Paula puso una mueca. Alejandro siempre le había dicho lo mismo, que parecía que quisiera psicoanalizarlo. La verdad era que tenía bastante experiencia pues se había pasado la adolescencia yendo de psicólogo en psicólogo. No podía negar que había necesitado ayuda, pero también habría necesitado que sus padres se comportasen como tales. Al ver que la ignoraban, había intentado llamar su atención desesperadamente, y aquello casi le había costado la vida.
¿Por qué estaba pensando en todo eso de repente? Pedro Alfonso y sus hijos habían hecho aflorar esos recuerdos que solía mantener a buen recaudo.
–Lo decía sólo por hablar de algo –respondió–. Creía que querías que charláramos para saber algo más de mí ya que voy a cuidar de tus hijos las próximas veinticuatro horas, pero si no es así no tienes más que decirlo.
–No, tienes razón, ésa es la idea. Y lo primero que he aprendido de ti es que no te dejas intimidar, y eso es algo muy bueno. Mis gemelos son todo un carácter, y cuando se ponen rebeldes hace falta una persona que sepa ser firme con ellos –contestó él–. Pero dime, ¿cómo es que una chica de buena familia acaba enfundándose unos guantes de goma para dedicarse a limpiar?
Ah, de modo que sabía algo de ella…
–Así que hiciste algo más que limitarte a leer mi carta de presentación –apuntó.
–Reconocí tu nombre… o más bien tu nombre de soltera. Tu padre era cliente de una compañía que compite con la mía, y tu marido alquiló uno de mis aviones en una ocasión.
–Mi ex marido –puntualizó ella.
–Cierto. Pero, volviendo a la pregunta que te había hecho: ¿qué te hizo trabajar de limpiadora?
¿Por qué no había emprendido un negocio más sofisticado, como el suyo? Porque tras su divorcio, un año atrás, había despertado en la amarga realidad de que no tenía dinero, ni había nada que supiera hacer para subsistir.
Siempre había tenido una cierta obsesión por el orden y la limpieza, y se le había ocurrido que los mejores clientes eran la gente rica, con sus caprichos y excentricidades.
–Porque no se trata sólo de limpiar; comprendo las necesidades del cliente y eso hace que los servicios que presta mi empresa la hagan destacar. Me preocupo de averiguar si el cliente tiene alguna alergia, cuáles son sus fragancias favoritas, sus preferencias personales respecto a las bebidas del minibar… Volar en un avión privado es un lujo, y deben cuidarse al máximo los detalles para que la experiencia resulte a la altura de lo que se espera de ella.
–Ya veo; y es un mundo que conoces bien porque viviste en él.
–Quiero triunfar por mis méritos en vez de vivir del dinero de mi familia –respondió ella.
O al menos era lo que habría pensado si su familia no estuviese en la ruina.
–¿Pero por qué aviones precisamente? –inquirió él, señalando a su alrededor.
Los ojos de Paula se posaron en su antebrazo moreno, que contrastaba con las mangas dobladas de su camisa blanca, y sintió un impulso casi irresistible de tocarlo para ver si aquella piel de bronce era tan cálida como parecía.
Hacía mucho tiempo que no sentía un impulso así. El divorcio la había agotado emocionalmente. Había intentado salir con un par de tipos, pero no había habido química alguna con ellos, y luego su negocio la había absorbido por completo.
–Me temo que no te sigo –murmuró. ¿Cómo iba a seguirle cuando se había quedado mirando su fuerte brazo como una tonta?
–Creo que eres licenciada en… Historia, ¿no?
–Historia del Arte. Así que te leíste también mi currículum… Sabes más de mí de lo que me habías dejado entrever.
–De otro modo no te habría pedido que te hicieras cargo de mis hijos. Son más valiosos para mí que cualquiera de mis aviones –Pedro la miró con un gesto serio que daba a entender que no le consentiría ningún error mientras estuviera al cuidado de sus pequeños–. ¿Por qué no buscaste trabajo en una galería de arte si necesitabas algo en lo que ocuparte?
Porque dudaba que con un empleo en una galería de arte hubiese podido pagar el alquiler del apartamento en el que vivía, ni el seguro de su coche de segunda mano. Porque quería demostrar que no necesitaba a un hombre a su lado para salir adelante. Y, lo más importante, porque no quería volver a sentir el pánico de estar a sólo seiscientos dólares de quedarse en números rojos.
De acuerdo, quizá estuviera siendo un poco melodramática cuando aún tenía algunas joyas que podía vender, pero casi le había dado un patatús cuando, después de vender su casa y su coche, se había encontrado con que el dinero que había conseguido apenas cubría las deudas que ya tenía.
–No quiero depender de nadie, y tal y como está la economía ahora mismo, en la sección de empleo de los periódicos no abundan las ofertas dirigidas a licenciados en Historia del Arte. Mi socia, Blanca, fue quien inició el negocio y tiene mucha experiencia; yo me ocupo de buscar nuevos clientes. Formamos un buen equipo, y por extraño que pueda parecer, me gusta este trabajo. Aunque A-1 cuenta con suficientes empleados, a mí no se me caen los anillos por ponerme a limpiar para sustituir a alguno cuando está enfermo, o cuando se trata de un encargo especial.
–Está bien, te creo. De modo que antes te gustaba el arte y ahora disfrutas limpiando aviones de lujo.
El sarcasmo en su voz irritó a Paula.
–¿Te estás burlando de mí, o todas estas preguntas tienen algún propósito?
–Todo lo que hago tiene siempre un propósito. Me estaba preguntando si esta vena tuya de empresaria no será sólo un capricho pasajero del que te cansarás cuando te des cuenta de que la gente no aprecia tu trabajo y que lo dan por hecho.
A Paula le dolió que la viera como una persona voluble y caprichosa. No estaba siendo justo con ella.
–Imagino que tú no vas a cerrar tu compañía sólo porque la gente no aprecie que lleguen a tiempo a su destino y que los aviones estén bien mantenidos. Supongo que haces lo que haces porque te gusta.
–Me temo que no te sigo. ¿Me estás diciendo de verdad que te gusta limpiar?
–Me gusta que las cosas estén en orden –respondió ella con sinceridad.
Los psicólogos que la habían tratado la habían ayudado a canalizar la necesidad de perfección que su madre le había inculcado. En vez de dejarse morir de hambre con su obsesión por estar más delgada, había empezado a buscar la perfección en el mundo del arte, y la calma y el orden la reconfortaban.
–Ah… –una sonrisa burlona asomó a los labios de él–. Te gusta tener el control… Ahora comprendo.
–¿Y a quién no? –le espetó ella.
Se quedó mirándola de un modo muy sexy, y Paula sintió como si hubiera electricidad estática entre ellos.
–¿Quieres pilotar tú?
–¿Estás de broma? –respondió ella.
Sin embargo, no podía negar que el ofrecimiento resultaba tentador. ¿Quién no querría saber qué se sentía al estar al mando de un avión, con el cielo extendiéndose ante ti? Sería como la primera vez que había conducido un coche, como la primera vez que había galopado a lomos de un caballo, se dijo, evocando momentos felices de su vida pasada.
–Anda, toma los mandos.
A Paula le habría encantado hacerlo, pero algo en su voz la hizo vacilar. No estaba segura de a qué estaba jugando Pedro.
–Tus hijos están a bordo.
Estaba segura de que su contestación había sonado remilgada, pero al fin y al cabo iba a hacer de niñera por un día; se suponía que debía preocuparse por ellos.
–Si veo que se te va de las manos tomaré yo los mandos –le dijo él.
–Tal vez en otra ocasión –murmuró levantándose del asiento–. Me ha parecido oír a Olivia; puede que se haya despertado.
La suave risa de Pedro la siguió hasta que regresó al sofá, donde los dos niños seguían durmiendo.