ella pudo enderezarse.


—Muchas gracias. Lo siento. He ensuciado todo. Nunca sé cuándo va a ocurrir. Lo siento.


—No hay ninguna razón para sentirlo. No es culpa tuya —la consoló. Ella se apartó y miró el reloj.


—Es tarde. Tengo que lavarme. Crees que… bueno, ¿le importaría a Arnaldo arreglarme la rueda? Necesito…


—Necesitas hacer un montón de cosas —dijo, levantándola en brazos.


—Espera. Esto no es necesario. Ahora me siento bien. Puedo arreglármelas.


No hizo ningún caso de sus protestas, atravesó la casa y la llevó a su dormitorio, salpicando agua por todos sitios.


—Eres tonta —dijo, empezando a quitarle la ropa—. Mira que quedarte ahí fuera, en mitad de la tormenta.


—¡Yo! Yo llevaba un impermeable. Mírate tú.


—No te preocupes por mí —estaba descalzo y chorreando agua, pero él no estaba embarazado.


—¡Para! No hay ninguna necesidad de quitarme toda la ropa.


—¡Oh, cállate! —Dijo, tirando las botas a un lado y bajándole la cremallera de los vaqueros— ¡No será la primera vez que te veo desnuda!


—¡Escúchame! Tengo que irme. Carlos…


—No vas a ir a ningún sitio, Carlos o no Carlos —dijo. Le quitó la última prenda, y miró a su alrededor, buscando un camisón. No vio ninguno así que abrió la cama y la metió dentro tal y como estaba. Ella intentó levantarse.


—Mira, ya te lo he dicho. Tengo que irme. Carlos necesita que…


—No vas a ir a ningún sitio —afirmó. Puede que ella fuera más lista. Y que la necesitaran. Pero él era más grande.


Ella deseó abofetearlo. Suplicarle, hacer que entendiera. Pero estaba muy cansada. Se estaba tan bien en la cama. Si pudiera quedarse tumbada un rato. Vomitar la dejaba agotada. Él la había sujetado. Había hecho que no se sintiera sola.


—¿Te traigo algo? ¿Tostadas? ¿Té?


—Sí, gracias —asintió ella. Eso siempre le sentaba bien.


—Sólo si prometes no moverte.


Ella parpadeó. Era bueno. Le tocó el brazo.


—Sé que lo haces con buena intención. Pero estoy bien, de verdad. Y tengo mucho que hacer. Carlos necesita las especificaciones para la otra casa. Leonardo ya ha vuelto a casa y ayer no pasé a verlo. ¡Dios mío! y además, el pinchazo.


—De acuerdo. Prométeme que te quedarás aquí y luego decidiremos cómo solucionar todo eso cuando yo vuelva. ¿De acuerdo?


Ella asintió. Tampoco podía ir a ningún sitio con la rueda pinchada.


Mientras tomaba las tostadas y el té, hicieron varias promesas más. Ella se quedaría en la cama y él iría a Richmond, le llevaría las especificaciones a Carlos y pasaría a visitar a Leonardo.


—No le digas que estoy enferma. Bueno, di que tengo un virus o algo así —dijo—. Por ahora no quiero decirles lo del niño. Y asegúrate de decirle a Leonardo que todo va bien en la empresa, pienses lo que pienses.


Él lo prometió, pero Paula siguió nerviosa. No quería que fuera. Le gustaba ocuparse de las cosas ella misma.


Pero el electricista estaría esperando a que Carlos llevara las especificaciones. Y Leonardo necesitaba que lo tranquilizaran continuamente: alguien tenía que ir.


Ella estaba cansada. Era muy agradable estar simplemente tumbada. Dormir.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario