sábado, 12 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 18

 


Pedro seguía sentado en la cama, viendo la televisión. Eran las once y cuarto. Estaba viendo un documental que en otras circunstancias le hubiera resultado muy interesante. Pero su mente no hacía más que divagar. La única razón por la que tenía la televisión encendida era que no podía dormir. No podía dejar de pensar en Paula.


Se arrepentía de haber pospuesto lo de hacer el amor hasta el día siguiente. Su deseo no había hecho más que crecer con cada minuto que pasaba a su lado. Incluso cuando ella se ponía respondona o arisca, la deseaba. En realidad, cuanto más respondona y arisca se ponía, más la deseaba. Todo era muy retorcido. No podía esperar hasta el día siguiente. Pero no tendría más remedio que hacerlo. No podía irrumpir en su dormitorio a esa hora y pedirle que cumpliera con el trato, sobre todo porque debía de estar profundamente dormida.


La cena había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Paula le había dicho que estaba agotada y él la había escuchado en la ducha mientras recogía la cocina, sometido a un bombardeo constante de imágenes de ella, bajo el chorro de agua caliente que corría por sus hombros, su espalda… La imagen no tardó en convertirse en una fantasía sexual. En su mente podía verla dándose la vuelta, de forma que el agua le caía sobre la cara. Echaba atrás la cabeza y arqueaba la espalda, sus pechos quedaban bajo el chorro… De repente contenía el aliento cuando el agua le caía sobre los pezones duros.


Pero en el sueño no estaba sola. Él estaba allí con ella, justo detrás, observándola y esperando. No por mucho tiempo. Ella le daría una pastilla de jabón y le diría que la lavara. Y él lo haría, lentamente. Era delicioso, decadente… Era maravilloso oírla gemir, abrir las piernas, invitarle a entrar.


Desafortunadamente ella había cerrado el grifo en ese preciso instante, interrumpiendo así la fantasía.


Pedro se dio una ducha de agua fría. Necesitaba espabilarse. Pero el efecto no le duró mucho… Al meterse en la cama, poco después de las ocho y media, pensó en hacer algo al respecto… pero entonces abandonó la idea al recordar que Paula necesitaba lo mejor de él, no un compañero sexual.


Necesitaba lo mejor de él, o de cualquiera. Cualquiera le valía. No tenía sentido fingir que era especial para ella. Era una estupidez molestarse por ello. El ego masculino no tenía sentido alguno.


De repente alguien llamó a su puerta. El corazón casi se le salió del pecho. Era absurdo. Solo podía ser ella.


–Entra –le dijo–. Estoy despierto todavía –añadió, aunque no era necesario.


Podía ver la luz por debajo de la puerta, y oír la televisión. De no haber sido así, no hubiera llamado. Durante una fracción de segundo, Pedro se dejó llevar por otra fantasía, una en la que ella no era capaz de dormir y había ido a seducirle vestida con un camisón muy provocativo.


Pero ese sueño no duró mucho. La puerta se abrió y ella apareció vestida con la ropa menos sensual que podía imaginarse. No era que ese pijama de lunares rosa fuera feo, pero en la oscuridad de la noche, con la cara limpia y el pelo recogido en una coleta, parecía aquella chica de dieciséis años que recordaba.


–Siento molestarte, Pedro –le dijo, algo avergonzada–. Pero me he despertado con un terrible dolor de cabeza. He buscado en todos los armarios del baño, y en la cocina, pero no encuentro analgésicos.


–¿En serio? Pensaba que había guardado unos cuantos en el armario que está encima de la nevera.


–Oh, no miré en ese. Estaba demasiado alto.


–No importa. Tengo más en el armario de mi cuarto de baño. Voy a buscarlos.


Paula se puso tensa cuando él se quitó las sábanas con las que estaba tapado, temerosa de encontrárselo desnudo. Parecía desnudo, apoyado contra una montaña de almohadas. Por lo menos no llevaba nada de cintura para arriba. Afortunadamente, por abajo sí que llevaba unos bóxer negros de cintura baja.


–¿Qué necesitas? –le dijo por encima del hombro, yendo hacia el cuarto de baño–. ¿Paracetamol o algo más fuerte?


–Algo que no tenga codeína. Me da ganas de vomitar.


–Entonces paracetamol –le dijo al volver, con dos tabletas en una mano y un vaso de agua en la otra–. Bébete toda el agua –añadió, dándoselo todo–. El vuelo y el alcohol deben de haberte dejado deshidratada.


Paula le obedeció, mirando la televisión mientras bebía el agua. Era mejor que mirarlo a él.


–Gracias –le dijo finalmente, devolviéndole el vaso–. Siento haberte molestado.


–No es ninguna molestia. No. No te vayas –añadió de una forma un tanto abrupta cuando ella dio media vuelta–. Quédate a ver la televisión un rato conmigo. Hasta que se te pase el dolor.


Paula no pudo sino admitir que se sentía tentada. Se volvió hacia él y entonces miró la televisión.


–¿Podemos ver algo que no sea sobre pesca?


–Claro. Toma el mando. Hay un montón de canales para elegir.


–¿Pero dónde me siento?


Había un sofá de dos plazas contra la pared, pero estaba justo debajo de la televisión.


–A mi lado, en la cama. Claro.


Ella se lo quedó mirando, sabiendo muy bien lo que pasaría si se acostaba en esa cama.


–Te prometo que no te tocaré, Paula –le dijo, mirándola fijamente–. A menos que quieras que lo haga.


Paula sacudió la cabeza lentamente.


–Ya no sé lo que quiero.


–Eso es porque piensas demasiado en todo. Es hora de dejar que la naturaleza siga su curso. Me encuentras atractivo, ¿no?


Ella le miró de arriba abajo una vez más.


–Sí –le dijo, casi ahogándose.


–¿Y te gustó que te besara antes?


–Sí.


–¿Qué tal el dolor ahora?


–¿Qué? Oh, eh, mejor.


–En unos diez minutos te sentirás muchísimo mejor, sobre todo si te acuestas en mi cómoda cama y me dejas que te acaricie el pelo.


–Acaríciame el pelo –repitió ella automáticamente.


Un escalofrío de lo más erótico le recorrió la espalda.


–Tendrás que soltarte esa coleta, claro. Espera… Ya lo hago yo.


Se puso detrás de ella y le quitó el coletero, soltándole el cabello sobre los hombros.


–Así –añadió. La llevó a la cama y echó atrás las mantas.


De repente la tomó en brazos.


Paula contuvo el aliento. El movimiento había sido tan repentino.


Automáticamente levantó los brazos y le rodeó el cuello, parpadeando, mirándolo a los ojos.


–Siempre he querido hacer que el mundo se tambaleara bajo tus pies – le dijo en un tono irónico–. Y no digas nada sarcástico ahora, Paula, por favor. Sé que lo estás deseando. Lo veo en tus ojos. Pero no es momento de echar un pulso. Es momento de que confíes en mí.


Paula pensó en lo extraña que era la situación. Frunció el ceño.


–Todavía te está molestando el dolor de cabeza, ¿no? –le preguntó él, dejándola sobre la cama–. Creo que, dadas las circunstancias… –rodeó la cama y se acostó a su lado–. Ver la televisión no es buena idea –agarró el mando y apagó el aparato–. Lo que necesitas es cerrar los ojos y relajarte.


Se inclinó sobre ella y vio que todavía tenía los ojos abiertos.


–Paula Chaves, tienes un problema con la autoridad, ¿no? ¡Cierra los ojos!


En otra época, probablemente le hubiera aguijoneado con su incisiva ironía, pero en ese momento estaba demasiado nerviosa y preocupada como para mantener su nivel de sarcasmo habitual. Además, estaba demasiado excitada, deseando que él la tocara, aunque solo fuera una caricia en la cabeza. Las cosas no iban a terminar ahí. De eso estaba segura.


Cerró los ojos, contuvo la respiración, esperó con emoción a que empezara el juego de seducción…




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 17

 


Julia Chaves, preocupada, agarró el teléfono en cuanto empezó a sonar.


En cuanto vio el número de su hija en la pantalla, sintió un gran alivio. Había pasado toda la tarde angustiada, en la peluquería. A Paula nunca le había gustado montar en avión, y no la había llamado al llegar.


–Hola, mamá –le dijo Paula antes de que pudiera decir nada–. Tranquilízate. El avión no se cayó y ya estoy en el hotel, sana y salva.


–Ojalá me hubieras llamado desde el aeropuerto –dijo Julia sin más–. Estaba muy preocupada.


Nada más decirlo, se arrepintió. No le gustaban las madres que les hablaban a sus hijos como si fueran niños. Eso los ponía en una situación penosa.


Paula reprimió un suspiro.


–Lo siento. Quería llegar al hotel antes de llamarte.


–Más lo siento yo, cariño. Te has ido a descansar y mírame… Ya te estoy haciendo sentir culpable. Te prometo que no te fastidiaré más. Y no tienes que llamarme todo el tiempo. Pero, sí, sí que me gustaría saber algo del hotel. ¿Es bonita la habitación?


Paula se sentó en uno de esos enormes sofás de cuero negro. Era tan suave y confortable.


–Mucho –dijo, recostándose–. Tiene todas las comodidades y vistas al puerto.


–No me dijiste cuánto te costó.


Paula hizo una mueca, pensando en todas las mentiras que estaba diciendo. Las cosas podían llegar a complicarse mucho.


–En realidad, no solo reservé una habitación, mamá. Es un apartamento.


–¡Dios mío! Tú no sueles ser tan derrochadora, Paula, a menos que se trate de ropa. No es que me queje… No. Te mereces darte algún capricho después de todo lo que has pasado.


En ese preciso momento, Pedro entró en el salón, con una copa de vino blanco en la mano. Se la dio. Ella le dio las gracias moviendo los labios y se llevó la copa a la boca. De repente tenía la sensación de que iba a necesitar una copa o dos antes de que terminara el día.


–Tendrás que mandarme alguna foto –le dijo su madre.


Paula bebió un sorbo de ese vino frío y exquisito y trató de pensar cómo podría evitar tener que mandarle fotos. A lo mejor podía enviarle alguna de las vistas, de la habitación de invitados, del cuarto de baño… Pero no en ese momento.


–Te las mando mañana, ¿de acuerdo? Estoy exhausta. Solo quiero darme una ducha e irme a dormir.


–¿Y no vas a comer nada?


–No me moriré de hambre, mamá. Hay comida en la cocina –le dijo. Y era cierto. Pedro le había enseñado la alacena, que iba desde el suelo al techo–. Incluso hay una botella de vino blanco en el frigorífico.


Levantó su copa e hizo el gesto de un brindis, mirando a Pedro. Él se había sentado a su lado. Le devolvió la sonrisa y estiró los brazos por encima del sofá. Estaba increíblemente sexy.


Apartó la vista bruscamente y se concentró en la conversación con su madre.


–Bueno, ¿cómo te las has arreglado sin mí hoy?


–Bien. Aunque ninguna de las chicas tiene mucha maña con los tintes. Sospecho que muchos de tus clientes van a esperar a que regreses para teñirse. De todos modos, solo vas a estar fuera diez días. No es una eternidad. Estoy segura de que sobrevivirán.


–Seguro que sí. Tengo que dejarte, mamá. No hago más que bostezar. Te llamaré mañana por la noche.


–Eso me gustaría. Así me cuentas lo que has estado haciendo.


Paula tragó con dificultad y lo miró. ¿Querría hacer el amor por la mañana, a plena luz del día? ¿O acaso esperaría hasta el día siguiente por la noche?


–Yo… er… No creo que haga muchas cosas mañana. Creo que solo daré un paseo por la ciudad, a lo mejor compro un poco de comida. No me apetece ir a cenar por ahí sola, así que prefiero cocinar.


–Eso suena bien. Buenas noches, cariño. Te quiero.


–Yo también, mamá. Adiós –después de colgar, Paula bebió un buen sorbo de vino y miró a Pedro.


–¡Madres! –dijo con una mezcla de exasperación y afecto.


–Solo quieren lo mejor para nosotros.


–¿Pero? –Paula sonrió–. Estoy segura de que he oído algún «pero» –le dijo, recordándole sus propias palabras.


Él esbozó una sonrisa.


–Creo que tú eres la inteligente aquí, Paula. No yo. Pero, no. No hay «peros». Las madres siempre serán madres. No importa la edad de los hijos. Solo tienes que aprender a escapar de su control sin que se den cuenta, sin que sepan lo mucho que lo odias.


–Pero yo no lo odio. No como tú. Yo creo que la preocupación de mi madre se debe a que me quiere. No creo que trate de controlarme.


Él encogió los hombros.


–No todas las madres son iguales y tengo que admitir que la tuya es particularmente simpática y agradable.


–Y la tuya también.


–Cierto. Pero la mía está casada con mi padre.


Paula ladeó la cabeza y lo miró…


–Siempre he querido preguntarte por qué odias tanto a tu padre. Quiero decir que… Sé que no es muy sociable precisamente, pero aun así es tu padre.


–No sigas por ahí, Paula, por favor.


–¿Por dónde?


–No empecemos con un interrogatorio.


–Solo siento curiosidad por la relación que tienes con tu padre. No tengo intención de interrogarte sobre tu vida.


–Bien. Porque yo no tengo intención de contestar a esas preguntas – cruzó los brazos, adoptando una actitud beligerante.


–Pero qué agradable eres.


–No. En realidad no lo soy. Soy exactamente lo que me dijiste antes. Cascarrabias y antisocial.


Paula sintió que le empezaba a subir la tensión.


–Por favor, no vayamos por ahí tampoco.


–¿Por dónde? Si es que te puedo preguntar.


–Por ese camino de «regreso al futuro», en el que nos peleamos todo el tiempo y terminamos estropeándolo todo. Créeme cuando te digo que no me interesa en absoluto tu vida privada. Sé que al principio te dije que sí, pero he cambiado de idea. Me da igual dónde hayas estado todos estos años, lo que hayas hecho, con quién te has acostado… Y tampoco me importa nada cuánto dinero tienes. Lo único que me importa es que esto funcione… ¡Y que podamos fabricar un bebé!


De repente se dio cuenta de que le estaba gritando, pero él sonreía.


–Siempre se te han dado muy bien las rabietas.


Paula no quiso devolverle la sonrisa. Todavía estaba muy enfadada.


Bebió otro sorbo de vino y se le fue directamente a la cabeza. Tenía que comer algo. Pronto.


Como si estuviera todo preparado, alguien tocó el timbre del telefonillo que daba acceso al edificio. Con un poco de suerte sería el repartidor del restaurante tailandés.


–Salvados por la campana –dijo Pedro y se levantó–. Debe de ser la cena –dijo y se dirigió hacia la puerta de entrada.


Apretó el botón del telefonillo y preguntó quién era.


–Pedido para Pedro Alfonso.


–Bajaré a buscarlo.


Paula se quedó sentada, un poco preocupada por el futuro. Tenía que dejar de pensar. Se terminó la copa, fue a la cocina, y se sirvió otra. Regresó al salón y le esperó.


Él volvió con unos recipientes que olían de maravilla.


–Vamos a comernos esto a la cocina. A menos que quieras que nos sentemos a la mesa…


–No creo que tengamos tiempo para eso –Paula se puso en pie. La habitación le dio vueltas–. Si no como algo en los próximos cinco minutos, me voy a emborrachar.


–¿Con una sola copa de vino?


–Me serví otra cuando bajaste.


–¡Pero qué borracha te has vuelto!


–¡Deja de burlarte de mí y ve a servir la comida!


–¿Puedes llegar a la cocina tú sola o quieres que te lleve en brazos?


Ella puso los ojos en blanco.


–Creo que puedo llegar sola.


–Qué pena. Siempre he querido tenerte en mis brazos.


–¡Mentiroso!


Él suspiró con un aire melodramático.


–Oh, Paula, ¿pero qué voy a hacer contigo?


–Con un poco de suerte, podrás darme de comer.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 16

 


Durante la semana anterior había tenido mucho tiempo para pensar por qué hacía lo que hacía. Finalmente había llegado a la conclusión de que le había hecho esa propuesta para satisfacer su ego de macho. No había nada misterioso ni confuso en ello. Era el espíritu competitivo lo que le movía. Él, Pedro Alfonso, iba a hacer lo que ningún otro hombre había hecho nunca. Ese deseo tan intenso de darle un bebé a Paula no era solo sexual; era algo primario. Era ese viejo impulso del hombre, el impulso de procrear, de reproducirse…


Paula había acertado de pleno cuando le había dicho que lo de tener niños era tan importante para las mujeres como para los hombres. Era cierto.


Paula se sentía mucho mejor cuando salió del aseo. Había tenido tiempo de cepillarse el pelo y de quitarse la chaqueta. Pedro seguía allí parado, y con solo verle, sentía mariposas en el estómago. Todavía no se había acostumbrado a la idea de verle tan sexy. Estaba tan atractivo con esos pantalones cargo y el polo blanco, que le realzaba el bronceado… Tampoco lograba acostumbrarse a la forma en que él la miraba… Respirando hondo, Paula se colgó el bolso del hombro y fue hacia él, plenamente consciente de su movimiento lento, su respiración acelerada, la caída y subida de los pechos… De repente se dio cuenta de que se estaba ruborizando. Por suerte, él se había acercado a la cinta transportadora que sacaba el equipaje.


–¿Cómo es tu maleta? –le preguntó, mirándola por encima del hombro.


–Es negra, con un enorme lazo rosa atado al asa. Ahí está –añadió, señalando.


Pedro fue hacia allí, recogió la maleta de la cinta. Al sentir el peso, levantó las cejas.


–Solo te pedí que vinieras durante diez días, Paula… –le dijo en un tono bromista, dirigiéndose hacia la salida–. No para siempre.


–No me gusta irme a un sitio y encontrarme con que llevo poca ropa o prendas inadecuadas.


–Bueno, a mí no me pasa mucho.


–Pero tú eres un hombre.


–Y eso es bueno –le dijo él con una sonrisa pilla.


Paula se detuvo de golpe y lo miró.


–¿Qué? –le preguntó él.


–¿Te conozco de algo, Pedro Alfonso? Pensaba que sí. Pensaba que te tenía calado; creía que eras ese chico introvertido, antisocial, que se había convertido en un adulto irritante y cascarrabias. Y ahora, de repente, descubro que no eres así en absoluto. Eres ingenioso, encantador y… y…


–A lo mejor es que nunca llegaste a conocer muy bien a Pedro Alfonso


–Es evidente que no. ¿Qué otras sorpresas tienes para mí?


–¿Vamos a verlo? –le dijo, tomándola del brazo y llevándola hacia el aparcamiento.


El todoterreno no fue ninguna sorpresa, pero el papel que se encontró en el asiento del acompañante sí que lo fue. Era un informe médico.


Paula sacudió la cabeza.


–Es todo un detalle, Pedro.


–No quería que tuvieras que preocuparte de nada. No iba a ofrecerte menos de lo que tenías en esa clínica. Estoy seguro de que tu donante anónimo tenía algo parecido.


–Sí. Sí. Lo tenía –dijo ella, frunciendo el ceño–. Debería habértelo pedido, pero no lo hice. Fue una tontería por mi parte.


–No es ninguna tontería. Eres humana. Últimamente has estado muy ocupada. Pero al final te habrías acordado, y te hubieras preocupado. Ahora ya no tienes que hacerlo.


–No –dijo ella, y volvió a sonreírle–. Ya no. Gracias de nuevo, Pedro. Por todo.


–No me santifiques todavía, Paula.


–Ya –le dijo ella, lanzándole una de sus miradas más típicas–. En el futuro trataré de no ponerte en un pedestal.


–Bien pensado.


Cuando salieron del aeropuerto, el sol ya se había puesto y solo debían de faltar unos minutos para el anochecer. Aunque las carreteras que llevaban a la ciudad estaban bien iluminadas, no era fácil ver muchas cosas de la ciudad durante un viaje en coche, así que Pedro no se molestó en enseñarle nada. En cuestión de unos diez minutos ya estaban entrando en Central Business District, mucho más pequeño que el de Sídney.


–Todo parece tan limpio y ordenado –dijo Paula, mientras subían por Stuart Street y giraban a la izquierda, rumbo a Esplanade, una de las mejores calles de Darwin, según pensaba Pedro. Estaba justo al lado de la zona comercial, frente al mar, lo cual significaba que se podía disfrutar de una puesta de sol magnífica y de la brisa marina.


Su apartamento estaba situado hacia el final de la calle, en un edificio de varias plantas con paredes gris y azul. Había muchos balcones que daban al mar, todos ellos con paneles de cristal enrejados negros.


El garaje estaba en el sótano. John tenía dos plazas. Paula le miró en cuanto subieron el ascensor. Él apretó el botón del último piso.


–¿Vives en un ático?


–No exactamente. Los áticos suelen ocupar todo el último piso. Hay dos apartamentos del mismo tamaño. Yo vivo en uno de ellos.


Ella guardó silencio. Pedro la condujo al apartamento.


–Realmente eres muy rico, ¿no?


–No me falta.


–¿Para qué?


Él se encogió de hombros.


–No tendré que trabajar durante el resto de mi vida si no quiero. Aunque, evidentemente, sí que lo haré.


Ella volvió a sacudir la cabeza.


–Este lugar debe de haberte costado una fortuna.


–No creas. Lo compré antes de que fuera construido, hace unos años.


–¿Escogiste los muebles?


–Dios, no. No tengo gusto para eso. Me lo decoraron y amueblaron. ¿Quieres ver el resto de la casa?


–Sí, por favor.


Pedro le enseñó todas las habitaciones. La última era el dormitorio principal. De repente, Paula no pudo evitar imaginarse a sí misma tumbada en esa cama inmensa, desnuda, mientras Pedro le hacía toda clase de cosas inimaginables.


–Te has quedado muy callada –le dijo él de repente, desde detrás–. ¿Ocurre algo?


–En absoluto –le dijo, forzando una sonrisa–. Este lugar es maravilloso, Pedro.


–¿Pero…?


–¿Pero qué?


–Sabía que había algún «pero…»


Paula decidió tomar el toro por los cuernos, en un intento por acabar con la tensión que la atenazaba.


–Me preguntaba si esperas que venga aquí esta noche.


Pedro se sintió tentado de decir que sí durante un instante.


–Pensaba que estarías demasiado cansada –le dijo, haciendo todo lo posible por ignorar la reacción de su propio cuerpo.


Ella sonrió.


–Cuando algo me pone nerviosa, me gusta terminar con ello cuanto antes.


–No tienes motivo para estar nerviosa.


Paula se rio.


–No tienes ni idea.


–No tengo ni idea… ¿De qué?


Ella hizo una mueca.


–Debería habértelo dicho antes.


–¿Decirme qué?


–Creo que soy un poco frígida.


La sorpresa de Pedro debió de vérsele en los ojos. Paula apartó la mirada rápidamente.


–Esto es muy embarazoso.


Él guardó silencio un momento. La agarró de la barbilla y la hizo volverse hacia él. Dudaba mucho que fuera tan frígida… Había visto pasión en ella… demasiadas veces…


–Vayamos paso a paso –le dijo suavemente, mirándola a los ojos–. Te gusta que te besen, ¿no? Cuando estás con un hombre que te gusta, ¿verdad?


Ella parpadeó y entonces asintió. Pensó que él iba a besarla, pero no lo hizo. La soltó y deslizó las yemas de los dedos sobre su labio inferior, adelante y atrás, dibujando la forma de su boca una y otra vez. Paula no tardó en sentir un cosquilleo en los labios… El corazón le latía sin control y solo deseaba que él la besara… Trató de respirar… Abrió los labios… Y, por fin, en ese momento, él hizo lo que tanto deseaba… La besó.


Fue un beso como nunca antes había experimentado; comedido, pero extraordinariamente excitante. Le sujetó las mejillas con ambas manos y le acarició los labios, hinchados. Paula gimió. Y entonces fue cuando la besó con ansia, manteniéndole los labios separados para meterle la lengua dentro.


A Paula le daba vueltas la cabeza. No podía pensar con claridad, pero tampoco le importaba. Lo único que quería era que Pedro siguiera besándola.


Pero él no lo hizo. Se apartó, bruscamente.


–Entonces entiendo que… me encuentras atractivo.


Ella le fulminó con una mirada.


–Eres un bastardo arrogante, Pedro Alfonso


Él sonrió.


–Y tú eres increíblemente preciosa, Paula Chaves.


Ella arrugó los labios, haciendo un gesto desafiante.


–Y tampoco creo que seas frígida en absoluto.


–¡Oh! –exclamó ella–. De verdad que eres el tipo más prepotente que he conocido jamás…


–Pero soy atractivo –le recordó él, sin inmutarse.


Ella no pudo evitar reírse.


–¿Pero qué voy a hacer contigo? –le dijo sin pensar.


Pedro arqueó las cejas. Los ojos le brillaban.


Paula arrugó los párpados.


–No te atrevas a decir nada más. Bueno, me voy a deshacer la maleta en una de las habitaciones de invitados. Me gustaría quedarme en la habitación de las flores color turquesa, si no te importa. Mientras tanto, no tendrás nada de comer por aquí, ¿no?


–Desafortunadamente, cocinar no se me da nada bien, así que lo mejor que puedo ofrecerte esta noche es comida preparada. Conozco muchos restaurantes asiáticos que sirven en menos de media hora. ¿Qué prefieres? ¿Chino, tailandés o vietnamita?


–No soy muy exigente. Tú elijes.


–Entonces tailandés –le dijo al tiempo que entraban en el salón–. Nos vemos aquí cuando estés lista. He comprado vino y aperitivos.


Paula estuvo a punto de decirle que no solía beber mucho, que solo se había sentido indispuesta ese día. Pero tampoco quería sacar el tema de su incapacidad para concebir un niño. Durante un rato, se le había olvidado.


Y también había olvidado llamar a su madre.


–Tengo que llamar a mi madre lo primero –dijo, sintiéndose terriblemente culpable–. Quiero decirle que he llegado bien.


–Sí, claro. Adelante. Yo voy a llamar al restaurante. Y… Paula…


–¿Qué?


–Puedes relajarte un poco. Te prometo que no te obligaré a hacer nada que no quieras –esbozó una sonrisa pícara–. A menos que me supliques, claro…





viernes, 11 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 15

 


COMO tenía un asiento junto a la ventana y estaba demasiado aturdida como para leer, Paula pasó la mayor parte del viaje a Darwin contemplando el paisaje. No había nubes en el cielo, y no había nada que empañara la maravillosa vista. Australia era un país enorme, desierto y desconocido… La última frontera, como decían muchos.


Nunca había sobrevolado la zona central del país, nunca había estado en aquella vasta expansión llena de misterio. Sus vacaciones, antes de la muerte de su padre, consistían básicamente en viajes a Sídney y a Gold Coast.


Una vez habían ido a Blue Mountains y habían visitado Three Sisters y Jenolan Caves. Después de la muerte de su padre, no obstante, su madre y ella habían pasado muchos años sin ir de vacaciones, y al final habían empezado a ir a Fiji todos los años, porque estaba muy cerca y los viajes eran baratos.


No había estado nunca en Darwin, pero sí conocía un poco el lugar. Se había pasado la semana anterior leyendo cosas sobre el lugar en Internet. No le gustaba quedar en evidencia y, hasta ese momento, su conocimiento sobre la capital de los territorios del norte era bastante superficial y limitado. Sabía, sin embargo, que Darwin había sido asolado por un ciclón en los setenta, el día de Navidad. Habían tardado mucho tiempo en reconstruir la ciudad, pero con el tiempo había llegado a ser una ciudad minera próspera, meca del turismo, la entrada al parque nacional de Kakadu y a muchos otros lugares importantes de la cultura aborigen. Al ser una ciudad costera, en el extremo norte del país, tenía un clima muy cálido y húmedo en el verano y templado en invierno.


De repente anunciaron que el avión empezaba a descender y a prepararse para el aterrizaje. Paula sintió que se le encogía el estómago. Si no hubiera estado tan nerviosa, quizá habría podido dejar de pensar en lo que iba a hacer en Darwin.


PedroPedroPedro…. Todos sus pensamientos iban en una única dirección. Buscando algo en que distraerse, se dedicó a mirar por la ventana.


El rojo y marrón de la Australia profunda había dado paso a una vegetación exuberante y verde, con muchos árboles y agua a la izquierda. Parecía el puerto, pero no podía ser el puerto de Darwin. No había casas junto a la orilla, ni tampoco muchos barcos en el agua. Un jet comercial siempre tardaba mucho en aproximarse al aeropuerto, así que no podían estar sobre Darwin aún.


Cuando el avión se inclinó hacia un lado bruscamente, Paula se vio cegada momentáneamente por el sol de poniente. Cerró los ojos de golpe y los apretó con fuerza. El aterrizaje siempre la había inquietado mucho, aunque en esa ocasión las cosas que la inquietaban eran más bien otras.


El aterrizaje pareció durar una eternidad, pero no tardó mucho en desembarcar. Por suerte, su asiento estaba muy cerca de la salida. Cruzó la pista hacia el edificio de la terminal… Lo único en lo que podía pensar era que a cada paso que daba se acercaba más y más a Pedro.


Él estaba junto a una ventana, en la zona de llegadas, mirando a los pasajeros mientras desembarcaban. Vio a Paula enseguida. Llevaba unos vaqueros, una chaqueta blanca y un top blanco y azul debajo. Estaba maravillosa, preciosa… y muy tensa. Con el ceño fruncido, andaba a toda prisa, con ansiedad. Claramente, no le vio allí parado, aunque no hacía más que mirar a su alrededor. Cuando él dio un paso adelante y fue a su encuentro, ella esbozó una sonrisa tensa. Era evidente que estaba muy nerviosa. La llevó hasta el aseo más cercano cuando ella se lo pidió y esperó pacientemente a que saliera. Solo había una forma de describir lo que sentía.


Se sentía… expectante, como no lo había estado en mucho tiempo. No solo se trataba del tema sexual, aunque eso también era importante. Pero había algo más… La expectación que venía después de aceptar un desafío.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 14

 


Pedro estaba echando unos cuantos leños más al fuego cuando oyó el timbre de su teléfono vía satélite. Frunciendo el ceño, entró en la tienda de campaña de una plaza, buscó el teléfono y volvió a salir. Había luna llena. Pedro la miró un segundo antes de contestar.


–Hola, Paula –dijo, intentando sonar tranquilo; nada más lejos de la realidad.


Al principio había sentido un gran alivio al ver que ella no lo llamaba. En cuanto había aclarado un poco sus ideas, se había dado cuenta de que había sido una locura hacerle esa propuesta. Pero, a medida que pasaban los días, no podía evitar pensar en que volvería a casa por Navidad, y volvería a ver a Paula, esa vez embarazada de un extraño. Después de varias noches en vela, se había sentido tentado de llamarla. ¿Pero qué podía decirle que no le hubiera dicho ya? Era evidente que no le quería como padre de su hijo. Insistir hubiera sido una estupidez.


Y así, finalmente, no había hecho nada. Literalmente. No había intentado buscar trabajo en las empresas mineras. Tampoco se había ido a pescar, tal y como solía hacer cuando estaba de vacaciones en Darwin. No había hecho nada. Se había dedicado a deambular y a ver películas interminables en la tele; se había dedicado a pensar demasiado, y a beber más de la cuenta. Bianca le hubiera dicho que estaba huyendo de la vida real. Otra vez.


Al final, le había pedido a su compañero de pesca en helicóptero que lo dejara en aquel lugar aislado durante unos días, y había acampado solo. Nada aclaraba tanto la cabeza como estar en comunión con la Naturaleza. Y había funcionado, hasta cierto punto. Al final la decisión de ella había empezado a cobrar sentido. Al final había logrado encontrar algo de paz mental. O eso creía… Pero había bastado con una llamada de teléfono para hacer añicos esa ilusión.


–¿Cómo supiste que era yo? –le preguntó ella, sorprendida.


–El identificador de llamadas decía que llamabas desde New South Wales. Eres la única persona en ese Estado que tiene mi número.


–Oh. Ya veo.


De repente, Pedro tuvo un pensamiento arrollador. ¿Y si le estaba llamando para decirle que por fin estaba embarazada? Era posible. A lo mejor había pensado que a él le gustaría saberlo.


–¿Por qué llamas, Paula? –le preguntó bruscamente.


Paula sintió que el corazón se le hundía al oír esa pregunta tan directa.


–Has cambiado de idea sobre la propuesta, ¿no? –le dijo ella.


La tensión que agarrotaba el estómago de Pedro se disolvió de repente.


–En absoluto.


–¿En serio? –dijo ella.


Una esperanza renovada le invadía el corazón.


–Sí, en serio. ¿Y qué pasó, Paula? Teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado desde la última vez que hablamos, supongo que habrás vuelto a la clínica para intentarlo de nuevo y que no funcionó.


–Hoy me vino el periodo –le confesó con un suspiro.


–Como te dije en la carta, mi oferta sigue en pie.


–Sé que a caballo regalado no se le mira el diente, Pedro, pero todavía no me queda claro por qué haces esto por mí. Aparte del tema del sexo, claro. Pero eso tampoco lo entiendo muy bien. Quiero decir que… si siempre te he gustado, ¿por qué no hiciste nada al respecto antes?


Todas eran preguntas muy lógicas, pero Pedro no sabía qué decirle.


Tenía que decirle algo, no obstante. Ella no era ninguna tonta.


–¿Puedo serte franco?


–Por favor.


–No he hecho nada hasta ahora porque pensé que me rechazarías –le dijo con sinceridad–. Hasta que nos vimos de nuevo el mes pasado. Sin embargo, contrariamente a lo que crees, también me caes bien, Paula, y solo quería ayudarte a conseguir lo que más deseas, que es tener un bebé. Y, por muy extraño que parezca, también me gusta la idea de tener un hijo. Pero, si quieres que te sea del todo sincero, tengo que decir que lo que más me mueve es tenerte en mi cama, durante mucho más tiempo del que pasaste en esa maldita clínica cada mes.


El silencio de Paula al otro lado de la línea le dio una idea de cuál era el grado de su sorpresa.


–Vamos, Paula, tienes que saber lo preciosa e irresistible que eres.


Paula se sonrojó hasta la médula.


–Bien –la voz de Pedro se relajó de nuevo–. ¿Cuándo puedes venir hasta aquí?


Paula tragó con dificultad y entonces se incorporó. Siempre se había sentido más cómoda teniendo un plan.


–Lo antes posible, he pensado.


–¿Qué te parece a comienzos de la semana que viene?


–Bueno, tendré que organizar unas cuantas cosas en el trabajo…


–Seguro que puedes resolverlo. Una vez hayas reservado el vuelo para la semana que viene, dime a qué hora llegas y estaré en el aeropuerto, esperándote. No me mandes el mensaje a este número. Mándamelo al móvil. Para entonces ya habré vuelto a Darwin.


Paula puso los ojos en blanco, exasperada.


–¿Dónde estás?


–Estoy de acampada en un parque nacional.


Paula había estado haciendo algunos cálculos mentales.


–Espera… La semana que viene es demasiado pronto. No puedo quedarme embarazada hasta una semana después. Nunca ovulo antes del día catorce. Lo sé muy bien porque me he estado tomando la temperatura todos los días durante el último año y…


–Paula… Si quieres quedarte embarazada, intentémoslo a mi manera.


–¿Y tu manera es…?


–Que no te tomes la temperatura todos los días, para empezar. Dejar de pensar en el periodo de ovulación… Porque es evidente que ese método no te ha funcionado muy bien hasta el momento, ¿no?


–Supongo que no.


–Te sugiero que me lo dejes todo a mí. Ponte en mis manos. Nada de discusiones, ni peros.


–Sí –dijo ella. No tenía más remedio que aceptar.


–Bien –dijo él, sonriendo.


Ella no tenía costumbre de decir la palabra «sí», pero tendría que acostumbrarse a decirla mucho durante el tiempo que pasaran juntos. No le quedaría más remedio…





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 13

 



UN MES y un día más tarde.


No había funcionado. De nuevo. La desesperación más profunda se apoderó de Paula, inclinada sobre el asiento del váter. Tenía el estómago en un puño.


Tenía que tener algo malo. Porque no tenía sentido. La clínica había probado un procedimiento distinto esa vez. Le habían depositado el semen directamente en el útero, en vez de en el cérvix. Era un proceso más caro, pero había más posibilidades de concebir.


Una pérdida total de dinero.


Temía el momento de tener que decírselo a su madre. Pero no le quedaba más remedio. Ojalá no le hubiera dicho nada para empezar… Debería haberse ido a la clínica ella sola, en secreto. Así podría haberle evitado otra decepción… Su madre a veces fingía que le daba igual tener nietos, pero ella sabía que no era cierto. Muchas veces le había dicho lo mucho que le hubiera gustado tener una familia más grande.


Paula frunció el ceño. Si su madre había querido más niños, ¿por qué no los había tenido? Su padre había muerto cuando ella tenía nueve años…


Respiró hondo. Era posible que su madre tampoco hubiera podido tener más niños. Pero si ese era el caso, ¿por qué no se lo había dicho nunca? A lo mejor eso la hubiera ayudado a saber por qué estaba teniendo tantos problemas para quedarse embarazada.


No podía ir a preguntarle en ese momento, no obstante. Estaban en la peluquería, trabajando. El miércoles siempre era un día muy ajetreado. No podría decirle nada hasta ir de camino a casa por la tarde.


En cuanto vio la cara triste y pálida de su hija, Julia supo que le había venido el periodo. Su corazón se encogió al verla forzar una sonrisa para un cliente.


–Ya lo sabes, ¿no, mamá? –le dijo Paula en cuanto se quedaron solas en el coche, de camino a casa. Había visto empatía en los ojos de su madre.


–Sí –dijo Julia, a punto de llorar, no por ella, sino por su hija.


–Mamá, he estado pensando. ¿Hubo algún motivo en especial por el que no tuviste más hijos?


Julia tragó con dificultad. Llevaba mucho tiempo esperando esa pregunta.


–Que yo sepa no –le dijo con sinceridad–. Me hicieron una revisión completa, igual que a ti. Un médico me dijo que tenía demasiadas ganas de quedarme embarazada. Me dijo que a veces el estrés y la tensión pueden ser un problema.


–Sí. He leído algo sobre ello. Es por eso que muchas parejas se quedan embarazadas después de haber adoptado un hijo –le dijo Julia–. Pero él… –se detuvo, incapaz de seguir.


–Oh, mamá… Lo siento mucho. Sé lo mucho que querías a papá.


Tras su muerte, solía oírla llorar desde su habitación… No era de extrañar que no hubiera vuelto a salir con nadie… Siempre había sido mujer de un solo hombre.


Paula sabía que nunca encontraría ese único amor verdadero. Pero sí se convertiría en madre, a toda costa. Llevaba toda la tarde pensando en la carta que Pedro le había dejado un mes antes. Al leerla por primera vez, se había conmovido mucho. Había estado a punto de cambiar de idea; tan fuerte había sido el impulso de llamarlo… Pero, al final, no había tenido agallas suficientes. Era mucho más fácil no involucrar a otras personas, no enfrentarse al problema de acostarse con Pedro. Además, el sexo no solía ser lo mismo para hombres y mujeres. Con la edad, cada vez le daba más miedo, cada vez confiaba menos en sí misma, cada vez se ponía más nerviosa.


Pero no era momento de andarse con remilgos. Si no aceptaba la oferta de Pedro, seguramente acabaría arrepintiéndose… aunque quizá él ya había cambiado de idea al respecto…


–Mamá, creo que voy a hacer un viaje. Necesito unas vacaciones.


–Oh. ¿Adónde vas a ir?


–A algún sitio cálido. En Australia. No quiero irme al extranjero.


–Cairns es muy agradable en esta época del año.


–Estaba pensando en Darwin. Nunca he estado allí. Y siempre he querido ver Kakadu.


Aquello era una mentira. Había visto un par de documentales sobre los territorios del norte y lo cierto era que no estaba precisamente interesada en esas zonas húmedas con enormes insectos, búfalos y cocodrilos.


–¿En serio? –le preguntó su madre, sorprendida.


–Podría irme en un viaje organizado. Así tendría algo de compañía. Tú puedes arreglártelas sin mí, ¿no? Lisa estaría encantada de hacer más horas. Y Jhoana también.


–Claro que puedo arreglármelas. Ya lo hice cuando te fuiste a trabajar como agente inmobiliario, ¿no? ¿Cuándo tienes pensado irte?


–Todavía no lo sé. Probablemente a finales de la semana que viene.


Paula sabía muy bien cuándo le tocaba ovular. Llevaba meses controlando su regla. Dos semanas después del comienzo del periodo era el momento ideal para la fecundación, así que tampoco tenía mucho sentido irse a Darwin antes. Además, tenía que aparentar que verdaderamente se iba de vacaciones, así que no podía irse solo durante unos días.


–¿Por cuánto tiempo piensas estar fuera?


–Um, una semana más o menos. A lo mejor diez días.


–¿Entonces no vas a ir a la clínica el mes que viene?


–No, mamá. He decidido tomarme un respiro en eso también.


Su madre pareció aliviada.


–Creo que es muy buena idea, cariño. Y estas vacaciones también. ¿Quién sabe? A lo mejor conoces a un hombre agradable.


–Nunca se sabe, mamá –dijo y cambió de tema rápidamente.


Siempre se le había dado bien sacar conversación, pero debajo de esa charla trivial ya empezaba a sentirse ansiosa… ¿Qué le diría Pedro cuando lo llamara? Tenía intención de hacerlo en cuanto pudiera, pues si empezaba a posponerlo, a lo mejor no lo hacía al final.


En cuanto llegaron a casa, Paula fue a tumbarse un rato; una excusa para poder encerrarse en su habitación, a solas… Las manos le temblaban cuando sacó la carta de Pedro de la mesita de noche. Él le había dado dos números, el móvil y el teléfono vía satélite. Se sentó en el borde de la cama y probó con el móvil primero. Daba timbre, afortunadamente. Hubiera sido mucho peor que comunicara.


–Por Dios, Pedro, contesta de una vez –masculló para sí. El teléfono seguía dando timbre.


Cada vez más nerviosa, decidió no dejar ningún mensaje y optó por llamar al otro.


Casi rezando, marcó los números…