lunes, 14 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 24

 


Pedro regresó al dormitorio principal. Se puso una camiseta blanca, unas chanclas cómodas y buscó la gorra de béisbol que se había comprado la semana anterior. Incluso en el invierno, el sol de Darwin podía llegar a quemar, sobre todo después de haberse rapado casi toda la cabeza.


Cuando regresó al salón, Paula le esperaba con un enorme bolso colgado del brazo y un sombrero blanco de ala ancha.


Pedro fue hacia la puerta, abrió y la invitó a salir. Cerró y se guardó las llaves en el bolsillo de los pantalones cortos. La acompañó hasta los ascensores. Bajaron juntos, en silencio. Una vez allí, él la agarró del codo y la condujo al otro lado de la calle, hacia el parque.


–El parque abarca toda la Esplanade –le dijo, avanzando por el zigzagueante camino que se abría entre los jardines–. Este camino nos lleva al final del CBO, más allá de Government House, un edificio extraordinario. Después iremos por una pasarela y tomaremos un ascensor que nos bajará hasta el nuevo paseo marítimo. Creo que te vas a llevar una sorpresa cuando veas todo lo que han hecho para mejorar la zona.


–Tienes razón. ¡Las vistas de la bahía desde aquí abajo son impresionantes! Y muy distintas de las que se ven desde tu balcón. ¿Crees que podremos salir a la bahía un día? –le preguntó mientras hacía fotos.


–Claro. Alquilaré un barco. Iremos a dar un paseo y te enseñaré a pescar. Últimamente me ha dado por la pesca.


Ella dejó de hacer fotos y lo miró.


–Me sorprendes. Pensaba que eras hombre de tierra firme.


–Yo también lo pensaba. Pero después del accidente pasé varios meses casi paralizado. Un amigo me sugirió lo de la pesca y me encantó.


–Mi padre solía pescar. Pero yo nunca fui con él. Siempre me pareció aburrido.


–No si sabes dónde pescar y tienes el equipo adecuado. Si es así, puede llegar a ser muy emocionante, y satisfactorio. En el barco nos cocinarán lo que capturemos, si te gusta el pescado, claro.


–Me encanta.


–Entonces ya tenemos algo en común.


Paula se rio.


–La única cosa que tenemos en común, seguramente.


–No. No es la única cosa –le dijo él, bajando la voz.


Paula decidió no darse por aludida. Fue hacia una placa conmemorativa con una lista de nombres relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Se puso a leerla. Darwin había sido la única ciudad de Australia que había sido bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Lo había leído en Internet. Tomó una foto de la placa y varias de las vistas.


–Darwin es un sitio maravilloso.


–Me gusta mucho.


–¿Entonces por qué no vives aquí de forma permanente? ¿Por qué vas a volver a Sudamérica? Pensándolo bien, ¿por qué te fuiste a trabajar allí? Quiero decir que aquí hay mucho trabajo para los geólogos. Podrías haberte venido aquí o a alguna de las ciudades mineras del oeste del país. No hay necesidad de irse al otro lado del mundo solo para huir de… –la pregunta que realmente quería hacerle se le escapó de los labios–. ¿Por qué odias tanto a tu padre?


–Vaya –dijo él–. Esas son muchas preguntas de golpe. Mira, ¿por qué no nos sentamos aquí? –le dijo, llevándola hacia una parte del banco que estaba a la sombra de un árbol. Podría llevarme un buen rato contestarlas todas.


–Sobre todo si lo haces con sinceridad –le recordó ella.


–Paula, ¿crees que te mentiría?


–Seguro que sí –dijo ella.


Él sonrió.


–Me conoces demasiado bien.


–Sé que no te gusta hablar de ti mismo.


Pedro se encogió de hombros.


–No creo que te haga mucha gracia, pero… ¿Qué demonios? Quieres la verdad.


Durante una fracción de segundo, se preguntó si podría mentirle. Una fracción de segundo…


–Empecemos por el principio. En realidad no voy a volver a Brasil. Vendí mi casa de Río hace poco. Tengo pensado quedarme y trabajar aquí en Australia.


–¡Vaya sorpresa! ¿Y qué te ha hecho volver después de tantos años? Me parecía que te encantaba vivir en América del Sur.


–Y así es. Probablemente me habría quedado si mi ama de llaves no hubiera muerto. Era una señora encantadora llamada Bianca, a la que quería mucho. Fue apuñalada por una banda de chicos de la calle a los que intentaba ayudar.


–Oh, Pedro, eso es horrible.


–Sí que lo fue. Era una mujer tan buena. Salía todas las noches y les llevaba comida a los sin techo. Cuando no estaba trabajando, yo solía acompañarla. No me gustaba que fuera sola. Los sitios a los que iba eran muy peligrosos. Traté de convencerla para que dejara de salir cuando yo no podía acompañarla, pero no me hizo caso. Me decía que no le pasaría nada. Creía que si no ayudaba a esos chicos, nadie lo haría. Una mañana llegué a casa y me encontré un coche de policía aparcado. Sabía que algo horrible le había pasado. Me volví loco cuando me enteré de que había sido asesinada. Quería matar a todos esos bastardos. Al final, les di una buena paliza a un par de ellos. A la policía no le hizo mucha gracia y me lanzaron una advertencia. Por aquel entonces, me daba igual. No estaban haciendo nada para resolver el caso de Bianca. De todos modos, sabía que si me quedaba, podría llegar a cometer una verdadera estupidez, así que vendí la casa y me marché.


–Fue lo mejor. ¿Tu familia sabe algo de esto?


–¡Claro que no!


–¿Pero por qué no?


–Porque es asunto mío y de nadie más.


–¿Entonces no saben lo del ama de llaves? ¿Ni tampoco que ya no vives en Brasil, o que tienes pensado vivir y trabajar en Australia a partir de ahora?


–Todavía no. Espera un momento –añadió al ver que ella abría la boca, asombrada–. Déjame terminar antes de que te subas a ese caballo blanco tuyo y me despellejes vivo por ser tan mal hijo. Se lo diré todo. Bueno, lo de Bianca no. Solo les diré que he vuelto a Australia y que voy a trabajar aquí. Pero de momento es mejor que no sepan nada. No le hago daño a nadie.


Paula apretó los labios para no decirle que siempre le hacía mucho daño a su familia con esas ausencias tan prolongadas, sobre todo a su madre.


A Carolina no le hubiera sentado nada bien saber que estaba allí en Darwin, de vacaciones, en vez de estar en Brasil, trabajando.


–Bueno, si te digo la verdad, no es que odie a mi padre. Mis sentimientos hacia él no son tan sencillos.





domingo, 13 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 23

 


Paula tomó el desayuno, se duchó y se vistió en un tiempo récord.


Sacó el teléfono y se puso a hacer fotos del cuarto de baño y de la habitación de huéspedes. Una vez quedó satisfecha con las instantáneas, se dirigió a la cocina, esperando encontrarse allí a Pedro, desayunando. Pero él no estaba…


Frunció el ceño. A esas alturas ya debía de haberse duchado y vestido. Pero tampoco estaba en el salón… La puerta de su dormitorio seguía cerrada, así que era posible que todavía estuviera allí, pero no estaba dispuesta a ir a buscarle. En vez de eso, regresó a la cocina, tomó otras dos fotos más y volvió al salón, donde hizo otra instantánea más de una sección de la estancia, tomando solamente los sofás y las alfombras.


Después se dispuso a salir al balcón para fotografiar la espectacular vista del puerto. Salió… y allí se encontró a Pedro, desayunando tostadas y café. Sí se había duchado, pero no se había afeitado y parecía una especie de pordiosero playero, con una fina barba en el mentón y unos pantalones cortos deportivos de un color chillón.


Era un pordiosero playero muy sexy, no obstante…


–¡Aquí estás! –exclamó él, intentando no mirarle demasiado el pecho.


Estaba siendo deliberadamente provocativo… Tampoco hacía tanto calor ese día. De hecho, hacía más bien frío, con la brisa marina que llegaba de la bahía.


–¿No tienes frío? –le preguntó en un tono un tanto afilado.


–Yo nunca tengo frío –le dijo él, mirándola de arriba abajo–. Los amantes de la Naturaleza son tipos duros y curtidos. Haciendo fotos para tu madre, ¿no?


–Se lo prometí anoche.


–Sí. Te oí. Tu madre y tú estáis muy unidas por lo que veo. ¿Es por eso que todavía vives con ella?


–No tenía intención de hacerlo, pero tampoco tenía intención de ser madre soltera. Una vez tomé esa decisión, la idea de quedarme en casa cobró un nuevo sentido.


–Pero no vas a ser madre soltera. No por ahora. Yo te ayudaré.


–Vamos, Pedro, aunque las cosas salgan bien, y me quede embarazada de ti, todavía seguiré necesitando la ayuda de mi madre. Tú no vas a estar la mayor parte del tiempo. No es parte del trato. Estarás por ahí, trabajando en algún rincón recóndito de la Tierra y solo vendrás a casa por Navidad. Además, me gusta vivir con mi madre. Somos buenas amigas.


–Entiendo Muy bien. Sigue con tus fotos entonces –le dijo y guardó silencio.


Paula quiso contestarle, pero se mordió la lengua. Hizo un montón de fotos más. En otras circunstancias, hubiera hecho algún comentario que otro sobre las vistas, pero no tenía ganas de hablar de trivialidades en ese momento. ¿Por qué se dejaba provocar tanto? Él siempre conseguía sacarla de sus casillas. Y por algún extraño motivo sospechaba que tenía el mismo efecto en él. Era una pena… dada la situación. Si habrían podido llegar a ser buenos amigos, las cosas habrían sido mucho más fáciles.


«Depende de ti, Paula.», le dijo la voz del sentido común. «No esperes que él dé el primer paso para terminar con las hostilidades. Los hombres no suelen hacerlo. Suele ser la mujer la que busca hacer las paces cuando una relación se pone difícil».


Dejó de hacer fotos y se volvió hacia él de golpe.


–Creo que a lo mejor cometí un gran error aceptando tu oferta –le dijo, sin haber pensado bien lo que iba a decir.


Pedro se puso en pie de un salto.


–¿Qué?


–Ya me has oído.


–Te he oído, pero no entiendo por qué cambias así de idea. Tú fuiste quien se puso en contacto conmigo, Paula, y no al revés.


Paula empezó a sentir el rubor en las mejillas.


–Lo sé. Supongo que estaba un poco desesperada.


Pedro apretó los dientes y trató de guardar la compostura. Si pensaba que iba a dejarla ir así como así, estaba muy equivocada.


–¿Por qué dices que cometiste un gran error aceptando? –avanzó hacia ella y le puso las manos sobre los hombros.


Ella agarró el teléfono rápidamente y lo sujetó contra el pecho, como si tuviera miedo de tener contacto físico con él.


–Creo que no es buena idea que seas el padre de mi hijo. Eso es todo. Las cosas se complicarían mucho.


–¿De qué forma?


–A lo mejor cambias de idea respecto al grado de implicación que quieres tener. A lo mejor… Oh, no sé qué podrías hacer exactamente. Solo quiero que mi hijo tenga una vida segura y feliz. No quiero que haya conflictos de ninguna clase.


–Bueno, evidentemente no habrá conflictos de ninguna clase si no tienes un bebé. ¡Y probablemente pase eso si te vas corriendo ahora!


–En la clínica me dijeron que solo tenía que ser paciente.


–La clínica tiene intereses económicos muy poderosos.


–¡Lo que acabas de decir es muy cínico y cruel!


–Es que yo soy cínico y cruel.


–Es que no lo entiendes –dijo ella, conteniendo un sollozo.


Pedro se dejó ablandar. No quería hacerla llorar. Solo quería aplacar sus temores y hacer que se quedara con él. La idea de verla marchar todavía le llenaba de miedo.


–Sí que lo entiendo. Sí… Tienes miedo de que yo interfiera en tu papel de madre, aunque te haya prometido que no lo haré. Has perdido la confianza en los hombres, y eso me incluye.


–¿Pero cómo voy a confiar en ti si ya no te conozco?


–Ah. Ya volvemos con eso.


–Creo que es lógico que contestes a unas cuantas preguntas si vas a ser el padre de mi hijo.


Pedro no pudo negarlo.


–Muy bien. Dispara.


Ella arrugó los párpados.


–¿Me dirás la verdad?


–Palabra. Pero solo si me prometes que no te irás.


Paula lo pensó un instante y decidió que no iba a dejar que Pedro la apabullara. Había sido una locura ir hasta Darwin sin pensar bien las cosas.


Una gran locura que no era propia de ella… Pero estaba tan desesperada…


–Me reservo el derecho a irme si me doy cuenta de que no hay madera de padre en ti –le dijo con firmeza.


–Creí que eso ya te había quedado claro anoche –le contestó él con una sonrisita.


Ella se ruborizó. De nuevo.


–¿Me lo tienes que recordar?


–No hay de qué avergonzarse. Bueno, ¿por qué no le envías esas fotos a tu madre mientras yo me visto? Después nos vamos.


–Pero ibas a contestar a mis preguntas.


–Puedes caminar y hablar al mismo tiempo, ¿no? Las mujeres siempre dicen que son multifacéticas.


Paula sintió ganas de darle un puñetazo y de besarle al mismo tiempo.


–¿Es que me tienes que tomar el pelo todo el tiempo?


Él sonrió.


–Desde luego. Te encuentro muy sexy cuando te enfadas.


–Bueno, en ese caso no es de extrañar que quisieras convertirme en tu esclava sexual durante el resto de mi vida –le dijo, taladrándole con la mirada–. ¡Porque llevo enfadada contigo desde el primer día!


Él trató de no reírse, pero no pudo evitarlo. Ni ella tampoco. Al principio, solo fue una mueca, pero entonces le empezó a temblar el mentón.


Un segundo más tarde los dos se reían a carcajadas.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 22

 



Paula se despertó sola. Todo estaba en silencio. Parpadeó varias veces, se incorporó, se sujetó el pelo detrás de las orejas y escuchó…


Nada.


No sabía qué hora podía ser. Miró a su alrededor. No había relojes por ninguna parte. A juzgar por la luz que entraba en la habitación debía de ser bastante tarde, muy tarde, si se guiaba por las ganas que tenía de ir al cuarto de baño. Echó atrás las mantas y se levantó de un salto, desnuda. ¿Dónde estaba Pedro? Estaba en la cama con ella cuando se había quedado dormida.


De repente lo recordó todo. La noche anterior había sido increíble…


Se lavó las manos y se miró en el espejo. No podía sacarse de la cabeza el eco de su voz mientras llegaba al orgasmo dentro de ella. Esos sonidos guturales…


Su cortesana… La fantasía no le resultaba especialmente atractiva. La cortesana de Pedro


Regresó a dormitorio, buscó el pijama y se lo puso rápidamente. Hizo la cama, respiró profundamente varias veces y fue a buscarle.


Casi pasó por su lado sin verle. Estaba tumbado en uno de los sofás, dormido.


Paula sacudió la cabeza, mirándolo. Estaba desnudo de cintura para arriba, y al parecer no necesitaba cubrirse con mantas para guardar el calor. El climatizador regulaba la temperatura en el apartamento, pero aun así…


Sí que tenía un cuerpo espectacular… Paula recorrió con la mirada cada rincón, cada músculo… De repente reparó en una cicatriz que tenía en la pierna derecha, justo al lado de la rodilla. No la había visto la noche anterior, pero entonces estaba demasiado distraída. Era una marca bastante fea, morada y arrugaba en los bordes. Probablemente se la había hecho en ese accidente que había tenido, cuando se había roto la pierna. ¿Cómo había ocurrido? ¿Habría sido muy grave? De haber sido cualquier otra persona, podría haberle preguntado al respecto directamente, pero Pedro no era una persona normal. No le gustaban los interrogatorios… Muy típico de él. Siempre había sido un solitario, con una personalidad taciturna.


«No les digas nada y no las lleves a ninguna parte…».


Esa parecía ser la máxima por la que se guiaba en su relación con las mujeres. De hecho, era sorprendente que hubiera llegado a admitir ese deseo que decía sentir por ella desde mucho tiempo atrás.


Todavía estaba pensando en ello cuando vio un vaso sobre la alfombra, junto al sofá, justo donde él podría poner el pie cuando se levantara. Dio la vuelta, lo recogió y lo olió. Era brandy… Se había ido de la cama, y se había sentado allí a beber… hasta quedarse dormido… ¿Por qué no se había quedado con ella?


Seguía intentando averiguar la respuesta cuando él empezó a moverse.


Durante una fracción de segundo, pensó en echar a correr rumbo al dormitorio, pero, tal y como le había dicho la noche anterior, cuando estaba nerviosa por algo, le gustaba terminar con ello lo antes posible.


Esperó y le observó mientras se estiraba… Le vio bostezar… Y entonces abrió un ojo, y después el otro…


–Buenos días, Paula… –le dijo, estirando las piernas e incorporándose–. Supongo que has dormido bien, ¿no?


–Mucho –dijo ella, decidida a ser sincera–. ¿Por qué te viniste aquí a dormir?


–Por eso –le dijo él en un tono un tanto seco–. Para dormir. Trataba de… digamos… concentrarme.


–Oh –dijo ella y se sonrojó.


–No tienes porqué avergonzarte. No es culpa tuya que seas hermosa.


Sabía que si me quedaba allí, no sería capaz de quitarte las manos de encima, así que salí para dejarte descansar.


–Bueno, fue muy… amable de tu parte… –le dijo ella, sin saber muy bien lo que sentía.


¿Vergüenza? ¿Satisfacción? Había algo increíblemente halagador en saber que un hombre no podía quitarle las manos de encima.


–Un placer, Paula… Pero no te preocupes… –añadió con una pequeña sonrisa malvada–. Hoy me puedes compensar por ello.


Ella agarró el vaso con fuerza mientras trataba de entender de qué le estaba hablando.


–¿Qué horas es? ¿Lo sabes?


–Es hora de desayunar… Y después puedes ducharte conmigo.


–Pero…


–Sin «peros», Paula. Teníamos un trato, ¿recuerdas?


Paula se puso erguida.


–No recuerdo haber accedido a tener sexo a todas horas.


–¿No?


–No.


–¿Me estás diciendo que no te quieres duchar conmigo?


–Te estoy diciendo que no deberías dar por sentado que voy a acceder a todo. Me tienes que preguntar primero. Y tienes que respetar mis deseos. Si no es así, el trato se rompe y tomo el primer vuelo que me lleve a casa. ¿Has olvidado el motivo por el que viniste aquí en primera instancia?


–No lo he olvidado –le dijo, ladeando la barbilla, haciendo un gesto desafiante–. Pero eso no cambia las cosas. O lo tomas o lo dejas.


Pedro se dio cuenta de que lo de la cortesana no había surtido efecto.


Quizá la había infravalorado un poco… Había pensado que, después de la tórrida noche de pasión que habían pasado juntos, ella se arrojaría a sus brazos a la mañana siguiente. Debería haber sido más listo… Se trataba de Paula…


–Muy bien –le dijo–. Me gustaría mucho que te ducharas conmigo después del desayuno, Paula, pero si no quieres, no hay problema –le dijo, entre dientes.


Paula no sabía muy bien qué decir a continuación. La facilidad con la que se había rendido la había sorprendido sobremanera. En realidad sí que deseaba ducharse con él, pero no soportaba esa actitud arrogante.


–Creo que mejor me ducho yo sola –le dijo, intentando no sonar muy remilgada–. No estoy acostumbrada a compartir la ducha, ni tampoco a hacer el amor durante el día, ya que estamos. Si no te importa, ¿podríamos dejar las actividades sexuales para la noche?


–Estaría mintiendo si te dijera que no me importa. Pero por ahora eres tú quien lleva la voz cantante, así que dejaremos el sexo para por la noche, hasta que cambies de idea, claro –añadió con un brillo malicioso en la mirada–. Ese es el privilegio de una mujer, ¿no? Cambiar de idea… –se puso en pie y se estiró, haciendo una mueca–. Menos mal que no tendré que dormir aquí esta noche. Tengo la espalda destrozada.


–Podrías haber dormido en una de las habitaciones de huéspedes.


–Bueno, ¿por qué no se me ocurrió? Muy bien. ¿Quieres desayunar antes o después de la ducha? Que conste que te lo estoy preguntando con mucha educación y que no te lo estoy ordenando.


Paula le hizo una mueca.


–No hay necesidad de ser tan cortés. Y tampoco espero que mis deseos sean órdenes para ti. Anoche me enseñaste dónde está todo en la cocina. Puedo encontrar los cereales y el zumo sin problema, que es lo que suelo desayunar.


–Estupendo. Te dejo con ello, entonces. Voy a darme mi ducha. Muy larga y muy fría.


Paula le vio marchar con ojos arrepentidos, pero no quiso dar su brazo a torcer. Necesitaba centrarse en lo que tenía que hacer. No era un viaje de placer. Además, recordaba haber leído en algún sitio que el exceso de sexo también era malo para concebir. Las parejas con problemas tenían que seguir el ciclo de la mujer y reservar el sexo para los días de ovulación. Tendría que decírselo a Pedro. Pero aún no era el momento… Probablemente no se lo tomaría muy bien si le decía que tendría que posponer su propio placer en aras de la fecundación.


No obstante, tarde o temprano tendría que decírselo… Pasara lo que pasara, tendría que mantener cierto grado de control sobre Pedro, y sobre sí misma.


Apretando los labios con decisión, se fue a la cocina y se preparó un bol de muesli y un vaso de zumo de naranja.


En cuanto terminara de desayunar, se daría una ducha, se vestiría y le pediría que la llevara a dar una vuelta por la zona comercial de Darwin.


Después podrían ir a comer y a dar un paseo en barco quizá… Cualquier cosa para matar la tarde…


Se aseguraría de llegar bastante tarde al apartamento. Así solo tendrían tiempo de refrescarse un poco antes de salir a cenar, lo cual les llevaría un par de horas más. Se lo tomaría todo con mucha calma esa noche y volverían a eso de las diez o las once… Con los niveles de energía al mínimo después de una larga jornada de caminatas y visitas turísticas. Después de tanto ajetreo, Pedro no sería capaz de hacerle el amor más de una vez. Dos veces, como mucho.


Esbozó una sonrisa. Podría sobrevivir a dos orgasmos arrolladores sin perder la fuerza de voluntad, y tampoco acabaría creyéndose enamorada de Pedro solo porque disfrutaba del sexo con él. Solo los románticos tontos creían en esas bobadas.


No sabía por qué, pero, de repente, se sintió extrañamente segura de que conseguiría a ese bebé tan ansiado. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando se imaginó cómo sería el momento, cuando le confirmaran el embarazo. A lo mejor se ponía a saltar de alegría. Y su madre también.


–Oh, Dios mío, mamá –exclamó.


Había olvidado por completo que iba a enviarle unas cuantas fotos.


Tenía tantas cosas que hacer… Tomó una cucharada de cereales.


Y tan poco tiempo…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 21

 


Paula entreabrió los labios cuando llegó al clímax. Jamás hubiera esperado sentir semejante golpe de estímulos. Nunca antes había experimentado espasmos tan poderosos, tan placenteros… Nunca antes había gemido de esa manera, con tanta lujuria, tan consciente de la conexión entre ambos. Pero cualquier sonido que pudiera emitir se vio eclipsado por los gruñidos de Pedro cuando alcanzó el orgasmo. Agarrándola con más fuerza aún, se estremeció de arriba abajo, echó atrás la cabeza, con los ojos cerrados…


Cuando por fin llegó, echó adelante la cabeza y abrió los ojos. La expresión de su rostro era de confusión…


Pero toda la confusión se desvaneció tan rápido como apareció. Paula se preguntaba si no lo había imaginado quizás… Un momento después él le sonreía, pero su sonrisa era sarcástica…


–No eres nada frígida, Paula –le dijo, quitándose de entre sus piernas–. De hecho, tienes lo que hay que tener para llegar a ser una gran cortesana.


Paula, que todavía estaba volviendo a la Tierra, aterrizó de golpe al oír sus palabras.


–Bueno, muchas gracias –le dijo en un tono desafiante–. Menudo piropo me acabas de echar, llamándome prostituta. Ahora, si no te importa… –levantó los hombros y sacudió las caderas, intentando sacarle de su cuerpo.


Fue un movimiento equivocado… Lo único que consiguió de esa manera fue recordarle lo que se sentía al tenerle dentro. Esas sensaciones maravillosas no la dejaban seguir enfadada.


–Sí que me importa… Estamos muy cómodos así, así que no seas tonta, túmbate y relájate.


Realmente sí que era una tontería seguirse resistiendo.


–Mucho mejor –le dijo él cuando ella volvió a recostarse en las almohadas–. ¿Y lo de relajarse un poco? Respira profundamente y suelta el aire despacio. Sí. Así.


Aunque hiciera lo que él le pedía, no era capaz de relajarse del todo.


–Para tu información –le dijo Pedro, sujetándole las mejillas y enredando los dedos en su pelo–. Una cortesana no es una prostituta cualquiera. Es una mujer atractiva y generalmente pobre que se gana la vida usando su talento erótico para tenderle una trampa a un amante rico. Eran muy valoradas por sus benefactores. Normalmente el amante le compraba una casa, le ponía servicio, le pagaba las facturas… Y todo por tener el privilegio absoluto de disfrutar de un cuerpo tan maravilloso.


–Muy interesante –dijo ella. De pronto se sentía retorcidamente halagada por sus palabras. –¿Y qué clase de talentos eróticos tenían las cortesanas?


Pedro se colocó encima de ella, apoyando los codos en la cama a ambos lados, pero sin salir de ella.


–Tenían muchos talentos y muy variados –le dijo él–. Pero una buena cortesana sabía muy bien lo que le gustaba a su amante en la cama, sus preliminares favoritos, sus fantasías… Y después lo hacía todo realidad.


–Bueno, ¿y qué fantasías tienes tú? –le preguntó ella.


Pedro la miró a los ojos y se preguntó cómo le iba a contestar a eso. No podía decirle la verdad. Eso estaba claro. La mayoría de sus fantasías sexuales eran demasiado excéntricas como para decirlas en voz alta. Pero al mismo tiempo, no obstante, había algunas fantasías que sí podía realizar, cuando se presentara la oportunidad… Muchas veces se había imaginado a Paula en la cama, siendo su esclava sexual… No podía resistirse a esa fantasía.


–Eso vas a tener que averiguarlo, mi querida Paula. Porque te vas a convertir en mi cortesana durante el tiempo que estés aquí.


–¿Qué?


–Ya me has oído.


–Eso no era parte del trato.


–No. Se me ocurrió cuando vi lo buena que eras en la cama.


–Oh –dijo ella y lo miró.


Realmente era bastante perverso, y conocía muy bien a las mujeres.


–¿Has hecho esto antes alguna vez? –le preguntó de repente.


–¿A qué te refieres?


–No te hagas el tonto, Pedro. Ya sabes de qué hablo. ¿Ese teatro es una de tus fantasías?


–No. Solo pensé que sería divertido. Eso es todo. ¿Qué pasa? ¿No te crees capaz? –le dijo, provocándola.


La primera reacción de Paula fue contraatacar, pero entonces se dio cuenta de que él solo trataba de halagarla diciéndole que parecía una cortesana. Ni siquiera sabía qué había hecho bien…


Pedro respiró hondo cuando la sintió moverse contra él. Le estaba respondiendo al desafío.


–Es evidente que la respuesta es «sí».


–Ahora sí que estás diciendo una tontería. No tengo ni la experiencia ni las habilidades necesarias para desempeñar ese papel.


–Esa es tu opinión –dijo él entre dientes.


–Puedes hacérmelo de nuevo, si quieres –le dijo ella en un tono seductor, sutil…


Él tenía toda la intención de hacerlo, sobre todo cuando ella enroscó las piernas alrededor de su cintura… Pero en cuanto empezó a moverse, volvió a ocurrirle… Esa descarga de adrenalina que anunciaba una pérdida total de control. Trató de ralentizar las cosas, pero su cuerpo tenía otros planes. Se adentró en ella con determinación y enseguida sintió que estaba a punto de llegar. Desesperado, se retiró y la hizo darse la vuelta, flexionándole las piernas y apoyándole las rodillas en la cama. Así tuvo unos instantes de alivio antes de penetrarla de nuevo. En cuanto lo hizo, no obstante, ella gritó de placer y entonces ya no pudo aguantar más. Unos segundos más tarde, se desplomaron juntos sobre la cama. Pedro la hizo recostarse de lado, para no aplastarla con su peso. La estrechó entre sus brazos y la sujetó con fuerza.


Muy pronto, su respiración se volvió más calmada y no tardó en sumirse en ese profundo sueño que solo llegaba tras tener sexo del bueno.


Desafortunadamente, él no tuvo tanta suerte. El sueño se le escurría de entre las manos. No podía dejar de pensar en la facilidad con que había perdido el control… Ella no tenía nada que ver con esas mujeres con las que solía salir. Era totalmente inocente en la cama, tan dulce… Las chicas con las que se acostaba normalmente no eran dulces e inocentes. Después de dejar la universidad, donde el sexo sin ataduras era un pasatiempo de lo más común, no había tardado en descubrir que acostarse con mujeres era peligroso para su salud mental. La mayoría de las chicas de su edad no buscaba una aventura de una noche. Esperaban que se quedara para desayunar. Esperaban que las invitara a salir de nuevo. Esperaban convertirse en algo más. Querían compromiso, algo que él no estaba dispuesto a darles. Siempre había disfrutado mucho de su vida de soltero. Disfrutaba de su libertad. Podía entrar y salir sin tener que responder ante nadie, sin molestar a nadie…


Así, se había dado cuenta de que solo las mujeres mayores que él podían darle lo que buscaba: tener relaciones regulares sin sentirse culpable todo el tiempo. Las recién divorciadas eran las mejores, y también las chicas con carrera que ya estaban casadas con su trabajo.


Durante los dos años anteriores había salido con muchas mujeres que solo buscaban algo de compañía agradable para una cena, seguida de un encuentro sexual placentero, normalmente en su casa. De esa forma no tenía que pedirles que se fueran por la mañana. Podía irse él mismo, si así lo quería.


Una vez su ama de llaves, Bianca, le había preguntado por qué no llevaba a casa a sus novias. Él le había dicho que en realidad ella era la única novia que tenía, porque le hacía reír.


Su corazón se encogió de dolor cuando pensó en Bianca, como siempre…


«No pienses en ella. No puedes cambiar lo que pasó…».


Paula se movió entre sueños, subió las rodillas y le empujó en el vientre con el trasero.


Rápidamente Pedro sintió que su sexo despertaba. No iba a poder dormir allí. El sentido común se lo decía. Reprimiendo un gruñido de placer, se apartó de su lado con cuidado.


La miró por última vez, se levantó de la cama y se puso los boxers.


¿Frígida? Era tan frígida como una noche de verano en el Amazonas.



sábado, 12 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 20

 

Al verle admitir lo intenso que era su deseo, Paula dejó de preocuparse tanto por ese arranque incontrolable de lujuria que parecía haberse apoderado de ella. No era propio de ella desear tanto a un hombre. Era toda una sorpresa, pero no era desagradable. Había algo mágico en la idea de hacer el amor con la idea de concebir un bebé. Era mucho mejor que lo que había estado haciendo en la clínica.


–Ya te lo estás pensando de nuevo –le dijo Pedro con suavidad–. Tienes que dejar de hacer eso, Paula. Céntrate en lo que estoy haciendo, y ya está.


No tenía que decírselo dos veces.


Le abrió la parte superior del pijama, dejándole los pechos al descubierto.


–Eres tan hermosa –murmuró, agarrándole el pecho de la izquierda y llevándose el pezón a los labios.


Pero no se lo chupó como solían hacer otros, como si se estuvieran bebiendo su cerveza favorita a través de una pajita que resultaba demasiado pequeña. Al principio no se lo chupó en absoluto, sino que empezó a lamerlo, lenta, lascivamente, hasta hacerla gemir de frustración. Se lo mordisqueó, lo atrapó entre dos dientes y tiró de él, lanzando una descarga de placer que la atravesó de un lado a otro. Cuando volvió a hacerlo, ella se echó hacia un lado, sacándole el pezón caliente de entre los labios. Habría protestado de nuevo si él no la hubiera acorralado contra la almohada. La hizo callar con un beso; nada que ver con el beso que le había dado antes. Fue un beso duro y hambriento; un beso que borró todos sus pensamientos a una velocidad vertiginosa. No paró de besarla hasta dejarla embelesada, hechizada. Le quitó la ropa lentamente y empezó a hacerle todas esas cosas que tanto había imaginado.


Pero esa vez era de verdad… Estaba allí tumbada, con los brazos y las piernas extendidos, mientras él besaba cada rincón de su cuerpo. Ella gimió de placer, gruñó cada vez que él se detenía, siempre que estaba a punto de alcanzar el clímax. Era una loca mezcla de placer y agonía.


–Oh, por favor –le dijo, suplicándole, cuando él dejó su hinchado clítoris una vez más.


–Paciencia, Paula.


Ella masculló un juramento.


–Muy pronto, cariño –le dijo él, sonriente.


Se incorporó, salió de entre sus piernas y fue a tumbarse junto a ella, apoyándose en un hombro.


–Confía en mí –le dijo, dándole un beso en los labios.


Se incorporó de nuevo y se quitó los bóxer negros que llevaba, dejando al descubierto una formidable erección; grande y gruesa. Paula no podía dejar de mirar su miembro excitado, erecto.


Cuando se tumbó a su lado, no pudo resistir el impulso de tocarle. Esa era la clase de respuesta que Pedro había esperado suscitar en ella. Quería que se olvidara de los bebés durante un rato y que disfrutara del sexo solamente.


Era eso lo que había planeado cuando le había pedido que fuera a verle a Darwin una semana antes. Había pensado que le llevaría tiempo seducir a Paula totalmente, que le iba a costar mucho hacerla entrar en ese estado mental erótico. Sin embargo, parecía que iba a conseguir su propósito mucho antes de lo esperado. Ella no estaba pensando en nada que no fuera sexo en ese momento.


Pedro sabía que debía detenerla, pero no podía. Las yemas de sus dedos eran como alas de mariposa sobre su miembro erecto. Nunca antes le habían tocado así; con tanta dulzura y sensualidad al mismo tiempo. Sus caricias le llevaron al borde del precipicio. Estar con Paula estaba poniendo a prueba toda su fuerza de voluntad. Ya había durado demasiado y apenas podía aguantar más…


–Ya basta, Paula –le dijo, extendiendo la mano y haciéndola detenerse–. Soy humano, ¿sabes? –añadió con una sonrisa suave cuando ella levantó la vista hacia él.


Paula apenas podía creerse que hubiera sido capaz de tocarle así. Le había encantado… Le había encantado sentirle entre los dedos, tan duro y tan suave a la vez. De repente, cuando Pedro le apartó la mano, pensó que quizá podría hacer con los labios lo que había estado haciendo con la mano… Un pensamiento sorprendente, sobre todo porque no tenía experiencia en esa clase de preliminares. Había probado un par de veces. A los hombres les encantaba, pero a ella nunca le había hecho mucha gracia. Jamás había imaginado que pudiera llegar a disfrutarlo, o a excitarse con ello. Sospechaba, no obstante, que hacérselo a Pedro sería completamente distinto. Y también lo sería tenerle dentro.


Una ola de deseo la sacudió por dentro.


–¿Qué pasa? –le preguntó él–. ¿Qué sucede?


–Hazme el amor –le dijo en un tono suplicante.


Mirándola fijamente, se puso entre sus piernas.


–Levanta las rodillas –le dijo–. Apoya los talones en la cama.


Con el estómago agarrotado, Paula hizo lo que le pedía. El corazón le latía locamente.


La penetró con suavidad y sutileza, pero ella no pudo evitar contener el aliento y soltarlo de golpe.


Él no se detuvo. Empujó más y más hasta llenarla por completo. La agarró de los tobillos y le puso las piernas alrededor de su cintura. De esa forma, pudo llegar mucho más adentro.


Paula estaba deseando que empezara a moverse… Al ver que no lo hacía, decidió tomar la iniciativa. Levantó las caderas de la cama. Pedro casi perdió el control… De repente se vio invadido por una necesidad imperiosa de hacerla suya brutalmente, como un cavernícola, sin más prolegómenos.


Empezó a moverse casi de forma involuntaria, con vigor, casi con violencia, adelante y atrás. Ella se movía con él, abrazándole sin piedad.


Pedro apretó los dientes, intentando resistirse al aluvión de sensaciones que amenazaban con lanzarle por el borde del precipicio. Desesperado, la agarró de las caderas y la sujetó con una fuerza brutal, tratando de ralentizar las cosas un poco… Pero ya era imposible. No podría durar mucho más. No podría…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 19

 


CUANDO los dedos de Pedro entraron en contacto con su frente, Paula se puso tensa. Cuando se enredaron en su pelo, apretó los dientes. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no gritar, pero finalmente lo consiguió.


Su madre solía acariciarle la cabeza cuando era pequeña y estaba enferma. El tacto de su mano era suave, la calmaba… El roce de las manos de Pedro también era suave, pero no tenía ese mismo efecto relajante, porque estaba demasiado rígida. No. No estaba rígida; estaba excitada… Era imposible relajarse teniendo los pezones duros como piedras, con un cosquilleo insoportable. En cuestión de segundos, ya no deseaba que le tocara la cabeza, sino otras partes de su cuerpo. Los pechos. El abdomen. Los muslos. El dolor de cabeza casi se le había quitado y había sido sustituido por un deseo arrebatador que resultaba tan exuberante y decadente como la lujosa habitación en la que estaba. Paula apenas podía entender lo mucho que deseaba que Pedro le quitara la ropa. Ya no le importaba si él pensaba que tenía los pechos demasiado pequeños. Quería sentir sus manos sobre ellos.


Su boca… Si hubiera tenido agallas, le habría dicho lo que deseaba. Pero ella nunca había sido atrevida en la cama. Al mismo tiempo, no obstante, sentía que tenía que decir algo, cualquier cosa… Algo con lo que pudiera darle a entender que podía seguir adelante…


–Se me ha quitado el dolor.


Pedro se detuvo. Paula abrió los ojos, a ver si así entendía lo que estaba pensando.


No tuvo mucho éxito… Debería haber sabido que no podría leerle la mente. Pedro nunca había sido un libro abierto precisamente.


–A lo mejor debería volver a mi habitación –le dijo, intentando que no se le notara la angustia.


Pedro soltó el aliento con exasperación.


–Creí haberte dicho que no le dieras tantas vueltas a las cosas. Quédate donde estás, Paula.


–¿Me quedo?


–Sí. Deseas esto tanto como yo. Si no fuera así, no te habrías quedado. Me habrías mandado al infierno, y habrías vuelto a tu habitación. Te conozco lo bastante como para saber que eres muy testaruda. Nunca haces nada que no quieras hacer. Quieres que te haga el amor, Paula, así que…. ¿Por qué no lo admites de una vez?


Ella le fulminó con la mirada.


–Supongo que no tiene sentido hacerte esperar –le dijo con desdén–. No si estás tan desesperado. Ya casi es mañana… Pero tampoco te vayas a creer que lo estoy deseando como una loca.


Él sonrió.


–Ya veremos, Paula. Ya veremos…


Paula trató de pensar en algo inteligente y mordaz, pero el cerebro se le había bloqueado por completo nada más sentir su mano sobre el botón superior del pijama. Contuvo la respiración mientras él se lo desabrochaba. Por suerte no la estaba mirando a la cara y no podía ver su expresión de estupefacción. Lentamente Pedro fue por el siguiente botón, y después por el siguiente… hasta abrirle los cinco botones… Para cuando terminó de abrirle la parte superior del pijama, ella apenas podía respirar. Trató de recobrar el aliento… Él levantó la vista.


–¿Quieres que pare?


Ella sacudió la cabeza.


–Bien –dijo él–. Porque creo que no podría.