sábado, 21 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 37

 

No hablaron durante el trayecto hasta la casa de Samuel ni al caminar hasta la puerta. El sábado anterior, Samuel le había dicho a Paula que estaría en el pueblo toda la semana.


—Hola, Samuel —lo saludó Paula cuando abrió la puerta—. Me dijiste que podía venir a ver mi trabajo. ¿Es éste un buen momento?


—Desde luego —los dejó pasar con una sonrisa y los condujo al dormitorio principal. Hizo un gesto hacia el retrato de tamaño natural que había en una de las paredes—. Aquí lo tienes. Llámame si me necesitas.


Paula murmuró un agradecimiento, pero no apartó la mirada de Pedro, que examinaba el retrato que ella había hecho a Leonora Hancock ocho años antes.


—Es la madre de Samuel —dijo ella por decir algo.


—Sí —Pedro se aproximó más al retrato.


—Fue aquí donde por primera vez me di cuenta de que tenía talento. Hasta entonces no había comprendido bien el efecto que mi pintura podía producir. Y me asusté.


Él se había vuelto a mirarla y no dejó de hacerlo.


—¿Por qué lo pintaste?


—El padre de Samuel tenía demencia senil y se pasaba el día recorriendo las calles buscando a Leonora, que había muerto dos años antes.


—¿Así que se la pintaste en la pared? ¿Por qué no me lo contaste?


—Porque Samuel y su hermana querían mantenerlo en secreto.


—¿Yo tampoco podía saberlo? —preguntó él apretando los puños.


—No querían llevar a su padre a una residencia de ancianos, pero ambos trabajaban, y a la enfermera que venía a cuidarlo unas horas al día le resultaba cada vez más difícil controlarlo. Cuanta menos gente lo supiera, menos gente se entrometería —Paula tomó aliento. Tenía que contarle toda la verdad; se lo debía—. También me asustaba lo que sentía por ti, Pedro. Había días en que creía que me devorarías viva. Tenía que encontrar mi lugar en el mundo, separado del tuyo —y lo había encontrado del peor modo posible—. Pero nunca se me ocurrió que pudieras malinterpretar…


Él retrocedió. Tenía los labios tan apretados que casi se le habían puesto azules. Paula sintió un nudo en el estómago. ¿Sería él capaz de entender la inseguridad que había experimentado entonces?


—¿Funcionó? —preguntó Pedro mientras volvía a mirar el cuadro—. ¿O tuvieron que internar al señor Hancock en una residencia?


—Funcionó mucho mejor de lo que habíamos imaginado —Paula se mordió el labio al recordar la noche en que habían descubierto el retrato terminado para que lo viera el señor Hancock—. Al ver el cuadro, agarró una silla y comenzó a hablar a Leonora. Nunca olvidaré las primeras palabras. Le dijo: «Leonora, te he buscado por todas partes, amor mío. Y ya te he encontrado» —le habían partido el corazón y tuvo que salir corriendo de la habitación.


—Ésa fue la misma noche en que te encontré con Samuel, ¿verdad?


Ella vaciló, pero asintió.


—Y la reacción del señor Hancock te asustó y te dejó rendida, igual que lo hizo el tatuaje que le hiciste a Jeremías. Y Samuel trataba de consolarte.


Pau fue incapaz de articular una sola sílaba, así que se limitó a asentir.


—Cuando dijiste: «Detesto esto, pero también me encanta, y haga lo que haga, no voy a dejarlo», te referías a tu capacidad para dibujar con tanta precisión a las personas, no a tu relación con Samuel.


—¿Eso fue lo que pensaste? —lo miró horrorizada.


—Tenía que haberte creído a ti.


—Y yo tenía que haberme quedado y conseguir que me escucharas —pero, ocho años antes, estaba demasiado asustada para quedarse y luchar por él.


—¡Dios mío, Pau! ¡Lo siento! —extendió la mano hacia ella, pero la dejó caer antes de tocarla—. ¿Es muy tarde para pedirte que me perdones?


—Nunca es tarde para disculparse —respondió ella sonriendo.


—Entonces, perdóname por haberme precipitado en mis conclusiones. Perdóname por haberte acusado de engañarme. Perdóname por haberte hecho sufrir.


—Te perdono —sintió que se le quitaba un peso de encima.


Pedro extendió los brazos hacia ella, que supo que quería abrazarla y besarla. Ella también lo deseaba, más que ninguna otra cosa en el mundo. Sin embargo, dio un paso atrás. Le ardían los ojos y el corazón.


—No es tarde para disculparse, pero sí para tener esperanza. Lo siento, Pedro, pero es demasiado tarde para nosotros dos.


—¿Lo crees en serio? —preguntó él con voz ronca. Ella quería cerrar los ojos y apoyar la cabeza en su hombro, pero se obligó a mirarlo.


—Sí —era verdad—. ¿Significa eso que no podemos ser amigos? —susurró.


—¿Es eso lo que quieres?


—Sí —dijo ella sin conseguir sonreír.


—Pues seremos amigos —tampoco sonrió—. Vamos —la tomó del brazo—. Te llevo a casa.





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