domingo, 13 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 22

 



Paula se despertó sola. Todo estaba en silencio. Parpadeó varias veces, se incorporó, se sujetó el pelo detrás de las orejas y escuchó…


Nada.


No sabía qué hora podía ser. Miró a su alrededor. No había relojes por ninguna parte. A juzgar por la luz que entraba en la habitación debía de ser bastante tarde, muy tarde, si se guiaba por las ganas que tenía de ir al cuarto de baño. Echó atrás las mantas y se levantó de un salto, desnuda. ¿Dónde estaba Pedro? Estaba en la cama con ella cuando se había quedado dormida.


De repente lo recordó todo. La noche anterior había sido increíble…


Se lavó las manos y se miró en el espejo. No podía sacarse de la cabeza el eco de su voz mientras llegaba al orgasmo dentro de ella. Esos sonidos guturales…


Su cortesana… La fantasía no le resultaba especialmente atractiva. La cortesana de Pedro


Regresó a dormitorio, buscó el pijama y se lo puso rápidamente. Hizo la cama, respiró profundamente varias veces y fue a buscarle.


Casi pasó por su lado sin verle. Estaba tumbado en uno de los sofás, dormido.


Paula sacudió la cabeza, mirándolo. Estaba desnudo de cintura para arriba, y al parecer no necesitaba cubrirse con mantas para guardar el calor. El climatizador regulaba la temperatura en el apartamento, pero aun así…


Sí que tenía un cuerpo espectacular… Paula recorrió con la mirada cada rincón, cada músculo… De repente reparó en una cicatriz que tenía en la pierna derecha, justo al lado de la rodilla. No la había visto la noche anterior, pero entonces estaba demasiado distraída. Era una marca bastante fea, morada y arrugaba en los bordes. Probablemente se la había hecho en ese accidente que había tenido, cuando se había roto la pierna. ¿Cómo había ocurrido? ¿Habría sido muy grave? De haber sido cualquier otra persona, podría haberle preguntado al respecto directamente, pero Pedro no era una persona normal. No le gustaban los interrogatorios… Muy típico de él. Siempre había sido un solitario, con una personalidad taciturna.


«No les digas nada y no las lleves a ninguna parte…».


Esa parecía ser la máxima por la que se guiaba en su relación con las mujeres. De hecho, era sorprendente que hubiera llegado a admitir ese deseo que decía sentir por ella desde mucho tiempo atrás.


Todavía estaba pensando en ello cuando vio un vaso sobre la alfombra, junto al sofá, justo donde él podría poner el pie cuando se levantara. Dio la vuelta, lo recogió y lo olió. Era brandy… Se había ido de la cama, y se había sentado allí a beber… hasta quedarse dormido… ¿Por qué no se había quedado con ella?


Seguía intentando averiguar la respuesta cuando él empezó a moverse.


Durante una fracción de segundo, pensó en echar a correr rumbo al dormitorio, pero, tal y como le había dicho la noche anterior, cuando estaba nerviosa por algo, le gustaba terminar con ello lo antes posible.


Esperó y le observó mientras se estiraba… Le vio bostezar… Y entonces abrió un ojo, y después el otro…


–Buenos días, Paula… –le dijo, estirando las piernas e incorporándose–. Supongo que has dormido bien, ¿no?


–Mucho –dijo ella, decidida a ser sincera–. ¿Por qué te viniste aquí a dormir?


–Por eso –le dijo él en un tono un tanto seco–. Para dormir. Trataba de… digamos… concentrarme.


–Oh –dijo ella y se sonrojó.


–No tienes porqué avergonzarte. No es culpa tuya que seas hermosa.


Sabía que si me quedaba allí, no sería capaz de quitarte las manos de encima, así que salí para dejarte descansar.


–Bueno, fue muy… amable de tu parte… –le dijo ella, sin saber muy bien lo que sentía.


¿Vergüenza? ¿Satisfacción? Había algo increíblemente halagador en saber que un hombre no podía quitarle las manos de encima.


–Un placer, Paula… Pero no te preocupes… –añadió con una pequeña sonrisa malvada–. Hoy me puedes compensar por ello.


Ella agarró el vaso con fuerza mientras trataba de entender de qué le estaba hablando.


–¿Qué horas es? ¿Lo sabes?


–Es hora de desayunar… Y después puedes ducharte conmigo.


–Pero…


–Sin «peros», Paula. Teníamos un trato, ¿recuerdas?


Paula se puso erguida.


–No recuerdo haber accedido a tener sexo a todas horas.


–¿No?


–No.


–¿Me estás diciendo que no te quieres duchar conmigo?


–Te estoy diciendo que no deberías dar por sentado que voy a acceder a todo. Me tienes que preguntar primero. Y tienes que respetar mis deseos. Si no es así, el trato se rompe y tomo el primer vuelo que me lleve a casa. ¿Has olvidado el motivo por el que viniste aquí en primera instancia?


–No lo he olvidado –le dijo, ladeando la barbilla, haciendo un gesto desafiante–. Pero eso no cambia las cosas. O lo tomas o lo dejas.


Pedro se dio cuenta de que lo de la cortesana no había surtido efecto.


Quizá la había infravalorado un poco… Había pensado que, después de la tórrida noche de pasión que habían pasado juntos, ella se arrojaría a sus brazos a la mañana siguiente. Debería haber sido más listo… Se trataba de Paula…


–Muy bien –le dijo–. Me gustaría mucho que te ducharas conmigo después del desayuno, Paula, pero si no quieres, no hay problema –le dijo, entre dientes.


Paula no sabía muy bien qué decir a continuación. La facilidad con la que se había rendido la había sorprendido sobremanera. En realidad sí que deseaba ducharse con él, pero no soportaba esa actitud arrogante.


–Creo que mejor me ducho yo sola –le dijo, intentando no sonar muy remilgada–. No estoy acostumbrada a compartir la ducha, ni tampoco a hacer el amor durante el día, ya que estamos. Si no te importa, ¿podríamos dejar las actividades sexuales para la noche?


–Estaría mintiendo si te dijera que no me importa. Pero por ahora eres tú quien lleva la voz cantante, así que dejaremos el sexo para por la noche, hasta que cambies de idea, claro –añadió con un brillo malicioso en la mirada–. Ese es el privilegio de una mujer, ¿no? Cambiar de idea… –se puso en pie y se estiró, haciendo una mueca–. Menos mal que no tendré que dormir aquí esta noche. Tengo la espalda destrozada.


–Podrías haber dormido en una de las habitaciones de huéspedes.


–Bueno, ¿por qué no se me ocurrió? Muy bien. ¿Quieres desayunar antes o después de la ducha? Que conste que te lo estoy preguntando con mucha educación y que no te lo estoy ordenando.


Paula le hizo una mueca.


–No hay necesidad de ser tan cortés. Y tampoco espero que mis deseos sean órdenes para ti. Anoche me enseñaste dónde está todo en la cocina. Puedo encontrar los cereales y el zumo sin problema, que es lo que suelo desayunar.


–Estupendo. Te dejo con ello, entonces. Voy a darme mi ducha. Muy larga y muy fría.


Paula le vio marchar con ojos arrepentidos, pero no quiso dar su brazo a torcer. Necesitaba centrarse en lo que tenía que hacer. No era un viaje de placer. Además, recordaba haber leído en algún sitio que el exceso de sexo también era malo para concebir. Las parejas con problemas tenían que seguir el ciclo de la mujer y reservar el sexo para los días de ovulación. Tendría que decírselo a Pedro. Pero aún no era el momento… Probablemente no se lo tomaría muy bien si le decía que tendría que posponer su propio placer en aras de la fecundación.


No obstante, tarde o temprano tendría que decírselo… Pasara lo que pasara, tendría que mantener cierto grado de control sobre Pedro, y sobre sí misma.


Apretando los labios con decisión, se fue a la cocina y se preparó un bol de muesli y un vaso de zumo de naranja.


En cuanto terminara de desayunar, se daría una ducha, se vestiría y le pediría que la llevara a dar una vuelta por la zona comercial de Darwin.


Después podrían ir a comer y a dar un paseo en barco quizá… Cualquier cosa para matar la tarde…


Se aseguraría de llegar bastante tarde al apartamento. Así solo tendrían tiempo de refrescarse un poco antes de salir a cenar, lo cual les llevaría un par de horas más. Se lo tomaría todo con mucha calma esa noche y volverían a eso de las diez o las once… Con los niveles de energía al mínimo después de una larga jornada de caminatas y visitas turísticas. Después de tanto ajetreo, Pedro no sería capaz de hacerle el amor más de una vez. Dos veces, como mucho.


Esbozó una sonrisa. Podría sobrevivir a dos orgasmos arrolladores sin perder la fuerza de voluntad, y tampoco acabaría creyéndose enamorada de Pedro solo porque disfrutaba del sexo con él. Solo los románticos tontos creían en esas bobadas.


No sabía por qué, pero, de repente, se sintió extrañamente segura de que conseguiría a ese bebé tan ansiado. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando se imaginó cómo sería el momento, cuando le confirmaran el embarazo. A lo mejor se ponía a saltar de alegría. Y su madre también.


–Oh, Dios mío, mamá –exclamó.


Había olvidado por completo que iba a enviarle unas cuantas fotos.


Tenía tantas cosas que hacer… Tomó una cucharada de cereales.


Y tan poco tiempo…




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