sábado, 23 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 18

 


Un minuto después sintió que le quitaban el chal de los hombros y Pedro la condujo hacia un lateral.


Las paredes estaban cubiertas de fotos de leyendas del blues, casi todos hombres negros con una guitarra en la mano. Paula reconoció entre otros los nombres de Robert Johnson, Muddy Waters y Howlin Wolf. También había fotos de Billie Holiday y Bessie Smith.


Pedro señaló una mesa vacía con un asiento corrido en forma de ele. Paula se sentó y él se deslizó a su lado. La cercanía hizo que los nervios de Paula se crisparan.


La música sonaba alta, pero no resultaba ensordecedora. A pesar de todo, Pedro acercó la boca a la oreja Paula.


—Muévete un poco hacia la pared para dejarme más sitio.


Ella señaló el otro lado del asiento.


—¿Por qué no te sientas ahí?


Pedro movió la cabeza y dedicó una sonrisa a la camarera al ver que se acercaba. Paula no tuvo más opción que deslizarse hacia la pared, aunque no le sirvió de nada, porque Pedro la siguió hasta que sus costados volvieron a tocase.


La camarera, rubia y de amplio busto, con una tarjeta sujeta a la camisa blanca en la que se leía Maggie, dedicó toda su atención a Pedro. Pero Paula logró intervenir y pedir un vino blanco. Él pidió cerveza.


Mientras Maggie se alejaba balanceando el trasero, Pedro deslizó un brazo por el respaldo del asiento, tras Paula.


—¿Qué te parece el lugar? —preguntó, inclinándose de nuevo hacia ella.


Paula reprimió un repentino sentimiento de pánico. Pedro la tenía aprisionada contra la pared y el respaldo del asiento. Estaba demasiado cerca y era demasiado masculino, demasiado abrumador e irresistible para su paz física y mental. A pesar de todo, logró esbozar una sonrisa.


—La música es buena.


Pedro demostró su placer con una sonrisa tan sincera que Paula se quedó sin aliento.


—Me alegra que te guste. A mí me encanta.


—Los dos guitarristas son muy buenos —dijo Paula, y señaló el escenario con un gesto de la cabeza.


—¿Qué?


Aunque no entendía por qué no podía oírla, Paula se volvió y acercó los labios al oído de Pedro.


—He dicho que los dos guitarristas me parecen muy buenos.


Él volvió la cabeza con tal rapidez para responder que Paula no tuvo tiempo de apartarse antes de que sus labios se rozaran. Literalmente, dio un salto en el asiento. Pedro apoyó una mano en su antebrazo y se lo acarició lentamente.


—Tienes que aprender a no contraerte cada vez que un hombre te toca.


Paula miró la mano de Pedro en su brazo y asintió. Tenía razón. No debía hacer aquello con Darío. Pero, a fin de cuentas, aquel era Pedro.


—Normalmente lo hago mucho mejor.


Él asintió.


—Sí… mientras no sientes que la persona con la que estás puede suponer una amenaza.


Probablemente eso era cierto, aunque Paula nunca se había molestado en analizar por qué reaccionaba así. Pero Pedro estaba cambiando rápidamente aquello y, en el proceso, la hacía sentirse extremadamente vulnerable.


Hizo todo lo posible por apartarse de él, no lo logró y se dedicó a observar a los demás clientes del club. Cuando Pedro le había dicho que iban a un club en Deep Ellum, había temido sentirse fuera de lugar con aquel vestido. Pero, para su sorpresa, no era así.


En el club había personas de todas las edades, vestidas de las formas más variadas. Había algunos cuya ropa era aún más elegante que la de Pedro y ella, como si acabaran de salir de algunas de las famosas salas de conciertos de música clásica cercanas a la zona.


Además, todo el mundo parecía totalmente despreocupado de lo que hicieran los demás. Estaban allí para disfrutar de la música y de la compañía. Y Pedro había tenido razón en otra cosa; no se habían topado con ningún conocido. Paula sintió que su ánimo mejoraba considerablemente.


Después de todo, iba a poder relajarse y disfrutar.


—Tienes que mirarme.


Paula se sobresaltó.


—¿Disculpa?


—Es una regla básica —dijo Pedro—. Debes centrar tu atención en el hombre que te acompaña, y cuando te habla debes escucharlo como si fuera la persona más fascinante que has conocido en tu vida.


Paula soltó el aire lentamente. Justo cuando acababa de decidir que podía relajarse, Pedro le recordaba que todo aquello formaba parte de sus lecciones. Empezaba a odiar aquella palabra.


—Comprendo que me digas cosas como esa. A fin de cuentas, ese era el trato. ¿Pero de verdad tengo que hacer lo que me dices?


La semisonrisa de Pedro hizo aflorar su hoyuelo.


—Por supuesto. De lo contrario, ¿cómo ibas a aprender? Si no practicas todas esas cosas conmigo, ¿cómo vas a hacerlas bien con Darío?


Muy a su pesar, Paula tuvo que reconocer que aquello era cierto.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 17

 


Ya hacía años que había muerto su padre. Y ella había cumplido la condición de su testamento, que establecía que, a menos que ella y sus hermanas ganaran lo que él consideraba una fortuna, perderían su parte en la empresa. Sí, su poderosa y dominante presencia permanecía, y Paula aún vivía la vida como él la había enseñado a hacerlo. No solo era el modo en que había aprendido a sobrevivir, sino la única forma en que sabía hacerlo.


Para que no la hirieran, se volvió muy reservada y se aisló emocionalmente de los demás todo lo que pudo. Ni siquiera le gustaba el contacto físico. No era de extrañar que la idea de las lecciones que se avecinaban para aprender a engatusar a un hombre la pusieran nerviosa.


—¿Paula? —Pedro chasqueó un dedo ante su rostro.


—¿Qué?


—Ya hemos llegado.


—Oh —Paula miró a su alrededor y vio que se encontraban en un aparcamiento. Automáticamente, alargó la mano para abrir la puerta.


—Uh, uh —murmuró Pedro de inmediato.


Impaciente, Paula esperó a que él rodeara el coche, abriera la puerta y le ofreciera una mano. La aceptó y permitió que la ayudara a salir, aunque de mala gana.


—Tengo una duda. ¿Se infla o desinfla el ego de un hombre dependiendo de que su cita le permita o no abrir la puerta para ella?


Pedro sonrió.


—El ego de un hombre es algo muy frágil, Paula.


—No me lo creo. Apostaría mi dinero a que el tuyo no lo es. Y estoy segura que el de Darío tampoco.


Pedro apoyó una mano en la parte baja de la espalda de Paula mientras salían del aparcamiento.


—Un hombre al que verdaderamente le gusta una mujer disfruta haciendo cosas para ella, como, por ejemplo, abrirle la puerta. Y, normalmente, a la mujer en cuestión le gusta que sea así, pues eso indica que el hombre piensa mucho en ella.


Paula nunca lo había visto desde aquel punto de vista, y no se le ocurrió nada que decir.


Cuando llegaron a la acera y Pedro la tomó de la mano, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no retirarla de un tirón. No recordaba que ningún hombre la hubiera tomado de la mano antes. Suponía que eso era extraño. La mayoría de las parejas caminaban tomados de la mano, pero ella nunca había formado parte de una pareja.


Deep Ellum era una zona de la ciudad que había sufrido muchas transformaciones a lo largo de los años, pero que siempre había conservado su tradición de clubes de blues. Algunas de las tiendas que había en sus calles llevaban allí más de cincuenta años, pero otras se habían convertido en galerías de arte, boutiques, restaurantes y cafeterías.


Sin soltar la mano de Paula, Pedro maniobró entre las numerosas personas que abarrotaban las aceras, riendo y charlando, totalmente ajenos a que bloqueaban el paso de los peatones y sin que estos protestaran por ello.


Era difícil encontrar alguna persona que no llevara tatuajes, o aros en la nariz, cejas, lengua u ombligo, o una combinación de varios. Había hombres y mujeres totalmente rapados y otros con el pelo teñido de los colores más variados. Pero también había gente con aspecto más normal, incluso parejas mayores saliendo de los restaurantes y cafeterías.


En determinado momento, Pedro se volvió hacia Paula y rió.


—Divertido, ¿verdad?


—¿Vienes aquí a menudo?


—Siempre que hay algo interesante que ver, cosa que sucede con bastante frecuencia. ¿No eres dueña de unos viejos almacenes que se están reconvirtiendo por aquí?


Paula asintió.


—Compré varios, pero nunca he venido de noche.


—Puede que después de hoy quieras volver.


Pedro se detuvo ante una gran puerta oscura. En cuanto la abrió, escucharon la música que procedía del interior.


Una vez dentro, Pedro se detuvo a saludar a un hombre grande y corpulento que se había acercado a ellos como si fuera un viejo amigo de Pedro. Mientras ellos hablaban, los ojos de Paula se fueron acostumbrando a la penumbra reinante. Al fondo había un pequeño escenario en el que tocaban dos guitarristas, un saxofonista y un batería. Aunque no era ninguna experta en esa música, Paula pensó que lo que estaba oyendo tenía verdadera calidad.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 16

 


—No toques esa puerta.


Confundida, Paula se volvió a mirar a Pedro.


—¿Por qué?


—Porque una mujer siempre espera a que su pareja abra la puerta del coche para ella.


Paula estuvo a punto de protestar, pero se contuvo y se apartó educadamente a un lado mientras Pedro abría la puerta. Luego entró en el coche.


Mientras se alejaban, pensó que estaba empezando a comprender cómo se sentían las mujeres con las que salía. Cuando Pedro centraba toda su atención en una mujer como lo había hecho con ella durante la pasada hora, resultaba muy sexy.


—Permitir que te abriera la puerta no ha sido tan malo, ¿verdad? —preguntó Pedro al cabo de un rato.


—Claro que no. Pero ya que las mujeres son tan capaces como los hombres de abrir una puerta, me parece una costumbre tonta —Paula alzó la mano en un gesto pacificador—. Pero si ese pequeño detalle ayuda a reforzar el ego de un hombre, me adaptaré… aunque, como ya he dicho, me parezca una tontería.


Pedro rió.


—Da la sensación de que estás sufriendo.


—Lo siento. Lo que sucede es que me estás pidiendo que cambie radicalmente mi forma de pensar y vestir, lo que debe significar que los hombres, o más bien Dario, valoran el aspecto de una mujer por encima de su cerebro. Resulta bastante deseo razonador.


—Puede que al principio un hombre se sienta atraído por una mujer debido a su aspecto. Pero retenerlo a su lado sin contar con otra cosa que su aspecto es una historia completamente distinta.


—¿En serio? —Paula nunca había pensado en ello.


Pedro asintió.


—De manera que lo que estoy tratando de hacer es «suavizarte», Paula, y enseñarte a aceptar la atención de un hombre, del que quieras… de Dario, si es él el deseo de tu corazón.


¿Dario? ¿El deseo de su corazón? Que forma más curiosa de expresarlo, pensó Paula. No solo curiosa, sino equivocada. Totalmente equivocada.


—Y vas a enseñarme a atraer a un hombre, ¿no? A Dario, quiero decir.


Pedro asintió.


—Y a que mantenga su atención en ti. Enfrentémonos a la verdad: eres una mujer que impone y haces ver de inmediato a los hombres que no estás interesada en ellos… a menos que tengan algo que te convenga para tus negocios, por supuesto.


—¿Tan mala soy?


Pedro sonrió con suavidad.


—Más o menos.


Paula permaneció un momento pensativa.


—¿Hablabas en serio cuando has dicho que era una mujer muy deseable?


—Te aseguro que me he quedado corto, cariño.


Paula no pudo evitar un estremecimiento. Debería decirle a Pedro que no la llamara cariño, pero en esos momentos no era capaz. Lo cierto era que se sentía deseable, reconoció sorprendida, y ese sentimiento no tenía nada que ver con el vestido. Tenía que ver con Pedro. Se preguntó si él lo sabría, y decidió que así era. Todo formaba parte del programa de adoctrinamiento a que la estaba sometiendo.


—¿Cómo sabías que el vestido me iba a quedar bien? Supongo que no parecería nada especial colgado de una percha. Y no solo eso; ¿cómo sabías que esa era mi talla? Incluso encontraste unos zapatos a juego.


Pedro se encogió mientras giraba con el coche en una esquina.


—Supongo que he tenido suerte.


—Oh, vamos. La suerte no ha tenido nada que ver. Debes tener mucha experiencia comprando ropa para mujeres.


—Lo cierto es que no, pero aprendo rápido. Y no olvides que contaba con la ventaja de haber pasado la noche contigo.


Paula cerró los ojos. Ella se lo había buscado. Pero Pedro no tenía por qué preocuparse. Aunque viviera cien años, y a pesar del dolor y las medicinas, nunca olvidaría que había pasado aquella noche entre sus brazos.


—Te pagaré el vestido y los zapatos, por supuesto. Cada centavo.


—Como quieras. Por cierto, ¿has tenido la oportunidad de echar un vistazo a las ideas que tengo para nuestros terrenos?


Allí estaba. El recordatorio de por qué estaba haciendo aquello Pedro. Paula supuso que debería sentirse aliviada. Se mordió el labio. Si había una cosa en el mundo que entendía, eran los negocios. De manera que, ¿por qué sentía mariposas en la boca del estómago y un intenso calor recorriendo sus venas? Casi se sentía como una adolescente en su primera cita.


¿Y por qué tenía la sensación de que aprender a ser una mujer fatal con Pedro como profesor podía ser lo más duro que había intentado en su vida?


Desde el momento en que alcanzó la pubertad supo que era guapa. Solo tenía que observar la reacción de los chicos en el colegio y la de algunos hombres cuando entraba en una habitación o pasaba junto a ellos en la calle.


Solo su padre pareció no sentirse afectado por su belleza. De hecho, siempre tuvo la sensación de que la mantenía más a distancia y la trataba con más frialdad que a sus hermanas, aunque era algo tan sutil que dudaba que alguien más lo notara. A veces, incluso lograba convencerse de que solo era su imaginación. Después de todo, ¿por qué iba a ser su padre más duro con ella que con Cata y Teresa? No tenía sentido. Pero entonces él volvía a hacerle algún desaire y ella sabía que tenía razón.


Su padre no dejaba que hubiera en la casa ningún retrato de su madre, y tampoco permitía que hablaran de ella en su presencia. Pero, en una ocasión, el tío Guillermo sacó una vieja foto de una preciosa mujer y les dijo a Paula y a sus hermanas que era su madre. Observando la foto, Paula comprendió que había nacido con la belleza clásica de su madre. También pensó que ese parecido podía explicar la actitud de su padre hacia ella. Siempre tuvo la impresión de que nunca perdonó a su esposa por haber sufrido el accidente de automóvil que la mató.


A pesar de todo, y ya que él era el único hombre cuya aprobación buscaba, aprendió muy pronto a despreciar su belleza. Y como cualquier niño buscando el amor de un padre, se esforzó mucho en darle satisfacciones con su inteligencia y su capacidad para trabajar con ahínco. Que ella supiera, nunca lo logró.



viernes, 22 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 15

 


Una vez zanjado aquel tema en su mente, abrió la caja. Dentro encontró un vestido de color rosa intenso hecho de un material vaporoso parecido a la seda. Cuando se lo puso por encima de la cabeza flotó en torno a ella como una telaraña.


Volvió a mirarse al espejo, girando a un lado y a otro, sin dejar de preguntarse por qué se sentía tan incómoda con aquel vestido. No tenía nada de vulgar, y su diseñador era merecidamente conocido en todo el mundo.


Era casi una obra de arte, y estaba ingeniosamente diseñado, de manera que casi tomaba su forma de la del cuerpo de Paula. La tela se pegaba a ella sin inhibiciones, cruzándose sobre sus pechos en un escote en forma de V y curvándose de nuevo hacia dentro en la cintura. Desde ese punto, la vaporosa tela seguía la línea de sus caderas y caía hasta la mitad de sus pantorrillas. En la espalda formaba una V como la de delante.


La liviandad de la tela, unida a su corte, hacía que Paula se sintiera como si no llevara nada puesto.


—¿Qué tal te queda? —preguntó Pedro a través de la puerta.


—No estoy segura —murmuró Paula—. Salgo enseguida —añadió, en voz más alta.


En realidad, no encontraba ningún defecto al vestido. El diseño era impecable, lo mismo que la tela elegida para su confección. Pero se sentía… expuesta.


Los zapatos eran del mismo color que el vestido, con unos tacones de unos siete centímetros. Se los puso, temiendo no saber andar con ellos, pero enseguida comprobó que eran sorprendentemente estables y que le sentaban como un guante.


Rebuscó en la caja, esperando encontrar un chal o algo parecido para cubrirse, pero solo halló un pequeño bolso a juego. Lo tomó, se miró por última vez en el espejo y, con un expectante revoloteo en el estómago, salió al dormitorio.


Pedro alzó la mirada, la vio… y se quedó paralizado. La expresión de su rostro hizo que el corazón de Paula se detuviera por un instante. Era una expresión de pura y desnuda lujuria. Desde que lo conocía, nunca le había visto mirar a una mujer como la estaba mirando a ella en esos momentos.


Una instantánea excitación se apoderó de ella a la vez que su corazón volvía a latir más rápido que nunca. Sintió entre las piernas un intenso calor a la vez que, lamentablemente, empezaba a humedecerse.


Todo sucedió en cuestión de segundos. Enseguida, el abierto deseo manifestado por la expresión de Pedro desapareció como si nunca hubiera existido. Pero el cuerpo de Paula aún sentía su impacto, y tuvo que arreglárselas como pudo.


—Vuélvete —dijo él, roncamente.


Paula obedeció sin discutir. Se sentía como una marioneta en sus manos.


—Preciosa —susurró Pedro.


—¿Venía…? —Paula se mordió el labio inferior durante más tiempo del que normalmente se habría permitido—. ¿Venía el vestido con alguna prenda interior?


—No —lenta y metódicamente, Pedro deslizó la mirada desde lo alto de la cabeza de Paula hasta la punta de los dedos de sus pies—. Tienes que quitarte el sujetador que llevas puesto. Se ve por delante y por detrás.


—Lo sé, y estoy segura de que tengo otro sujetador más adecuado.


—Y ahora que lo pienso, también tienes que quitarte esas braguitas. Se marcan a través de la tela del vestido.


—Buscaré otras —Paula arrojó el pequeño bolso sobre la cama y fue al vestidor.


Cuando Pedro entró, la encontró rebuscando en un cajón lleno de sujetadores.


—Ese vestido no está pensado para llevar sujetador. Además, tú no necesitas llevarlo. Tienes unos pechos preciosos.


Paula sintió que el rostro le ardía. Se volvió bruscamente hacia él.


—¿Cómo…? —«la noche pasada», recordó de inmediato—. No importa. Ya encontraré algo. Haz el favor de salir.


—De acuerdo, pero recuerda que no debes ponerte nada que estropee el diseño del vestido.


—Veo que eres muy consciente de ese tipo de detalles —replicó Paula en tono irónico.


—Para eso estoy aquí.


—Sal de una vez, Pedro.


Él ladeó la cabeza y la miró.


—¿Por qué tienes la mandíbula tan tensa?


Paula rió sin ganas.


—Bromeas, ¿no? Es… este vestido. Puede que esté pensado para atraer a los hombres, pero yo tengo la sensación de que no llevo nada puesto. Y si no me pongo sujetador y braguitas, entonces sí que no llevaré nada de nada.


—¿Y llevarlos haría que te sintieras mejor?


—Sí.


Pedro movió la cabeza con expresión de pesar.


—Tenemos mucho más trabajo que hacer del que esperaba.


—Si crees que voy a salir de casa sin llevar…


Pedro alzó una mano.


—No importa. Ya entraremos en ese tema más tarde.


—¿Más… tarde? —balbuceó Paula.


Pedro bajó la mirada y su voz sonó más gruesa cuando dijo: —De momento, bastará con que te pongas unas braguitas más adecuadas, pero no te pongas sujetador. De hecho… —rodeó a Paula, soltó el cierre del sujetador y, sin darle tiempo a reaccionar, le sacó las tiras de los brazos. Luego tiró de él por delante y lo arrojó por encima de su hombro—. Ya está —murmuró, satisfecho—. El vestido tiene un aspecto maravilloso ceñido a tus pechos de esta forma.


Paula se apoyó débilmente contra el cajón y lo cerró.


—Eso ha sido todo un truco. No me extraña que impresiones tanto a las mujeres.


Pedro alargó una mano hacia ella y la acercó todo lo que pudo sin llegar a tocarla. Cuando habló, las movió en torno a sus pechos para ilustrar lo que iba diciendo.


—Tus pechos son perfectos… altos, firmes, del tamaño justo…


Paula sintió que se sofocaba.


—¿Quieres hacer el favor de salir de aquí de una vez?


Pedro dejó caer la mano a un lado.


—Mantén la vista puesta en el premio, cariño. Esta es solo la primera lección. Sé que le está costando, pero cuando consigas a Dario pensarás que todo ha merecido la pena —hizo una pausa y la miró con ojos repentinamente penetrantes— ¿O no?


—Vete. ¡Y no me llames «cariño»!


Pedro rió.


—Por supuesto. Lo que tú digas.


En cuanto Pedro salió, Paula apoyó la pierna contra la puerta del armario. Si aquella era solo la primera lección, no sabía si iba a poder sobrevivir al resto.


Pero si sobrevivía, el resto sería fácil. Además, Pedro había dicho «cuando consigas a Darío». No «sí consigues a Darío». Eso significaba que sentía que podía ayudarla a conseguirlo. Si era así, habría merecido la pena. ¿O no? Frunció el ceño. ¿De dónde había salido aquella duda? ¡Por supuesto que merecería la pena!


Respiró profundamente, se puso otras braguitas y volvió a mirarse al espejo. Automáticamente, alisó con la mano la parte delantera. Luego observó su reflejo con ojos críticos. No había duda de que el vestido tenía mejor aspecto sin el sujetador. Aunque no era evidente que no llevaba nada debajo, sus pechos lo rellenaban a la perfección. . De pronto se quedó paralizada. Pedro conocía la forma y el tamaño de sus pechos. Sabía que la noche pasada, a causa de la medicación, sus reacciones habían sido muy lentas, y no había podido pensar con claridad, pero no se quedó inconsciente. Pedro la había desnudado, pero no la había acariciado. Si lo hubiera hecho, lo recordaría.


Sintió que los pechos se le endurecían ligeramente al imaginar sus manos cerrándose en torno a ellos, midiéndolos, pesándolos. Pedro tenía unas manos grandes, fuertes, de dedos largos. ¿Qué sentiría si la acariciara con ellas? Gimió al darse cuenta de lo que estaba pensando.


—¿Va todo bien? —preguntó Pedro.


—Oh, todo va de perlas.


—¿De perlas?


Paula captó la diversión del tono de voz de Pedro. Moviendo la cabeza, apagó la luz del vestidor y salió al dormitorio.


—Tienes un aspecto… magnífico —Pedro tenía los brazos cruzados sobre el pecho y la miraba con expresión objetiva, pero Paula captó con claridad el evidente calor de su mirada.


—Gracias… creo.


Pedro volvió a reír.


—Siento que esto te esté resultando tan duro.


Paula se reprendió mentalmente. No entendía exactamente por qué, pero estaba reaccionando de modo exagerado a los esfuerzos de Pedro por ayudarla.


—Duro no. Solo… diferente —tras el severo y disciplinado modo con que su padre la había educado, llevar un vestido distinto a los que estaba acostumbrada, y sin sujetador, no podía compararse.


—En ese caso, espero que no te importe que te diga que el color de las uñas de tus pies no es el adecuado.


—¿Qué tiene de malo? Es rosa.


—Es un tono demasiado pálido.


Paula sacó del bolso que había utilizado durante el día las cosas que iba a necesitar y las trasladó al de color rosa.


—Sé fuerte, Pedro. Lo superarás.


—Estoy seguro de ello, pero tengo que hacer una cosa más antes de que estés completamente lista.


—No imagino qué pueda ser. Pareces haber pensado en todos los detalles.


Pedro dio un paso hacia ella. Instintivamente, Paula se echó atrás.


Él sonrió.


—¿De qué tienes miedo, Paula?


Buena pregunta, pensó ella. ¿Tenía miedo de ir a pasarlo bien? ¿O de averiguar que le gustaba demasiado estar con Pedro?


Imposible.


—No tengo miedo de nada.


—En ese caso, estate quieta un momento —Pedro acercó las manos al pelo de Paula y empezó a quitarle las horquillas del moño.


—¿Qué se supone…?


—Tu peinado —murmuró él—. Es demasiado serio. Como siempre —tras quitarle todas las horquillas metió los dedos entre el pelo y se lo peinó hasta que cayó en cascada en torno a sus hombros—. Mucho mejor así. Y ahora, vámonos.


—Espera. Necesito una cosa más —Paula entró de nuevo en el vestidor y salió unos segundos después con un chal de punto de color marfil—. Puede que esta noche refresque —su expresión retó a Pedro a que la contradijera.


Él volvió a sonreír.


—Por supuesto. Vámonos.


—Aún no me has dicho adónde vamos.


—Al Midnight Blues. Es un nuevo club de blues en Deep Ellum.


—Blues… de acuerdo. Hay otra cosa más. Dime que no vamos a encontrarnos con nadie que conozcamos, por favor.


—No vamos a encontrarnos con nadie que conozcamos.


Paula entrecerró los ojos con suspicacia.


—¿Estás seguro?


—Debo admitir que no sé dónde van a pasar la tarde todos nuestros amigos, pero el club es nuevo, y aún lo conoce poca gente —la mirada de Pedro se oscureció al añadir—: Además, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Qué te vean con el aspecto de una mujer increíblemente deseable? —apoyó las manos en los hombros de Paula, y cuando ella fue a apartarse la retuvo con fuerza—. Relájate —dijo, suavemente—. Nunca has estado tan preciosa.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 14

 


—Yo tenía razón —Pedro salió del vestidor de Paula—. No tienes nada adecuado que ponerte esta noche.


Paula estaba en pie en medio del dormitorio, vestida con un albornoz de color crema bajo el cual llevaba un sujetador y unas braguitas de color neutro. Ya estaba peinada y maquillada. Solo esperaba a que Pedro encontrara entre su vestuario algo que le pareciera adecuado para ella, pero empezaba a perder la paciencia.


—En primer lugar, ¿qué quieres decir con que tenías razón?


—No esperaba encontrar nada que pudieras llevar esta noche.


—¿Y cómo podías saberlo? —preguntó Paula, irritada.


—Te veo lo suficientemente a menudo como para saber qué ropa sueles llevar. Además, anoche tuve que buscar un camisón en tu armario y, aunque tenía prisa, no recuerdo haber visto nada apropiado para nuestros propósitos.


Paula suspiró en silencio. «Anoche». Cuanto más trataba de olvidar lo sucedido, menos lo lograba.


—En algún lugar de ese armario tiene que haber algo adecuado para nuestros propósitos, sean estos los que sean.


—No puedo creer que lo hayas olvidado, Paula. Algo adecuado para nuestros propósitos tiene que ser algo que atraiga la atención de Darío.


Paula parpadeó. ¡Lo había olvidado! Desde esa mañana, tras despertar junto a Pedro y descubrir que había dormido entre sus brazos, había estado casi totalmente centrada en él. Eso tenía que terminar.


—Tiene que haber algo —dijo, señalando el armario—. Solo con lo que hay dentro podría montarse una tienda.


—En eso estoy de acuerdo. Y que quede claro que con esto no pretendo criticar tu gusto. Es impecable.


Paula extendió los brazos.


—¿Entonces de qué se trata?


—No hay color en tu vestuario. Siempre utilizas tonos neutros. A los hombres les gusta el color. Además, vistes de forma muy entallada y, de vez en cuando, a los hombres les gusta algo más flojo, que flote a la vez que ciña un poco tu cuerpo y tal vez muestre un poco más de lo que te gusta enseñar.


Paula se cruzó de brazos y lo miró con expresión suspicaz.


—¿Qué se supone que debo mostrar?


—Carne, cariño. Carne. Siempre llevas el aspecto propio de una dama, aunque debo admitir que a veces te pones algo que resulta discretamente sexy. Sin embargo, para nuestro propósito no es lo suficientemente bueno.


«¿Cariño?» Paula recordó de pronto que Pedro la había llamado «cariño» en varias ocasiones durante la noche anterior. Ya no sabía si estaba en medio de su peor pesadilla o si solo se estaba aprovechando de un regalo de los dioses. Trató de convencerse de aquello último. De todos modos, no podía permitir que Pedro le dijera todo lo que le viniera en gana.


—Para tu información, nunca he carecido de hombres interesados en mí.


Pedro alzó las cejas.


—¿Alguno de esos hombres es Dario?


Paula se mordió el labio inferior. En aquello la había atrapado.


—A eso me refería —dijo Pedro al ver que ella no decía nada—. Mañana iremos de compras, pero de momento he elegido algo para que te pongas esta noche —salió al pasillo y volvió a entrar enseguida con una bonita caja alargada en la que Paula reconoció el nombre de una prestigiosa boutique que solo tenía lo mejor.


Sintió un gran alivio. Al menos, el vestido no sería un simple trapito más parecido a una prenda interior femenina que a otra cosa.


Pedro le entregó la caja.


—Pruébatelo. Estoy bastante seguro de que te quedará bien. También hay unos zapatos.


Paula no quiso preguntarle cómo sabía su talla. Era evidente que Pedro tenía demasiada experiencia con las mujeres. Demasiada para su tranquilidad. Tomó la caja y entró en el baño. Tras cerrar la puerta se miró en el espejo, desconcertada por su último pensamiento. ¿Qué más le daba a ella la experiencia que Pedro tuviera con las mujeres? No debía importarle. De hecho, no le importaba.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 13

 


Paula giró sobre sí misma y comenzó a caminar de un lado a otro del despacho. Estaba claro que para pensar con claridad necesitaba apartarse de Pedro, del aroma que aún estaba en las sábanas de su cama, de la sonrisa que no dejaba de distraerla.


Trató de centrarse en el asunto que tenían entre manos. Pensando racionalmente y teniendo en cuenta todo lo que sabía que era cierto, no podía llegar más que a una conclusión: la ayuda de Pedro sería inestimable para conseguir atraer la atención de Darío y, sobre todo, para que aceptara casarse con ella.


Además, y sin necesidad de examinar sus ideas, sabía que tenía razón. Si desarrollaban un proyecto común en aquellos terrenos, ganarían mucho más dinero que si hicieran algo por separado. Tenía sentido. Todo lo que había dicho Pedro tenía sentido. Además de ganar millones, aprendería las habilidades necesarias para alcanzar su meta principal.


De manera que, ¿por qué sentía que estaba pasando algo por alto en el trato que estaba a punto de alcanzar? A pesar de todo, estaba convencida de que las ventajas superaban con creces a las desventajas. Cuando se casara tendría el control sobre Barón International, algo que deseaba desde que podía recordar.


Dejó de caminar y se volvió de nuevo hacia Pedro.


—De acuerdo, es un trato.


Él sonrió lentamente.


—Buena decisión.


—¿Cuándo empezamos?


—¿Contigo, o con el proyecto para nuestros terrenos?


Impaciente, Paula recorrió la distancia que los separaba.


—Examinaré tus ideas y aportaré algunas mías. Luego podemos reunimos de nuevo para hablar de ello. De momento, me gustaría que te centraras en la labor de transformarme en lo que consideres que debo ser para atraer a Darío.


Pedro se apartó del escritorio.


—Muy bien. ¿Te parece demasiado pronto que empecemos esta noche?


Paula dudó. Se preguntó por qué. A fin de cuentas, Pedro solo trataba de poner en marcha lo que ella le había propuesto.


—No. Me parece bien.


—En ese caso, pasaré por tu casa a las ocho.


—¿Para qué?


—Vamos a salir a cenar, pero antes quiero revisar tu vestuario para elegir lo que debes ponerte.


—Pero si suelo salir a cenar casi cuatro noches por semana…


—Tal vez, pero normalmente tus cenas tienen que ver con algún negocio o con alguno de los comités benéficos en los que estás metida.


Paula pensó en ello y decidió que, una vez más, Pedro tenía razón.


—De acuerdo. ¿Y en qué será diferente esta cena?


—Esta noche vas a tener una auténtica cita —los ojos de Pedro desprendieron un destello que, por algún motivo, hicieron que Paula se sintiera cálida e inquieta por dentro—. ¿Recuerdas la última vez que saliste con un hombre sin que fuera por algo relacionado con el trabajo o la beneficencia?


Paula trató de recordar, pero no lo logró.


—No. ¿Pero tan complicada puede ser una cita de ese tipo?


—Eso es lo que averiguaremos esta noche, ¿de acuerdo?


Paula asintió, sintiendo una vez más que estaba pasando algo por alto en aquel trato. ¿Pero qué podía ser? Había aceptado la propuesta de Pedro y, a cambio, él le iba a enseñar lo que necesitaba saber. Lo uno por lo otro. De manera que, ¿por qué estaba preocupada?


Al parecer, Pedro leyó su mente.


—No te preocupes, Paula. Haré lo posible para asegurarme de que, al final, obtengas exactamente lo que quieres.




jueves, 21 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 12

 


Mientras Pedro avanzaba hacia ella, una docena de pensamientos pasaron por la mente de Paula. Desafortunadamente, todos eran sobre él. Tenía un aspecto estupendo con la camisa, los pantalones negros y la chaqueta informal que vestía. El problema era que ella ya sabía el aspecto que tenía sin ropa y, por mucho que se esforzaba, no podía apartar el recuerdo de su mente.


Se pasó una mano por la frente y se sorprendió al comprobar que estaba sudando. Debía estar loca para hacer lo que estaba a punto de hacer. Sacar a relucir cualquier cosa relacionada con la noche anterior era peligroso pero, dadas las circunstancias…


En lugar de sentarse, Pedro permaneció junto a la silla y se metió una mano en el bolsillo de los pantalones. Era una postura despreocupada, pero en aquellos momentos casi parecía reflejar una actitud de poder.


—¿De qué se trata? —repitió, al ver que Paula no decía nada.


Ella se aclaró la garganta.


—He recordado más cosas sobre la noche pasada, y creo que en algún momento me hablaste de Darío.


—Así es.


Paula asintió mientras jugueteaba con el borde de la carpeta que Pedro había dejado sobre la mesa.


—Según creo recordar, parecías tener una opinión muy definida sobre lo que le gusta y lo que no.


—Como te dije anoche, nos hemos hecho muy buenos amigos.


Paula miró la carpeta.


—Nunca te pediría que traicionaras una confidencia, por supuesto, pero me preguntaba si… ¿te ha dicho alguna vez algo sobre mí?


—Solo en términos generales.


—¿Qué quieres decir?


—A veces se refiere a ti y a tus hermanas como «las chicas».


—¿Cómo si fuéramos una sola entidad? —la voz de Paula reflejó tanta sorpresa como desagrado. Sus hermanas y ella nunca habían sido una entidad, nunca habían sido tan cercanas como para que las consideraran una sola. Su padre se había ocupado de ello.


—No sé cuánto recuerdas de nuestra conversación, pero te dije que te considera parte de su familia.


Paula pensó que llevar a Darío al altar iba a ser más difícil de lo que había anticipado. Se pasó una mano por la frente y, al darse cuenta de que era un gesto que acababa de hacer, se irguió y adoptó una actitud más profesional.


—También dijiste que era un hombre que no me convenía en absoluto —dijo, mirando fijamente a Pedro—. Creo que esa es una afirmación muy atrevida.


—Tal vez, pero es cierta.


—No puedes estar seguro. Nadie puede estarlo.


—Tal vez, pero puedo tener una opinión basada en cierta dosis de conocimiento.


—Ya veo —Paula se levantó y caminó de nuevo hasta el ventanal, para luego volver al escritorio—. Y supongo que ese conocimiento está basado en parte en tu creencia de que no soy una «mujer fatal» —odiaba tener que repetir aquellas palabras. Siempre se había enorgullecido del hecho de no haber utilizado nunca artimañas femeninas para llegar donde estaba. Pero ya no le quedaba más remedio que preguntarse si tenía alguna.


—Veo que recuerdas muy bien toda nuestra conversación.


—Sí. Es con otras partes de la noche con las que tengo problemas de memoria —Paula hizo una pausa, tomó un bolígrafo de la mesa y tamborileó con él sobre ella—. También dijiste que había decidido que era el momento de ir tras Dario.


Pedro sonrió.


—Y es cierto, ¿no?


Paula no pudo evitar mirarlo con expresión de perplejidad.


—¿Cómo has podido llegar a esa conclusión? No me conoces tan bien.


—Te conozco mejor de lo que crees, así que no te molestes en decirme que estoy equivocado. Centrémonos en lo otro que dije: que no eres una mujer fatal. ¿Vas a decirme que estoy equivocado?


Paula se mordió el labio inferior, pero dejó de hacerlo de inmediato. Sin embargo, no dejó de tamborilear con el bolígrafo en la mesa.


—Nunca había pensado en ello —«hasta ahora», añadió para sí.


—¿Y ahora que lo has hecho…?


Ahora que lo había hecho, Paula debía admitir que Pedro tenía razón, aunque no pensaba darle la satisfacción de decírselo.


—Hasta ahora no me he centrado en ese aspecto particular de ser una…


—¿De ser una mujer? —concluyó Pedro por ella, al ver que se quedaba callada.


Paula se encogió de hombros.


—Siempre he sido rápida aprendiendo. No creo que sea tan difícil —miró a Pedro mientras una idea se formaba en el fondo de su mente—. No has respondido a mi pregunta.


—No lo he hecho porque no puedo —Pedro sonrió—. Nunca he sido una mujer.


Paula estuvo a punto de reír al oír aquello. Pedro era uno de los hombres más masculinos que había conocido. ¿Por qué no se había fijado antes? En cuanto la pregunta se formó en su mente, llegó la respuesta: llevaba unas anteojeras que le impedían ver todo lo que no estuviera relacionado con los negocios. Si no había nacido con ellas puestas, su padre se encargó de ponérselas poco después.


—Pero no hay duda de que siempre tienes mujeres alrededor. Me refiero a que pareces… atraerlas.


—¿Adónde quieres llegar?


—No sé —la respuesta de Paula fue sincera, pero no dejó de darle vueltas a la cabeza para tratar de averiguar lo que quería.


Cuando estaba insegura sobre alguna decisión que debía tomar, normalmente hacía una lista de lo que sabía con certeza, de manera que decidió hacer precisamente eso.


—Pareces saber mucho sobre Darío. Y, sin duda, sabes mucho de mujeres.


—¿De dónde has sacado la segunda idea?


—He hablado con más de una de las que has desechado.


—Yo no «desecho» a las mujeres.


—Pues ellas parecen pensar lo contrario.


—Piensa en lo que acabas de decir, Paula —el tono de Pedro fue sorprendentemente suave, pero su expresión se endureció—. Eso no puede ser cierto.


Paula dejó el bolígrafo en la mesa.


—De acuerdo, de acuerdo. Normalmente las decepciona que no parezcas ir más en serio y que no vuelvas a llamarlas después de la primera o segunda cita.


—No me gusta engañarlas.


Paula suspiró, lamentando haber sacado aquel tema a relucir.


—Lo que hagas con las mujeres no es asunto mío, ¿de acuerdo?


Pedro la miró con una expresión que decía claramente que no la iba a dejar librarse del tema así como así.


—No me mires así. Sabes que las mujeres solo tienen que mirarte para empezar a babear. Y si encima les sonríes y ven ese hoyuelo tuyo, de pronto empiezan a pensar en tu boda.


—Una vez más, creo que estás exagerando.


Paula se cruzó de brazos.


—No. Sé que tengo razón. Da la sensación de que solo quieres ser amigo de ellas y, según dicen, eres un buen amigo. Pero eso no evita que se sientan decepcionadas. En cualquier caso, ¿por qué estamos hablando de tus relaciones con las mujeres si hemos empezado a hablar de Dario y de lo que piensa de mí?


—Creo que eres tú la que ha sacado el tema de mis «relaciones con las mujeres», como tú dices.


—¿En serio? —Paula frunció el ceño.


Aquello era lo que llamaba «el día después de una migraña». A menudo tenía problemas para centrarse en un tema, y después de la noche pasada con Pedro… ¡Maldición!


—¿Qué te preocupa, Paula?


Ella trató de borrar los recuerdos de su mente y lo intentó de nuevo.


—Dario. Dario… —la idea que había empezado a formarse en su mente surgió de pronto con toda claridad.


Pedro negó con la cabeza.


—Lo siento, pero no tienes ninguna opción con él.


—Eso dices tú —Paula lo miró con cautela—. ¿Puedo confiar en ti?


Pedro pareció relajarse. Sonrió y se sentó en el borde de la mesa.


—La noche pasada dormiste en mis brazos. Si no puedes confiar en mí, ¿en quién ibas a hacerlo?


Paula estuvo a punto de gemir.


—¿Quieres hacerme el favor de olvidarte de eso?


Pedro rió.


—Bromeas, ¿no?


Paula rodeó el escritorio y se detuvo ante él.


—Solo trato de averiguar si puedo confiar en ti sin que corras a decirle a Dario todo lo que te cuente.


—Yo nunca te traicionaría.


Paula tuvo la impresión de que las palabras de Pedro tenían un significado más profundo, pero tal vez se debía a su imaginación.


—De acuerdo. En ese caso, dime qué piensas de esta idea. Tú conoces a Dario, y entiendes de mujeres. ¿Qué te parece si me enseñas a atraer a Darío y a convertirme en… —Paula tuvo que tragar antes de continuar, y rogó para que Pedro no se riera de ella—… en una mujer fatal?


Sorprendida, vio que él la miraba pensativamente.


—Si aceptara, ¿qué sacaría con ello?


La idea era tan reciente que Paula no se había detenido a pensar en aquello, pero tenía sentido que Pedro quisiera algo en compensación.


—No sé. ¿Qué querrías? ¿Dinero?


—Ya tengo mucho dinero.


—Entonces, ¿qué querrías?


—Algo que no te costaría nada.


—¿Y qué sería?


—Que aceptaras trabajar conmigo en la promoción de nuestros terrenos.


Paula no lo había visto venir.


—Maldita sea, Pedro. Ya sabes que…


—Lo sé —interrumpió él—. Es una tradición familiar. Pero vas a tener que decidir qué es más importante para ti: las enseñanzas de un padre que murió hace tiempo o conseguir a Darío.