domingo, 20 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 9

 


Unas horas más tarde, cuando aún seguía despierta, oyó el característico sonido de la lluvia. No llovía a menudo, pero cuando lo hacía, llovía a conciencia. Cerró los ojos y maldijo. No podía permitir que durmiera sobre un frío barrizal.


Pedro, métete aquí –encendió la linterna y bajó la cremallera de la tienda.


Estaba sentado a unos pocos metros, mascullando entre dientes. En cuestión de segundos el enorme corpachón entró en la tienda arrastrando el saco.


–Maldita sea –con un ágil movimiento se quitó la camiseta.


–¿Qué haces?


–¿A ti qué te parece? –Pedro la arrojó en una esquina de la tienda.


–Estás… –cielo santo, ese cuerpo era increíble. Lo encontró más delgado, más atlético. Pura roca que hacía que sus dedos ardiesen en deseo de tocarlo.


–Exacto, me estoy quitando la ropa mojada.


Las enormes manos desabrochaban con calma el pantalón. Ella recordó esas manos sobre su cuerpo. Recordó el calor de la noche y la música. La locura que se había apoderado de ella haciéndole suspirar sí, sí, sí.


–Aquí hay escorpiones –espetó–. Podrían picarte.


–Podría picarme algo mucho más grande –con gesto divertido, él dejó al descubierto los calzoncillos.


Paula apagó la linterna.


–¡Eh! –Pedro alargó una mano y volvió a encenderla–. Me gustaría encontrar mi saco –rió–. No creo que te gustara que me equivocase y me metiera en el que no es, ¿verdad?


Ella desvió la mirada ante el viejo Pedro que la provocaba con tanta facilidad.


Encogió las piernas y se hundió en el ardiente saco de dormir.


Con la mirada fija en el techo de la tienda, el silencio le resultó agónico.


¿Cómo demonios iba a poder dormir con tanta tensión? Pedro era como una central eléctrica que la encendía cada vez que se acercaba a menos de tres metros. Y apenas separados por treinta centímetros estaba a punto de saltar del suelo.


Cerró los ojos y contó las respiraciones, intentando pensar en algo, en cualquier cosa que no fuera él. Pero a medida que la lluvia arreciaba, comprendió la ridiculez de aquello y empezó a reírse sin poder parar.


Y él también rió con esa risa profunda y fuerte que aliviaba la tensión. Adoraba esa risa.


Pero de repente la tensión volvió a invadirla con ese estúpido deseo que sentía al recordar las horas de risas y revolcones en lo que había pensado sería una aventura eterna.


–¿Tuviste que venir hasta África, Pedro? –preguntó completamente seria.


–Sí –suspiró él en un tono que evidenciaba que lo lamentaba tanto como ella–. Tuve que hacerlo.



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