Pedro apagó el ordenador y se abrochó el cinturón de seguridad
El avión aterrizaría en Londres en unos minutos y estaba deseando llegar. Había firmado un fabuloso contrato y tenía un mes de vacaciones… Pedro frunció el ceño.
No había visto a Paula en dos semanas, pero estaba decidido a que eso no volviera a pasar. Llevaban tres meses casados, el sexo era genial y debería sentirse satisfecho. Sin embargo, el tiempo que pasaban el uno con el otro era limitado.
Después de tres semanas en Nueva York habían vuelto a Londres y Paula había seguido con su investigación, pero él se había visto obligado a viajar a Oriente Medio. En julio volvieron a Grecia, pero él tuvo que viajar frecuentemente a Atenas y Moscú.
A principios de agosto Paula debería haberlo acompañado a Australia, pero Marina acababa de dar a luz, de modo que insistió en volver a Londres para ayudarla y Pedro no pudo poner objeciones.
Pero después de estar solo durante casi dos semanas la había llamado por teléfono la noche anterior para decirle que hiciera las maletas, se iban a Perú. Lo cual le daba el tiempo justo para darle un beso al niño y tomar el avión. Ya era hora de que ellos tuvieran un hijo, pensó. De hecho, Paula podría estar embarazada. Aunque ella no le había dicho nada por teléfono.
Claro que ella nunca decía mucho…
Una hora después, el Bentley se detenía frente a la casa de Kensington. Monica, el ama de llaves, lo acompañó al salón.
Paula estaba sentada en una silla, los rayos del sol que entraban por la ventana creaban un halo dorado alrededor de su cabeza.
No lo había oído entrar, toda su atención concentrada en el niño que tenía en los brazos.
—Eres un niño precioso —le decía, con una sonrisa en los labios—. Sí, lo eres, lo eres. Y tu tía Paula te quiere muchísimo.
A Pedro se le hizo un nudo en la garganta.
—Paula…
—Ah, hola, no sabía que estuvieras aquí —Paula se levantó con el niño en brazos—. Mira, ¿a que es precioso?
Ella era preciosa. Llevaba la raya en medio, el pelo suelto cayendo por su espalda mientras apretaba al bebé contra su pecho…
Pedro lo miró con envidia.
—Sí, es muy guapo —murmuró, acariciando la cara del niño con un dedo.
—Marina y Tomas han decidido llamarle Carlos, como mi padre.
Había un brillo de desafío en sus ojos que no intentaba ocultar. Era una mujer de carácter y jamás aceptaría la verdad sobre su padre, pensó Pedro. En cuanto a él, ya le daba igual.
—Bonito nombre. Me gusta.
—Carlos Tomas —Marina, que acababa de entrar en el salón, tomó al niño en brazos—. Me alegro de verte, Pedro. Y ahora, ¿te importaría llevarte a tu mujer a casa para intentar hacer uno parecido? Tengo miedo de que me lo robe.
Todos rieron, pero él notó que Paula evitaba su mirada.
—Eso es lo que pensaba hacer —Pedro la tomó por la cintura con gesto posesivo—. Ésta va a ser una visita breve, Marina. Nos vamos a Perú mañana mismo.
Paula vio en sus ojos una promesa de pasión y sabía que en los suyos él vería lo mismo.
—Vamos, marchaos de aquí —rió su cuñada—. Estáis avergonzando al niño.
En cuanto entraron en la habitación, Pedro pasó un brazo por su cintura.
—Llevo dos semanas esperando este momento.
—¿Por qué? ¿No había mujeres disponibles en Australia? —dijo Paula, medio en broma. Sabía que lo amaba, pero también sabía que no podía confiar en él y el monstruo de los celos la perseguía cuando no estaba a su lado. No era algo de lo que se sintiera orgullosa, pero…
—Muchas, pero ninguna se parecía a ti —respondió él, buscando sus labios.
De modo que no se había acostado con otra, pensó Paula mientras cerraba los ojos y levantaba los brazos para rodear sus poderosos hombros.
—Llevas demasiada ropa —murmuró Pedro, tirándola sobre la cama y desnudándola a toda prisa—. ¿Me has echado de menos?
—Sí —contestó ella, a pesar de sí misma.
Pedro había destruido su sueño al revelarle la razón por la que se había casado con ella y parecía contentarse con aquellos encuentros sexuales, como si eso fuera lo único importante en un matrimonio.
Furiosa consigo misma por amarlo, Paula lo tiró sobre la cama y se colocó a horcajadas sobre sus piernas, decidida a hacerle perder la cabeza.
—Estás muy ansiosa… quizá debería dejarte sola más a menudo — dijo él, burlón.
—Quizá deberías —asintió ella, envolviendo su miembro con la mano. Luego bajó la cabeza, su largo pelo rozando el torso masculino, para rozar la punta con la lengua.
Pedro dejó escapar un gemido de sorpresa y Paula siguió hasta que notó que estaba a punto de explotar. Entonces se detuvo.
Cuando levantó la cabeza, sus ojos eran dos pozos negros, su rostro tenso como nunca.
—Aún no —murmuró, deslizando la lengua por su torso y su cuello, sin dejar de acariciar provocativamente su miembro con la mano.
Pero entonces, lanzando un rugido, Pedro la levantó para penetrarla con su erecto miembro.
Salvaje y abandonada, Paula lo montó, arqueándose mientras él la llenaba hasta el fondo con potentes embestidas. La agarró por la cintura, haciendo que se moviese, girándola hacia delante y atrás en algo que parecía una lucha por la supremacía sexual. Paula sucumbió primero, apretándolo más con cada espasmo, y le oyó rugir su nombre mientras los dos se estremecían en un orgasmo que los dejó sin aliento.
Poco después abrió los ojos y encontró a Pedro mirándola fijamente.
—Ésta sí que ha sido una bienvenida —murmuró, apartando el pelo de su cara.
—Sí, en fin… estar dos semanas sin sexo no es bueno para nadie.
—Cuéntamelo a mí. Pero debe de ser más difícil para Marina... creo que durante unas semanas después del parto no se pueden tener relaciones.
—Sí, bueno, no creo que le importe porque ahora tiene un niño precioso.
—Eso es verdad. ¿A ti te importaría estar embarazada? Podrías estarlo.
No, no podía estarlo, pero ver a Marina con su hijo durante la última semana le había hecho recordar cuánto le habría gustado tener un hijo con Pedro… si él la amase. Pero era absurdo pensar eso. Pedro no creía en el amor y, por lo tanto, era incapaz de amar a nadie.
—No tengo prisa por descubrirlo —mintió, apartándose un poco.
—Viéndote con el niño me he dado cuenta de que serías una madre estupenda.
Un Antonio Pedro era lo último que necesitaba.
Paula se sentía culpable, aunque no tenía por qué. Pedro la había engañado al casarse con ella y, en comparación, su engaño no era nada.
—Es posible —dijo, saltando de la cama—. Pero sólo llevamos unos meses casados y no somos precisamente el mejor matrimonio del mundo. Necesitamos tiempo para acostumbrarnos el uno al otro…
Paula no terminó la frase y, a toda prisa, entró en el cuarto de baño.
Acababa de recordar que había dormido en casa de su hermano las dos últimas noches y se le había olvidado tomar la píldora.
Sacó la cajita del armario y miró las pastillas. ¿Sería peligroso tomar dos a la vez? Tenía la impresión de que sí pero había tirado el prospecto, de modo que no podía leer las indicaciones. Nerviosa, llenó un vaso de agua y tomó una píldora.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó Pedro desde la puerta.
—¿Cómo? Pues… sí, algo así.
Sin decir nada, él abrió el armario donde había guardado las pastillas.
—Una píldora anticonceptiva que cura el dolor de cabeza… qué curioso.
Un hombre desnudo no debería parecer amenazador, pero Pedro lo parecía.
—¿No dices nada, Paula?
—¿Qué quieres que diga? —le espetó ella, negándose a ser intimidada—. No necesito excusa alguna. Estoy tomando la píldora, ¿y qué? Mi cuerpo es mío y yo decido lo que hago con él... tú lo tomas prestado para el sexo, nada más. Además, todo esto ha sido idea tuya, el amor no tiene nada que ver con nuestro matrimonio —por fin, Paula parecía haber recuperado la voluntad y no pensaba callar—. ¿De verdad crees que traería al mundo un hijo sin amor, sólo para que tú tengas un heredero? No puedes hablar en serio.