martes, 2 de marzo de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 42

 


Julia pasó una tarde horrible borrando todos los correos del hombre que había intentado estafarla.


Después, vio el primer correo que le había enviado John y volvió a leerlo.


John no era romántico ni emocionante; jamás le preocuparía que fuese demasiado guapo para ella ni la ponía nerviosa por si no le causaba una buena impresión. Era un buen hombre solo, lo mismo que ella era una buena mujer que estaba sola. Tal vez pudiese llamarlo para quedar a cenar o a ir al cine.


Cualquier cosa con tal de salir de casa y airearse un poco.


Antes de que le diese tiempo a cambiar de idea, sacó su tarjeta y lo llamó.


Le dijo quién era y después le costó continuar.


—Tengo un día raro y… me preguntaba si te apetecería salir a cenar conmigo. O a tomar algo.


Él tardó unos segundos en responder.


—Estoy terminando una cosa, pero podría estar libre en una hora. ¿Te parece bien?


Julia se sintió tan aliviada que le respondió:

—Muchísimas gracias.


John se echó a reír.


—¿Tan malo ha sido el día? ¿Te gusta el sushi?


—Me encanta.


—¿Te parece bien si vamos a Sushi Master?


—No lo conozco, pero lo encontraré.


Él le dio la dirección y después añadió:

—Estupendo. Nos veremos allí a las ocho.


—Estoy deseando que lleguen.


Después, colgó y se dijo, sorprendida, que era cierto.


Y, entonces, sin pensarlo dos veces, vació la papelera del ordenador y lo apagó. Sintió un poco de tristeza al saber que las fotos y los e‐mails sobre los que había tejido tantas ilusiones habían desaparecido para siempre.


Julia aparcó el coche y entró en el restaurante cinco minutos tarde. John ya la estaba esperando en una mesa, con una cerveza delante.


—Has llegado antes de tiempo —protestó ella mientras se sentaba.


—No. Eres tú la que llega tarde.


—¿Cinco minutos? Eso para mí es llegar puntual.


John negó con la cabeza.


—¿Cuántos aviones has perdido?


Ella tomó la carta de manera exagerada y la abrió. Ofrecía una amplia selección de rollos, sashimi y platos surtidos.


—¿Qué está bueno aquí?


Una camarera se acercó a tomarle nota de la bebida.


—Un vodka con tónica —pidió, y entonces se dio cuenta de que ya no tenía que seguir a régimen—. No, espera, tomaré una cerveza yo también. La misma que él.


Luego cerró la carta.


—¿Por qué no pedimos una bandeja de sushi variado?


—A mí me parece bien.


Julia miró a su alrededor, la decoración era bastante estándar, pero limpia, y el sitio estaba lleno. Muchos clientes eran asiáticos aquel martes por la noche, lo que debía de significar que la comida era buena.


El flequillo de John era completamente recto, como si su madre se lo hubiese cortado con la ayuda de un cazo. Llevaba una camisa vieja, pasada de moda, cuyas mangas le quedaban cortas.


Pero allí estaba. Y ella se lo agradecía.


—Así que has tenido un día horrible.


—Sí.


Hubo una pausa.


—¿Quieres hablar de ello?


—No.


—De acuerdo.


Hubo otro silencio. Julia intentó buscar algún tema de conversación neutral que no fuese el tiempo y tuvo la sensación de que él estaba haciendo lo mismo.


Suspiró.


—He hecho una enorme tontería y no quería estar sola toda la noche, dándole vueltas.


—No te martirices, todos hacemos tonterías.


—Jamás pensé que me enamoraría de… Bueno, creo que lo mejor será que te lo cuente.


Y lo hizo.


Se lo contó todo.


—Lo siento —le dijo John cuando hubo terminado.


—¿Eso es todo lo que vas a decirme?


—¿Qué quieres que te diga’


—No sé, algo que me haga sentir mejor, supongo.


La bandeja de sushi llegó y él le hizo un gesto para que se sirviese.


Después se sirvió él también, manejando los palillos como un profesional. Tal vez vistiese como un bobo, pero al menos sabía comer sushi sin hacer el ridículo.


John terminó de masticar su rollo de salmón y luego se echó hacia atrás y la miró.


—Hay quienes buscan el amor por Internet pensando que van a encontrar a la persona perfecta. Y tal vez esa persona perfecta no exista. Quizás deberíamos ser más abiertos a la hora de intentarlo con gente nueva, que pueda gustarnos aunque no cumpla todas nuestras expectativas.


—Pero, ¿y si existe la pareja perfecta?


Él la miró con incredulidad.


—No me puedo creer que pienses eso.


—No sé —dijo ella, avergonzada—. Quiero pensarlo. A pesar de todo lo ocurrido. A pesar de que… ya no soy tan joven como antes, sigo creyendo que en algún sitio hay una persona perfecta para mí. ¿Tú no?


—No. Creo que lo único que puedes esperar es no pasar el resto de la vida solo.


—Eso es muy triste.


John se encogió de hombros.


—A mí me parece realista.


—Pues seamos realistas. Háblame de tu éxito con las mujeres. Tiene que ser mucho más sencillo, siendo hombre. Hay muchas más mujeres que hombres en Seattle, seguro que has salido con unas cuantas.


—Te sorprendería —respondió él, tomó otro rollo y luego la miró—. ¿De verdad quieres que te lo cuente?


—Sí. Me parece que ambos sabemos que entre nosotros no hubo química y me gusta la idea de tener un amigo con el que hablar de esto.


—A mí me resulta raro.


—Después de lo que te he contado yo, no creo que nada de lo que me digas vaya a sorprenderme. De verdad.


—Bueno, al menos a mí no me han engañado, pero tampoco he tenido mucho éxito con lo de las citas a través de Internet.


Julia pensó en la rapidez con la que lo había descartado. Se dio cuenta de que era un hombre muy agradable. Lo que necesitaba era un cambio de imagen.


O a alguien que viese más allá de su pelo, su ropa y sus gafas viejas.


Deseó que hubiese alguna buena mujer ahí afuera esperándolo. Se lo merecía.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 41

 


No podía estar de peor humor cuando su teléfono volvió a sonar. No reconoció el número.


—¿Pedro Alfonso? —le preguntó una fría voz femenina.


—Sí.


—Lo llamo de la funeraria Keystone…


—Gracias, pero por ahora no tenía pensado morirme.


—Señor Alfonso, lo llamo acerca de Aurora Neeson. Su abuela, tengo entendido.


—Ah —dijo él—. ¿No les han pagado? Es el abogado quien se ocupa de las facturas.


—Sí, hemos recibido el pago. Y tenemos sus cenizas. ¿Podría venir a recogerlas?


—¿Las cenizas de mi abuela? —preguntó sorprendido—. ¿Y qué voy a hacer con ellas?


—Lo que quiera, señor. Si quiere, tenemos un camposanto en el que se podrían enterrar y poner encima una elegante placa.


¿Una placa? Pedro no podía imaginarse nada peor. Su abuela no iba a terminar en un campo con una placa, rodeada de otras placas similares.


—Pasaré a recogerlas, gracias.


Lo primero que se le pasó por la cabeza fue llamar a Paula y contárselo.


¿Cómo le podía haber hecho aquello? Había hecho que dejase de ser un hombre independiente, que tomaba sus propias decisiones, y que se convirtiese en alguien que quería preguntarle dónde podía poner las cenizas de su abuela.


Y lo más extraño era que estaba seguro de que Paula sabría qué era lo mejor.





lunes, 1 de marzo de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 40

 


Cuando llegó, la cafetería estaba prácticamente vacía. Echó de menos el ambiente de la hora de comer. Pidió un café americano.


—Tú eres el tipo que ha heredado Bellamy —le dijo el camarero.


—Sí.


—Paula y Julia son mis amigas —añadió el camarero—. Han disfrutado mucho decorando tu casa.


—Han hecho un gran trabajo —comentó él, porque era cierto.


Además, Paula también había hecho muy buen trabajo confundiéndolo y estropeándole el día, pero eso no se lo iba a contar a nadie.


Se llevó su café a un rincón, se tomó un par de analgésicos y abrió el World Week.


La cosa se estaba calentando en un país báltico en el que él había estado y que conocía bien. El fotógrafo al que Gabriel había enviado había hecho un trabajo correcto, pero estaba seguro de que él lo habría hecho mejor.


Y eso le fastidió.


Hambruna en África. Las mismas fotos de siempre. Las mismas historias.


Estaba convencido de que él habría encontrado algo nuevo en aquella última tragedia humana.


Había desastres en todo el mundo y otras personas informando de ellos, otras cámaras inmortalizándolos. Sintió ganas de golpear la mesa con la taza de la frustración.


Pasó a las noticias nacionales. Política, más embargos, la derecha religiosa… algunos días le entraban ganas de irse debajo del puente Aurora a vivir con el trol.


Dejó la revista en la barra y se fue a casa. Su teléfono móvil sonó. Vio que era Paula y se puso tan nervioso que le costó descolgar. De repente, el mal humor y el dolor de la pierna desaparecieron.


—Hola —le dijo—. Y, sí, estoy libre esta noche.


Hubo una breve pausa.


—Hola, Pedro. Tengo un cliente nuevo al que le interesa Bellamy. Me gustaría llevarlo mañana sobre las once.


Él se dio cuenta de que no podía limitarse a tener una relación profesional con ella.


Encontraría una organización benéfica a la que darle la casa y después se marcharía. Terminaría su convalecencia en cualquier otro lugar del mundo que no estuviese lleno de recuerdos. Y en el que no hubiese ninguna Paula que le hiciese sentir que no era lo suficientemente hombre.


Se obligó a concentrarse en la conversación.


—¿Un cliente? ¿Un tipo soltero? ¿Para qué quiere un soltero una casa como Bellamy?


—Tal vez tenga pensado sentar la cabeza y formar una familia —le respondió ella en tono neutral, como si no le estuviese clavando un puñal.


—A las once me parece bien —dijo Pedro.


Prefería donar la casa a vendérsela a un hombre soltero, pero todavía no se lo iba a decir a Paula. Antes tenía que informarse bien.


Tampoco le gustaba el tono que esta había tenido con él. Había sido profesional y amable, y ese era el problema, que lo que quería era que le hablase en tono sensual e íntimo.


Se despidió y por primera vez desde que la había conocido decidió que, al día siguiente, se marcharía de casa antes de que ella llegase.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 39

 


—¿Se puede saber qué has hecho? —inquirió el doctor Greene cuando se presentó en la clínica.


—He salido a correr.


—¿Estás loco? Solo han pasado cuatro semanas. Te dije que no podías correr hasta que no pasasen seis.


—Ya sabes que me curo pronto —le dijo él con el ceño fruncido—. Mira, he perdido la receta de los analgésicos que me mandaste y necesito otra, nada más.


El médico lo fulminó con la mirada.


—Esta herida requiere un periodo de recuperación de entre ocho y diez semanas. No estás en condiciones de correr.


Pedro apretó los dientes.


—Necesito correr un kilómetro en cuatro minutos para que mi jefe me deje volver al trabajo.


—Lo único que conseguirás esforzándote demasiado pronto es retrasar la recuperación.


—Tiene que haber algo que pueda hacer.


—Fisioterapia.


—¿Fisioterapia? No me he roto la espalda, solo he recibido un balazo.


—Lo sé, y tus músculos necesitan regenerarse. Un buen fisioterapeuta te pondrá en marcha antes que tú solo saliendo a correr.


Pedro se sentía confundido. Y a pesar de no querer admitirlo, confesó:

—Necesito marcharme de esta ciudad.


—¿Por qué?


No iba a contarle al médico que se estaba volviendo loco por culpa de una mezcla confusa de sexo y falta de futuro con una agente inmobiliaria increíble.


—Porque no es el lugar al que pertenezco.


—Eso no es cierto. Has vivido aquí la mayor parte de tu vida. Todo el mundo está orgulloso de ti. Y eres el único miembro vivo de tu familia. ¿Por qué crees que tu abuela te dejó la casa? El dinero no lo necesitas.


Él no se había parado a pensar por qué le habría dejado su abuela la casa.


Había dado por hecho que porque era el miembro más cercano de su familia.


—¿Y si no quiero quedarme? ¿Y si no puedo?


—Tu abuela colaboraba con varias organizaciones benéficas que estarían encantadas de quedarse con esa casa.


Eso le dio una idea. No era rico, como el doctor Greene parecía pensar, pero tampoco le iban mal las cosas. Tal vez pudiese donar la casa de su abuela, lo que terminaría al mismo tiempo con su relación con Paula. No obstante, se aseguraría de que esta recibiese la comisión de la venta. Se lo debía.


El médico le hizo una receta nueva y se la dio.


—Los analgésicos —le dijo—. Y este es el teléfono de una fisioterapeuta que, además, es entrenadora personal. Te ayudará a conseguir hacer ese kilómetro en cuatro minutos. Cuando tu cuerpo esté preparado.


—Gracias, doctor.


Salió cojeando y mientras esperaba a que le diesen el medicamento en la farmacia vio que había salido el último número de World Week.


Lo compró y fue a tomarse un café a Beananza. Tal vez ese lo espabilase más que los que se había tomado en casa por la mañana.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 38

 


Pedro frunció el ceño frente al café. Era la tercera taza que se tomaba y no le estaba haciendo el efecto habitual.


Después de una noche como la anterior, debía estar dando saltos de alegría, pero en realidad se sentía igual que cuando se había enterado de la muerte de su abuela. Vacío.


—Date un respiro —se dijo, mirando los posos del café en el fondo de la taza.


Así era exactamente como se sentía, como si Paula lo hubiese exprimido hasta sacar su última gota de sabor y solo hubiese dejado los posos de él.


No solía darle demasiadas vueltas a las cosas, pero, por algún motivo, aquella mujer le había calado hondo y le había hecho verse a sí mismo de manera nada halagadora.


Le había dejado claro que jamás se tomaría en serio a un hombre como él.


No. No a un hombre como él.


A él.


No le encajaba como posible compañero. Él tampoco quería serlo, pero le molestaba que Paula no quisiese volver a acostarse con él por ese motivo.


Y tenía razón, se dijo mientras tiraba los posos del café por el fregadero.


No estaba hecho para vivir en pareja. No con una mujer que quería casarse y tener hijos. Lo más probable era que lo que le molestase fuese solo que no quisiese volver a acostarse con él.


Si le estaba dando demasiadas vueltas al tema era solo porque le sobraba tiempo. Así que tenía ponerse a trabajar lo antes posible y marcharse de Fremont, donde, evidentemente, no encajaba.


Subió al dormitorio de su abuela y se puso unos pantalones cortos, zapatillas y una camiseta.


Ya llevaba cuatro semanas allí. Había llegado el momento de empezar a hacer ejercicio. Salió a la calle y pensó en que tenía que hacer un kilómetro en cuatro minutos.


Llegó al camino y vio a otras tres personas corriendo. Una mujer de mediana edad, con sobrepeso, que casi no podía ni respirar, y otras dos más jóvenes que iban charlando mientras corrían.


Empezó a andar intentando fingir que no le dolía la pierna izquierda.


Aunque Paula había intentado tener cuidado, había tenido que utilizar los músculos de los muslos durante toda la noche y estaba dolorido.


No obstante, había merecido la pena.


Empezó a trotar y todavía no había terminado el circuito cuando ya estaba sudando y tenía la pierna como si le estuviesen clavando vidrios rotos en ella cada vez que ponía el pie en el suelo.


La mujer obesa lo adelantó resoplando.


Él hizo otro medio circuito más y después volvió a casa cojeando y jurando entre dientes.




domingo, 28 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 37

 


No se dio cuenta de que se había quedado dormida, pero la alarma de su teléfono móvil la sobresaltó, despertándola. A juzgar por el escozor de los ojos y por la sensación de mareo que tenía, sospechó que había dormido solo unos minutos.


Pedro se incorporó inmediatamente y miró hacia la ventana. Acababa de amanecer.


—¿Qué hora es? —preguntó medio dormido.


—Las seis y media.


—¿Tienes una reunión o algo así?


—No, pero tengo que irme a casa a darme una ducha.


En realidad, había puesto la alarma tan pronto para evitar las incomodidades del día después.


Él la abrazó y volvió a tumbarla.


—Te puedes duchar aquí —le dijo, dándole un beso en el hombro—. Yo te frotaré la espalda.


Paula se sintió tentada, pero supo que había hecho lo correcto reduciendo aquello a una noche. Pedro era demasiado sexy, demasiado maravilloso para no enamorarse de él. Y lo último que quería en su vida era un hombre errante.


Se había prometido a sí misma que no tendría una relación con ningún hombre que no quisiera vivir siempre en un mismo lugar, así que sabía que no debía salir con Pedro.


A regañadientes, se apartó, le sonrió, le dio un beso y se puso en pie.


Notó la madera fría en los pies y se estremeció. Cuanto antes saliese de allí, mejor.


—¿Nos veremos luego? —le preguntó él con voz de sueño.


—No lo sé —respondió ella en tono profesional—. Mañana vendré con unos clientes, pero te lo tengo que confirmar. Con respecto a hoy, no creo que nos veamos salvo que alguien llame y pida ver la casa.


—Hablabas en serio con lo de que iba a ser solo una noche, ¿verdad? — comentó él con incredulidad.


Después de la noche que habían pasado juntos, Paula entendía que pensase que estaba loca. Mientras se vestía, se dijo que la locura sería continuar con aquello. Lo único que podía pasar si se enamoraba de un hombre como Pedro era que le rompiesen el corazón.


—Tiene que ser así, Pedro. ¿No te das cuenta? Tú eres un trotamundos.


Él no la contradijo, se limitó a asentir con la mirada perdida.


Paula salió de la habitación y se dijo a sí misma.


—Y yo todo lo contrario.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 36

 


Se sentaron a comer los sándwiches a la mesa de la cocina y bebieron leche. Después de recuperar energías, volvieron a la pequeña cama. Mientras Pedro le acariciaba los pechos y ella le hacía dibujos en el vientre con un dedo, charlaron.


—¿Cómo es te hiciste agente inmobiliaria? —le preguntó él.


—De niña nos mudábamos de casa constantemente. Mi padre era militar. Le encantaba cambiar y vivir en sitios nuevos —le contó—. Como a ti.


—Supongo que sí.


—Cuando te falta algo, te obsesionas con ello. Yo nunca sentí que tuviese un hogar de verdad. Mi madre ni se molestaba en vaciar todas las cajas. ¿Para qué? Así que desde pequeña me aficioné a leer revistas de decoración.


—¿Y no pensaban tus amigos que estabas loca?


—En realidad no tenía amigos. Siempre he envidiado a esas mujeres que tienen amigas de toda la vida. Es cierto que superé mi timidez y aprendí a relacionarme y a proteger mi corazón para que no se me rompiese cada vez que nos marchábamos de un lugar.


Pedro se tumbó de lado, tomó su rostro y le dio un tierno beso.


—Debiste de sentirte muy sola.


—Sí, pero también me hice independiente y autosuficiente, muy buenas cualidades para una agente inmobiliaria.


—¿Dónde están ahora tus padres? —le preguntó él.


—Mi padre falleció hace un par de años. Mi madre volvió a casarse y vive en California. Trabaja en una tienda de muebles y, si puede evitarlo, nunca va a ninguna parte.


—¿Y tú piensas igual que ella?


—No, a mí me encanta viajar, pero quiero tener un hogar al que volver. Supongo que tengo algo de los dos dentro de mí. Llevo cuatro años en el mismo piso, de alquiler. Estoy ahorrando para comprarme una casa —le contó—. Ojalá pudiese permitirme Bellamy. Es mi casa ideal. Una casa para estar toda la vida, tener hijos, tal vez un perro, conocer a los vecinos.


—Es verdad, es una casa para eso.


Paula estaba cansada, pero no quería perder el tiempo durmiendo.


Se sentía cómoda, contándole sus secretos a Pedro en la oscuridad.


—¿Y tú? He visto una fotografía de tu madre, pero nunca hablas de tus padres.


—No hay mucho que contar —admitió él, mirando al techo—. Se divorciaron cuando yo era muy pequeño, así que nunca he conocido a mi padre. Mamá era hippie. Un espíritu libre. Tenía muchos novios y estos no querían tener a un niño pequeño por allí rondando.


Paula se enfadó al oír aquello.


—Solía mandarme a casa de mi abuela a pasar muchas épocas. A los dos nos parecía bien. Cuando un novio la dejaba, me echaba de menos y volvía a por mí —continuó Pedro—. Todo cambió cuando yo tenía catorce años.


Antes de continuar, se giró hacia ella y le acarició los pechos, el vientre…


—Mamá empezó a salir con otro perdedor, pero yo ya no era un niño y estaba harto. Me fui haciendo autoestop hasta la frontera con Canadá. Quería trabajar en una plataforma petrolífera. En la frontera no me dejaron pasar y yo les dije que mi madre estaba muerta, así que llamaron a mi abuela.


Pedro la acarició más abajo y ella tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en la historia que le estaba contando.


—Esta hizo un trato conmigo. Si terminaba el instituto y vivía con ella, de premio me compraría un billete para que diese la vuelta al mundo.


—¡Qué mujer tan inteligente!


—Sí. Nunca me gritó. Supo cómo tratarme. También me permitió que transformase el cuarto de baño del sótano en un cuarto oscuro y me ayudó a comprarme mi primera cámara de fotos.


—Impresionante.


—¿Puedes abrir las piernas un poco más?


Ella obedeció de buena gana.


—Después de estudiar periodismo, con veintidós años, me compró ese billete. Y estuve en el momento adecuado en el lugar adecuado. En Namibia. Era agosto de 1999. El Ejército de Liberación de Caprivi se quejaba de que el gobierno estaba desatendiendo la región. El día 2 de agosto, las guerrillas atacaron al ejército y a la policía de Namibia. Yo solo llevaba en la zona un par de días, pero fui uno de los primeros fotógrafos que inmortalizó los enfrentamientos.


—Menudas vacaciones —comentó ella, suspirando de placer.


—Le mandé las fotos a Gabriel Wallenberg, que entonces era el que jefe del departamento de África en World Week. Gabriel las publicó y yo empecé a trabajar con la revista, primero como autónomo y, después, contratado. Como he dicho, estaba en el momento adecuado en el lugar adecuado.


«Y con el talento adecuado», pensó ella.


—¿Y tu madre?


—Murió hace unos años. De cáncer.


—Lo siento.


—Sí. Yo también, pero lo gracioso es que echo mucho más de menos a mi abuela. Supongo que, en realidad, fue mi verdadera madre.


La besó y siguió acariciándola, pero con más determinación. Ella alargó la mano y volvió a encontrar su erección. Aquel hombre era increíble.


Pronto se haría de día y no iba a malgastar ni un minuto durmiendo.