sábado, 19 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 6

 


Paula se obligó a recordar que, aunque Pedro Alfonso le había hecho sentirse realmente deseada por primera vez en la vida, también había sido el causante de la peor de sus angustias, de la llama que había ardido en su interior hasta que no quedó nada más que las frías cenizas. La pérdida le había dejado sin aliento, sin sangre. Y él no tenía ni idea.


Lo único que le importaba era su trabajo. Haría lo que fuera por ascender, ¿no era ése el motivo por el que le había hecho todo aquello? No había sido más que un revolcón. Una escapada de fin de semana que había culminado en boda. La había hechizado. Embriagada por el deseo de Pedro hacia ella, por lo bien que se había sentido en sus brazos, por una vez no se había sentido demasiado alta y torpe. La relación había sido tan física que su habitual reticencia no había importado. Habían estado demasiado ocupados para hablar. Y ella, privada de aliento y de cerebro, había accedido, excitada ante el futuro que les aguardaba.


Sin embargo, aquello había durado menos de una semana. Porque a su regreso a Londres había averiguado lo del ascenso de Pedro, el que había dependido de que sentara la cabeza. No se había enamorado locamente de ella. Simplemente necesitaba una esposa, y ella había sido el maleable revolcón del momento. Ingenua y estúpida.


Él ni siquiera se había molestado en negarlo, reconociendo fríamente que no creía en el matrimonio, que jamás había pretendido que durara eternamente. Y así descubrió, demasiado tarde, que la vida era su juego. Era un playboy. Pedro Alfonso conseguía todo lo que deseaba, y a todos. Había sido una conversación corta y violenta. Ella se había marchado. Pero lo peor aún estaría por llegar.


Por tanto no le llevó más de treinta segundos decidir por qué no tenía la menor intención de volver a repetir el error. Treinta minutos después, cambiada la rueda, Pedro regresó al asiento junto a ella, provocándole que el pulso se le acelerara de nuevo.


–¿Qué tal va el trabajo?


–Bien –él la miró con ironía–. Tengo muchos casos. Trabajo hasta muy tarde.


Y seguro que estaba de fiesta hasta mucho más tarde aún. Le había impresionado descubrir que era abogado. Pero Pedro no llevaba peluca y túnica, ni defendía a los inocentes. Era abogado de divorcios. Representaba a personas de la alta sociedad inmersas en la amargura de una separación.


Pedro se ponía en acción, dividía y conquistaba, y se aseguraba de que el cliente conservara la casa o que el adúltero se librara de pagar la pensión alimenticia. Conocedora de su poder de persuasión, sabía que estaba desperdiciando su talento. Debería defender casos criminales. Sería capaz de lograr la absolución aunque el acusado hubiera sido grabado y las pruebas de ADN respaldaran su culpabilidad.


–¿Conseguiste que te hicieran socio?


Por eso se había casado con ella. No porque se hubiera enamorado perdida y apasionadamente, como se había enamorado ella de él. No porque se hubiera visto arrastrado por una especie de locura. No, sus motivos habían sido mucho más terrenales. El bufete al que pertenecía sostenía la arcaica creencia de que los socios debían tener una vida familiar respetable y estable, muy lejos de su vida de playboy.


Debería haberse dado cuenta antes de la mentira. La había elegido en un bar, ¿así se empezaba una relación seria? En cuestión de minutos la había seducido por completo, tal y como hacía cada semana con una mujer diferente. Pero ella había sido tan ingenua, y estaba tan necesitada que, cuando él le había dicho que era especial, se lo había creído. Había sido tan estúpida como para subirse a un avión rumbo a una isla hecha para el sexo. Una isla en la que, llegado el caso, uno podía casarse.


Había necesitado creer desesperadamente que alguien podía enamorarse de ella. Sin embargo, una infancia sin amor y repleta de soledad le hacía cosas extrañas a una persona.


–Sí –Pedro suspiró–. Cumplo todos los requisitos, ¿no? Tengo una esposa y triunfaré.


–Tú no tienes ninguna esposa.


–Sí, la tengo –contestó él mientras alzaba una mano para mostrar el anillo de boda.


–¿Otra? –exclamó ella imperturbable–. Por Dios bendito, eres un bígamo.


Él soltó una carcajada y Paula aprovechó para estudiar su rostro con todo detalle. Los carnosos labios se separaron, los dientes centellearon y los ojos se iluminaron. Y el fresco sonido de la risa la inundó de calor. A su pesar, no pudo evitar responder a esa sonrisa.


–Paula, estamos casados. Seguimos casados, por si lo has olvidado.


–Sólo estamos casados sobre el papel, Pedro –imposible de olvidar. A fin de cuentas estaba concentrando todas sus fuerzas para acabar con ese matrimonio–. Y no por mucho tiempo.


–¿Qué significa «sólo sobre el papel»? –el brillo en los ojos de Pedro aumentó–. Recuerdo haber consumado el matrimonio. Recuerdo esa noche en el balcón. Recuerdo cómo tú…


–De acuerdo –Paula alzó una mano para acabar con lo que consideraba un recuerdo inapropiado–. Soy tu esposa. ¿Y cómo demonios te las arreglas para explicar la situación?


–No te gusta la vida en la ciudad –él inclinó la cabeza y la miró como si le estuviera leyendo la mente–. Por lo que yo sé, hasta podría ser cierto. Rechazo invitaciones en tu nombre y no participo en las fiestas de mis clientes. Vivo totalmente entregado.


–¿A qué? ¿A mi ausencia?


–Resulta muy útil –él asintió–. Puedo rechazar a mis clientes femeninos y al mismo tiempo ganarme su admiración.


–¿Y de verdad se creen que tienes una esposa oculta en alguna parte? –Paula sentía verdadera curiosidad. No podía creerse que las engañara de ese modo.


–Y así es, ¿no? lo que ellas no saben es que yo tampoco tengo la menor idea de dónde demonios has estado. Tengo tu foto en mi despacho, mirando con emoción a la cámara.


–Estás de broma –tenía que estarlo–. ¿En serio se lo tragan?


–Supongo –Pedro se encogió de hombros.




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