—La última vez que estuve aquí compré una barbacoa. Es casi lo único moderno que hay en la casa. Haré el salmón en ella.
—¿Dónde aprendiste a cocinar? —le preguntó Paula.
—Me enseñó mi abuela, que siempre pensó que los hombres tenían que saber cocinar. Decía que las mujeres alucinaban con los hombres que sabían cocinar.
—¿De verdad decía eso?
—Sí. Fue ella la que alucinó cuando se empezó a promover la comida sana en los colegios. No sé si sabes que fue profesora de Lengua y Literatura.
—No, no lo sabía.
—Te habría caído bien. Y tú a ella.
—Me alegro.
Paula pensó que Pedro le recordaba a uno de esos chefs famosos y sexis, que cocinaban sin molestarse en medir nada, pero con plena confianza en sí mismos. Nunca había visto a un hombre tan guapo con un delantal.
—¿Cocinas mucho? —le preguntó.
—No cuando estoy fuera y, cuando estoy en Nueva York, suelo comer de restaurante. Hay tantos restaurantes buenos que podría cenar fuera todas las noches y no aburrirme nunca. Casi siempre cocino aquí. En esta cocina.
Miró a su alrededor.
—Me alegro de que te hayas quedado —añadió—. Me siento extraño, estando aquí sin ella.
—Ya imagino.
Para cambiar de tema, Paula comentó:
—Voy a poner la mesa.
Pedro la miró como si estuviese loca.
—Ya está puesta.
—Es solo decoración. No podemos utilizar esa vajilla ni manchar las servilletas ni el mantel. Julia nos mataría.
—A mi abuela no le gustaría eso de la decoración.
—Si tu abuela era tan inteligente como dices que era, le habría encantado cualquier cosa que le hiciera ganar más dinero con su casa.
Él sacudió la cabeza.
—Le habrías caído genial —comentó.
—La echas de menos, ¿verdad?
Era una pregunta tonta, pero Paula tenía la sensación de que, en ocasiones, la pregunta más tonta era la más adecuada.
Pedro hizo una mueca.
—Tengo la sensación de que todavía puedo oír su voz. Solía llamarme de vez en cuando, pero lo que más ilusión me hizo fue el primer correo electrónico que me mandó —dijo riendo—. Debía de tener unos ochenta y dos años. Se compró un ordenador y contrató a un chico para que la enseñase a utilizarlo. Quería sorprenderme y lo consiguió. Estaba en Estambul cuando me llegó su mensaje.
—Increíble.
—Sí. Lo gracioso es que siempre escribía los correos electrónicos como si fuesen cartas formales. Ya sabes, «querido Pedro, espero que te encuentres bien». Y esas cosas.
Tardaría mucho tiempo en dejar de esperar sus llamadas y correos. Se contuvo antes de continuar.
—En fin, que era una mujer estupenda. Y no le gustaban los hombres que no sabían hacer nada en una casa. Por eso sé cocinar.
Ayyyyyy, me encanta cómo Pedro recuerda a la abuela.
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