Pedro regresó al dormitorio principal. Se puso una camiseta blanca, unas chanclas cómodas y buscó la gorra de béisbol que se había comprado la semana anterior. Incluso en el invierno, el sol de Darwin podía llegar a quemar, sobre todo después de haberse rapado casi toda la cabeza.
Cuando regresó al salón, Paula le esperaba con un enorme bolso colgado del brazo y un sombrero blanco de ala ancha.
Pedro fue hacia la puerta, abrió y la invitó a salir. Cerró y se guardó las llaves en el bolsillo de los pantalones cortos. La acompañó hasta los ascensores. Bajaron juntos, en silencio. Una vez allí, él la agarró del codo y la condujo al otro lado de la calle, hacia el parque.
–El parque abarca toda la Esplanade –le dijo, avanzando por el zigzagueante camino que se abría entre los jardines–. Este camino nos lleva al final del CBO, más allá de Government House, un edificio extraordinario. Después iremos por una pasarela y tomaremos un ascensor que nos bajará hasta el nuevo paseo marítimo. Creo que te vas a llevar una sorpresa cuando veas todo lo que han hecho para mejorar la zona.
–Tienes razón. ¡Las vistas de la bahía desde aquí abajo son impresionantes! Y muy distintas de las que se ven desde tu balcón. ¿Crees que podremos salir a la bahía un día? –le preguntó mientras hacía fotos.
–Claro. Alquilaré un barco. Iremos a dar un paseo y te enseñaré a pescar. Últimamente me ha dado por la pesca.
Ella dejó de hacer fotos y lo miró.
–Me sorprendes. Pensaba que eras hombre de tierra firme.
–Yo también lo pensaba. Pero después del accidente pasé varios meses casi paralizado. Un amigo me sugirió lo de la pesca y me encantó.
–Mi padre solía pescar. Pero yo nunca fui con él. Siempre me pareció aburrido.
–No si sabes dónde pescar y tienes el equipo adecuado. Si es así, puede llegar a ser muy emocionante, y satisfactorio. En el barco nos cocinarán lo que capturemos, si te gusta el pescado, claro.
–Me encanta.
–Entonces ya tenemos algo en común.
Paula se rio.
–La única cosa que tenemos en común, seguramente.
–No. No es la única cosa –le dijo él, bajando la voz.
Paula decidió no darse por aludida. Fue hacia una placa conmemorativa con una lista de nombres relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Se puso a leerla. Darwin había sido la única ciudad de Australia que había sido bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Lo había leído en Internet. Tomó una foto de la placa y varias de las vistas.
–Darwin es un sitio maravilloso.
–Me gusta mucho.
–¿Entonces por qué no vives aquí de forma permanente? ¿Por qué vas a volver a Sudamérica? Pensándolo bien, ¿por qué te fuiste a trabajar allí? Quiero decir que aquí hay mucho trabajo para los geólogos. Podrías haberte venido aquí o a alguna de las ciudades mineras del oeste del país. No hay necesidad de irse al otro lado del mundo solo para huir de… –la pregunta que realmente quería hacerle se le escapó de los labios–. ¿Por qué odias tanto a tu padre?
–Vaya –dijo él–. Esas son muchas preguntas de golpe. Mira, ¿por qué no nos sentamos aquí? –le dijo, llevándola hacia una parte del banco que estaba a la sombra de un árbol. Podría llevarme un buen rato contestarlas todas.
–Sobre todo si lo haces con sinceridad –le recordó ella.
–Paula, ¿crees que te mentiría?
–Seguro que sí –dijo ella.
Él sonrió.
–Me conoces demasiado bien.
–Sé que no te gusta hablar de ti mismo.
Pedro se encogió de hombros.
–No creo que te haga mucha gracia, pero… ¿Qué demonios? Quieres la verdad.
Durante una fracción de segundo, se preguntó si podría mentirle. Una fracción de segundo…
–Empecemos por el principio. En realidad no voy a volver a Brasil. Vendí mi casa de Río hace poco. Tengo pensado quedarme y trabajar aquí en Australia.
–¡Vaya sorpresa! ¿Y qué te ha hecho volver después de tantos años? Me parecía que te encantaba vivir en América del Sur.
–Y así es. Probablemente me habría quedado si mi ama de llaves no hubiera muerto. Era una señora encantadora llamada Bianca, a la que quería mucho. Fue apuñalada por una banda de chicos de la calle a los que intentaba ayudar.
–Oh, Pedro, eso es horrible.
–Sí que lo fue. Era una mujer tan buena. Salía todas las noches y les llevaba comida a los sin techo. Cuando no estaba trabajando, yo solía acompañarla. No me gustaba que fuera sola. Los sitios a los que iba eran muy peligrosos. Traté de convencerla para que dejara de salir cuando yo no podía acompañarla, pero no me hizo caso. Me decía que no le pasaría nada. Creía que si no ayudaba a esos chicos, nadie lo haría. Una mañana llegué a casa y me encontré un coche de policía aparcado. Sabía que algo horrible le había pasado. Me volví loco cuando me enteré de que había sido asesinada. Quería matar a todos esos bastardos. Al final, les di una buena paliza a un par de ellos. A la policía no le hizo mucha gracia y me lanzaron una advertencia. Por aquel entonces, me daba igual. No estaban haciendo nada para resolver el caso de Bianca. De todos modos, sabía que si me quedaba, podría llegar a cometer una verdadera estupidez, así que vendí la casa y me marché.
–Fue lo mejor. ¿Tu familia sabe algo de esto?
–¡Claro que no!
–¿Pero por qué no?
–Porque es asunto mío y de nadie más.
–¿Entonces no saben lo del ama de llaves? ¿Ni tampoco que ya no vives en Brasil, o que tienes pensado vivir y trabajar en Australia a partir de ahora?
–Todavía no. Espera un momento –añadió al ver que ella abría la boca, asombrada–. Déjame terminar antes de que te subas a ese caballo blanco tuyo y me despellejes vivo por ser tan mal hijo. Se lo diré todo. Bueno, lo de Bianca no. Solo les diré que he vuelto a Australia y que voy a trabajar aquí. Pero de momento es mejor que no sepan nada. No le hago daño a nadie.
Paula apretó los labios para no decirle que siempre le hacía mucho daño a su familia con esas ausencias tan prolongadas, sobre todo a su madre.
A Carolina no le hubiera sentado nada bien saber que estaba allí en Darwin, de vacaciones, en vez de estar en Brasil, trabajando.
–Bueno, si te digo la verdad, no es que odie a mi padre. Mis sentimientos hacia él no son tan sencillos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario