sábado, 12 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 16

 


Durante la semana anterior había tenido mucho tiempo para pensar por qué hacía lo que hacía. Finalmente había llegado a la conclusión de que le había hecho esa propuesta para satisfacer su ego de macho. No había nada misterioso ni confuso en ello. Era el espíritu competitivo lo que le movía. Él, Pedro Alfonso, iba a hacer lo que ningún otro hombre había hecho nunca. Ese deseo tan intenso de darle un bebé a Paula no era solo sexual; era algo primario. Era ese viejo impulso del hombre, el impulso de procrear, de reproducirse…


Paula había acertado de pleno cuando le había dicho que lo de tener niños era tan importante para las mujeres como para los hombres. Era cierto.


Paula se sentía mucho mejor cuando salió del aseo. Había tenido tiempo de cepillarse el pelo y de quitarse la chaqueta. Pedro seguía allí parado, y con solo verle, sentía mariposas en el estómago. Todavía no se había acostumbrado a la idea de verle tan sexy. Estaba tan atractivo con esos pantalones cargo y el polo blanco, que le realzaba el bronceado… Tampoco lograba acostumbrarse a la forma en que él la miraba… Respirando hondo, Paula se colgó el bolso del hombro y fue hacia él, plenamente consciente de su movimiento lento, su respiración acelerada, la caída y subida de los pechos… De repente se dio cuenta de que se estaba ruborizando. Por suerte, él se había acercado a la cinta transportadora que sacaba el equipaje.


–¿Cómo es tu maleta? –le preguntó, mirándola por encima del hombro.


–Es negra, con un enorme lazo rosa atado al asa. Ahí está –añadió, señalando.


Pedro fue hacia allí, recogió la maleta de la cinta. Al sentir el peso, levantó las cejas.


–Solo te pedí que vinieras durante diez días, Paula… –le dijo en un tono bromista, dirigiéndose hacia la salida–. No para siempre.


–No me gusta irme a un sitio y encontrarme con que llevo poca ropa o prendas inadecuadas.


–Bueno, a mí no me pasa mucho.


–Pero tú eres un hombre.


–Y eso es bueno –le dijo él con una sonrisa pilla.


Paula se detuvo de golpe y lo miró.


–¿Qué? –le preguntó él.


–¿Te conozco de algo, Pedro Alfonso? Pensaba que sí. Pensaba que te tenía calado; creía que eras ese chico introvertido, antisocial, que se había convertido en un adulto irritante y cascarrabias. Y ahora, de repente, descubro que no eres así en absoluto. Eres ingenioso, encantador y… y…


–A lo mejor es que nunca llegaste a conocer muy bien a Pedro Alfonso


–Es evidente que no. ¿Qué otras sorpresas tienes para mí?


–¿Vamos a verlo? –le dijo, tomándola del brazo y llevándola hacia el aparcamiento.


El todoterreno no fue ninguna sorpresa, pero el papel que se encontró en el asiento del acompañante sí que lo fue. Era un informe médico.


Paula sacudió la cabeza.


–Es todo un detalle, Pedro.


–No quería que tuvieras que preocuparte de nada. No iba a ofrecerte menos de lo que tenías en esa clínica. Estoy seguro de que tu donante anónimo tenía algo parecido.


–Sí. Sí. Lo tenía –dijo ella, frunciendo el ceño–. Debería habértelo pedido, pero no lo hice. Fue una tontería por mi parte.


–No es ninguna tontería. Eres humana. Últimamente has estado muy ocupada. Pero al final te habrías acordado, y te hubieras preocupado. Ahora ya no tienes que hacerlo.


–No –dijo ella, y volvió a sonreírle–. Ya no. Gracias de nuevo, Pedro. Por todo.


–No me santifiques todavía, Paula.


–Ya –le dijo ella, lanzándole una de sus miradas más típicas–. En el futuro trataré de no ponerte en un pedestal.


–Bien pensado.


Cuando salieron del aeropuerto, el sol ya se había puesto y solo debían de faltar unos minutos para el anochecer. Aunque las carreteras que llevaban a la ciudad estaban bien iluminadas, no era fácil ver muchas cosas de la ciudad durante un viaje en coche, así que Pedro no se molestó en enseñarle nada. En cuestión de unos diez minutos ya estaban entrando en Central Business District, mucho más pequeño que el de Sídney.


–Todo parece tan limpio y ordenado –dijo Paula, mientras subían por Stuart Street y giraban a la izquierda, rumbo a Esplanade, una de las mejores calles de Darwin, según pensaba Pedro. Estaba justo al lado de la zona comercial, frente al mar, lo cual significaba que se podía disfrutar de una puesta de sol magnífica y de la brisa marina.


Su apartamento estaba situado hacia el final de la calle, en un edificio de varias plantas con paredes gris y azul. Había muchos balcones que daban al mar, todos ellos con paneles de cristal enrejados negros.


El garaje estaba en el sótano. John tenía dos plazas. Paula le miró en cuanto subieron el ascensor. Él apretó el botón del último piso.


–¿Vives en un ático?


–No exactamente. Los áticos suelen ocupar todo el último piso. Hay dos apartamentos del mismo tamaño. Yo vivo en uno de ellos.


Ella guardó silencio. Pedro la condujo al apartamento.


–Realmente eres muy rico, ¿no?


–No me falta.


–¿Para qué?


Él se encogió de hombros.


–No tendré que trabajar durante el resto de mi vida si no quiero. Aunque, evidentemente, sí que lo haré.


Ella volvió a sacudir la cabeza.


–Este lugar debe de haberte costado una fortuna.


–No creas. Lo compré antes de que fuera construido, hace unos años.


–¿Escogiste los muebles?


–Dios, no. No tengo gusto para eso. Me lo decoraron y amueblaron. ¿Quieres ver el resto de la casa?


–Sí, por favor.


Pedro le enseñó todas las habitaciones. La última era el dormitorio principal. De repente, Paula no pudo evitar imaginarse a sí misma tumbada en esa cama inmensa, desnuda, mientras Pedro le hacía toda clase de cosas inimaginables.


–Te has quedado muy callada –le dijo él de repente, desde detrás–. ¿Ocurre algo?


–En absoluto –le dijo, forzando una sonrisa–. Este lugar es maravilloso, Pedro.


–¿Pero…?


–¿Pero qué?


–Sabía que había algún «pero…»


Paula decidió tomar el toro por los cuernos, en un intento por acabar con la tensión que la atenazaba.


–Me preguntaba si esperas que venga aquí esta noche.


Pedro se sintió tentado de decir que sí durante un instante.


–Pensaba que estarías demasiado cansada –le dijo, haciendo todo lo posible por ignorar la reacción de su propio cuerpo.


Ella sonrió.


–Cuando algo me pone nerviosa, me gusta terminar con ello cuanto antes.


–No tienes motivo para estar nerviosa.


Paula se rio.


–No tienes ni idea.


–No tengo ni idea… ¿De qué?


Ella hizo una mueca.


–Debería habértelo dicho antes.


–¿Decirme qué?


–Creo que soy un poco frígida.


La sorpresa de Pedro debió de vérsele en los ojos. Paula apartó la mirada rápidamente.


–Esto es muy embarazoso.


Él guardó silencio un momento. La agarró de la barbilla y la hizo volverse hacia él. Dudaba mucho que fuera tan frígida… Había visto pasión en ella… demasiadas veces…


–Vayamos paso a paso –le dijo suavemente, mirándola a los ojos–. Te gusta que te besen, ¿no? Cuando estás con un hombre que te gusta, ¿verdad?


Ella parpadeó y entonces asintió. Pensó que él iba a besarla, pero no lo hizo. La soltó y deslizó las yemas de los dedos sobre su labio inferior, adelante y atrás, dibujando la forma de su boca una y otra vez. Paula no tardó en sentir un cosquilleo en los labios… El corazón le latía sin control y solo deseaba que él la besara… Trató de respirar… Abrió los labios… Y, por fin, en ese momento, él hizo lo que tanto deseaba… La besó.


Fue un beso como nunca antes había experimentado; comedido, pero extraordinariamente excitante. Le sujetó las mejillas con ambas manos y le acarició los labios, hinchados. Paula gimió. Y entonces fue cuando la besó con ansia, manteniéndole los labios separados para meterle la lengua dentro.


A Paula le daba vueltas la cabeza. No podía pensar con claridad, pero tampoco le importaba. Lo único que quería era que Pedro siguiera besándola.


Pero él no lo hizo. Se apartó, bruscamente.


–Entonces entiendo que… me encuentras atractivo.


Ella le fulminó con una mirada.


–Eres un bastardo arrogante, Pedro Alfonso


Él sonrió.


–Y tú eres increíblemente preciosa, Paula Chaves.


Ella arrugó los labios, haciendo un gesto desafiante.


–Y tampoco creo que seas frígida en absoluto.


–¡Oh! –exclamó ella–. De verdad que eres el tipo más prepotente que he conocido jamás…


–Pero soy atractivo –le recordó él, sin inmutarse.


Ella no pudo evitar reírse.


–¿Pero qué voy a hacer contigo? –le dijo sin pensar.


Pedro arqueó las cejas. Los ojos le brillaban.


Paula arrugó los párpados.


–No te atrevas a decir nada más. Bueno, me voy a deshacer la maleta en una de las habitaciones de invitados. Me gustaría quedarme en la habitación de las flores color turquesa, si no te importa. Mientras tanto, no tendrás nada de comer por aquí, ¿no?


–Desafortunadamente, cocinar no se me da nada bien, así que lo mejor que puedo ofrecerte esta noche es comida preparada. Conozco muchos restaurantes asiáticos que sirven en menos de media hora. ¿Qué prefieres? ¿Chino, tailandés o vietnamita?


–No soy muy exigente. Tú elijes.


–Entonces tailandés –le dijo al tiempo que entraban en el salón–. Nos vemos aquí cuando estés lista. He comprado vino y aperitivos.


Paula estuvo a punto de decirle que no solía beber mucho, que solo se había sentido indispuesta ese día. Pero tampoco quería sacar el tema de su incapacidad para concebir un niño. Durante un rato, se le había olvidado.


Y también había olvidado llamar a su madre.


–Tengo que llamar a mi madre lo primero –dijo, sintiéndose terriblemente culpable–. Quiero decirle que he llegado bien.


–Sí, claro. Adelante. Yo voy a llamar al restaurante. Y… Paula…


–¿Qué?


–Puedes relajarte un poco. Te prometo que no te obligaré a hacer nada que no quieras –esbozó una sonrisa pícara–. A menos que me supliques, claro…





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