Julia Chaves, preocupada, agarró el teléfono en cuanto empezó a sonar.
En cuanto vio el número de su hija en la pantalla, sintió un gran alivio. Había pasado toda la tarde angustiada, en la peluquería. A Paula nunca le había gustado montar en avión, y no la había llamado al llegar.
–Hola, mamá –le dijo Paula antes de que pudiera decir nada–. Tranquilízate. El avión no se cayó y ya estoy en el hotel, sana y salva.
–Ojalá me hubieras llamado desde el aeropuerto –dijo Julia sin más–. Estaba muy preocupada.
Nada más decirlo, se arrepintió. No le gustaban las madres que les hablaban a sus hijos como si fueran niños. Eso los ponía en una situación penosa.
Paula reprimió un suspiro.
–Lo siento. Quería llegar al hotel antes de llamarte.
–Más lo siento yo, cariño. Te has ido a descansar y mírame… Ya te estoy haciendo sentir culpable. Te prometo que no te fastidiaré más. Y no tienes que llamarme todo el tiempo. Pero, sí, sí que me gustaría saber algo del hotel. ¿Es bonita la habitación?
Paula se sentó en uno de esos enormes sofás de cuero negro. Era tan suave y confortable.
–Mucho –dijo, recostándose–. Tiene todas las comodidades y vistas al puerto.
–No me dijiste cuánto te costó.
Paula hizo una mueca, pensando en todas las mentiras que estaba diciendo. Las cosas podían llegar a complicarse mucho.
–En realidad, no solo reservé una habitación, mamá. Es un apartamento.
–¡Dios mío! Tú no sueles ser tan derrochadora, Paula, a menos que se trate de ropa. No es que me queje… No. Te mereces darte algún capricho después de todo lo que has pasado.
En ese preciso momento, Pedro entró en el salón, con una copa de vino blanco en la mano. Se la dio. Ella le dio las gracias moviendo los labios y se llevó la copa a la boca. De repente tenía la sensación de que iba a necesitar una copa o dos antes de que terminara el día.
–Tendrás que mandarme alguna foto –le dijo su madre.
Paula bebió un sorbo de ese vino frío y exquisito y trató de pensar cómo podría evitar tener que mandarle fotos. A lo mejor podía enviarle alguna de las vistas, de la habitación de invitados, del cuarto de baño… Pero no en ese momento.
–Te las mando mañana, ¿de acuerdo? Estoy exhausta. Solo quiero darme una ducha e irme a dormir.
–¿Y no vas a comer nada?
–No me moriré de hambre, mamá. Hay comida en la cocina –le dijo. Y era cierto. Pedro le había enseñado la alacena, que iba desde el suelo al techo–. Incluso hay una botella de vino blanco en el frigorífico.
Levantó su copa e hizo el gesto de un brindis, mirando a Pedro. Él se había sentado a su lado. Le devolvió la sonrisa y estiró los brazos por encima del sofá. Estaba increíblemente sexy.
Apartó la vista bruscamente y se concentró en la conversación con su madre.
–Bueno, ¿cómo te las has arreglado sin mí hoy?
–Bien. Aunque ninguna de las chicas tiene mucha maña con los tintes. Sospecho que muchos de tus clientes van a esperar a que regreses para teñirse. De todos modos, solo vas a estar fuera diez días. No es una eternidad. Estoy segura de que sobrevivirán.
–Seguro que sí. Tengo que dejarte, mamá. No hago más que bostezar. Te llamaré mañana por la noche.
–Eso me gustaría. Así me cuentas lo que has estado haciendo.
Paula tragó con dificultad y lo miró. ¿Querría hacer el amor por la mañana, a plena luz del día? ¿O acaso esperaría hasta el día siguiente por la noche?
–Yo… er… No creo que haga muchas cosas mañana. Creo que solo daré un paseo por la ciudad, a lo mejor compro un poco de comida. No me apetece ir a cenar por ahí sola, así que prefiero cocinar.
–Eso suena bien. Buenas noches, cariño. Te quiero.
–Yo también, mamá. Adiós –después de colgar, Paula bebió un buen sorbo de vino y miró a Pedro.
–¡Madres! –dijo con una mezcla de exasperación y afecto.
–Solo quieren lo mejor para nosotros.
–¿Pero? –Paula sonrió–. Estoy segura de que he oído algún «pero» –le dijo, recordándole sus propias palabras.
Él esbozó una sonrisa.
–Creo que tú eres la inteligente aquí, Paula. No yo. Pero, no. No hay «peros». Las madres siempre serán madres. No importa la edad de los hijos. Solo tienes que aprender a escapar de su control sin que se den cuenta, sin que sepan lo mucho que lo odias.
–Pero yo no lo odio. No como tú. Yo creo que la preocupación de mi madre se debe a que me quiere. No creo que trate de controlarme.
Él encogió los hombros.
–No todas las madres son iguales y tengo que admitir que la tuya es particularmente simpática y agradable.
–Y la tuya también.
–Cierto. Pero la mía está casada con mi padre.
Paula ladeó la cabeza y lo miró…
–Siempre he querido preguntarte por qué odias tanto a tu padre. Quiero decir que… Sé que no es muy sociable precisamente, pero aun así es tu padre.
–No sigas por ahí, Paula, por favor.
–¿Por dónde?
–No empecemos con un interrogatorio.
–Solo siento curiosidad por la relación que tienes con tu padre. No tengo intención de interrogarte sobre tu vida.
–Bien. Porque yo no tengo intención de contestar a esas preguntas – cruzó los brazos, adoptando una actitud beligerante.
–Pero qué agradable eres.
–No. En realidad no lo soy. Soy exactamente lo que me dijiste antes. Cascarrabias y antisocial.
Paula sintió que le empezaba a subir la tensión.
–Por favor, no vayamos por ahí tampoco.
–¿Por dónde? Si es que te puedo preguntar.
–Por ese camino de «regreso al futuro», en el que nos peleamos todo el tiempo y terminamos estropeándolo todo. Créeme cuando te digo que no me interesa en absoluto tu vida privada. Sé que al principio te dije que sí, pero he cambiado de idea. Me da igual dónde hayas estado todos estos años, lo que hayas hecho, con quién te has acostado… Y tampoco me importa nada cuánto dinero tienes. Lo único que me importa es que esto funcione… ¡Y que podamos fabricar un bebé!
De repente se dio cuenta de que le estaba gritando, pero él sonreía.
–Siempre se te han dado muy bien las rabietas.
Paula no quiso devolverle la sonrisa. Todavía estaba muy enfadada.
Bebió otro sorbo de vino y se le fue directamente a la cabeza. Tenía que comer algo. Pronto.
Como si estuviera todo preparado, alguien tocó el timbre del telefonillo que daba acceso al edificio. Con un poco de suerte sería el repartidor del restaurante tailandés.
–Salvados por la campana –dijo Pedro y se levantó–. Debe de ser la cena –dijo y se dirigió hacia la puerta de entrada.
Apretó el botón del telefonillo y preguntó quién era.
–Pedido para Pedro Alfonso.
–Bajaré a buscarlo.
Paula se quedó sentada, un poco preocupada por el futuro. Tenía que dejar de pensar. Se terminó la copa, fue a la cocina, y se sirvió otra. Regresó al salón y le esperó.
Él volvió con unos recipientes que olían de maravilla.
–Vamos a comernos esto a la cocina. A menos que quieras que nos sentemos a la mesa…
–No creo que tengamos tiempo para eso –Paula se puso en pie. La habitación le dio vueltas–. Si no como algo en los próximos cinco minutos, me voy a emborrachar.
–¿Con una sola copa de vino?
–Me serví otra cuando bajaste.
–¡Pero qué borracha te has vuelto!
–¡Deja de burlarte de mí y ve a servir la comida!
–¿Puedes llegar a la cocina tú sola o quieres que te lleve en brazos?
Ella puso los ojos en blanco.
–Creo que puedo llegar sola.
–Qué pena. Siempre he querido tenerte en mis brazos.
–¡Mentiroso!
Él suspiró con un aire melodramático.
–Oh, Paula, ¿pero qué voy a hacer contigo?
–Con un poco de suerte, podrás darme de comer.
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