Pau se levantó mucho antes de que llamaran discretamente a la puerta del piso, a las siete y media. A las seis, mientras se tomaba la primera taza de café del día, había repasado el programa, aunque se lo sabía de memoria desde principios de la semana. Luego comenzó a cortar cebollas y a untar de mantequilla el pan para las salchichas. ¿Quién podía llamar tan suavemente, como si le preocupara molestarla tan temprano? Tal vez fueran los de la barbacoa.
Se preguntó si Pedro se presentaría para encargarse de las salchichas como le había prometido. Trató de apartarlo de sus pensamientos y se apresuró a abrir.
—¡Melly!
Allí estaba Melly, saltando de un pie a otro como si no pudiera contener la excitación.
—¿Te he despertado?
—No, llevo horas despierta —la condujo a la cocina, acercó un taburete y le sirvió un vaso de zumo de naranja—. ¿Qué haces aquí?
—Tenía que enseñarte esto —le tendió un sobre blanco que llevaba en la mano mientras sonreía de oreja a oreja.
Paula lo agarró, leyó la tarjeta que había en su interior y sonrió tanto como Melly.
—Es una invitación para la fiesta que da Yvonne Walker esta noche. ¡Y te puedes quedar a dormir con ella!
Melly asintió con tanta fuerza que casi se cayó del taburete. Paula la abrazó.
—Me alegro mucho por ti, cariño.
—Ya sabía que te alegrarías. Quería haber venido ayer a decírtelo, pero papá me dijo que estabas ocupada. ¿Lo estás ahora?
—No para ti.
—Entonces, ¿me podrías peinar esta tarde y hacerme una cola de caballo? Quiero estar guapa.
—Claro que sí. Los dejarás sin habla —le prometió Paula—. Tu padre sabe que estás aquí, ¿verdad?
—No. Estaba durmiendo y no he querido despertarlo. Ha estado despierto casi toda la noche.
Paula se preguntó por qué. Y luego se dio cuenta de que si se despertaba y no veía a Melly allí…
—¿Estás enfadada conmigo?
—Claro que no, Melly. Pero ¿cómo te sentirías si, al despertarte, no encontraras a tu padre en ningún sitio?
—Me asustaría.
—¿Y cómo crees que se va a sentir tu padre cuando vea que no estás?
—¿Se asustará también? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—Se preocupará mucho.
—Puede que todavía no se haya despertado —dijo la niña poniéndose en pie de un salto—, y si corro muy deprisa…
—Será mejor que te lleve —contestó Pau mientras agarraba las llaves del coche. Echó una ojeada a todos los preparativos que había iniciado e hizo un gesto negativo con la cabeza. Sólo tardaría un par de minutos en llevar a Melly a su casa. Todavía le quedaba mucho tiempo hasta las diez, hora en la que se inauguraría la feria.
—¡Date prisa, Pau! No quiero que papá se preocupe.
Paula la agarró de la mano y echaron a correr. La soltó para echar la llave a la puerta y, al darse la vuelta, Melly ya había empezado a bajar las escaleras. Pau casi la había alcanzado cuando se oyó una voz fortísima.
—¡Melisa, te has metido en un buen lío!
¡Pedro! Se había despertado.
Al oír su voz, la niña se dio la vuelta y comenzó a subir las escaleras, pero tropezó. Paula estiró el brazo para agarrarla y la apretó contra sí. Trató, sin conseguirlo, de no perder el equilibrio y cayó sobre el brazo izquierdo contra la barandilla. Apretó los dientes al oír cómo se le rasgaba la camisa y sentir un fuerte dolor del codo al hombro. Se puso en pie con dificultad. Pedro no tardó ni dos segundos en llegar. Agarró a su hija y la examinó para ver si estaba herida.
—¿Está bien? —consiguió preguntarle Pau.
Él asintió.
—Tratábamos de llegar a casa muy deprisa —dijo Melly sollozando—. Pau dijo que te preocuparías si no me encontrabas. Lo siento mucho, papá.
Pau quiso decirle que no fuera muy duro con Melly, pero le ardía el brazo y a duras penas se mantenía de pie.
—Ya hablaremos después, Mel, pero prométeme que no volverás a hacerlo.
—Te lo prometo.
—Muy bien. Ahora quiero comprobar que Paula no se ha hecho daño.
Ella dejó de tratar de mantenerse de pie y se sentó. Ambos la miraron con los ojos como platos.
—Creo que me he hecho un rasguño en el brazo —trató de sonreír. No quería mirárselo. Podía soportar la sangre de los demás, pero la suya la mareaba. Y sabía que estaba sangrando.
—Estás sangrando, Paula —dijo Melly con los ojos llenos de lágrimas—. Mucho.
—¿Qué ha sido, Pedro? ¿Un clavo oxidado?
Pedro echó un vistazo a la barandilla y asintió.
—¡Estupendo! Ahora tendré que ponerme la antitetánica —era el día de la feria. No tenía tiempo para vacunas.
—Voy a cambiar toda la barandilla —dijo Pedro mientras le daba una patada—. Es peligrosa —luego agarró con suavidad el brazo de Paula para examinárselo.
Melly se sentó al lado de ésta y le acarició la mano derecha.
—Me has salvado la vida —susurró la niña.
—No, cariño —respondió ella con una sonrisa mientras le apretaba la mano—. Te he librado de que te cayeras rodando por las escaleras.
—Lo siento, Pau, pero me parece que vas a necesitar algo más que la antitetánica.
—¿Puntos? —tragó saliva al ver que él asentía—. Pero… Pero hoy no tengo tiempo. Está la feria. ¿No lo podemos aplazar hasta mañana, por favor?
—No tardarán nada —trató de tranquilizarla como si fuera una niña—. Mel y yo te llevaremos al hospital de Katoomba y será cuestión de un minuto, te lo prometo.
Tenía un aspecto tal de fortaleza y masculinidad que Paula quiso apoyar la cabeza en su pecho y quedarse allí.
—A papá se le da muy bien darme la mano cuando estoy en el médico. ¿Le darás la mano a Pau?
—Te lo prometo.
—¿Dices que no tardarán nada? —Pau trató de parecer valiente delante de Melly.
—Eso es —le rodeó la cintura con el brazo—. Vamos. Voy a ayudarte al llegar al coche.
Pau no tuvo más remedio que rendirse. «Lo siento, mamá», pensó.