domingo, 28 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 36

 


Se sentaron a comer los sándwiches a la mesa de la cocina y bebieron leche. Después de recuperar energías, volvieron a la pequeña cama. Mientras Pedro le acariciaba los pechos y ella le hacía dibujos en el vientre con un dedo, charlaron.


—¿Cómo es te hiciste agente inmobiliaria? —le preguntó él.


—De niña nos mudábamos de casa constantemente. Mi padre era militar. Le encantaba cambiar y vivir en sitios nuevos —le contó—. Como a ti.


—Supongo que sí.


—Cuando te falta algo, te obsesionas con ello. Yo nunca sentí que tuviese un hogar de verdad. Mi madre ni se molestaba en vaciar todas las cajas. ¿Para qué? Así que desde pequeña me aficioné a leer revistas de decoración.


—¿Y no pensaban tus amigos que estabas loca?


—En realidad no tenía amigos. Siempre he envidiado a esas mujeres que tienen amigas de toda la vida. Es cierto que superé mi timidez y aprendí a relacionarme y a proteger mi corazón para que no se me rompiese cada vez que nos marchábamos de un lugar.


Pedro se tumbó de lado, tomó su rostro y le dio un tierno beso.


—Debiste de sentirte muy sola.


—Sí, pero también me hice independiente y autosuficiente, muy buenas cualidades para una agente inmobiliaria.


—¿Dónde están ahora tus padres? —le preguntó él.


—Mi padre falleció hace un par de años. Mi madre volvió a casarse y vive en California. Trabaja en una tienda de muebles y, si puede evitarlo, nunca va a ninguna parte.


—¿Y tú piensas igual que ella?


—No, a mí me encanta viajar, pero quiero tener un hogar al que volver. Supongo que tengo algo de los dos dentro de mí. Llevo cuatro años en el mismo piso, de alquiler. Estoy ahorrando para comprarme una casa —le contó—. Ojalá pudiese permitirme Bellamy. Es mi casa ideal. Una casa para estar toda la vida, tener hijos, tal vez un perro, conocer a los vecinos.


—Es verdad, es una casa para eso.


Paula estaba cansada, pero no quería perder el tiempo durmiendo.


Se sentía cómoda, contándole sus secretos a Pedro en la oscuridad.


—¿Y tú? He visto una fotografía de tu madre, pero nunca hablas de tus padres.


—No hay mucho que contar —admitió él, mirando al techo—. Se divorciaron cuando yo era muy pequeño, así que nunca he conocido a mi padre. Mamá era hippie. Un espíritu libre. Tenía muchos novios y estos no querían tener a un niño pequeño por allí rondando.


Paula se enfadó al oír aquello.


—Solía mandarme a casa de mi abuela a pasar muchas épocas. A los dos nos parecía bien. Cuando un novio la dejaba, me echaba de menos y volvía a por mí —continuó Pedro—. Todo cambió cuando yo tenía catorce años.


Antes de continuar, se giró hacia ella y le acarició los pechos, el vientre…


—Mamá empezó a salir con otro perdedor, pero yo ya no era un niño y estaba harto. Me fui haciendo autoestop hasta la frontera con Canadá. Quería trabajar en una plataforma petrolífera. En la frontera no me dejaron pasar y yo les dije que mi madre estaba muerta, así que llamaron a mi abuela.


Pedro la acarició más abajo y ella tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en la historia que le estaba contando.


—Esta hizo un trato conmigo. Si terminaba el instituto y vivía con ella, de premio me compraría un billete para que diese la vuelta al mundo.


—¡Qué mujer tan inteligente!


—Sí. Nunca me gritó. Supo cómo tratarme. También me permitió que transformase el cuarto de baño del sótano en un cuarto oscuro y me ayudó a comprarme mi primera cámara de fotos.


—Impresionante.


—¿Puedes abrir las piernas un poco más?


Ella obedeció de buena gana.


—Después de estudiar periodismo, con veintidós años, me compró ese billete. Y estuve en el momento adecuado en el lugar adecuado. En Namibia. Era agosto de 1999. El Ejército de Liberación de Caprivi se quejaba de que el gobierno estaba desatendiendo la región. El día 2 de agosto, las guerrillas atacaron al ejército y a la policía de Namibia. Yo solo llevaba en la zona un par de días, pero fui uno de los primeros fotógrafos que inmortalizó los enfrentamientos.


—Menudas vacaciones —comentó ella, suspirando de placer.


—Le mandé las fotos a Gabriel Wallenberg, que entonces era el que jefe del departamento de África en World Week. Gabriel las publicó y yo empecé a trabajar con la revista, primero como autónomo y, después, contratado. Como he dicho, estaba en el momento adecuado en el lugar adecuado.


«Y con el talento adecuado», pensó ella.


—¿Y tu madre?


—Murió hace unos años. De cáncer.


—Lo siento.


—Sí. Yo también, pero lo gracioso es que echo mucho más de menos a mi abuela. Supongo que, en realidad, fue mi verdadera madre.


La besó y siguió acariciándola, pero con más determinación. Ella alargó la mano y volvió a encontrar su erección. Aquel hombre era increíble.


Pronto se haría de día y no iba a malgastar ni un minuto durmiendo.




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