Paula miró por la ventana y pestañeó. Intentaba que la niebla no invadiera su mente. Lo había olvidado. Más bien se había obligado a sí misma a olvidar. Había sido la única manera de eliminar la jaqueca: anular la electricidad entre ellos. Pero había regresado, como un destello, antes de siquiera reconocerlo, haciendo que sintiera deseos hacia él.
Su casi metro noventa y siete hacía que fuera prácticamente imposible ignorar la presencia de Pedro. Y la altura no era más que el comienzo, pero ahí acababan todas sus similitudes. Si se añadía el resto del cuerpo de Pedro, la sonrisa y los ojos de un color azul glacial, se conseguía un conjunto espectacular, algo que, desde luego, no podía decirse de ella. Era demasiado alta, demasiado angulosa, demasiado tímida. Y había algo más en Pedro, algo que trascendía lo físico. Una autoridad no pronunciada, confianza. Lo tenía todo bajo control.
Alguien a quien todos decían que sí. Pero ella no estaba dispuesta a que volviera a controlarles a ambos como durante aquella semana. Ya no había ningún «ambos».
Sintió renacer la confianza. Ya no era la bobalicona que había conocido Pedro. En realidad, las renovadas fuerzas que poseía eran consecuencia de sus atenciones. Quizás no hubiera habido nada más, pero la arrolladora pasión había sido algo a lo que aferrarse. Nadie la había deseado jamás de ese modo. Por primera vez en su vida se había sentido hermosa. Era una lástima que sucediera lo que sucedió, pero había aprendido la lección. Había pasado página, decidida a valorarse más. Debería agradecerle haber encendido la mecha, el fuego que le había permitido finalmente tomar el mando de su vida.
–¿Te has unido a la expedición?
–Sí.
–Casi ha acabado –no se molestó en ocultar el alivio que sentía.
–Me quedaré un poco más –él sonrió como si conociera sus sentimientos y comprendiera su alivio–. Voy a hacer algo de turismo por mi cuenta.
–Genial –ella, mientras tanto, estaría de regreso en el avión y alejándose de su vida. Sin embargo, antes tenían toda una semana por delante.
Ordenó sus pensamientos. No deberían relacionarse demasiado y podrían sentarse separados. A pesar de la estrechez de la camioneta, si se esforzaba por relacionarse con algún otro pasajero, podría ocultarse de él. Sin embargo, se había mantenido apartada de todos, disfrutando del paisaje y de su libertad.
La camioneta continuó saltando por la carretera, alejándose del poblado. Por primera vez, Bundy parecía tener prisa y Paula se concentró en el paisaje mientras disfrutaba de la brisa que le refrescaba la piel. La camioneta era un viejo camión militar reconvertido y el techo estaba recogido para que pudieran disfrutar de las vistas, y de paso cocerse lentamente bajo el sol. Sin embargo en esos momentos no se sentía cocer a fuego lento sino asar en la parrilla.
El estallido fue fuerte. Paula se vio lanzada hacia delante y se golpeó la cabeza contra el asiento de delante justo antes de ser propulsada hacia atrás.
–¡Oh! –exclamó principalmente a causa del susto.
A su alrededor se oían juramentos. Bundy gritó una disculpa y explicó que habían sufrido un pinchazo. Paula cerró los ojos, mareada.
Unos dedos la agarraron por los hombros. Piel contra piel. La impresión le aceleró el corazón y cerró los ojos con más fuerza, negándose a admitir lo que sentía.
–Paula, ¿estás bien?
Ella no contestó.
–¿Paula? –los dedos de Pedro le acariciaron el brazo, provocándole un incendio en cada punto que tocaban. Era increíble que no hubiera humo.
Al fin abrió los ojos y lo miró fijamente al rostro, tan familiar y al mismo tiempo tan desconocido. Estaba más delgado y la miraba… demasiado intensamente. Sus miradas se fundieron y de inmediato se silenciaron las voces a su alrededor. No oía nada más que el rugir de la sangre en los oídos. Había pasado mucho tiempo. Mucho tiempo desde que los dedos de sus pies se habían encogido de puro placer. Mucho tiempo desde que hubiera sentido esa inquietud en su interior.
El cerebro estaba cada vez más espeso, pero la sangre fluía cada vez más líquida. Se estaba derritiendo, el núcleo se descongelaba como un capullo de rosa ante la pasión que en una ocasión le había vuelto loca. La pasión de Pedro.
Abrió la boca, pero fue incapaz de pronunciar sonido alguno. Hechizada, contempló los azules ojos. El gélido azul reflejaba el sobresalto, pero entonces las pupilas comenzaron a dilatarse y la oscuridad engulló el hielo. Percibió la tensión a medida que los diminutos músculos entornaban casi imperceptiblemente los párpados.
Sus propios ojos estaban abiertos de par en par. Era incapaz de pestañear, incapaz de respirar.
Tras lo que pareció una eternidad, la atención de Pedro se esfumó. Lo sintió en la mirada. Lo leyó en su mente y, durante un fugaz instante, lo deseó.
Deseó un beso.
Se irguió apartándose de él. Debía haber sido por la contusión. Era la única explicación a ese momento de alucinación.
Pedro apartó la mano y pronunció la palabra que una vez había ansiado oír de sus labios:
–Lo siento.
Ella también. Sentía que hubiera regresado a su vida. Y sentía aún más que su cuerpo pareciera alegrarse por ello.
–Voy a echar una mano con la rueda.
–Estupendo –Paula volvió a dibujar una sonrisa en su rostro como si nada
Una semana con Pedro. Podría controlarlo. Sin duda podría. Sin ningún problema.
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