martes, 13 de noviembre de 2018
LA TRAMPA: CAPITULO 30
Los Harding vivían en otro sector de la ciudad, en una casa más moderna, no tan grande como la de Pedro, pero igual de lujosa, pensó Paula, mientras atravesaban el bien cuidado jardín delantero, dirigiéndose a la casa de estilo Tudor.
En cuanto se abrió la ancha puerta de doble hoja, sufrieron un bombardeo de confeti, campanillas, silbidos y gritos de una animada multitud de personas que les felicitaban. Las enhorabuenas alternaban con las recriminaciones.
—Así que por fin lo hiciste, ¡tramposo!
—Eso, cómo es que no nos avisaste.
—¡No critiquéis! ¡Por fin lo han cazado!
—Y no me extraña nada… —silbido— ¡si ésta es la mujercita que lo ha conseguido!
—Enhorabuena, colega. Pero algo falla. ¿No se suponía que yo iba a ser el padrino?
Hubo montones de abrazos y besos, sirvieron cócteles y todos hablaban al mismo tiempo, incluso mientras se presentaban. La sorprendió, cuando se sentaron a cenar y pudo situarlos a todos, que la «multitud» se limitaba a tres parejas.
Sergio Harding, el anfitrión, un hombre guapo de pelo moreno, le echó una mano.
—Si ése —señaló a Pedro— te causa algún problema, dímelo. Llevo manteniéndole firme desde que estábamos en el parvulario. Y no dejes que Lisa te moleste. Le hace el tercer grado a cualquier mujer que se acerca a Pedro.
—¿Lisa?
—Mi mujer —señaló con un gesto a una mujer con hoyuelos y pelo plateado, que había en el extremo opuesto de la mesa—. Cree que es la protectora personal de Pedro y… oye, ¿cómo es que no te descubrió? ¡Guau! Nos la habéis jugado bien. Pero te perdono. Sólo con mirarte sé que eres lo mejor que le ha ocurrido —siguió parloteando y ella consiguió enterarse de quiénes eran las otras dos parejas. Alvaro Stanford, afro-americano, era uno de los vicepresidentes, con Sergio, de una compañía de seguros—. Doris, su mujer, es la que está sentada al lado de Pedro.
—Y yo soy el senador Dobbs —saludó, con pomposidad exagerada, el hombre bajo y robusto que tenía a su izquierda—. Estoy muy interesado en tu afiliación política y…
—¡Cállate, Al! —Cortó Pedro desde el otro lado de la mesa—. No le hagas ni caso, Paula. Es un político de tres al cuarto, que sólo está aquí porque está casado con mi prima, Ada, que está allí.
Entre bromas, ella comprendió que estaba con un «grupito», parejas que se conocían tan bien que jugaban a tomarse el pelo mutuamente.
Parejas. Pedro era parte del grupo. ¿Quién había completado la pareja? ¿Esa misteriosa Meli, que todos habían evitado mencionar? Paula sintió un arrebato de puros celos. Era un grupo divertido. Deseó formar parte de él.
—Pedro —dijo Sergio—. ¿Nos vemos por la mañana o tu esposa te mantiene bajo llave?
Pedro miró a Paula.
—Sergio y yo jugamos al golf los sábados por la mañana, cuando los dos estamos en la ciudad. No te importa ¿verdad, cielo?
—Claro que no —dijo Paula, sonrojándose al oírlo decir «cielo». Lo decía como si…
—Perfecto —dijo Sergio—. Será la primera vez desde la boda de Benjamin Cruz. ¿Salió todo bien?
Paula se irguió en la silla. Era la primera vez que mencionaban su nombre. Él era parte del «grupito», ¿no? El mejor amigo de Pedro.
—¿Quién es Benjamin Cruz? —preguntó Al.
—Oh, una de las obras de caridad favoritas de Pedro —contestó Sergio—. Desde la universidad. Benjamin siempre estaba por la facultad, haciendo trabajillos, como servir la mesa en la residencia universitaria. Una noche apartó a Pedro de la trayectoria de un coche que se estrelló contra el edificio, y consiguió financiación para toda la vida. Cuando se le acaba la pasta llama a Pedro, que le ha financiado de todo, desde una granja para pollos a una pizzería.
Así no era como Benjamin lo había contado, pensó Paula. Miró de frente a Pedro, diciéndole con los ojos «¡No me lo dijiste!». Él desvió los ojos y se concentró en cortar la carne que tenía en el plato.
—Un tipo listo —dijo el senador, y tomó un sorbo de vino—. Supo a quién salvar. No podía haber encontrado a nadie más fácil de embaucar.
—Exacto —dijo Sergio—. ¿Sabéis por que fue a hacer rafting en Bolivia? Porque le encanta el peligro y el pobre chico rico no tiene otra cosa que hacer. No como nosotros, currantes de nueve a cinco.
—Dejad a Pedro en paz —saltó Lisa—. ¡Puede ir a hacer rafting dónde y cuándo le venga en gana!
—Correcto. Sólo quiero contaros el porqué de este viaje en concreto. Dos tipos, que aún no tienen treinta años, deseaban crear su propia empresa, para ofrecer viajes de rafting en las zonas más salvajes del planeta. ¿Qué se os ocurre? Les hacía falta capital.
—¡Y los afortunados hijos de tal y cual se encontraron con el rey mago! —dijo Alvaro Stanford, entre las carcajadas del grupo.
—Acertaste.
—Y lo consiguieron ¿verdad, Pedro? Dos chavales, veinteañeros, que no tienen ni idea de…
—Incorrecto. Saben lo que hacen. Hice el viaje ¿recuerdas? Y es un buen negocio. ¿Preferirías que anduvieran por la calle vendiendo drogas o algo similar?
—Vale, amigo. Puede que funcione. Diles que tengo un buen seguro para ellos. Como hay Dios que van a necesitarlo. ¿Y qué hay de Benjamin? ¿Se casó con una rica heredera y se marchó de tu vera? ¿Dónde está ahora?
—Se marchó, y no sé dónde está —replicó Pedro y, haciendo un esfuerzo para cambiar de tema, añadió—. Estoy demasiado ocupado acostumbrándome a tener una esposa que trabaja.
—¡Una esposa que trabaja! —Exclamó Ada, la mujer del senador— ¿Eres una mujer de carrera?
—Sí, soy contratista —replicó Paula, suscitando una serie de preguntas y comentarios por lo inusual de ese trabajo en una mujer.
—Mi esposa también es una mujer de carrera —comentó Sergio, cuando comenzaron a agotarse los comentarios.
—¿Sí? —Se sorprendió Paula— ¿Trabajas?
Los hoyuelos de Lisa bailotearon por su cara cuando le sacó la lengua a su marido.
—Sí, en la casa.
—Su carrera es el matrimonio. Antes de ofrecérseme en matrimonio me informó de que la suya es una de las mejores y más satisfactorias profesiones de la tierra, casi equiparable con la prostitución, ¿verdad, corazón?
En medio de grandes risotadas, comenzaron a tomarle el pelo a Lisa, que recibió el apoyo de la mujer de Stanford, que declaró que sin duda era el oficio más duro del mundo.
Si su carrera era el matrimonio, no cabía duda que estaba teniendo mucho éxito en ella, decidió Paula. Ella y Sergio parecían muy felices, en armonía el uno con el otro. Muy enamorados, pensó, cuando el grupo pasó al salón para tomar al café, y Lisa se acurrucó junto a su marido, que parecía incapaz de mantener las manos lejos de ella.
«Parece que están listos para que todos nos marchemos pensó, y la pilló por sorpresa que Lisa se irguiera y soltara la bomba.
—Bueno, pareja. Contádnoslo. Todo. Dónde os conocisteis. Cómo se desarrolló el romance. ¡Queremos toda la historia!
La mirada asustada de Paula cruzó la habitación para encontrase con la mirada perpleja de Pedro. Otro detalle que no habían calculado.
—Esto… ¡navegando!
—¡Efectivamente! —sonrió Pedro, y sus ojos se aclararon.
—Estaba sentado en la cubierta del Pájaro Azul, ocupándome de mis asuntos, cuando vi a una chavala, perdón… a una persona del sexo femenino en una situación comprometida. Si duda, estaba muy verde en eso de la navegación, y tenía problemas para botar un barquito que había… que había… —Pedro carraspeó y Paula, que lo miraba asombrada, comprendió que pedía ayuda.
—Lo había alquilado —dijo rápidamente—. El hombre me dijo que cualquiera podía manejarlo, así que pensé, sin dudarlo, que yo también podría.
—También estaba un poquito verde en otras cosas —dijo Pedro, dándose unos significativos golpes en la sien.
—¡De eso nada! —le hizo una mueca a su marido. Estaba disfrutando con esto—. Simplemente creo que el hombre no me dio suficientes instrucciones.
—¿Veis? —Pedro abrió las manos—. Dadas las circunstancias…
—¡Aja! —Cortó Sergio—. ¡El capitán Alfonso al rescate! El caballero andante de reluciente armadura, o quizás fue la visión de esa melena dorada.
—No, señor —Pedro negó con la cabeza—. Fue la visión de ese culito redondo en unos pantalones cortos de color azul.
—De acuerdo, eso me lo creo —dijo Stanford— ¿Y después qué?
—Bueno, pensé que debía probar un barco de verdad, como el Pájaro Azul —no dijo mucho más, pero lo que contó se parecía tanto a los días que pasaron juntos en el Pájaro Azul que Paula se descubrió enjugándose los ojos subrepticiamente con la servilleta.
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