Era como un milagro.
Pedro detuvo la camioneta en la cima de una colina, desde donde podía verse Penny's Song, y Paula guiñó los ojos para ver el rancho. Aquel había sido su sueño, el de los dos. No era el escenario de una antigua película del oeste sino un rancho auténtico.
–Es maravilloso, Pedro…
–Lo sé –dijo él.
Nada estaba resuelto entre ellos y Paula no lo esperaba, pero al menos tenían el rancho. Si su matrimonio no se hubiera roto lo habrían hecho juntos, pero eso no era lo más importante. Lo importante era que los niños se beneficiarían de Penny's Song. Sus vidas mejorarían gracias a aquel sitio, donde harían amigos y donde se recuperarían después de meses o años de hospitalización.
Paula pensó en su hermano y en lo difícil que había sido su recuperación. Cuando volvió al colegio, Sergio se sentía como pez fuera del agua, incapaz de relacionarse con sus amigos como antes. En Penny's Song habría estado con otros niños que habían pasado por lo mismo que él…
–Aún no está terminado –dijo Pedro. –Quedan algunas cosas por hacer.
Desde allí, los niños parecían miniaturas y Paula vio un par de ellos al lado del establo, otros frente a los corrales y a una niña persiguiendo a una gallina. Además del edificio principal, pintado de un color muy alegre, vio un saloon, una tienda y una cafetería.
–¿Cuántos han venido esta semana?
–Ocho, desde los siete a los catorce años, pero la semana que viene tendremos una docena.
Sin darse cuenta, áiña le puso una mano en el brazo, emocionada. Penny's Song había sido el sueño de los dos, el hijo que no habían tenido, lo único que ambos habían amado desde el principio.
–No me lo puedo creer.
Pedro puso una mano sobre la suya.
–No puedo negar que estoy contento.
Se quedaron en silencio durante unos segundos, mirando aquel sitio como dos padres mirarían a su hijo. Estaban juntos en la cima de la colina, mirando el rancho que habían concebido juntos y, en ese momento, todo parecía estar bien.
Pero Paula empezó a protestar desde su sillita de seguridad.
–Deberíamos ponernos en marcha –dijo Pedro.
–Sí, claro.
Unos minutos después estaban visitando el rancho, con Pedro llevando la bolsa de los pañales y Maite en brazos de Paula. La niña parecía intrigada por los animales, pero sobre todo por los niños.
Una niña en particular, cuyos rizos dorados empezaban a crecer de nuevo, se acercó para mirarla con mucho interés y Paula se la presentó.
–Se llama Maite y pronto cumplirá cinco meses.
–Es muy guapa.
–¿Cómo te llamas?
–Wanda.
–Encantada de conocerte, Wanda.
Maite alargó la manita para tocar su cara y la niña sonrió.
–Yo voy a cumplir ocho años… ¿Ella también está malita?
Había preocupación en la pecosa cara de Wanda y cuando Paula miró a Pedro, en sus ojos vio un brillo de tristeza.
–No, está bien.
Los niños no deberían sufrir enfermedades, era tan injusto. Deberían disfrutar de su infancia sin tener que pasar por el hospital. Esa era la razón por la que habían creado Penny's Song.
Un niño llamado Edu se acercó a ellos y Paula presentó a Maite de nuevo. Pronto, los ocho niños los rodearon y empezaron a hacer preguntas a las que Paula respondía sucintamente: sí, Maite era su hija. No, no tenía hermanos. No era de allí, no, Maite aún no sabía hablar.
Su hija daba pataditas, entusiasmada por tanta atención.
Después, uno por uno, los niños volvieron a sus tareas y Paula se encontró a solas con Pedro de nuevo.
–El saloon es en realidad un cuarto de juegos.
Estaban entrando en el saloon cuando Cecilia apareció tras ellos, empujando un cochecito con grandes ruedas que se agarrarían bien en la tierra del rancho.
–¿Qué te parece el nuevo vehículo de Maite?
–Típico de mi hermano, tenía que comprar un cuatro por cuatro a su hijo –Pedro soltó una carcajada.
–Tú harías lo mismo, Pedro Alfonso.
–Yo sigo esperando mi oportunidad.
Paula se quedó callada. Pedro tenía seis años más que ella, había disfrutado de una carrera llena de éxitos y estaba listo para formar una familia. Ella, en cambio, estaba empezando a afianzar su carrera y ser madre no había sido su objetivo hasta que Maite apareció en su vida. Sencillamente, se habían encontrado en el peor momento.
–Vamos a llevar a Maite a dar un paseo –dijo Cecilia.
–¿Estás segura? El cochecito es nuevo y…
–Estoy segura –dijo la joven. –Y parece que llegó justo a tiempo, a la pobrecita se le cierran los ojos.
–Sí, es verdad. Y pesa una tonelada –Paula puso a la niña en el cochecito y la cubrió con una manta blanca.
–Puedo llevarla yo, si quieres –se ofreció Cecilia –Así tú podrás ver el rancho.
Maite y ella no se habían separado durante los últimos meses y le costaba trabajo dejarla con otra persona. No había tenido niñera, nadie había cuidado de ella más que Paula.
–Sí, claro –respondió. –Me parece una idea estupenda.
–Prometo no ir muy lejos.
–Que lo pases bien –Paula estaba sonriendo, pero tuvo que disimular su angustia al ver que se alejaban.
–No le pasará nada –dijo Pedro.
–Sí, lo sé. Es que no me he separado de ella en todo este tiempo. En fin, no pasa nada.
–¿Quieres ver el resto del rancho? –le preguntó él, tomándola del brazo.
–Por supuesto –distraída por el calor de su mano, Paula lo siguió.
Esa tarde, Pedro detuvo la camioneta frente a la casa de invitados. Con una mano en el volante y la otra sobre el salpicadero, se volvió hacia Paula.
–Ya hemos llegado.
Ella asintió con la cabeza.
–El resultado es mucho mejor de lo que yo esperaba.