domingo, 20 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 10

 


Paula abrió los ojos y encontró a Pedro tumbado a su lado ocupando más espacio de lo que era justo y dejándola a ella acurrucada en un extremo del saco. Por el sonido de su respiración, continuaba profundamente dormido. Con cuidado, se acercó a él y estudió el masculino rostro como jamás se atrevería a hacerlo si estuviera despierto.


Aquello fue un error, pues el aroma de Pedro, repentinamente familiar, la envolvió. ¿Cómo había podido olvidarlo? El corazón empezó a latir con fuerza mientras recordaba las sensaciones que deliberadamente había aparcado en el fondo de su mente meses atrás. La mandíbula estaba cubierta por una incipiente barba y recordó la sensación de esa barba bajo las yemas de los dedos, haciéndole cosquillas en el estómago, quemando dulcemente sus muslos…


Pedro tenía unos labios carnosos y recordó la sensación que habían provocado en su cuerpo. El torso descubierto dejaba a la vista unos amplios y musculosos hombros. Cada célula de su cuerpo se tensó ante la visión del hombre más atractivo que hubiera visto jamás.


–Paula –apenas fue un susurró, pero consiguió penetrar hasta lo más hondo de su ser.


Lentamente, alzó la vista y sus miradas se fundieron. Los azules ojos reflejaban adormecimiento, pero también algo más. Sabía que lo había estado mirando… con deseo.


Durante un instante ninguno se movió.


–Me toca preparar el desayuno.


Paula agarró apresuradamente los pantalones cortos y el sujetador del biquini. Ya se los pondría detrás de un arbusto. Pedro la llamó de nuevo, pero ella escapó, ignorándolo.


Los sentimientos que había creído haber ahogado: vista, olfato, oído, tacto, regresaron poderosos dejándola temblorosa de pies a cabeza.


Y sabor. Se moría por saborearlo.


¿Cómo era posible? ¿Cómo podía pensar en ello si meses atrás no había significado nada para él y todo para ella? ¿Cómo, si él le había hecho vivir algo tan horrible?


Sin embargo el cuerpo hacía caso omiso de su cerebro. No le interesaban esos recuerdos. Los músculos tenían sus propios recuerdos del peso, la sensación y el placer que el cuerpo de Pedro le había proporcionado. Lo deseaba sin importarle las consecuencias.


Se dirigió al centro del campamento, donde Bundy ya había encendido el fuego y puesto a hervir el agua. Se sirvió una taza de té amargo y caliente y lo bebió con un estremecimiento al quemarse los labios y el velo del paladar. El dolor fue un buen recordatorio de que no deseaba experimentar nada parecido.


El desayuno terminó enseguida y durante el mismo no miró a Pedro ni una sola vez. Al ver que había recogido la tienda y sus efectos, murmuró un agradecimiento casi inaudible.


Los Jeep llegaron para conducirles hasta el cráter Ngorohgoro y Paula caminó hacia ellos. Sin embargo, antes de poder dar dos pasos, Pedro estaba pegado a ella. Sus ojos brillaban divertidos mientras arrojaba las pertenencias de ambos a la parte trasera del coche.


Paula se movió inquieta, sintiendo el impulso de salir corriendo. Pero no había escapatoria, sobre todo cuando él le sujetó la puerta y luego se sentó a su lado.


La carretera era deplorable. En lugar de camino había cráteres, hoyos y barro reseco, más duro que el asfalto, que les hizo saltar en todas direcciones, manteniéndoles suspendidos en el aire en numerosas ocasiones. Pedro se agarró al techo del Jeep mientras sujetaba a Paula con el otro brazo. Casi hubiera preferido golpearse contra el coche.




SIN TU AMOR: CAPITULO 9

 


Unas horas más tarde, cuando aún seguía despierta, oyó el característico sonido de la lluvia. No llovía a menudo, pero cuando lo hacía, llovía a conciencia. Cerró los ojos y maldijo. No podía permitir que durmiera sobre un frío barrizal.


Pedro, métete aquí –encendió la linterna y bajó la cremallera de la tienda.


Estaba sentado a unos pocos metros, mascullando entre dientes. En cuestión de segundos el enorme corpachón entró en la tienda arrastrando el saco.


–Maldita sea –con un ágil movimiento se quitó la camiseta.


–¿Qué haces?


–¿A ti qué te parece? –Pedro la arrojó en una esquina de la tienda.


–Estás… –cielo santo, ese cuerpo era increíble. Lo encontró más delgado, más atlético. Pura roca que hacía que sus dedos ardiesen en deseo de tocarlo.


–Exacto, me estoy quitando la ropa mojada.


Las enormes manos desabrochaban con calma el pantalón. Ella recordó esas manos sobre su cuerpo. Recordó el calor de la noche y la música. La locura que se había apoderado de ella haciéndole suspirar sí, sí, sí.


–Aquí hay escorpiones –espetó–. Podrían picarte.


–Podría picarme algo mucho más grande –con gesto divertido, él dejó al descubierto los calzoncillos.


Paula apagó la linterna.


–¡Eh! –Pedro alargó una mano y volvió a encenderla–. Me gustaría encontrar mi saco –rió–. No creo que te gustara que me equivocase y me metiera en el que no es, ¿verdad?


Ella desvió la mirada ante el viejo Pedro que la provocaba con tanta facilidad.


Encogió las piernas y se hundió en el ardiente saco de dormir.


Con la mirada fija en el techo de la tienda, el silencio le resultó agónico.


¿Cómo demonios iba a poder dormir con tanta tensión? Pedro era como una central eléctrica que la encendía cada vez que se acercaba a menos de tres metros. Y apenas separados por treinta centímetros estaba a punto de saltar del suelo.


Cerró los ojos y contó las respiraciones, intentando pensar en algo, en cualquier cosa que no fuera él. Pero a medida que la lluvia arreciaba, comprendió la ridiculez de aquello y empezó a reírse sin poder parar.


Y él también rió con esa risa profunda y fuerte que aliviaba la tensión. Adoraba esa risa.


Pero de repente la tensión volvió a invadirla con ese estúpido deseo que sentía al recordar las horas de risas y revolcones en lo que había pensado sería una aventura eterna.


–¿Tuviste que venir hasta África, Pedro? –preguntó completamente seria.


–Sí –suspiró él en un tono que evidenciaba que lo lamentaba tanto como ella–. Tuve que hacerlo.



sábado, 19 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 8

 

Paula reprimió un suspiro en intentó con todas sus fuerzas no volver a mirar el reloj. Las horas pasaban con exasperante lentitud.


¿Por qué no le había mandado antes los papeles? Porque durante los primeros meses había estado demasiado enferma. Y cuando por fin se había recuperado físicamente había estado destrozada emocionalmente. Al fin había emergido de la oscuridad, enriquecida tras la experiencia, y había empezado a reconstruir su vida. Había empezado por dos aspectos: la confianza en sí misma y la sensación de haber conseguido algo. Y había trabajado, preparándose para relanzar su vida. Únicamente entonces había estado segura de poder enfrentarse a Pedro, o al menos de instruir a su abogado para que lo hiciera.


Por fin llegaron al campamento base. Estaba en un parque de serpientes en el que iban a poder ver la mamba negra de la cual, al parecer, bastaba un mordisco para caer fulminado. No estaría mal que una se acercara a Pedro. O mejor aún, uno de los cocodrilos, que podría engullirlo de un solo bocado. Con eso, desde luego, sus problemas quedarían atrás.


Paula saltó de la camioneta y se estiró en un intento de suavizar la tensión que se acumulaba en cada uno de sus músculos. Otra noche más en una tienda de campaña. Después de tres semanas, estaba un poco harta.


–¿Ustedes querrán compartir una tienda? –Bundy se acercó.


–Claro –contestó Pedro antes de que ella pudiera siquiera respirar, mucho menos pensar.


–Ahí, detrás de ese árbol –el conductor guiñó un ojo–. Así tendrán un poco de intimidad.


Paula se quedó boquiabierta.


–Gracias –contestó Pedro.


Ella no pudo hacer otra cosa que darse media vuelta y fingir no haber visto ese intercambio de miradas cómplices entre los dos hombres.


Pedro sacó una tienda del montón y, seguido por Paula, se acercó al punto que Bundy había señalado. Desde luego necesitaban intimidad, puesto que estaba a punto de cometer un asesinato en primer grado.


–¿Por qué habrá pensado que querríamos compartir tienda? –apenas consiguió no gritar.


–Le dije que estábamos casados.


–¿Cómo? ¿Por qué?


–Porque lo estamos. Así conseguí incorporarme a la excursión en su etapa final.


–Dijiste que nuestro encuentro había sido pura casualidad.


–Mentí –él sonrió abiertamente.


–Y no por primera vez, Pedro –espetó ella. Definitivamente lo haría con un cuchillo.


–Yo también subestimé lo agradable que sería volver a verte, Paula –la sonrisa de Pedro se hizo más amplia.


No había planeado volver a ver a Pedro. Y desde luego no iba a pasar la noche en una tienda con él. Un punzante calor descendía por su cuerpo desde la nuca. Felipe era la única persona que sabía dónde estaba. Iba a tener que intercambiar unas palabritas con él a su regreso a Londres.


Furiosa, observó cómo Pedro colocaba las piezas de la tienda en el suelo. Iba a necesitar al menos una hora para averiguar cómo disponerlas, tal y como le había sucedido a ella la primera vez. Odiaba el reducido tamaño de las tiendas. No podrían dormir ahí dentro sin encogerse… juntos. Iba a resultarle imposible respirar. Apenas lo lograba en esos momentos, al aire libre y con él a unos dos metros de distancia.


Porque a pesar de todo lo sucedido, aún lo deseaba. Una mirada, a su espalda, había puesto en marcha de nuevo el mecanismo. Los sentidos, tanto tiempo dormidos, habían despertado, suplicando atención, anhelando caricias… las suyas.


–No voy a compartir tienda contigo, Pedro –ella se rebeló.


–Tenemos que hacerlo. Bundy dijo que no quedaban tiendas libres –él se encogió de hombros.


–Puedes dormir al raso dentro de una mosquitera –o en la camioneta. O con las serpientes. En cualquier sitio, pero lejos de ella–. Bajo las estrellas.


–De acuerdo –él le sostuvo la mirada y repitió sus palabras lentamente–. Bajo las estrellas.


Paula recordó otra ocasión en la que él había sugerido eso mismo. No había habido mosquitera, nada salvo dos cuerpos desnudos. La noche de bodas. En el balcón, cuando ella se había visto cegada por las estrellas.


Sintió un escalofrío que le atravesó el cuerpo. Rápidamente se agachó y empezó a extender la tienda sin orden ni concierto.


–Déjame a mí –Pedro la apartó–. ¿Por qué no te vas a tomar algo? Pareces acalorada.


–Puedo arreglármelas –¿Acaso no se daba cuenta de que llevaba meses haciéndolo?


–Estoy seguro de que puedes –contestó él–. Pero yo no llevo días sentado bajo el sol en ese camión. Siéntate un rato a la sombra.


–Gracias –Paula era perfectamente capaz de montar la tienda, pero no era ninguna estúpida. ¿Él quería montarle la tienda? Fabuloso. Algún provecho sacaría de la ocasión.


Agarró el sarong que utilizaba a modo de toalla y se dirigió a los aseos. Una ducha fría sería maravillosa.


Después se dirigió a los recintos que albergaban a los animales. Durante una eternidad contempló al cocodrilo tumbado al sol, tan quieto que parecía esculpido en piedra.


–¿Crees que estará realmente vivo? –preguntó Pedro.


–No te dejes engañar –contestó ella sin volverse–. Se mueve más rápido que tú pestañeas.


Las serpientes no le resultaron atractivas, mirándola con sus fríos y peligrosos ojos, pero se sintió fascinada por cómo el camaleón movía los ojos por separado en todas direcciones y maravillada ante el color de su piel.


–No se decide por un camuflaje –Pedro rió.


Paula se identificaba con la pobre criatura. Ella misma no sabía cómo defenderse de su propia debilidad. Pero la curiosidad le pudo más.


–¿Y tú qué, Pedro? ¿Por qué viajas solo? ¿No tienes a nadie que caliente tu saco de dormir?


–Si quieres puedes hacerlo tú –él rió ante la mirada espantada de Paula–. Tú preguntaste –se frotó los nudillos contra la barbilla y un fugaz destello de arrepentimiento asomó a su mirada–. En realidad hace mucho tiempo que no he besado a nadie.


–¿Y esperas que me lo crea? –ella apartó la mirada del camaleón.


–Pues sí.


Pedro, te conozco –Paula puso los ojos en blanco–. Sé cómo eres.


–No he estado con ninguna después de ti. Lo que sucedió entre nosotros no fue normal.


–No –ella consiguió sonreír. Desde luego para ella no lo había sido.


–Normalmente no les pido a las mujeres que se casen conmigo.


–¿La experiencia te ha apartado de todas las mujeres? –ella rió. Sería un justo castigo.


–A lo mejor –él le sostuvo la mirada fríamente.Ni rastro de burla.


–¿Has conocido a alguien? –volvió a preguntar él.


–A la mayoría de los hombres no les gusta que una chica les saque una cabeza.


–Tú no me sacas una cabeza. Soy más alto que tú.


–Tú no eres la mayoría de los hombres.


–A la mayoría de los hombres les gustan las piernas largas –él la recorrió con la mirada.


–Para ti no tiene importancia, eres un hombre –Paula sacudió la cabeza, irritada ante la mirada incrédula de Pedro–. En tu caso es un activo. Pero para una mujer, ser tan alta como yo, es esperpéntico. Los veo, Pedro. Me miran, se ríen, se colocan a mi espalda en el bar para medirse con la mujer gigante.


–¿Tanto te preocupa? –él frunció el ceño–. Si te miran es por lo hermosa que eres.


Sí, claro.


–¿En serio no hay nadie más? –él se acercó un poco.


–No –contestó ella, incapaz de mentir. ¿A qué tanto interés?–. Pero eso es irrelevante, Pedro.


–Quizás –él se concentró de nuevo en el camaleón.


Paula no estaba dispuesta a que la confundiera. No estaba dispuesta a que el pasado volviera a sacudirla cuando al fin lo había superado.


Se giró para regresar a la seguridad del grupo, pero Pedro se interpuso en su camino, sin tocarla, pero sin dejarle avanzar. Levantó la vista y lo miró en un intento de dejar patente su desinterés por él, algo difícil, dado que su cuerpo se empeñaba en mostrarse interesado.


Pedro casi sonreía, pero su mirada era demasiado afilada y su cuerpo demasiado tenso.


–La cena ya debe estar lista –Paula interrumpió el incómodo silencio–. Estoy famélica.


Comió en silencio, atenta a la charla que mantenía Pedro con los demás. No dio ninguna explicación a su aparición y, afortunadamente, los demás eran demasiado educados para preguntar, aunque era evidente que estaban encantados con él. Como ella, como Felipe la noche que habían salido por la ciudad. Era imposible no sentirse encandilado por esa sonrisa, las atenciones, las habilidades sociales. Y en esos momentos desplegaba todo el lote. Los hombres pensaban que era un buen tipo mientras las mujeres la miraban de reojo preguntándose cómo podría tener tanta suerte.


Si supieran. La cálida afabilidad que mostraba no era nada comparada con su comportamiento en la cama. Las mejillas se le enrojecieron ante el recuerdo. Era como si dedicara cada célula de su cuerpo al arte del placer… una y otra vez.


Paula se dirigió al lavadero a pesar de no ser su turno de lavar los platos. Tenía que apartarse de su lado.


La oscuridad era absoluta y, aunque en el cielo brillaban millones de estrellas, en la tierra no había ninguna luz. Jamás dormiría al aire libre allí, había muchos peligros. Pero Pedro era grande y fuerte y tendría que apañárselas. Se acurrucó en la tienda e intentó no sentirse culpable.




SIN TU AMOR: CAPITULO 7

 


En realidad no le importaba si se lo creían o no. Dado el mal humor que había exhibido últimamente, las preguntas habían cesado hacía tiempo, evitándole la molestia de tener que mentir. Y dado que había abandonado toda vida social, sumergiéndose en el trabajo, se había hecho más que merecedor del ascenso. Debería haber empezado por ahí. No habría habido necesidad de celebrar la estúpida boda.


Algún día se reiría de ello. Hasta que obligó a Felipe, el mejor amigo de Paula, a revelarle su paradero no había dejado de preguntarse si le habría sucedido algo. Le había dejado un mensaje, pero había descubierto que era falso. Se había evaporado, dejándolo con una irritante sensación de preocupación. Y remordimiento. Se había mostrado brutalmente sincero cuando le había preguntado por qué se había casado con ella. No había pretendido herirla, le gustaba y, sobre todo, le gustaba acostarse con ella.


Pero un simple vistazo a su aspecto en esa camioneta había bastado para convencerse de que no había tenido ningún motivo para preocuparse. Estaba estupenda.


No debería haberla tocado. Estaba allí para concluir una relación, no para reavivar un incendio descontrolado.


–Deben pensar que no estás bien de salud –continuó–. Ya no hacen preguntas. Se limitan a ofrecerme su silenciosa simpatía.


–En lugar de sexo.


–No se atreverían –Pedro soltó una carcajada–. No, cuando me creen un marido devoto.


De haber sabido que sería tan sencillo, se habría inventado una esposa un par de años antes, ahorrándose problemas. Conseguir ser socio de Wilson & Crosbie había sido su ambición antes de entrar en la universidad. Pero no había posibilidades de serlo mientras estuviera soltero. Los chicos del bufete eran ultraconservadores y no querían que las elegantes clientas con tacones de aguja se le insinuaran, ni que las exesposas de los clientes acapararan su agenda. Y, desde luego, no les gustaba que las secretarias se quedaran paralizadas cada vez que él pasaba ante sus mesas. Y puesto que había tenido una aventura con una de ellas que había terminado con la chica derramando ríos de lágrimas en el trabajo, a lo mejor, no les faltaba algo de razón.


Pero aquello había sido antes de conocer a Paula. El destino le había echado una mano. Le excitaba tanto que se había apresurado a utilizarla en beneficio propio. Y una tarde en Gibraltar, ebrio de sol y arena, y sexo del bueno, tuvo la idea más estúpida. Ella había aceptado y se habían casado al día siguiente.


–¿Y cómo explicarás lo del divorcio? –ella desvió la mirada.


–Puede que no haya ningún divorcio –Pedro sintió despertar al demonio que llevaba dentro.


–¿Cómo? –Paula lo miró con ojos desorbitados–. Desde luego que habrá divorcio. Puedes estar seguro de ello.


–¿Tan desesperada estás por librarte de mí? –¿Por qué? ¿Acaso tenía a otro? ¿Dónde? ¿Y por qué recorría África en una camioneta?


–Por supuesto que lo estoy.


–Entonces, ¿por qué has tardado tanto? –había pasado casi un año desde que se había marchado antes de recibir los papeles.


–¿No quieres el divorcio? –ella no contestó directamente–. Cielo santo –lo miró furiosa–. ¿Aún necesitas una esposa para conservar tu maravilloso trabajo? Es una locura.


Pedro abrió la boca, dispuesto a sacarle del error, pero ella continuaba hablando.


–Lucharé contra ti, Pedro. No creas que no lo haré. Deberías firmar cuanto antes, de lo contrario puede que intente conseguir tu dinero.


–Ningún juez se lo tragaría, cariño –él soltó otra carcajada y sacudió la cabeza–. Fuiste tú la que me abandonó, ¿recuerdas? Tras apenas tres días de casados. Yo soy la parte ultrajada. Sería más probable que fuera yo quien obtuviera dinero de ti.


Aquello no era cierto, por supuesto, pero la sonrisa de Pedro se esfumó.


–¿Por qué ahora, Paula? –tras meses de silencio sin saber dónde estaba, le había enviado los papeles–. ¿Has conocido a alguien?


–Eso no es asunto tuyo, Pedro.


No lo era, pero la pregunta lo quemaba por dentro. ¿Dónde había estado? ¿Qué había hecho durante el último año? Tenía un aspecto estupendo, delicioso. Resultaba irritante.


Durante el último año él no había hecho más que trabajar duro, pero hasta ese momento no lo había relacionado directamente con ella. Había pensado que la situación había estrangulado su habitualmente exacerbado impulso sexual. Había pensado que el desastroso matrimonio y la extraña situación resultante habían disminuido temporalmente su interés por las mujeres. Sin embargo, ese «temporalmente», se había alargado y seguía sin tener ningún interés en salir con nadie.




SIN TU AMOR: CAPITULO 6

 


Paula se obligó a recordar que, aunque Pedro Alfonso le había hecho sentirse realmente deseada por primera vez en la vida, también había sido el causante de la peor de sus angustias, de la llama que había ardido en su interior hasta que no quedó nada más que las frías cenizas. La pérdida le había dejado sin aliento, sin sangre. Y él no tenía ni idea.


Lo único que le importaba era su trabajo. Haría lo que fuera por ascender, ¿no era ése el motivo por el que le había hecho todo aquello? No había sido más que un revolcón. Una escapada de fin de semana que había culminado en boda. La había hechizado. Embriagada por el deseo de Pedro hacia ella, por lo bien que se había sentido en sus brazos, por una vez no se había sentido demasiado alta y torpe. La relación había sido tan física que su habitual reticencia no había importado. Habían estado demasiado ocupados para hablar. Y ella, privada de aliento y de cerebro, había accedido, excitada ante el futuro que les aguardaba.


Sin embargo, aquello había durado menos de una semana. Porque a su regreso a Londres había averiguado lo del ascenso de Pedro, el que había dependido de que sentara la cabeza. No se había enamorado locamente de ella. Simplemente necesitaba una esposa, y ella había sido el maleable revolcón del momento. Ingenua y estúpida.


Él ni siquiera se había molestado en negarlo, reconociendo fríamente que no creía en el matrimonio, que jamás había pretendido que durara eternamente. Y así descubrió, demasiado tarde, que la vida era su juego. Era un playboy. Pedro Alfonso conseguía todo lo que deseaba, y a todos. Había sido una conversación corta y violenta. Ella se había marchado. Pero lo peor aún estaría por llegar.


Por tanto no le llevó más de treinta segundos decidir por qué no tenía la menor intención de volver a repetir el error. Treinta minutos después, cambiada la rueda, Pedro regresó al asiento junto a ella, provocándole que el pulso se le acelerara de nuevo.


–¿Qué tal va el trabajo?


–Bien –él la miró con ironía–. Tengo muchos casos. Trabajo hasta muy tarde.


Y seguro que estaba de fiesta hasta mucho más tarde aún. Le había impresionado descubrir que era abogado. Pero Pedro no llevaba peluca y túnica, ni defendía a los inocentes. Era abogado de divorcios. Representaba a personas de la alta sociedad inmersas en la amargura de una separación.


Pedro se ponía en acción, dividía y conquistaba, y se aseguraba de que el cliente conservara la casa o que el adúltero se librara de pagar la pensión alimenticia. Conocedora de su poder de persuasión, sabía que estaba desperdiciando su talento. Debería defender casos criminales. Sería capaz de lograr la absolución aunque el acusado hubiera sido grabado y las pruebas de ADN respaldaran su culpabilidad.


–¿Conseguiste que te hicieran socio?


Por eso se había casado con ella. No porque se hubiera enamorado perdida y apasionadamente, como se había enamorado ella de él. No porque se hubiera visto arrastrado por una especie de locura. No, sus motivos habían sido mucho más terrenales. El bufete al que pertenecía sostenía la arcaica creencia de que los socios debían tener una vida familiar respetable y estable, muy lejos de su vida de playboy.


Debería haberse dado cuenta antes de la mentira. La había elegido en un bar, ¿así se empezaba una relación seria? En cuestión de minutos la había seducido por completo, tal y como hacía cada semana con una mujer diferente. Pero ella había sido tan ingenua, y estaba tan necesitada que, cuando él le había dicho que era especial, se lo había creído. Había sido tan estúpida como para subirse a un avión rumbo a una isla hecha para el sexo. Una isla en la que, llegado el caso, uno podía casarse.


Había necesitado creer desesperadamente que alguien podía enamorarse de ella. Sin embargo, una infancia sin amor y repleta de soledad le hacía cosas extrañas a una persona.


–Sí –Pedro suspiró–. Cumplo todos los requisitos, ¿no? Tengo una esposa y triunfaré.


–Tú no tienes ninguna esposa.


–Sí, la tengo –contestó él mientras alzaba una mano para mostrar el anillo de boda.


–¿Otra? –exclamó ella imperturbable–. Por Dios bendito, eres un bígamo.


Él soltó una carcajada y Paula aprovechó para estudiar su rostro con todo detalle. Los carnosos labios se separaron, los dientes centellearon y los ojos se iluminaron. Y el fresco sonido de la risa la inundó de calor. A su pesar, no pudo evitar responder a esa sonrisa.


–Paula, estamos casados. Seguimos casados, por si lo has olvidado.


–Sólo estamos casados sobre el papel, Pedro –imposible de olvidar. A fin de cuentas estaba concentrando todas sus fuerzas para acabar con ese matrimonio–. Y no por mucho tiempo.


–¿Qué significa «sólo sobre el papel»? –el brillo en los ojos de Pedro aumentó–. Recuerdo haber consumado el matrimonio. Recuerdo esa noche en el balcón. Recuerdo cómo tú…


–De acuerdo –Paula alzó una mano para acabar con lo que consideraba un recuerdo inapropiado–. Soy tu esposa. ¿Y cómo demonios te las arreglas para explicar la situación?


–No te gusta la vida en la ciudad –él inclinó la cabeza y la miró como si le estuviera leyendo la mente–. Por lo que yo sé, hasta podría ser cierto. Rechazo invitaciones en tu nombre y no participo en las fiestas de mis clientes. Vivo totalmente entregado.


–¿A qué? ¿A mi ausencia?


–Resulta muy útil –él asintió–. Puedo rechazar a mis clientes femeninos y al mismo tiempo ganarme su admiración.


–¿Y de verdad se creen que tienes una esposa oculta en alguna parte? –Paula sentía verdadera curiosidad. No podía creerse que las engañara de ese modo.


–Y así es, ¿no? lo que ellas no saben es que yo tampoco tengo la menor idea de dónde demonios has estado. Tengo tu foto en mi despacho, mirando con emoción a la cámara.


–Estás de broma –tenía que estarlo–. ¿En serio se lo tragan?


–Supongo –Pedro se encogió de hombros.




SIN TU AMOR: CAPITULO 5

 


Paula miró por la ventana y pestañeó. Intentaba que la niebla no invadiera su mente. Lo había olvidado. Más bien se había obligado a sí misma a olvidar. Había sido la única manera de eliminar la jaqueca: anular la electricidad entre ellos. Pero había regresado, como un destello, antes de siquiera reconocerlo, haciendo que sintiera deseos hacia él.


Su casi metro noventa y siete hacía que fuera prácticamente imposible ignorar la presencia de Pedro. Y la altura no era más que el comienzo, pero ahí acababan todas sus similitudes. Si se añadía el resto del cuerpo de Pedro, la sonrisa y los ojos de un color azul glacial, se conseguía un conjunto espectacular, algo que, desde luego, no podía decirse de ella. Era demasiado alta, demasiado angulosa, demasiado tímida. Y había algo más en Pedro, algo que trascendía lo físico. Una autoridad no pronunciada, confianza. Lo tenía todo bajo control.


Alguien a quien todos decían que sí. Pero ella no estaba dispuesta a que volviera a controlarles a ambos como durante aquella semana. Ya no había ningún «ambos».


Sintió renacer la confianza. Ya no era la bobalicona que había conocido Pedro. En realidad, las renovadas fuerzas que poseía eran consecuencia de sus atenciones. Quizás no hubiera habido nada más, pero la arrolladora pasión había sido algo a lo que aferrarse. Nadie la había deseado jamás de ese modo. Por primera vez en su vida se había sentido hermosa. Era una lástima que sucediera lo que sucedió, pero había aprendido la lección. Había pasado página, decidida a valorarse más. Debería agradecerle haber encendido la mecha, el fuego que le había permitido finalmente tomar el mando de su vida.


–¿Te has unido a la expedición?


–Sí.


–Casi ha acabado –no se molestó en ocultar el alivio que sentía.


–Me quedaré un poco más –él sonrió como si conociera sus sentimientos y comprendiera su alivio–. Voy a hacer algo de turismo por mi cuenta.


–Genial –ella, mientras tanto, estaría de regreso en el avión y alejándose de su vida. Sin embargo, antes tenían toda una semana por delante.


Ordenó sus pensamientos. No deberían relacionarse demasiado y podrían sentarse separados. A pesar de la estrechez de la camioneta, si se esforzaba por relacionarse con algún otro pasajero, podría ocultarse de él. Sin embargo, se había mantenido apartada de todos, disfrutando del paisaje y de su libertad.


La camioneta continuó saltando por la carretera, alejándose del poblado. Por primera vez, Bundy parecía tener prisa y Paula se concentró en el paisaje mientras disfrutaba de la brisa que le refrescaba la piel. La camioneta era un viejo camión militar reconvertido y el techo estaba recogido para que pudieran disfrutar de las vistas, y de paso cocerse lentamente bajo el sol. Sin embargo en esos momentos no se sentía cocer a fuego lento sino asar en la parrilla.


El estallido fue fuerte. Paula se vio lanzada hacia delante y se golpeó la cabeza contra el asiento de delante justo antes de ser propulsada hacia atrás.


–¡Oh! –exclamó principalmente a causa del susto.


A su alrededor se oían juramentos. Bundy gritó una disculpa y explicó que habían sufrido un pinchazo. Paula cerró los ojos, mareada.


Unos dedos la agarraron por los hombros. Piel contra piel. La impresión le aceleró el corazón y cerró los ojos con más fuerza, negándose a admitir lo que sentía.


–Paula, ¿estás bien?


Ella no contestó.


–¿Paula? –los dedos de Pedro le acariciaron el brazo, provocándole un incendio en cada punto que tocaban. Era increíble que no hubiera humo.


Al fin abrió los ojos y lo miró fijamente al rostro, tan familiar y al mismo tiempo tan desconocido. Estaba más delgado y la miraba… demasiado intensamente. Sus miradas se fundieron y de inmediato se silenciaron las voces a su alrededor. No oía nada más que el rugir de la sangre en los oídos. Había pasado mucho tiempo. Mucho tiempo desde que los dedos de sus pies se habían encogido de puro placer. Mucho tiempo desde que hubiera sentido esa inquietud en su interior.


El cerebro estaba cada vez más espeso, pero la sangre fluía cada vez más líquida. Se estaba derritiendo, el núcleo se descongelaba como un capullo de rosa ante la pasión que en una ocasión le había vuelto loca. La pasión de Pedro.


Abrió la boca, pero fue incapaz de pronunciar sonido alguno. Hechizada, contempló los azules ojos. El gélido azul reflejaba el sobresalto, pero entonces las pupilas comenzaron a dilatarse y la oscuridad engulló el hielo. Percibió la tensión a medida que los diminutos músculos entornaban casi imperceptiblemente los párpados.


Sus propios ojos estaban abiertos de par en par. Era incapaz de pestañear, incapaz de respirar.


Tras lo que pareció una eternidad, la atención de Pedro se esfumó. Lo sintió en la mirada. Lo leyó en su mente y, durante un fugaz instante, lo deseó.


Deseó un beso.


Se irguió apartándose de él. Debía haber sido por la contusión. Era la única explicación a ese momento de alucinación.


Pedro apartó la mano y pronunció la palabra que una vez había ansiado oír de sus labios:

–Lo siento.


Ella también. Sentía que hubiera regresado a su vida. Y sentía aún más que su cuerpo pareciera alegrarse por ello.


–Voy a echar una mano con la rueda.


–Estupendo –Paula volvió a dibujar una sonrisa en su rostro como si nada


Una semana con Pedro. Podría controlarlo. Sin duda podría. Sin ningún problema.





SIN TU AMOR: CAPITULO 4

 


Pedro respiró hondo un par de veces e intentó aclarar sus ideas. No se la había imaginado con ese aspecto. En los meses transcurridos, se la había imaginado pálida, tímida, conformista.


Pero se había encontrado a una mujer bronceada, con los cabellos más largos y vestida únicamente con unos pantalones cortos y un top. Tenía un aspecto fresco, brillante y confiado.


Cierto que había sufrido una impresión al verlo. Lo había visto reflejado en su rostro en el instante en que lo había reconocido, y no había sido una expresión de felicidad. Sin embargo enseguida le había sonreído, con la mirada turbia, pero con una increíble sonrisa.


–Quería verte. Quería… –dudó un instante.


Lo suyo había acabado muy mal. Antes de cumplirse una semana de la boda habían tenido una terrible bronca y ella se había marchado. Todo había sido culpa suya. Al principio se había sentido aliviado, pero después había empezado a dudar.


–Quería asegurarme de que estabas bien.


Recibir noticias suyas había supuesto un alivio, aunque los papeles del divorcio no habían bastado. No podía firmarlos sin más y olvidarse de todo. Necesitaba verla en persona. En su vida no se había lamentado de casi nada, pero sí lamentaba aquella semana más que nada en el mundo.


–Bueno –la rígida sonrisa no se movió–, como puedes ver, Pedro, estoy bien.


El ligero tono de desafío en la voz le recorrió las venas como si le hubiesen inyectado un virus mortal. El fornido cuerpo reaccionó de inmediato. ¿Sería capaz de luchar contra ello, construirse alguna defensa, o sucumbiría nuevamente a la enfermedad?


–Sí –asintió él a su pesar–. Lo estás.


En realidad estaba más que bien. Se lo decía el cosquilleo que sentía en su interior, el calor ascendente. A pesar de mirarla a los ojos, cada una de las células de su cuerpo absorbía las esbeltas curvas y las increíblemente largas piernas que mostraban los cortos, muy cortos, pantalones.


Los recuerdos se revelaron. Recuerdos que había enterrado. El olor, la risa, el brillo de sus ojos y la suavidad de su piel. Y su corazón.


Se sentía arder. Bueno, estaban en África, ¿no? No sería por ella. Se debía al calor seco e implacable de un continente sumido casi perpetuamente en la sequía.


Aunque no era del todo exacto. No sólo ardía. Se había puesto duro, aunque de inmediato suprimió la inesperada oleada de deseo. Desde luego no estaba dispuesto a volver a caer. Recordó aquella semana con los precipitados y borrosos acontecimientos que habían vaciado sus pulmones de aire y su cabeza de sentido común. Ni siquiera con el paso del tiempo era capaz de comprender cómo había sucedido. Cómo había sido capaz de cometer tal estupidez.


Volvió a fijarse en ella y sintió la tirantez en su interior. Lo supo de inmediato. Interés sexual, compatibilidad física, lujuria instantánea. Podía llamarlo como quisiera, lo compartían a raudales, pero no compartían nada más, ni siquiera el menor interés.


Tuvo una ligera sensación de pánico. Ya la había visto. Estaba bien, claramente bien. Pero se encontraba atrapado junto a ella en una camioneta, y lo estaría durante una semana. «No muy bien planeado, Pedro». Sintió el impulso de gritarle al conductor que parara, pero estaban lejos de la civilización y se dirigían hacia una reserva salvaje. Muy bien, se sentaría un poco más apartado de ella. Podría controlarlo, ¿no?, podría controlar sus impulsos más alocados y animales. ¿Acaso no había pasado el último año descubriendo el significado de la disciplina?