sábado, 12 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 18

 


Pedro seguía sentado en la cama, viendo la televisión. Eran las once y cuarto. Estaba viendo un documental que en otras circunstancias le hubiera resultado muy interesante. Pero su mente no hacía más que divagar. La única razón por la que tenía la televisión encendida era que no podía dormir. No podía dejar de pensar en Paula.


Se arrepentía de haber pospuesto lo de hacer el amor hasta el día siguiente. Su deseo no había hecho más que crecer con cada minuto que pasaba a su lado. Incluso cuando ella se ponía respondona o arisca, la deseaba. En realidad, cuanto más respondona y arisca se ponía, más la deseaba. Todo era muy retorcido. No podía esperar hasta el día siguiente. Pero no tendría más remedio que hacerlo. No podía irrumpir en su dormitorio a esa hora y pedirle que cumpliera con el trato, sobre todo porque debía de estar profundamente dormida.


La cena había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Paula le había dicho que estaba agotada y él la había escuchado en la ducha mientras recogía la cocina, sometido a un bombardeo constante de imágenes de ella, bajo el chorro de agua caliente que corría por sus hombros, su espalda… La imagen no tardó en convertirse en una fantasía sexual. En su mente podía verla dándose la vuelta, de forma que el agua le caía sobre la cara. Echaba atrás la cabeza y arqueaba la espalda, sus pechos quedaban bajo el chorro… De repente contenía el aliento cuando el agua le caía sobre los pezones duros.


Pero en el sueño no estaba sola. Él estaba allí con ella, justo detrás, observándola y esperando. No por mucho tiempo. Ella le daría una pastilla de jabón y le diría que la lavara. Y él lo haría, lentamente. Era delicioso, decadente… Era maravilloso oírla gemir, abrir las piernas, invitarle a entrar.


Desafortunadamente ella había cerrado el grifo en ese preciso instante, interrumpiendo así la fantasía.


Pedro se dio una ducha de agua fría. Necesitaba espabilarse. Pero el efecto no le duró mucho… Al meterse en la cama, poco después de las ocho y media, pensó en hacer algo al respecto… pero entonces abandonó la idea al recordar que Paula necesitaba lo mejor de él, no un compañero sexual.


Necesitaba lo mejor de él, o de cualquiera. Cualquiera le valía. No tenía sentido fingir que era especial para ella. Era una estupidez molestarse por ello. El ego masculino no tenía sentido alguno.


De repente alguien llamó a su puerta. El corazón casi se le salió del pecho. Era absurdo. Solo podía ser ella.


–Entra –le dijo–. Estoy despierto todavía –añadió, aunque no era necesario.


Podía ver la luz por debajo de la puerta, y oír la televisión. De no haber sido así, no hubiera llamado. Durante una fracción de segundo, Pedro se dejó llevar por otra fantasía, una en la que ella no era capaz de dormir y había ido a seducirle vestida con un camisón muy provocativo.


Pero ese sueño no duró mucho. La puerta se abrió y ella apareció vestida con la ropa menos sensual que podía imaginarse. No era que ese pijama de lunares rosa fuera feo, pero en la oscuridad de la noche, con la cara limpia y el pelo recogido en una coleta, parecía aquella chica de dieciséis años que recordaba.


–Siento molestarte, Pedro –le dijo, algo avergonzada–. Pero me he despertado con un terrible dolor de cabeza. He buscado en todos los armarios del baño, y en la cocina, pero no encuentro analgésicos.


–¿En serio? Pensaba que había guardado unos cuantos en el armario que está encima de la nevera.


–Oh, no miré en ese. Estaba demasiado alto.


–No importa. Tengo más en el armario de mi cuarto de baño. Voy a buscarlos.


Paula se puso tensa cuando él se quitó las sábanas con las que estaba tapado, temerosa de encontrárselo desnudo. Parecía desnudo, apoyado contra una montaña de almohadas. Por lo menos no llevaba nada de cintura para arriba. Afortunadamente, por abajo sí que llevaba unos bóxer negros de cintura baja.


–¿Qué necesitas? –le dijo por encima del hombro, yendo hacia el cuarto de baño–. ¿Paracetamol o algo más fuerte?


–Algo que no tenga codeína. Me da ganas de vomitar.


–Entonces paracetamol –le dijo al volver, con dos tabletas en una mano y un vaso de agua en la otra–. Bébete toda el agua –añadió, dándoselo todo–. El vuelo y el alcohol deben de haberte dejado deshidratada.


Paula le obedeció, mirando la televisión mientras bebía el agua. Era mejor que mirarlo a él.


–Gracias –le dijo finalmente, devolviéndole el vaso–. Siento haberte molestado.


–No es ninguna molestia. No. No te vayas –añadió de una forma un tanto abrupta cuando ella dio media vuelta–. Quédate a ver la televisión un rato conmigo. Hasta que se te pase el dolor.


Paula no pudo sino admitir que se sentía tentada. Se volvió hacia él y entonces miró la televisión.


–¿Podemos ver algo que no sea sobre pesca?


–Claro. Toma el mando. Hay un montón de canales para elegir.


–¿Pero dónde me siento?


Había un sofá de dos plazas contra la pared, pero estaba justo debajo de la televisión.


–A mi lado, en la cama. Claro.


Ella se lo quedó mirando, sabiendo muy bien lo que pasaría si se acostaba en esa cama.


–Te prometo que no te tocaré, Paula –le dijo, mirándola fijamente–. A menos que quieras que lo haga.


Paula sacudió la cabeza lentamente.


–Ya no sé lo que quiero.


–Eso es porque piensas demasiado en todo. Es hora de dejar que la naturaleza siga su curso. Me encuentras atractivo, ¿no?


Ella le miró de arriba abajo una vez más.


–Sí –le dijo, casi ahogándose.


–¿Y te gustó que te besara antes?


–Sí.


–¿Qué tal el dolor ahora?


–¿Qué? Oh, eh, mejor.


–En unos diez minutos te sentirás muchísimo mejor, sobre todo si te acuestas en mi cómoda cama y me dejas que te acaricie el pelo.


–Acaríciame el pelo –repitió ella automáticamente.


Un escalofrío de lo más erótico le recorrió la espalda.


–Tendrás que soltarte esa coleta, claro. Espera… Ya lo hago yo.


Se puso detrás de ella y le quitó el coletero, soltándole el cabello sobre los hombros.


–Así –añadió. La llevó a la cama y echó atrás las mantas.


De repente la tomó en brazos.


Paula contuvo el aliento. El movimiento había sido tan repentino.


Automáticamente levantó los brazos y le rodeó el cuello, parpadeando, mirándolo a los ojos.


–Siempre he querido hacer que el mundo se tambaleara bajo tus pies – le dijo en un tono irónico–. Y no digas nada sarcástico ahora, Paula, por favor. Sé que lo estás deseando. Lo veo en tus ojos. Pero no es momento de echar un pulso. Es momento de que confíes en mí.


Paula pensó en lo extraña que era la situación. Frunció el ceño.


–Todavía te está molestando el dolor de cabeza, ¿no? –le preguntó él, dejándola sobre la cama–. Creo que, dadas las circunstancias… –rodeó la cama y se acostó a su lado–. Ver la televisión no es buena idea –agarró el mando y apagó el aparato–. Lo que necesitas es cerrar los ojos y relajarte.


Se inclinó sobre ella y vio que todavía tenía los ojos abiertos.


–Paula Chaves, tienes un problema con la autoridad, ¿no? ¡Cierra los ojos!


En otra época, probablemente le hubiera aguijoneado con su incisiva ironía, pero en ese momento estaba demasiado nerviosa y preocupada como para mantener su nivel de sarcasmo habitual. Además, estaba demasiado excitada, deseando que él la tocara, aunque solo fuera una caricia en la cabeza. Las cosas no iban a terminar ahí. De eso estaba segura.


Cerró los ojos, contuvo la respiración, esperó con emoción a que empezara el juego de seducción…




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