domingo, 13 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 22

 



Paula se despertó sola. Todo estaba en silencio. Parpadeó varias veces, se incorporó, se sujetó el pelo detrás de las orejas y escuchó…


Nada.


No sabía qué hora podía ser. Miró a su alrededor. No había relojes por ninguna parte. A juzgar por la luz que entraba en la habitación debía de ser bastante tarde, muy tarde, si se guiaba por las ganas que tenía de ir al cuarto de baño. Echó atrás las mantas y se levantó de un salto, desnuda. ¿Dónde estaba Pedro? Estaba en la cama con ella cuando se había quedado dormida.


De repente lo recordó todo. La noche anterior había sido increíble…


Se lavó las manos y se miró en el espejo. No podía sacarse de la cabeza el eco de su voz mientras llegaba al orgasmo dentro de ella. Esos sonidos guturales…


Su cortesana… La fantasía no le resultaba especialmente atractiva. La cortesana de Pedro


Regresó a dormitorio, buscó el pijama y se lo puso rápidamente. Hizo la cama, respiró profundamente varias veces y fue a buscarle.


Casi pasó por su lado sin verle. Estaba tumbado en uno de los sofás, dormido.


Paula sacudió la cabeza, mirándolo. Estaba desnudo de cintura para arriba, y al parecer no necesitaba cubrirse con mantas para guardar el calor. El climatizador regulaba la temperatura en el apartamento, pero aun así…


Sí que tenía un cuerpo espectacular… Paula recorrió con la mirada cada rincón, cada músculo… De repente reparó en una cicatriz que tenía en la pierna derecha, justo al lado de la rodilla. No la había visto la noche anterior, pero entonces estaba demasiado distraída. Era una marca bastante fea, morada y arrugaba en los bordes. Probablemente se la había hecho en ese accidente que había tenido, cuando se había roto la pierna. ¿Cómo había ocurrido? ¿Habría sido muy grave? De haber sido cualquier otra persona, podría haberle preguntado al respecto directamente, pero Pedro no era una persona normal. No le gustaban los interrogatorios… Muy típico de él. Siempre había sido un solitario, con una personalidad taciturna.


«No les digas nada y no las lleves a ninguna parte…».


Esa parecía ser la máxima por la que se guiaba en su relación con las mujeres. De hecho, era sorprendente que hubiera llegado a admitir ese deseo que decía sentir por ella desde mucho tiempo atrás.


Todavía estaba pensando en ello cuando vio un vaso sobre la alfombra, junto al sofá, justo donde él podría poner el pie cuando se levantara. Dio la vuelta, lo recogió y lo olió. Era brandy… Se había ido de la cama, y se había sentado allí a beber… hasta quedarse dormido… ¿Por qué no se había quedado con ella?


Seguía intentando averiguar la respuesta cuando él empezó a moverse.


Durante una fracción de segundo, pensó en echar a correr rumbo al dormitorio, pero, tal y como le había dicho la noche anterior, cuando estaba nerviosa por algo, le gustaba terminar con ello lo antes posible.


Esperó y le observó mientras se estiraba… Le vio bostezar… Y entonces abrió un ojo, y después el otro…


–Buenos días, Paula… –le dijo, estirando las piernas e incorporándose–. Supongo que has dormido bien, ¿no?


–Mucho –dijo ella, decidida a ser sincera–. ¿Por qué te viniste aquí a dormir?


–Por eso –le dijo él en un tono un tanto seco–. Para dormir. Trataba de… digamos… concentrarme.


–Oh –dijo ella y se sonrojó.


–No tienes porqué avergonzarte. No es culpa tuya que seas hermosa.


Sabía que si me quedaba allí, no sería capaz de quitarte las manos de encima, así que salí para dejarte descansar.


–Bueno, fue muy… amable de tu parte… –le dijo ella, sin saber muy bien lo que sentía.


¿Vergüenza? ¿Satisfacción? Había algo increíblemente halagador en saber que un hombre no podía quitarle las manos de encima.


–Un placer, Paula… Pero no te preocupes… –añadió con una pequeña sonrisa malvada–. Hoy me puedes compensar por ello.


Ella agarró el vaso con fuerza mientras trataba de entender de qué le estaba hablando.


–¿Qué horas es? ¿Lo sabes?


–Es hora de desayunar… Y después puedes ducharte conmigo.


–Pero…


–Sin «peros», Paula. Teníamos un trato, ¿recuerdas?


Paula se puso erguida.


–No recuerdo haber accedido a tener sexo a todas horas.


–¿No?


–No.


–¿Me estás diciendo que no te quieres duchar conmigo?


–Te estoy diciendo que no deberías dar por sentado que voy a acceder a todo. Me tienes que preguntar primero. Y tienes que respetar mis deseos. Si no es así, el trato se rompe y tomo el primer vuelo que me lleve a casa. ¿Has olvidado el motivo por el que viniste aquí en primera instancia?


–No lo he olvidado –le dijo, ladeando la barbilla, haciendo un gesto desafiante–. Pero eso no cambia las cosas. O lo tomas o lo dejas.


Pedro se dio cuenta de que lo de la cortesana no había surtido efecto.


Quizá la había infravalorado un poco… Había pensado que, después de la tórrida noche de pasión que habían pasado juntos, ella se arrojaría a sus brazos a la mañana siguiente. Debería haber sido más listo… Se trataba de Paula…


–Muy bien –le dijo–. Me gustaría mucho que te ducharas conmigo después del desayuno, Paula, pero si no quieres, no hay problema –le dijo, entre dientes.


Paula no sabía muy bien qué decir a continuación. La facilidad con la que se había rendido la había sorprendido sobremanera. En realidad sí que deseaba ducharse con él, pero no soportaba esa actitud arrogante.


–Creo que mejor me ducho yo sola –le dijo, intentando no sonar muy remilgada–. No estoy acostumbrada a compartir la ducha, ni tampoco a hacer el amor durante el día, ya que estamos. Si no te importa, ¿podríamos dejar las actividades sexuales para la noche?


–Estaría mintiendo si te dijera que no me importa. Pero por ahora eres tú quien lleva la voz cantante, así que dejaremos el sexo para por la noche, hasta que cambies de idea, claro –añadió con un brillo malicioso en la mirada–. Ese es el privilegio de una mujer, ¿no? Cambiar de idea… –se puso en pie y se estiró, haciendo una mueca–. Menos mal que no tendré que dormir aquí esta noche. Tengo la espalda destrozada.


–Podrías haber dormido en una de las habitaciones de huéspedes.


–Bueno, ¿por qué no se me ocurrió? Muy bien. ¿Quieres desayunar antes o después de la ducha? Que conste que te lo estoy preguntando con mucha educación y que no te lo estoy ordenando.


Paula le hizo una mueca.


–No hay necesidad de ser tan cortés. Y tampoco espero que mis deseos sean órdenes para ti. Anoche me enseñaste dónde está todo en la cocina. Puedo encontrar los cereales y el zumo sin problema, que es lo que suelo desayunar.


–Estupendo. Te dejo con ello, entonces. Voy a darme mi ducha. Muy larga y muy fría.


Paula le vio marchar con ojos arrepentidos, pero no quiso dar su brazo a torcer. Necesitaba centrarse en lo que tenía que hacer. No era un viaje de placer. Además, recordaba haber leído en algún sitio que el exceso de sexo también era malo para concebir. Las parejas con problemas tenían que seguir el ciclo de la mujer y reservar el sexo para los días de ovulación. Tendría que decírselo a Pedro. Pero aún no era el momento… Probablemente no se lo tomaría muy bien si le decía que tendría que posponer su propio placer en aras de la fecundación.


No obstante, tarde o temprano tendría que decírselo… Pasara lo que pasara, tendría que mantener cierto grado de control sobre Pedro, y sobre sí misma.


Apretando los labios con decisión, se fue a la cocina y se preparó un bol de muesli y un vaso de zumo de naranja.


En cuanto terminara de desayunar, se daría una ducha, se vestiría y le pediría que la llevara a dar una vuelta por la zona comercial de Darwin.


Después podrían ir a comer y a dar un paseo en barco quizá… Cualquier cosa para matar la tarde…


Se aseguraría de llegar bastante tarde al apartamento. Así solo tendrían tiempo de refrescarse un poco antes de salir a cenar, lo cual les llevaría un par de horas más. Se lo tomaría todo con mucha calma esa noche y volverían a eso de las diez o las once… Con los niveles de energía al mínimo después de una larga jornada de caminatas y visitas turísticas. Después de tanto ajetreo, Pedro no sería capaz de hacerle el amor más de una vez. Dos veces, como mucho.


Esbozó una sonrisa. Podría sobrevivir a dos orgasmos arrolladores sin perder la fuerza de voluntad, y tampoco acabaría creyéndose enamorada de Pedro solo porque disfrutaba del sexo con él. Solo los románticos tontos creían en esas bobadas.


No sabía por qué, pero, de repente, se sintió extrañamente segura de que conseguiría a ese bebé tan ansiado. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando se imaginó cómo sería el momento, cuando le confirmaran el embarazo. A lo mejor se ponía a saltar de alegría. Y su madre también.


–Oh, Dios mío, mamá –exclamó.


Había olvidado por completo que iba a enviarle unas cuantas fotos.


Tenía tantas cosas que hacer… Tomó una cucharada de cereales.


Y tan poco tiempo…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 21

 


Paula entreabrió los labios cuando llegó al clímax. Jamás hubiera esperado sentir semejante golpe de estímulos. Nunca antes había experimentado espasmos tan poderosos, tan placenteros… Nunca antes había gemido de esa manera, con tanta lujuria, tan consciente de la conexión entre ambos. Pero cualquier sonido que pudiera emitir se vio eclipsado por los gruñidos de Pedro cuando alcanzó el orgasmo. Agarrándola con más fuerza aún, se estremeció de arriba abajo, echó atrás la cabeza, con los ojos cerrados…


Cuando por fin llegó, echó adelante la cabeza y abrió los ojos. La expresión de su rostro era de confusión…


Pero toda la confusión se desvaneció tan rápido como apareció. Paula se preguntaba si no lo había imaginado quizás… Un momento después él le sonreía, pero su sonrisa era sarcástica…


–No eres nada frígida, Paula –le dijo, quitándose de entre sus piernas–. De hecho, tienes lo que hay que tener para llegar a ser una gran cortesana.


Paula, que todavía estaba volviendo a la Tierra, aterrizó de golpe al oír sus palabras.


–Bueno, muchas gracias –le dijo en un tono desafiante–. Menudo piropo me acabas de echar, llamándome prostituta. Ahora, si no te importa… –levantó los hombros y sacudió las caderas, intentando sacarle de su cuerpo.


Fue un movimiento equivocado… Lo único que consiguió de esa manera fue recordarle lo que se sentía al tenerle dentro. Esas sensaciones maravillosas no la dejaban seguir enfadada.


–Sí que me importa… Estamos muy cómodos así, así que no seas tonta, túmbate y relájate.


Realmente sí que era una tontería seguirse resistiendo.


–Mucho mejor –le dijo él cuando ella volvió a recostarse en las almohadas–. ¿Y lo de relajarse un poco? Respira profundamente y suelta el aire despacio. Sí. Así.


Aunque hiciera lo que él le pedía, no era capaz de relajarse del todo.


–Para tu información –le dijo Pedro, sujetándole las mejillas y enredando los dedos en su pelo–. Una cortesana no es una prostituta cualquiera. Es una mujer atractiva y generalmente pobre que se gana la vida usando su talento erótico para tenderle una trampa a un amante rico. Eran muy valoradas por sus benefactores. Normalmente el amante le compraba una casa, le ponía servicio, le pagaba las facturas… Y todo por tener el privilegio absoluto de disfrutar de un cuerpo tan maravilloso.


–Muy interesante –dijo ella. De pronto se sentía retorcidamente halagada por sus palabras. –¿Y qué clase de talentos eróticos tenían las cortesanas?


Pedro se colocó encima de ella, apoyando los codos en la cama a ambos lados, pero sin salir de ella.


–Tenían muchos talentos y muy variados –le dijo él–. Pero una buena cortesana sabía muy bien lo que le gustaba a su amante en la cama, sus preliminares favoritos, sus fantasías… Y después lo hacía todo realidad.


–Bueno, ¿y qué fantasías tienes tú? –le preguntó ella.


Pedro la miró a los ojos y se preguntó cómo le iba a contestar a eso. No podía decirle la verdad. Eso estaba claro. La mayoría de sus fantasías sexuales eran demasiado excéntricas como para decirlas en voz alta. Pero al mismo tiempo, no obstante, había algunas fantasías que sí podía realizar, cuando se presentara la oportunidad… Muchas veces se había imaginado a Paula en la cama, siendo su esclava sexual… No podía resistirse a esa fantasía.


–Eso vas a tener que averiguarlo, mi querida Paula. Porque te vas a convertir en mi cortesana durante el tiempo que estés aquí.


–¿Qué?


–Ya me has oído.


–Eso no era parte del trato.


–No. Se me ocurrió cuando vi lo buena que eras en la cama.


–Oh –dijo ella y lo miró.


Realmente era bastante perverso, y conocía muy bien a las mujeres.


–¿Has hecho esto antes alguna vez? –le preguntó de repente.


–¿A qué te refieres?


–No te hagas el tonto, Pedro. Ya sabes de qué hablo. ¿Ese teatro es una de tus fantasías?


–No. Solo pensé que sería divertido. Eso es todo. ¿Qué pasa? ¿No te crees capaz? –le dijo, provocándola.


La primera reacción de Paula fue contraatacar, pero entonces se dio cuenta de que él solo trataba de halagarla diciéndole que parecía una cortesana. Ni siquiera sabía qué había hecho bien…


Pedro respiró hondo cuando la sintió moverse contra él. Le estaba respondiendo al desafío.


–Es evidente que la respuesta es «sí».


–Ahora sí que estás diciendo una tontería. No tengo ni la experiencia ni las habilidades necesarias para desempeñar ese papel.


–Esa es tu opinión –dijo él entre dientes.


–Puedes hacérmelo de nuevo, si quieres –le dijo ella en un tono seductor, sutil…


Él tenía toda la intención de hacerlo, sobre todo cuando ella enroscó las piernas alrededor de su cintura… Pero en cuanto empezó a moverse, volvió a ocurrirle… Esa descarga de adrenalina que anunciaba una pérdida total de control. Trató de ralentizar las cosas, pero su cuerpo tenía otros planes. Se adentró en ella con determinación y enseguida sintió que estaba a punto de llegar. Desesperado, se retiró y la hizo darse la vuelta, flexionándole las piernas y apoyándole las rodillas en la cama. Así tuvo unos instantes de alivio antes de penetrarla de nuevo. En cuanto lo hizo, no obstante, ella gritó de placer y entonces ya no pudo aguantar más. Unos segundos más tarde, se desplomaron juntos sobre la cama. Pedro la hizo recostarse de lado, para no aplastarla con su peso. La estrechó entre sus brazos y la sujetó con fuerza.


Muy pronto, su respiración se volvió más calmada y no tardó en sumirse en ese profundo sueño que solo llegaba tras tener sexo del bueno.


Desafortunadamente, él no tuvo tanta suerte. El sueño se le escurría de entre las manos. No podía dejar de pensar en la facilidad con que había perdido el control… Ella no tenía nada que ver con esas mujeres con las que solía salir. Era totalmente inocente en la cama, tan dulce… Las chicas con las que se acostaba normalmente no eran dulces e inocentes. Después de dejar la universidad, donde el sexo sin ataduras era un pasatiempo de lo más común, no había tardado en descubrir que acostarse con mujeres era peligroso para su salud mental. La mayoría de las chicas de su edad no buscaba una aventura de una noche. Esperaban que se quedara para desayunar. Esperaban que las invitara a salir de nuevo. Esperaban convertirse en algo más. Querían compromiso, algo que él no estaba dispuesto a darles. Siempre había disfrutado mucho de su vida de soltero. Disfrutaba de su libertad. Podía entrar y salir sin tener que responder ante nadie, sin molestar a nadie…


Así, se había dado cuenta de que solo las mujeres mayores que él podían darle lo que buscaba: tener relaciones regulares sin sentirse culpable todo el tiempo. Las recién divorciadas eran las mejores, y también las chicas con carrera que ya estaban casadas con su trabajo.


Durante los dos años anteriores había salido con muchas mujeres que solo buscaban algo de compañía agradable para una cena, seguida de un encuentro sexual placentero, normalmente en su casa. De esa forma no tenía que pedirles que se fueran por la mañana. Podía irse él mismo, si así lo quería.


Una vez su ama de llaves, Bianca, le había preguntado por qué no llevaba a casa a sus novias. Él le había dicho que en realidad ella era la única novia que tenía, porque le hacía reír.


Su corazón se encogió de dolor cuando pensó en Bianca, como siempre…


«No pienses en ella. No puedes cambiar lo que pasó…».


Paula se movió entre sueños, subió las rodillas y le empujó en el vientre con el trasero.


Rápidamente Pedro sintió que su sexo despertaba. No iba a poder dormir allí. El sentido común se lo decía. Reprimiendo un gruñido de placer, se apartó de su lado con cuidado.


La miró por última vez, se levantó de la cama y se puso los boxers.


¿Frígida? Era tan frígida como una noche de verano en el Amazonas.



sábado, 12 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 20

 

Al verle admitir lo intenso que era su deseo, Paula dejó de preocuparse tanto por ese arranque incontrolable de lujuria que parecía haberse apoderado de ella. No era propio de ella desear tanto a un hombre. Era toda una sorpresa, pero no era desagradable. Había algo mágico en la idea de hacer el amor con la idea de concebir un bebé. Era mucho mejor que lo que había estado haciendo en la clínica.


–Ya te lo estás pensando de nuevo –le dijo Pedro con suavidad–. Tienes que dejar de hacer eso, Paula. Céntrate en lo que estoy haciendo, y ya está.


No tenía que decírselo dos veces.


Le abrió la parte superior del pijama, dejándole los pechos al descubierto.


–Eres tan hermosa –murmuró, agarrándole el pecho de la izquierda y llevándose el pezón a los labios.


Pero no se lo chupó como solían hacer otros, como si se estuvieran bebiendo su cerveza favorita a través de una pajita que resultaba demasiado pequeña. Al principio no se lo chupó en absoluto, sino que empezó a lamerlo, lenta, lascivamente, hasta hacerla gemir de frustración. Se lo mordisqueó, lo atrapó entre dos dientes y tiró de él, lanzando una descarga de placer que la atravesó de un lado a otro. Cuando volvió a hacerlo, ella se echó hacia un lado, sacándole el pezón caliente de entre los labios. Habría protestado de nuevo si él no la hubiera acorralado contra la almohada. La hizo callar con un beso; nada que ver con el beso que le había dado antes. Fue un beso duro y hambriento; un beso que borró todos sus pensamientos a una velocidad vertiginosa. No paró de besarla hasta dejarla embelesada, hechizada. Le quitó la ropa lentamente y empezó a hacerle todas esas cosas que tanto había imaginado.


Pero esa vez era de verdad… Estaba allí tumbada, con los brazos y las piernas extendidos, mientras él besaba cada rincón de su cuerpo. Ella gimió de placer, gruñó cada vez que él se detenía, siempre que estaba a punto de alcanzar el clímax. Era una loca mezcla de placer y agonía.


–Oh, por favor –le dijo, suplicándole, cuando él dejó su hinchado clítoris una vez más.


–Paciencia, Paula.


Ella masculló un juramento.


–Muy pronto, cariño –le dijo él, sonriente.


Se incorporó, salió de entre sus piernas y fue a tumbarse junto a ella, apoyándose en un hombro.


–Confía en mí –le dijo, dándole un beso en los labios.


Se incorporó de nuevo y se quitó los bóxer negros que llevaba, dejando al descubierto una formidable erección; grande y gruesa. Paula no podía dejar de mirar su miembro excitado, erecto.


Cuando se tumbó a su lado, no pudo resistir el impulso de tocarle. Esa era la clase de respuesta que Pedro había esperado suscitar en ella. Quería que se olvidara de los bebés durante un rato y que disfrutara del sexo solamente.


Era eso lo que había planeado cuando le había pedido que fuera a verle a Darwin una semana antes. Había pensado que le llevaría tiempo seducir a Paula totalmente, que le iba a costar mucho hacerla entrar en ese estado mental erótico. Sin embargo, parecía que iba a conseguir su propósito mucho antes de lo esperado. Ella no estaba pensando en nada que no fuera sexo en ese momento.


Pedro sabía que debía detenerla, pero no podía. Las yemas de sus dedos eran como alas de mariposa sobre su miembro erecto. Nunca antes le habían tocado así; con tanta dulzura y sensualidad al mismo tiempo. Sus caricias le llevaron al borde del precipicio. Estar con Paula estaba poniendo a prueba toda su fuerza de voluntad. Ya había durado demasiado y apenas podía aguantar más…


–Ya basta, Paula –le dijo, extendiendo la mano y haciéndola detenerse–. Soy humano, ¿sabes? –añadió con una sonrisa suave cuando ella levantó la vista hacia él.


Paula apenas podía creerse que hubiera sido capaz de tocarle así. Le había encantado… Le había encantado sentirle entre los dedos, tan duro y tan suave a la vez. De repente, cuando Pedro le apartó la mano, pensó que quizá podría hacer con los labios lo que había estado haciendo con la mano… Un pensamiento sorprendente, sobre todo porque no tenía experiencia en esa clase de preliminares. Había probado un par de veces. A los hombres les encantaba, pero a ella nunca le había hecho mucha gracia. Jamás había imaginado que pudiera llegar a disfrutarlo, o a excitarse con ello. Sospechaba, no obstante, que hacérselo a Pedro sería completamente distinto. Y también lo sería tenerle dentro.


Una ola de deseo la sacudió por dentro.


–¿Qué pasa? –le preguntó él–. ¿Qué sucede?


–Hazme el amor –le dijo en un tono suplicante.


Mirándola fijamente, se puso entre sus piernas.


–Levanta las rodillas –le dijo–. Apoya los talones en la cama.


Con el estómago agarrotado, Paula hizo lo que le pedía. El corazón le latía locamente.


La penetró con suavidad y sutileza, pero ella no pudo evitar contener el aliento y soltarlo de golpe.


Él no se detuvo. Empujó más y más hasta llenarla por completo. La agarró de los tobillos y le puso las piernas alrededor de su cintura. De esa forma, pudo llegar mucho más adentro.


Paula estaba deseando que empezara a moverse… Al ver que no lo hacía, decidió tomar la iniciativa. Levantó las caderas de la cama. Pedro casi perdió el control… De repente se vio invadido por una necesidad imperiosa de hacerla suya brutalmente, como un cavernícola, sin más prolegómenos.


Empezó a moverse casi de forma involuntaria, con vigor, casi con violencia, adelante y atrás. Ella se movía con él, abrazándole sin piedad.


Pedro apretó los dientes, intentando resistirse al aluvión de sensaciones que amenazaban con lanzarle por el borde del precipicio. Desesperado, la agarró de las caderas y la sujetó con una fuerza brutal, tratando de ralentizar las cosas un poco… Pero ya era imposible. No podría durar mucho más. No podría…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 19

 


CUANDO los dedos de Pedro entraron en contacto con su frente, Paula se puso tensa. Cuando se enredaron en su pelo, apretó los dientes. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no gritar, pero finalmente lo consiguió.


Su madre solía acariciarle la cabeza cuando era pequeña y estaba enferma. El tacto de su mano era suave, la calmaba… El roce de las manos de Pedro también era suave, pero no tenía ese mismo efecto relajante, porque estaba demasiado rígida. No. No estaba rígida; estaba excitada… Era imposible relajarse teniendo los pezones duros como piedras, con un cosquilleo insoportable. En cuestión de segundos, ya no deseaba que le tocara la cabeza, sino otras partes de su cuerpo. Los pechos. El abdomen. Los muslos. El dolor de cabeza casi se le había quitado y había sido sustituido por un deseo arrebatador que resultaba tan exuberante y decadente como la lujosa habitación en la que estaba. Paula apenas podía entender lo mucho que deseaba que Pedro le quitara la ropa. Ya no le importaba si él pensaba que tenía los pechos demasiado pequeños. Quería sentir sus manos sobre ellos.


Su boca… Si hubiera tenido agallas, le habría dicho lo que deseaba. Pero ella nunca había sido atrevida en la cama. Al mismo tiempo, no obstante, sentía que tenía que decir algo, cualquier cosa… Algo con lo que pudiera darle a entender que podía seguir adelante…


–Se me ha quitado el dolor.


Pedro se detuvo. Paula abrió los ojos, a ver si así entendía lo que estaba pensando.


No tuvo mucho éxito… Debería haber sabido que no podría leerle la mente. Pedro nunca había sido un libro abierto precisamente.


–A lo mejor debería volver a mi habitación –le dijo, intentando que no se le notara la angustia.


Pedro soltó el aliento con exasperación.


–Creí haberte dicho que no le dieras tantas vueltas a las cosas. Quédate donde estás, Paula.


–¿Me quedo?


–Sí. Deseas esto tanto como yo. Si no fuera así, no te habrías quedado. Me habrías mandado al infierno, y habrías vuelto a tu habitación. Te conozco lo bastante como para saber que eres muy testaruda. Nunca haces nada que no quieras hacer. Quieres que te haga el amor, Paula, así que…. ¿Por qué no lo admites de una vez?


Ella le fulminó con la mirada.


–Supongo que no tiene sentido hacerte esperar –le dijo con desdén–. No si estás tan desesperado. Ya casi es mañana… Pero tampoco te vayas a creer que lo estoy deseando como una loca.


Él sonrió.


–Ya veremos, Paula. Ya veremos…


Paula trató de pensar en algo inteligente y mordaz, pero el cerebro se le había bloqueado por completo nada más sentir su mano sobre el botón superior del pijama. Contuvo la respiración mientras él se lo desabrochaba. Por suerte no la estaba mirando a la cara y no podía ver su expresión de estupefacción. Lentamente Pedro fue por el siguiente botón, y después por el siguiente… hasta abrirle los cinco botones… Para cuando terminó de abrirle la parte superior del pijama, ella apenas podía respirar. Trató de recobrar el aliento… Él levantó la vista.


–¿Quieres que pare?


Ella sacudió la cabeza.


–Bien –dijo él–. Porque creo que no podría.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 18

 


Pedro seguía sentado en la cama, viendo la televisión. Eran las once y cuarto. Estaba viendo un documental que en otras circunstancias le hubiera resultado muy interesante. Pero su mente no hacía más que divagar. La única razón por la que tenía la televisión encendida era que no podía dormir. No podía dejar de pensar en Paula.


Se arrepentía de haber pospuesto lo de hacer el amor hasta el día siguiente. Su deseo no había hecho más que crecer con cada minuto que pasaba a su lado. Incluso cuando ella se ponía respondona o arisca, la deseaba. En realidad, cuanto más respondona y arisca se ponía, más la deseaba. Todo era muy retorcido. No podía esperar hasta el día siguiente. Pero no tendría más remedio que hacerlo. No podía irrumpir en su dormitorio a esa hora y pedirle que cumpliera con el trato, sobre todo porque debía de estar profundamente dormida.


La cena había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Paula le había dicho que estaba agotada y él la había escuchado en la ducha mientras recogía la cocina, sometido a un bombardeo constante de imágenes de ella, bajo el chorro de agua caliente que corría por sus hombros, su espalda… La imagen no tardó en convertirse en una fantasía sexual. En su mente podía verla dándose la vuelta, de forma que el agua le caía sobre la cara. Echaba atrás la cabeza y arqueaba la espalda, sus pechos quedaban bajo el chorro… De repente contenía el aliento cuando el agua le caía sobre los pezones duros.


Pero en el sueño no estaba sola. Él estaba allí con ella, justo detrás, observándola y esperando. No por mucho tiempo. Ella le daría una pastilla de jabón y le diría que la lavara. Y él lo haría, lentamente. Era delicioso, decadente… Era maravilloso oírla gemir, abrir las piernas, invitarle a entrar.


Desafortunadamente ella había cerrado el grifo en ese preciso instante, interrumpiendo así la fantasía.


Pedro se dio una ducha de agua fría. Necesitaba espabilarse. Pero el efecto no le duró mucho… Al meterse en la cama, poco después de las ocho y media, pensó en hacer algo al respecto… pero entonces abandonó la idea al recordar que Paula necesitaba lo mejor de él, no un compañero sexual.


Necesitaba lo mejor de él, o de cualquiera. Cualquiera le valía. No tenía sentido fingir que era especial para ella. Era una estupidez molestarse por ello. El ego masculino no tenía sentido alguno.


De repente alguien llamó a su puerta. El corazón casi se le salió del pecho. Era absurdo. Solo podía ser ella.


–Entra –le dijo–. Estoy despierto todavía –añadió, aunque no era necesario.


Podía ver la luz por debajo de la puerta, y oír la televisión. De no haber sido así, no hubiera llamado. Durante una fracción de segundo, Pedro se dejó llevar por otra fantasía, una en la que ella no era capaz de dormir y había ido a seducirle vestida con un camisón muy provocativo.


Pero ese sueño no duró mucho. La puerta se abrió y ella apareció vestida con la ropa menos sensual que podía imaginarse. No era que ese pijama de lunares rosa fuera feo, pero en la oscuridad de la noche, con la cara limpia y el pelo recogido en una coleta, parecía aquella chica de dieciséis años que recordaba.


–Siento molestarte, Pedro –le dijo, algo avergonzada–. Pero me he despertado con un terrible dolor de cabeza. He buscado en todos los armarios del baño, y en la cocina, pero no encuentro analgésicos.


–¿En serio? Pensaba que había guardado unos cuantos en el armario que está encima de la nevera.


–Oh, no miré en ese. Estaba demasiado alto.


–No importa. Tengo más en el armario de mi cuarto de baño. Voy a buscarlos.


Paula se puso tensa cuando él se quitó las sábanas con las que estaba tapado, temerosa de encontrárselo desnudo. Parecía desnudo, apoyado contra una montaña de almohadas. Por lo menos no llevaba nada de cintura para arriba. Afortunadamente, por abajo sí que llevaba unos bóxer negros de cintura baja.


–¿Qué necesitas? –le dijo por encima del hombro, yendo hacia el cuarto de baño–. ¿Paracetamol o algo más fuerte?


–Algo que no tenga codeína. Me da ganas de vomitar.


–Entonces paracetamol –le dijo al volver, con dos tabletas en una mano y un vaso de agua en la otra–. Bébete toda el agua –añadió, dándoselo todo–. El vuelo y el alcohol deben de haberte dejado deshidratada.


Paula le obedeció, mirando la televisión mientras bebía el agua. Era mejor que mirarlo a él.


–Gracias –le dijo finalmente, devolviéndole el vaso–. Siento haberte molestado.


–No es ninguna molestia. No. No te vayas –añadió de una forma un tanto abrupta cuando ella dio media vuelta–. Quédate a ver la televisión un rato conmigo. Hasta que se te pase el dolor.


Paula no pudo sino admitir que se sentía tentada. Se volvió hacia él y entonces miró la televisión.


–¿Podemos ver algo que no sea sobre pesca?


–Claro. Toma el mando. Hay un montón de canales para elegir.


–¿Pero dónde me siento?


Había un sofá de dos plazas contra la pared, pero estaba justo debajo de la televisión.


–A mi lado, en la cama. Claro.


Ella se lo quedó mirando, sabiendo muy bien lo que pasaría si se acostaba en esa cama.


–Te prometo que no te tocaré, Paula –le dijo, mirándola fijamente–. A menos que quieras que lo haga.


Paula sacudió la cabeza lentamente.


–Ya no sé lo que quiero.


–Eso es porque piensas demasiado en todo. Es hora de dejar que la naturaleza siga su curso. Me encuentras atractivo, ¿no?


Ella le miró de arriba abajo una vez más.


–Sí –le dijo, casi ahogándose.


–¿Y te gustó que te besara antes?


–Sí.


–¿Qué tal el dolor ahora?


–¿Qué? Oh, eh, mejor.


–En unos diez minutos te sentirás muchísimo mejor, sobre todo si te acuestas en mi cómoda cama y me dejas que te acaricie el pelo.


–Acaríciame el pelo –repitió ella automáticamente.


Un escalofrío de lo más erótico le recorrió la espalda.


–Tendrás que soltarte esa coleta, claro. Espera… Ya lo hago yo.


Se puso detrás de ella y le quitó el coletero, soltándole el cabello sobre los hombros.


–Así –añadió. La llevó a la cama y echó atrás las mantas.


De repente la tomó en brazos.


Paula contuvo el aliento. El movimiento había sido tan repentino.


Automáticamente levantó los brazos y le rodeó el cuello, parpadeando, mirándolo a los ojos.


–Siempre he querido hacer que el mundo se tambaleara bajo tus pies – le dijo en un tono irónico–. Y no digas nada sarcástico ahora, Paula, por favor. Sé que lo estás deseando. Lo veo en tus ojos. Pero no es momento de echar un pulso. Es momento de que confíes en mí.


Paula pensó en lo extraña que era la situación. Frunció el ceño.


–Todavía te está molestando el dolor de cabeza, ¿no? –le preguntó él, dejándola sobre la cama–. Creo que, dadas las circunstancias… –rodeó la cama y se acostó a su lado–. Ver la televisión no es buena idea –agarró el mando y apagó el aparato–. Lo que necesitas es cerrar los ojos y relajarte.


Se inclinó sobre ella y vio que todavía tenía los ojos abiertos.


–Paula Chaves, tienes un problema con la autoridad, ¿no? ¡Cierra los ojos!


En otra época, probablemente le hubiera aguijoneado con su incisiva ironía, pero en ese momento estaba demasiado nerviosa y preocupada como para mantener su nivel de sarcasmo habitual. Además, estaba demasiado excitada, deseando que él la tocara, aunque solo fuera una caricia en la cabeza. Las cosas no iban a terminar ahí. De eso estaba segura.


Cerró los ojos, contuvo la respiración, esperó con emoción a que empezara el juego de seducción…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 17

 


Julia Chaves, preocupada, agarró el teléfono en cuanto empezó a sonar.


En cuanto vio el número de su hija en la pantalla, sintió un gran alivio. Había pasado toda la tarde angustiada, en la peluquería. A Paula nunca le había gustado montar en avión, y no la había llamado al llegar.


–Hola, mamá –le dijo Paula antes de que pudiera decir nada–. Tranquilízate. El avión no se cayó y ya estoy en el hotel, sana y salva.


–Ojalá me hubieras llamado desde el aeropuerto –dijo Julia sin más–. Estaba muy preocupada.


Nada más decirlo, se arrepintió. No le gustaban las madres que les hablaban a sus hijos como si fueran niños. Eso los ponía en una situación penosa.


Paula reprimió un suspiro.


–Lo siento. Quería llegar al hotel antes de llamarte.


–Más lo siento yo, cariño. Te has ido a descansar y mírame… Ya te estoy haciendo sentir culpable. Te prometo que no te fastidiaré más. Y no tienes que llamarme todo el tiempo. Pero, sí, sí que me gustaría saber algo del hotel. ¿Es bonita la habitación?


Paula se sentó en uno de esos enormes sofás de cuero negro. Era tan suave y confortable.


–Mucho –dijo, recostándose–. Tiene todas las comodidades y vistas al puerto.


–No me dijiste cuánto te costó.


Paula hizo una mueca, pensando en todas las mentiras que estaba diciendo. Las cosas podían llegar a complicarse mucho.


–En realidad, no solo reservé una habitación, mamá. Es un apartamento.


–¡Dios mío! Tú no sueles ser tan derrochadora, Paula, a menos que se trate de ropa. No es que me queje… No. Te mereces darte algún capricho después de todo lo que has pasado.


En ese preciso momento, Pedro entró en el salón, con una copa de vino blanco en la mano. Se la dio. Ella le dio las gracias moviendo los labios y se llevó la copa a la boca. De repente tenía la sensación de que iba a necesitar una copa o dos antes de que terminara el día.


–Tendrás que mandarme alguna foto –le dijo su madre.


Paula bebió un sorbo de ese vino frío y exquisito y trató de pensar cómo podría evitar tener que mandarle fotos. A lo mejor podía enviarle alguna de las vistas, de la habitación de invitados, del cuarto de baño… Pero no en ese momento.


–Te las mando mañana, ¿de acuerdo? Estoy exhausta. Solo quiero darme una ducha e irme a dormir.


–¿Y no vas a comer nada?


–No me moriré de hambre, mamá. Hay comida en la cocina –le dijo. Y era cierto. Pedro le había enseñado la alacena, que iba desde el suelo al techo–. Incluso hay una botella de vino blanco en el frigorífico.


Levantó su copa e hizo el gesto de un brindis, mirando a Pedro. Él se había sentado a su lado. Le devolvió la sonrisa y estiró los brazos por encima del sofá. Estaba increíblemente sexy.


Apartó la vista bruscamente y se concentró en la conversación con su madre.


–Bueno, ¿cómo te las has arreglado sin mí hoy?


–Bien. Aunque ninguna de las chicas tiene mucha maña con los tintes. Sospecho que muchos de tus clientes van a esperar a que regreses para teñirse. De todos modos, solo vas a estar fuera diez días. No es una eternidad. Estoy segura de que sobrevivirán.


–Seguro que sí. Tengo que dejarte, mamá. No hago más que bostezar. Te llamaré mañana por la noche.


–Eso me gustaría. Así me cuentas lo que has estado haciendo.


Paula tragó con dificultad y lo miró. ¿Querría hacer el amor por la mañana, a plena luz del día? ¿O acaso esperaría hasta el día siguiente por la noche?


–Yo… er… No creo que haga muchas cosas mañana. Creo que solo daré un paseo por la ciudad, a lo mejor compro un poco de comida. No me apetece ir a cenar por ahí sola, así que prefiero cocinar.


–Eso suena bien. Buenas noches, cariño. Te quiero.


–Yo también, mamá. Adiós –después de colgar, Paula bebió un buen sorbo de vino y miró a Pedro.


–¡Madres! –dijo con una mezcla de exasperación y afecto.


–Solo quieren lo mejor para nosotros.


–¿Pero? –Paula sonrió–. Estoy segura de que he oído algún «pero» –le dijo, recordándole sus propias palabras.


Él esbozó una sonrisa.


–Creo que tú eres la inteligente aquí, Paula. No yo. Pero, no. No hay «peros». Las madres siempre serán madres. No importa la edad de los hijos. Solo tienes que aprender a escapar de su control sin que se den cuenta, sin que sepan lo mucho que lo odias.


–Pero yo no lo odio. No como tú. Yo creo que la preocupación de mi madre se debe a que me quiere. No creo que trate de controlarme.


Él encogió los hombros.


–No todas las madres son iguales y tengo que admitir que la tuya es particularmente simpática y agradable.


–Y la tuya también.


–Cierto. Pero la mía está casada con mi padre.


Paula ladeó la cabeza y lo miró…


–Siempre he querido preguntarte por qué odias tanto a tu padre. Quiero decir que… Sé que no es muy sociable precisamente, pero aun así es tu padre.


–No sigas por ahí, Paula, por favor.


–¿Por dónde?


–No empecemos con un interrogatorio.


–Solo siento curiosidad por la relación que tienes con tu padre. No tengo intención de interrogarte sobre tu vida.


–Bien. Porque yo no tengo intención de contestar a esas preguntas – cruzó los brazos, adoptando una actitud beligerante.


–Pero qué agradable eres.


–No. En realidad no lo soy. Soy exactamente lo que me dijiste antes. Cascarrabias y antisocial.


Paula sintió que le empezaba a subir la tensión.


–Por favor, no vayamos por ahí tampoco.


–¿Por dónde? Si es que te puedo preguntar.


–Por ese camino de «regreso al futuro», en el que nos peleamos todo el tiempo y terminamos estropeándolo todo. Créeme cuando te digo que no me interesa en absoluto tu vida privada. Sé que al principio te dije que sí, pero he cambiado de idea. Me da igual dónde hayas estado todos estos años, lo que hayas hecho, con quién te has acostado… Y tampoco me importa nada cuánto dinero tienes. Lo único que me importa es que esto funcione… ¡Y que podamos fabricar un bebé!


De repente se dio cuenta de que le estaba gritando, pero él sonreía.


–Siempre se te han dado muy bien las rabietas.


Paula no quiso devolverle la sonrisa. Todavía estaba muy enfadada.


Bebió otro sorbo de vino y se le fue directamente a la cabeza. Tenía que comer algo. Pronto.


Como si estuviera todo preparado, alguien tocó el timbre del telefonillo que daba acceso al edificio. Con un poco de suerte sería el repartidor del restaurante tailandés.


–Salvados por la campana –dijo Pedro y se levantó–. Debe de ser la cena –dijo y se dirigió hacia la puerta de entrada.


Apretó el botón del telefonillo y preguntó quién era.


–Pedido para Pedro Alfonso.


–Bajaré a buscarlo.


Paula se quedó sentada, un poco preocupada por el futuro. Tenía que dejar de pensar. Se terminó la copa, fue a la cocina, y se sirvió otra. Regresó al salón y le esperó.


Él volvió con unos recipientes que olían de maravilla.


–Vamos a comernos esto a la cocina. A menos que quieras que nos sentemos a la mesa…


–No creo que tengamos tiempo para eso –Paula se puso en pie. La habitación le dio vueltas–. Si no como algo en los próximos cinco minutos, me voy a emborrachar.


–¿Con una sola copa de vino?


–Me serví otra cuando bajaste.


–¡Pero qué borracha te has vuelto!


–¡Deja de burlarte de mí y ve a servir la comida!


–¿Puedes llegar a la cocina tú sola o quieres que te lleve en brazos?


Ella puso los ojos en blanco.


–Creo que puedo llegar sola.


–Qué pena. Siempre he querido tenerte en mis brazos.


–¡Mentiroso!


Él suspiró con un aire melodramático.


–Oh, Paula, ¿pero qué voy a hacer contigo?


–Con un poco de suerte, podrás darme de comer.