viernes, 26 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 27

 


Tal y como Paula había sospechado, la cena estaba perfecta. Era sencilla y deliciosa.


Los manteles individuales eran viejos y los platos estaban muy usados, todo lo contrario a la vajilla y los manteles de Julia.


Pedro encendió un par de velas y creó un ambiente acogedor, incluso romántico, aunque Paula prefirió no pensar en eso.


Estuvo a punto de gemir de placer al probar el salmón


—Exquisito.


—Entonces, ¿tenía razón mi abuela? ¿Habría podido llegar a ser cocinero en la televisión?


—Los cocineros de la televisión no llevan delantales de flores.


Él se encogió de hombros.


—Yo tengo mi propio estilo.


Y a ella le gustaba su estilo, lo que era un problema.


No quería que Pedro le gustase.


Y eso le recordó que no estaba allí por placer, sino por trabajo.


—Creo que a los clientes de hoy les ha gustado mucho la casa.


—¿Sí?


—Sí. Eran una familia agradable, antes vivían en Connecticut.


—Umm


—¿Algún problema con Connecticut?


Él masticó un trozo de patata. La tragó.


—No. En absoluto.


—Bien. La empresa que les ha trasladado aquí les paga tres días en un hotel, así que tienen que tomar una decisión pronto.


—¿Cómo de pronto?


—Es negociable, por supuesto, pero creo que podría convencerlos para que comprasen si les digo que la casa está a su disposición para cuando quieran.


—Umm. ¿Y la otra pareja? ¿La que me despertó de la siesta?


—¿Los MacDonald?


—Sí.


—No les gustó eso de que hubiese una presencia negativa en la casa.


Él dejó el cuchillo y el tenedor y la miró fijamente.


—Mi abuela jamás asustaría a nadie. Nunca fue una mujer negativa.


Paula esbozó una sonrisa.


—Se referían a ti.


—La casa no era para ellos.


Paula no estaba de acuerdo, pero no iba a servir de nada discutir.


Esperaba que los Ferguson, Teo y Sue, con sus tres hijos con edades comprendidas de los ocho a los trece años pronto estuviesen instalados en Bellamy. No solo estaba deseando cerrar la venta, sino que también estaba empezando a pensar que, cuanto menos tiempo pasase con Pedro, mejor.


—Espero tener noticias suyas mañana. A lo mejor quieren volver a ver la casa. Espero que no te importe.


—¿Vas a echarme otra vez?


—Créeme, en cuanto se cierre la venta, te dejaré en paz.


—¿Bromeas? Antes tendré que decidir qué hago con todo esto —dijo, mirando a su alrededor.


—Podrías dárselo a alguna organización benéfica. Y guardar las cosas que tengan más valor, ya sea material o sentimental, hasta que decidas con qué quieres quedarte. Yo podría ponerte en contacto con las personas adecuadas.


Él asintió.


—Siento tener que marcharme tan pronto —añadió ella—, pero todavía tengo que trabajar esta noche. Te llamaré si tengo noticias de la agente de los Ferguson.


—Por supuesto.


Pedro se levantó y, utilizando el bastón, la acompañó hasta la puerta.


Ella se giró para despedirse y se lo encontró más cerca de lo que había imaginado.


—Gracias otra vez…


—Con respecto a lo del beso —la interrumpió él.


—¿Qué pasa con el beso? —preguntó ella, entre molesta e intrigada.


—Quería darte algo más de información.


—¿Más información? ¿Sobre el beso?


—No exactamente. Sobre otras cosas —dijo, bajando la mirada al bastón—. Quiero que sepas que la bala dañó el músculo de mi pierna y rozó el hueso. Nada que no pueda curarse. Todo lo demás me funciona a la perfección. Por si tenías alguna duda.


—No la tenía.


—Y con respecto al beso…


—Por favor, ¿quieres olvidarte del beso?


—Algunas cosas son inolvidables.


Ella gimió al oír aquello. Sus miradas se cruzaron. Se le aceleró el corazón, sintió un cosquilleo por toda la piel.


Pedro se acercó, sus bocas estaban muy cerca. Paula separó los labios sin querer.


Él se acercó más.


—Quiero decirte que, como eres tú la que tiene las normas, voy a dejar que seas la que dé el siguiente paso.


Paula se quedó de piedra y él avanzó para abrirle la puerta.


—Buenas noches.



jueves, 25 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 26

 


—La última vez que estuve aquí compré una barbacoa. Es casi lo único moderno que hay en la casa. Haré el salmón en ella.


—¿Dónde aprendiste a cocinar? —le preguntó Paula.


—Me enseñó mi abuela, que siempre pensó que los hombres tenían que saber cocinar. Decía que las mujeres alucinaban con los hombres que sabían cocinar.


—¿De verdad decía eso?


—Sí. Fue ella la que alucinó cuando se empezó a promover la comida sana en los colegios. No sé si sabes que fue profesora de Lengua y Literatura.


—No, no lo sabía.


—Te habría caído bien. Y tú a ella.


—Me alegro.


Paula pensó que Pedro le recordaba a uno de esos chefs famosos y sexis, que cocinaban sin molestarse en medir nada, pero con plena confianza en sí mismos. Nunca había visto a un hombre tan guapo con un delantal.


—¿Cocinas mucho? —le preguntó.


—No cuando estoy fuera y, cuando estoy en Nueva York, suelo comer de restaurante. Hay tantos restaurantes buenos que podría cenar fuera todas las noches y no aburrirme nunca. Casi siempre cocino aquí. En esta cocina.


Miró a su alrededor.


—Me alegro de que te hayas quedado —añadió—. Me siento extraño, estando aquí sin ella.


—Ya imagino.


Para cambiar de tema, Paula comentó:

—Voy a poner la mesa.


Pedro la miró como si estuviese loca.

—Ya está puesta.


—Es solo decoración. No podemos utilizar esa vajilla ni manchar las servilletas ni el mantel. Julia nos mataría.


—A mi abuela no le gustaría eso de la decoración.


—Si tu abuela era tan inteligente como dices que era, le habría encantado cualquier cosa que le hiciera ganar más dinero con su casa.


Él sacudió la cabeza.


—Le habrías caído genial —comentó.


—La echas de menos, ¿verdad?


Era una pregunta tonta, pero Paula tenía la sensación de que, en ocasiones, la pregunta más tonta era la más adecuada.


Pedro hizo una mueca.


—Tengo la sensación de que todavía puedo oír su voz. Solía llamarme de vez en cuando, pero lo que más ilusión me hizo fue el primer correo electrónico que me mandó —dijo riendo—. Debía de tener unos ochenta y dos años. Se compró un ordenador y contrató a un chico para que la enseñase a utilizarlo. Quería sorprenderme y lo consiguió. Estaba en Estambul cuando me llegó su mensaje.


—Increíble.


—Sí. Lo gracioso es que siempre escribía los correos electrónicos como si fuesen cartas formales. Ya sabes, «querido Pedro, espero que te encuentres bien». Y esas cosas.


Tardaría mucho tiempo en dejar de esperar sus llamadas y correos. Se contuvo antes de continuar.


—En fin, que era una mujer estupenda. Y no le gustaban los hombres que no sabían hacer nada en una casa. Por eso sé cocinar.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 25

 


—¿Despedirme? —preguntó Paula con incredulidad.


Era lo último que había esperado oír. De hecho, había imaginado que Pedro estaría tan ansioso como ella de olvidarse de lo ocurrido entre ambos.


No era justo. Tenía planes. Dos agendas que mantenían su vida y su futuro en el buen camino. Y en ninguna de las dos había espacio para una relación personal.


Sabía que esas cosas pasaban cuando tenían que pasar, por supuesto, pero su atracción hacia Pedro no llegaba en el momento adecuado. Aunque hubiese tenido tiempo para una relación, jamás habría escogido a un hombre como Pedro. Jamás. Tenía todo lo que ella no quería en un hombre. Era inquieto.


Un nómada. Y ya había tenido demasiada inestabilidad en su vida.


Su hombre ideal era un hombre tranquilo, al que le gustase la jardinería y el bricolaje, pasar los sábados por la tarde en una tienda de material de construcción.


Pedro le gustaba pasar los sábados por la tarde haciendo fotografías a rebeldes en países que la mayoría de la gente no era capaz ni de localizar en el mapa.


Así que a pesar del desorden que un apasionado beso había causado en sus planes y en sus sueños, tenía que ser clara con él.


—No me puedes despedir.


—Claro que sí.


—Pero…


Paula sabía que estaba jugando con ella y eso hizo que le ardiese la sangre en las venas. ¿Por qué se lo estaba poniendo tan difícil?


—Pero… —repitió—. No vas a despedirme.


Él se quedó pensativo.


—No, pero es probable que vuelva a besarte. Si tú también quieres volver a besarme, no deberíamos permitir que algo tan tonto como los negocios se interponga entre ambos.


—No quiero volver a besarte —espetó ella.


—En ese caso, no hay ningún problema.


—Bien. De acuerdo.


Pedro no se lo discutió y ella se alegró.


—Sigo pensando que deberías cenar conmigo.


—¿Qué?


Él sonrió y Paula pensó que estaba muy sexy, allí apoyado en la pared.


—Cena conmigo.


—¿Cuándo?


—Esta noche.


—¿Me estás pidiendo salir? ¿Es que no has oído lo que te he dicho?


—No te estoy pidiendo salir. He pasado por el mercado y he comprado salmón fresco, espárragos y patatas. Es demasiado bueno para comerlo solo.


Ella frunció el ceño.


—No sabes cocinar, ¿verdad? Quieres que te haga la cena.


—Da la casualidad de que soy un excelente cocinero.


—No…


—Y así podrás contarme cómo han ido las visitas de hoy.


Paula no sabía por qué, pero parecía mucho más contento que cuando se había marchado de allí unas horas antes, y el buen humor era contagioso.


—¿Cómo es que de repente estás tan animado? Parecías enfadado cuando te has marchado.


—Cuando me has echado de mi casa, quieres decir —respondió él, tomando las bolsas y dirigiéndose hacia la cocina—. He tenido una revelación.


—¿Una revelación? No me lo digas. Te has dado cuenta de la suerte que tienes, disponiendo de la mejor agente inmobiliaria de todo Seattle.


Él se giró a mirarla por encima del hombro.


—Pensé que disponer de ti no era profesional.


Ella contuvo una sonrisa. Era demasiado fácil estar con él, coquetear con él.


—Veo que me has escuchado.


—Por supuesto que te he escuchado, aunque no estoy de acuerdo contigo. Pienso que se pueden mezclar los negocios con el placer y hacer que ambos sean interesantes.


—¿Alguna vez has…? —empezó Paula, pero se mordió la lengua.


—¿Si he tenido una relación con una compañera? Por supuesto. ¿Tú, no?


A Paula le sorprendió sentir una punzada de algo, ¿serían celos? Pedro podía salir con quien quisiese, no era asunto suyo.


—No, nunca.


Él cerró el grifo y se secó las manos. Paula se fijó en que tenía unas manos bonitas. De dedos largos, fuertes.


—¿Y con un cliente?


—No, ya te lo he dicho. Tengo una serie de normas.


—¿Y no has oído eso de que las normas están para romperlas?


—Apuesto a qué tú has roto unas cuantas.


Pedro rio.


—Una o dos.


Sacó del último cajón un delantal como si lo hubiese hecho muchas veces antes. Era verde con flores amarillas, sin duda, de su abuela. Se lo puso sin preocuparse de si estaba ridículo con él y a Paula se le derritió un poco el corazón.


No estaba en absoluto ridículo. Parecía cómodo con el delantal de su abuela, lo que significaba que también lo estaba con los recuerdos que tenía de ella. Bien.


Paula se quitó la chaqueta del traje y la dejó en el respaldo de una silla, luego se remangó la blusa de seda.


—¿Qué puedo hacer?


Pedro estaba sacando cosas de la bolsa. Dejó una botella de vino en la encimera.


—¿Puedes abrir el vino?


—Por supuesto.


Había comprado vino. Paula se preguntó si aquella cena improvisada no estaría en realidad planeada. Y si eso le importaba.


Abrió la botella y sirvió dos copas que encontró en el armario que él le indicó.


—¿Qué más?


—¿Quieres ser mi pinche?


—¿Por qué no?


Pedro abrió de nuevo el cajón y sacó otro delantal, en ese caso de color crema y con rosas rosas. Sujetó la cinta superior y esperó a que se acercase para meterle la cabeza. Luego la hizo girar y apoyó las manos en sus caderas, con un gesto que tal vez fuese propio de un chef, pero que a ella le pareció demasiado íntimo.


—Mi abuela era algo más corpulenta que tú —comentó Pedro, ajustándole el delantal.


Paula notó su aliento en la nuca mientras se lo ataba y deseó apoyarse en él y dejarse llevar por aquella atracción.


—Ya está —añadió Pedro, apartándose.


—Gracias.


Le pasó los espárragos y las patatas y mientras ella cortaba el tallo a los primeros y pelaba las segundas, él preparó la salsa para el salmón.


Trabajaron amigablemente, codo con codo.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 24

 


Al llegar a casa, le alegró ver que las luces seguían encendidas. Eso significaba que Paula debía de estar esperándolo.


Abrió la puerta y la vio saliendo de la cocina con la chaqueta del traje puesta y el bolso colgado del hombro.


—Te estaba esperando —le dijo.


—Ya veo —respondió él, levantando la bolsa con la compra—. Voy a cocinar, si te apetece quedarte a cenar.


Ella jugó con el botón de su chaqueta. Lo miró, se ruborizó y volvió a bajar la vista. Pedro tenía frío, estaba cansado y le dolía la pierna, pero se olvidó de todo con aquella mirada.


—Yo… creo que deberíamos hablar —respondió ella.


—¿Y eso?


Pedro dejó las bolsas, se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero de roble que ella había vaciado antes de que llegasen los clientes, como si un perchero vacío no quedase mucho más extraño que uno con algún abrigo.


—Lo de la cena no estaba… previsto.


—Es la hora de cenar.


Ella agarró el asa de su maletín.


—Lo que ocurrió… —balbució, deteniéndose de repente.


—¿Te refieres al beso? —preguntó él, empezando a divertirse.


Se apoyó en la pared, en parte para aliviar su dolorida pierna y, en parte, para observar la expresión de su rostro.


—Sí, sí, el beso.


Estaba adorable, sexy, insegura, confundida, un poco molesta.


—No fue nada profesional —continuó—. No volverá a ocurrir.


Eso era una buena noticia, era evidente que ambos habían entrado en razón. No podía tener una aventura con una agente inmobiliaria que estaba intentando vender su casa.


Pero no pudo darle la razón. Solo podía pensar en besarla otra vez.


—¿Que no volverá a ocurrir?


Ella sacudió la cabeza.


—No.


—¿Y si yo quiero que vuelva a ocurrir?


Ella hizo una mueca y Pedro se dio cuenta de que estaba intentando sonreír.


—Soy tu agente inmobiliaria. Nuestra relación tiene que ser estrictamente profesional.


—Ya veo.


La miró a los ojos, se cruzó de brazos y le dijo:

—Supongo que te podría despedir.




miércoles, 24 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 23

 


La estatua de Lenin llevaba veinte años en medio de Fremont, pensó Pedro mientras hacía tiempo.


Frunció el ceño.


Lenin también lo tenía fruncido.


Todavía recordaba todo el revuelo que había causado aquella estatua.


Llevaba la cámara colgada del hombro, más por costumbre que porque tuviese ganas de hacer fotografías. Había aprendido que un buen fotógrafo siempre estaba de guardia. Si un meteorito gigante cayese del cielo sobre la estatua de Lenin, él estaría allí para inmortalizarlo.


Aunque el cielo estaba azul y no parecía haber ningún meteorito a la vista. Sí había muchos turistas que estaban aprovechando el buen tiempo para pasear. Vio acercarse a una madre que iba reprendiendo a su hijo y, sin pensarlo, sacó la cámara y se le olvidó de que le dolía la pierna y de que había dos mujeres muy mandonas intentando vender su casa.


Vio cómo la bola de helado de chocolate de otro niño se tambaleaba mientras su madre y otra señora mayor, tal vez su abuela, charlaban. La bola cayó y el niño empezó a llorar. Las mujeres seguían hablando.


Pedro había visto llorar a demasiados niños por los que no había podido hacer nada, pero aquello sí que lo podía solucionar.


Se acercó a la heladería, compró un helado y le pidió al adolescente que había detrás del mostrador que fuese él quien se lo llevase al niño, para que no hubiese malentendidos.


Su recompensa fue ver cómo el niño dejaba de llorar y daba las gracias.


Cuando Pedro volvió a mirarse el reloj, el sol se estaba poniendo y habían pasado dos horas casi sin darse cuenta. Guardó la cámara, agarró el bastón de su abuela y se dirigió muy despacio hacia el viejo coche que también había pertenecido a esta.


No sabía qué iba a hacer con las imágenes que había capturado esa tarde, pero tenía la agradable sensación de haber estado trabajando.


Decidió premiarse con una buena cena y fue a comprar los ingredientes.


Aprovechando que estaba en el centro, fue al Pike Place Market, que estaba tan lleno como siempre y que olía a especias, a café, a queso y a flores frescas, lo que le trajo el recuerdo de otros mercados de todo el mundo.


No pudo evitar volver a sacar la cámara. Compró algunos ingredientes más para la cena y, como era un optimista, incluso vino. Un vino que no iba a beber solo.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 22

 


Julia entró a Beananza para tener su primera cita de verdad, con un hombre real, con los ánimos por el suelo.


¿Qué estaba haciendo allí? Había ido porque Paula la había convencido de que fuese a tomarse un café con aquel hombre.


Cuando la puerta se cerró tras de ella, aspiró el aroma a café y miró a su alrededor.


Enseguida lo vio, a John2012. Sentado solo en una mesa para dos, con una taza delante. Julia miró el reloj que había en la pared y se dio cuenta de que llegaba diez minutos tarde.


Se acercó a él, que se levantó y le tendió la mano.


—Hola, soy John —le dijo, agarrando la suya con firmeza.


—Y yo, Julia.


—Pensé que me habías dado plantón.


—No, siento llegar tarde —respondió ella, mirando su taza casi vacía—. ¿Y tú? ¿Has llegado antes de tiempo?


—Me gusta ser puntual.


«Empezamos bien», pensó Julia, pensando en pedirse un café solo, tal y como le había sugerido Paula.


—¿Qué vas a tomar? —le preguntó él.


—Un café largo con leche desnatada.


—Ya voy yo a buscarlo.


John fue hasta la barra y Julia tuvo la oportunidad de estudiarlo con la mirada. Era delgado, pero de hombros anchos. Tenía la piel morena, curtida por el sol, los ojos azules y la nariz y la barbilla prominentes. ¿Quién lo habría vestido? Llevaba una camisa azul muy gastada y unos vaqueros que le sentaban fatal, metidos por dentro de unas horribles botas.


John volvió con el café y Bruno la saludó desde el mostrador.


Ella le dio las gracias y estuvo a punto de atragantarse con el café. Bruno había dibujado un signo de interrogación en la espuma.


—Es un lugar muy agradable. No había estado nunca —comentó John.


—A mí me gusta mucho. El café es bueno.


Se hizo el silencio y Julia pensó que aquello estaba siendo mucho más difícil de lo previsto. Le encantaba conocer gente nueva, pero no lo estaba haciendo bien. Tenía que relajarse.


—Entonces, ¿te gustan los restaurantes étnicos? —le preguntó, por darle conversación.


—Sí. Tenemos eso en común.


—¿Cuáles son tus favoritos?


Él se puso serio.


—A mi ex solo le gustaban los sitios caros, así que no he tenido la oportunidad de probar sitios más modestos en los que se sirva comida étnica. Vaya. Menudo comienzo para una primera cita. No debería hablar de mi amargo y duro divorcio.


—¿Lo fue?


—¿Amargo y duro? —dijo él, encogiéndose de hombros—. ¿Acaso no lo son todos?


—No lo sé, no he estado nunca casada.


Ambos bebieron de sus tazas de café.


—¿Y tú? Apuesto a que sales mucho a comer.


Julia se preguntó si estaba sugiriendo que estaba gorda.


—No —respondió—. No tanto.


—Ah, pues te veo muy cosmopolita, como si conocieses muchos sitios.


Ella lo miró y se dio cuenta de que ambos estaban igual de incómodos.


—No sé tú, pero a mí me gustaría volver a empezar esta conversación — dijo ella.


—De acuerdo.


John apoyó la espalda en la silla y se relajó. Y la cosa empezó a ir mejor, al menos porque ambos habían sido sinceros.


—Eres informático, ¿verdad?


—Eso es. Programador. Trabajo en software para la industria de la construcción.


—Ah, yo soy decoradora. Eso también está en cierto modo relacionado con la industria de la construcción.


—Lo mismo que la moda con los gusanos de seda.


—Bueno. Por lo menos me has hecho sonreír.


Así que estuvieron hablando de sus respectivos trabajos y cuando Julia se dio cuenta de que se había terminado el café pensó que no había estado tan mal.


—¿Y bien? —le preguntó él.


—¿Y bien? —respondió ella.


—Me gustaría que nos viésemos otro día, si tú quieres. Tal vez podríamos ir a cenar a uno de esos restaurantes étnicos que nos gustan a los dos.


Ella guardó silencio.


—No sé si haríamos buena pareja —le dijo por fin con toda sinceridad.


Él asintió.


—La verdad es que no me gusta nada eso de mandar correos electrónicos. Te voy a dar mi tarjeta con mis datos personales, si alguna vez te apetece salir a cenar, como amigos, o ir al cine, llámame.


Ella tomó la tarjeta y se la metió en el bolso.


—Gracias.


John se levantó y volvió a darle la mano.


—¿Te marchas tú también? —le preguntó él.


A Julia no le apeteció salir de la cafetería con él.


—Me voy a tomar otro café y a mirar el correo.


John asintió.


—Me alegro de haberte conocido. Suerte.


Y se marchó.


Como Bruno no tenía nada más emocionante que hacer que rellenar los azucareros, Julia se acercó a él y le preguntó:

—¿Qué te ha parecido?


—Parecía buen tipo. ¿Es tu nuevo novio?


—No, creo que no. Lo he conocido por Internet. Era la primera vez que nos veíamos.


—Es alto.


—Viste fatal.


—Umm.


—Me ha dicho que lo llame si quiero salir a cenar o al cine algún día. No había química, pero me ha parecido un buen hombre. ¿Qué piensas tú? ¿Lo llamarías?


—Supongo que depende de lo desesperada que estés.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 21

 


Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la habían besado y el beso de Pedro había vuelto a despertar el deseo en ella. No podía dejar de imaginarse haciendo el amor con él en la enorme cama del piso de arriba. Sintió calor.


—Los estafadores solo ganan cuando consiguen…


Pedro dejó de hablar y se giró hacia Paula, la miró fijamente. Ella se llevó la mano al pecho y él la siguió con la mirada, como si la estuviese acariciando.


—Se ganó mi confianza —dijo Julia—. Me lo creí. Eso es lo que más me duele. Me considero una mujer inteligente. ¿Cómo he podido ser tan tonta? No volveré a meterme en LoveMatch.com.


El dolor de Julia rompió el momento de tensión entre ambos y Paula miró a su amiga.


—No —le dijo—. No puedes rendirte tan fácilmente. No puedes permitir que una manzana podrida pudra todo el cesto.


—Voy a dejar de comer manzanas.


—Venga. Saca el ordenador. Vamos a conseguirte una cita con un hombre de verdad, aunque no sea el amor de tu vida.


—Pues sí que he bajado el listón.


Paula se echó a reír.


—Será divertido. Y te sentirás mucho mejor cuando hagas olvidado esto.


—Supongo que sí —admitió Julia, abriendo el ordenador.


Paula miró la pantalla por encima de su hombro y le preguntó:

—¿Qué te parece este?


—Odio las barbas —respondió su amiga.


—¿Y este?


Julia resopló.


—Lo único que puedo decir de un tipo tan feo es que por lo menos no pretende engañar poniendo la foto de un modelo.


—No es tan feo —le dijo Paula.


Su amiga la miró.


—¿Saldrías tú con él?


—Ah, mira —le respondió ella—. Te acaban de mandar un mensaje. Dos. Mira a ver.


—¿Granosopardo? ¿Su nick es Granosopardo? Me voy a meter a monja.


No obstante, abrió el mensaje. El hombre parecía uno de los elfos de Santa Claus. En su perfil ponía que tenía sesenta años, pero aparentaba al menos diez más.


—Menuda suerte tengo —protestó Julia.


—Es escultor —leyó Paula—. Qué interesante. Y dice que le gustaría tomarse un café contigo.


—A lo mejor quiere adoptarme.


—Mira, acaba de entrar otro mensaje.


—De Cachondo —dijo Julia abriéndolo—. «Busco una chica mayor. ¿Te gustan los jovencitos?»


Julia borró el mensaje y los demás guardaron silencio.


—Prueba con John2012.


—¿Qué apuestas a que ni siquiera se llama John? —comentó Julia, abriendo el mensaje.


La foto de perfil no estaba mal. El mensaje era breve y decía que quería conocerla.


En vez de borrarlo, Julia leyó todo el perfil del hombre. Decía que se había divorciado hacía poco tiempo y que era informático. Le gustaba pescar, leer e ir a restaurantes étnicos. Paula contuvo la respiración mientras esperaba el veredicto de su amiga.


—Parece aburrido —comentó esta—. Y no tiene ningún estilo.


—Pues a mí me parece agradable. A los dos os gusta comer fuera. Tenéis eso en común. ¿Qué tienes que perder?


—Umm. No sé —dijo Julia, mirando las fotos del hombre.


—Tómate un café con él. Solo un café.


—¿Y si nos odiamos nada más vernos?


—Pide un café solo y bébetelo de un trago. Siempre podéis hablar de literatura.


—No sé.


—Venga. Respóndele. Ahora mismo —le dijo Paula.


—Eres una mandona. Como no salga bien te cobraré el tiempo que haya perdido con él.


—Sé que tiene que haber alguien estupendo esperándote. Estoy segura.


—Dejad que le eche un vistazo —dijo Pedro.


Ambas mujeres lo miraron.


—¿Te interesan las posibles parejas de Julia? A lo mejor te entendías bien con Granosopardo.


—Muy graciosa. Quiero ver el perfil de Julia.


—¿Para qué?


—¿Qué os pasa a las dos? Soy un hombre. Y tengo la edad adecuada. Puedo decirte si tu perfil está bien.


—No quiero gustarte a ti. No te ofendas, pero no eres mi tipo —le dijo Julia.


—No te preocupes. Yo tampoco saldría contigo. Dejadme ver.


Paula le tendió la tablet con el perfil de su amiga en la pantalla. Pedro leyó todo y miró las tres fotografías que había puestas en él. Después, sacudió la cabeza.


—Tú también pareces aburrida. Esta no eres tú.


—Ya te he dicho que no saldría contigo —insistió Julia.


—¿Qué es lo que no te gusta de su perfil? —le preguntó Paula.


—La fotografía es demasiado formal. Apuesto a que es la misma que la de la web de tu empresa.


—Sí. Me gasté mucho dinero en una fotografía profesional. ¿Por qué no iba a utilizarla?


—Porque no estás vendiendo tus servicios como decoradora, sino que te estás vendiendo como compañera sexual y posible esposa. El traje y el maquillaje tan recargado no te van.


—Pero…


—Espera un momento.


Pedro se levantó, tomó su bastón y fue cojeando hasta donde tenía la cámara.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Julia asustada.


—Te voy a hacer una fotografía.


—No estoy bien vestida. Y casi no me he maquillado.


—Estás estupenda. Eres tú.


Paula asintió.


—Estoy de acuerdo. Tu estilo de vestir es muy bohemio, llevas tus pendientes favoritos y un jersey que te favorece. Además, hoy te ha quedado bien el pelo. Retócate el pintalabios y estarás preciosa.


La convencieron de que no tenía que poner las fotografías de Pedro si no le gustaban, fueron todos al salón y posó junto a un jarrón de flores tan colorido y alegre como ella.


—Piensa en el mejor sexo de tu vida —le pidió Pedro.


Julia relajó la expresión y sonrió. Y Paula se dedicó a observar a Pedro mientras trabajaba. A pesar de estar herido, su cuerpo era atlético y viril. Se podía imaginar teniendo el mejor sexo de su vida con él. De hecho, no podía pensar en otra cosa.


Se maldijo. Tenía un problema.


Él hizo un par de fotografías más y después asintió.


—Ya está. Te mandaré por correo electrónico las que hayan salido mejor. Te garantizo que revalorizarán tu perfil. También podrías escribir en él algo, no sé, más personal. A nadie le interesa a qué colegio fuiste.


—¿Y qué les interesa? —preguntó Paula.


—Si es divertida. Qué experiencias ha tenido anteriormente. Si está buscando al padre de sus hijos. Si le gustan los juegos de mesa. Si estás cuerda. Ya sabes, esas cosas.


—Estupendo —dijo Julia, fingiendo que se ponía a escribir—. Soy divertida, solo juego al Scrabble y al Monopoly, a lo mejor quiero tener hijos algún día, pero no tengo prisa y estoy un poco loca, pero en el buen sentido de la palabra.


—Sí, eso es, pero pon strip póquer en vez de Monopoly si de verdad quieres ligar.


Ella se echó a reír.


—Gracias. Te daré una tarjeta para que me mandes las fotos.


Pedro miró a Paula sin dejar de sonreír.


—¿Tú también quieres que te haga unas fotos?


—¿Para qué? ¿Para buscar novio por Internet?


Él se encogió de hombros.


—¿Por qué no?


Ella no pudo mantenerle la mirada, tuvo que posarla en el jarrón de flores.


—No tengo tiempo para salir con nadie. Tengo que trabajar.


Oyó la cámara y volvió a mirarlo.


—¿Qué estás haciendo?


—Fotografías naturales. A lo mejor te sirven para tu página web. Estás muy guapa con esas flores de fondo.


—Ah, bueno.


Julia volvió con la tarjeta de visita, que Pedro se metió en el bolsillo.


—Te garantizo que tendrás muchos más admiradores en cuanto cambies el perfil.


—Estoy deseando hacerlo —dijo Julia, luego miró a su amiga—. Tenemos que ponernos a trabajar.


Paula asintió.


—Y tú, Pedro, márchate.


—Me echan de mi propia casa —murmuró él, mirándola—. Y eso que estoy lisiado. ¿Qué clase de mujer es capaz de echar a un lisiado a la calle?


—Una mujer que quiere vender esta casa.


Él guardó la cámara y tomó su bastón. Paula pensó que lo estaba utilizando y que ninguno de los dos había hecho ningún comentario al respecto.


Se alegraba de que hubiese entrado en razón.


Solo llevaban trabajando juntos un par de días, pero había empezado a gustarle ir allí. Le gustaba Bellamy, su historia, el barrio, las posibilidades que tenía.


Y, a pesar de sus rarezas, también le gustaba su dueño.


Tal vez demasiado.


—Que pases buena tarde —le dijo mientras salía por la puerta.


—No le vendas mi casa a ningún perdedor.