Dos semanas después Paula estaba frente al espejo, pero casi no se reconocía. Su pelo rubio sujeto en un elaborado moño, el vestido negro con escote palabra de honor que se pegaba a sus curvas… todo regalo de Pedro, como el collar de diamantes que llevaba al cuello, el que le había ofrecido por primera vez en el yate y que había insistido se pusiera esa noche.
Su relación había cambiado de forma perceptible desde que se perdió.
El sexo era fabuloso y, aunque a veces deseaba oír palabras de amor, se decía a sí misma que uno no podía tenerlo todo.
Aunque lo que tenía con Pedro se parecía cada vez más a lo que había soñado.
Cuando no estaba paseando por Nueva York con Mercedes, estaba frente a su ordenador, trabajando. Afortunadamente, porque aparte de algunas cenas de trabajo a las que tenía que acudir con Pedro, apenas se veían.
Maximo tenía razón sobre él: era un adicto al trabajo.
Se iba a la oficina a las seis de la mañana y casi nunca volvía hasta las nueve. Y entonces sólo tenían tiempo de cenar e irse a la cama… para hacer el amor con la misma pasión que el primer día.
Aquella tarde había vuelto a las siete porque tenían que ir a una exposición de arte en la embajada de Perú.
Mientras iban en el coche hacia la embajada, con Pedro callado, Paula empezó a darse cuenta de que Maximo lo conocía muy bien, seguramente mejor que nadie. Era un solitario. El verdadero Pedro no era el hombre al que había visto en el gran Premio de Mónaco, sino el serio magnate de las finanzas ocupado veinticuatro horas al día. El trabajo era su vida, todo lo demás tenía poca importancia.
Pedro Alfonso era un hombre poco dado a las emociones. Incluso su venganza había perdido intensidad al revelársela. Según él, la discusión en el yate no había tenido importancia porque las dos personas de las que hablaban estaban muertas.
Debería haberse dado cuenta entonces… la muerte de su madre y su hermana era seguramente lo único que había tocado el corazón de aquel hombre. Todo lo demás era trabajo.
—Estás muy callada —le dijo mientras entraban en el elegante salón de la embajada.
—No, estoy bien —murmuró ella, mirando alrededor.
Camareros con bandejas llenas de copas de champán y sofisticados canapés se movían entre los integrantes de la élite de Nueva York por la vasta sala repleta de cuadros y esculturas.
Cuando el embajador y su esposa, Luz, se acercaron para saludarlos, Paula creyó detectar cierta tensión.
—Nos quedamos muy sorprendidos al saber que te habías casado — dijo la esposa del embajador—. ¿Hacía mucho tiempo que os conocíais?
—El tiempo suficiente para saber que Paula era la mujer de mi vida.
La pareja los felicitó, pero Paula seguía notando cierta hostilidad. Y cuando se alejaron, Pedro no pudo disimular un gesto de satisfacción.
¿Sería Luz otra de sus amantes?
—¿Qué ha pasado? Pensé que el embajador era amigo tuyo.
—No, yo tengo pocos amigos. Muchos conocidos, pero nada más. Estamos aquí porque soy el patrocinador de esta exposición.
—¿Ah, sí? Me sorprende.
—¿Te gusta?
—No —contestó Paula, mirando alrededor—. La verdad es que no me gusta nada, pero me sorprende que tú patrocines a artistas. Pensé que no tenías tiempo para esas cosas.
Pedro sonrío, tomándola por la cintura.
—No creo que al artista le hiciera mucha gracia tu opinión. En cuanto a mi patrocinio… yo me limito a poner dinero, nada más.
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