sábado, 19 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 8

 

Paula reprimió un suspiro en intentó con todas sus fuerzas no volver a mirar el reloj. Las horas pasaban con exasperante lentitud.


¿Por qué no le había mandado antes los papeles? Porque durante los primeros meses había estado demasiado enferma. Y cuando por fin se había recuperado físicamente había estado destrozada emocionalmente. Al fin había emergido de la oscuridad, enriquecida tras la experiencia, y había empezado a reconstruir su vida. Había empezado por dos aspectos: la confianza en sí misma y la sensación de haber conseguido algo. Y había trabajado, preparándose para relanzar su vida. Únicamente entonces había estado segura de poder enfrentarse a Pedro, o al menos de instruir a su abogado para que lo hiciera.


Por fin llegaron al campamento base. Estaba en un parque de serpientes en el que iban a poder ver la mamba negra de la cual, al parecer, bastaba un mordisco para caer fulminado. No estaría mal que una se acercara a Pedro. O mejor aún, uno de los cocodrilos, que podría engullirlo de un solo bocado. Con eso, desde luego, sus problemas quedarían atrás.


Paula saltó de la camioneta y se estiró en un intento de suavizar la tensión que se acumulaba en cada uno de sus músculos. Otra noche más en una tienda de campaña. Después de tres semanas, estaba un poco harta.


–¿Ustedes querrán compartir una tienda? –Bundy se acercó.


–Claro –contestó Pedro antes de que ella pudiera siquiera respirar, mucho menos pensar.


–Ahí, detrás de ese árbol –el conductor guiñó un ojo–. Así tendrán un poco de intimidad.


Paula se quedó boquiabierta.


–Gracias –contestó Pedro.


Ella no pudo hacer otra cosa que darse media vuelta y fingir no haber visto ese intercambio de miradas cómplices entre los dos hombres.


Pedro sacó una tienda del montón y, seguido por Paula, se acercó al punto que Bundy había señalado. Desde luego necesitaban intimidad, puesto que estaba a punto de cometer un asesinato en primer grado.


–¿Por qué habrá pensado que querríamos compartir tienda? –apenas consiguió no gritar.


–Le dije que estábamos casados.


–¿Cómo? ¿Por qué?


–Porque lo estamos. Así conseguí incorporarme a la excursión en su etapa final.


–Dijiste que nuestro encuentro había sido pura casualidad.


–Mentí –él sonrió abiertamente.


–Y no por primera vez, Pedro –espetó ella. Definitivamente lo haría con un cuchillo.


–Yo también subestimé lo agradable que sería volver a verte, Paula –la sonrisa de Pedro se hizo más amplia.


No había planeado volver a ver a Pedro. Y desde luego no iba a pasar la noche en una tienda con él. Un punzante calor descendía por su cuerpo desde la nuca. Felipe era la única persona que sabía dónde estaba. Iba a tener que intercambiar unas palabritas con él a su regreso a Londres.


Furiosa, observó cómo Pedro colocaba las piezas de la tienda en el suelo. Iba a necesitar al menos una hora para averiguar cómo disponerlas, tal y como le había sucedido a ella la primera vez. Odiaba el reducido tamaño de las tiendas. No podrían dormir ahí dentro sin encogerse… juntos. Iba a resultarle imposible respirar. Apenas lo lograba en esos momentos, al aire libre y con él a unos dos metros de distancia.


Porque a pesar de todo lo sucedido, aún lo deseaba. Una mirada, a su espalda, había puesto en marcha de nuevo el mecanismo. Los sentidos, tanto tiempo dormidos, habían despertado, suplicando atención, anhelando caricias… las suyas.


–No voy a compartir tienda contigo, Pedro –ella se rebeló.


–Tenemos que hacerlo. Bundy dijo que no quedaban tiendas libres –él se encogió de hombros.


–Puedes dormir al raso dentro de una mosquitera –o en la camioneta. O con las serpientes. En cualquier sitio, pero lejos de ella–. Bajo las estrellas.


–De acuerdo –él le sostuvo la mirada y repitió sus palabras lentamente–. Bajo las estrellas.


Paula recordó otra ocasión en la que él había sugerido eso mismo. No había habido mosquitera, nada salvo dos cuerpos desnudos. La noche de bodas. En el balcón, cuando ella se había visto cegada por las estrellas.


Sintió un escalofrío que le atravesó el cuerpo. Rápidamente se agachó y empezó a extender la tienda sin orden ni concierto.


–Déjame a mí –Pedro la apartó–. ¿Por qué no te vas a tomar algo? Pareces acalorada.


–Puedo arreglármelas –¿Acaso no se daba cuenta de que llevaba meses haciéndolo?


–Estoy seguro de que puedes –contestó él–. Pero yo no llevo días sentado bajo el sol en ese camión. Siéntate un rato a la sombra.


–Gracias –Paula era perfectamente capaz de montar la tienda, pero no era ninguna estúpida. ¿Él quería montarle la tienda? Fabuloso. Algún provecho sacaría de la ocasión.


Agarró el sarong que utilizaba a modo de toalla y se dirigió a los aseos. Una ducha fría sería maravillosa.


Después se dirigió a los recintos que albergaban a los animales. Durante una eternidad contempló al cocodrilo tumbado al sol, tan quieto que parecía esculpido en piedra.


–¿Crees que estará realmente vivo? –preguntó Pedro.


–No te dejes engañar –contestó ella sin volverse–. Se mueve más rápido que tú pestañeas.


Las serpientes no le resultaron atractivas, mirándola con sus fríos y peligrosos ojos, pero se sintió fascinada por cómo el camaleón movía los ojos por separado en todas direcciones y maravillada ante el color de su piel.


–No se decide por un camuflaje –Pedro rió.


Paula se identificaba con la pobre criatura. Ella misma no sabía cómo defenderse de su propia debilidad. Pero la curiosidad le pudo más.


–¿Y tú qué, Pedro? ¿Por qué viajas solo? ¿No tienes a nadie que caliente tu saco de dormir?


–Si quieres puedes hacerlo tú –él rió ante la mirada espantada de Paula–. Tú preguntaste –se frotó los nudillos contra la barbilla y un fugaz destello de arrepentimiento asomó a su mirada–. En realidad hace mucho tiempo que no he besado a nadie.


–¿Y esperas que me lo crea? –ella apartó la mirada del camaleón.


–Pues sí.


Pedro, te conozco –Paula puso los ojos en blanco–. Sé cómo eres.


–No he estado con ninguna después de ti. Lo que sucedió entre nosotros no fue normal.


–No –ella consiguió sonreír. Desde luego para ella no lo había sido.


–Normalmente no les pido a las mujeres que se casen conmigo.


–¿La experiencia te ha apartado de todas las mujeres? –ella rió. Sería un justo castigo.


–A lo mejor –él le sostuvo la mirada fríamente.Ni rastro de burla.


–¿Has conocido a alguien? –volvió a preguntar él.


–A la mayoría de los hombres no les gusta que una chica les saque una cabeza.


–Tú no me sacas una cabeza. Soy más alto que tú.


–Tú no eres la mayoría de los hombres.


–A la mayoría de los hombres les gustan las piernas largas –él la recorrió con la mirada.


–Para ti no tiene importancia, eres un hombre –Paula sacudió la cabeza, irritada ante la mirada incrédula de Pedro–. En tu caso es un activo. Pero para una mujer, ser tan alta como yo, es esperpéntico. Los veo, Pedro. Me miran, se ríen, se colocan a mi espalda en el bar para medirse con la mujer gigante.


–¿Tanto te preocupa? –él frunció el ceño–. Si te miran es por lo hermosa que eres.


Sí, claro.


–¿En serio no hay nadie más? –él se acercó un poco.


–No –contestó ella, incapaz de mentir. ¿A qué tanto interés?–. Pero eso es irrelevante, Pedro.


–Quizás –él se concentró de nuevo en el camaleón.


Paula no estaba dispuesta a que la confundiera. No estaba dispuesta a que el pasado volviera a sacudirla cuando al fin lo había superado.


Se giró para regresar a la seguridad del grupo, pero Pedro se interpuso en su camino, sin tocarla, pero sin dejarle avanzar. Levantó la vista y lo miró en un intento de dejar patente su desinterés por él, algo difícil, dado que su cuerpo se empeñaba en mostrarse interesado.


Pedro casi sonreía, pero su mirada era demasiado afilada y su cuerpo demasiado tenso.


–La cena ya debe estar lista –Paula interrumpió el incómodo silencio–. Estoy famélica.


Comió en silencio, atenta a la charla que mantenía Pedro con los demás. No dio ninguna explicación a su aparición y, afortunadamente, los demás eran demasiado educados para preguntar, aunque era evidente que estaban encantados con él. Como ella, como Felipe la noche que habían salido por la ciudad. Era imposible no sentirse encandilado por esa sonrisa, las atenciones, las habilidades sociales. Y en esos momentos desplegaba todo el lote. Los hombres pensaban que era un buen tipo mientras las mujeres la miraban de reojo preguntándose cómo podría tener tanta suerte.


Si supieran. La cálida afabilidad que mostraba no era nada comparada con su comportamiento en la cama. Las mejillas se le enrojecieron ante el recuerdo. Era como si dedicara cada célula de su cuerpo al arte del placer… una y otra vez.


Paula se dirigió al lavadero a pesar de no ser su turno de lavar los platos. Tenía que apartarse de su lado.


La oscuridad era absoluta y, aunque en el cielo brillaban millones de estrellas, en la tierra no había ninguna luz. Jamás dormiría al aire libre allí, había muchos peligros. Pero Pedro era grande y fuerte y tendría que apañárselas. Se acurrucó en la tienda e intentó no sentirse culpable.




1 comentario:

  1. Uyyyyyyyy, cuánto choque entre ellos. Me da que Pedro se va a arrepentir después de todo.

    ResponderBorrar