domingo, 22 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 38

 


Pedro apareció al día siguiente cuando ella estaba citada con el director del banco.


—Pero ¿qué demonios…?


—¿No somos amigos? —la interrumpió él.


—Sí, pero…


—Entonces, confía en mí.


Aunque Paula no necesitaba un caballero de brillante armadura para defenderla, le agradó saber que Pedro estaba de su lado.


Obtuvo el crédito. Pedro dijo al director del banco que, si se lo denegaban, se llevaría su dinero, que no era poco, a otro banco. Incluso se propuso avalarla, pero ella se negó. Los términos del crédito disminuirían sus recursos, la librería tendría que comenzar a dar beneficios, y a hacerlo pronto, todos los planes sobre la galería de arte tendrían que esperar… Pero tenía el crédito.


—¿Te puedo ayudar en algo más? —le preguntó Pedro, una vez en la calle.


—Vamos a ver… —sonrió. Quería que él también lo hiciera—. No tengo a nadie que se encargue de asar las salchichas el sábado.


El sábado de esa semana, cuando se celebraba la feria del libro, que tenía que funcionar y hacerlo muy bien.


—De acuerdo. Allí estaré —se dio la vuelta y se alejó sin sonreír.


Paula pasó el resto de la semana ocupada con los preparativos de la feria. Comprobó que había libros disponibles de los escritores que harían una lectura por la tarde, que al hada y los piratas que había contratado para que leyeran a los niños no les habían surgido problemas de última hora, que la enorme barbacoa que había alquilado llegaría a primera hora de la mañana y que el carnicero tendría listas las decenas de salchichas que le había encargado. No estaba dispuesta a que nada saliera mal, porque no podía permitírselo. Pero no comprobó que Pedro fuera a encargarse de asar las salchichas, lo cual no implicaba que hubiera conseguido quitárselo de la cabeza.


Cada noche, en el piso, tenía que contenerse para no agarrar el teléfono. ¿Para decirle qué? «Para saber que está bien», se decía. Aunque sabía perfectamente que Pedro no llevaba los ocho años anteriores viviendo en el pasado ni huyendo de él. Por supuesto que estaba bien. Sus hombres habían terminado de trabajar en la librería y Pedro estaba tan bien que ni siquiera se había pasado a comprobar cómo había quedado.


El viernes por la tarde, a la hora de cerrar, estaba tan nerviosa que no sabía si quería subirse por las paredes o desplomarse.


—Vas a volver locos a los empleados —le dijo la señora Lavender.


—No es mi intención —Pau se frotó las manos y miró por la ventana. Lo hacía constantemente. ¿Para qué? ¿Esperaba ver a Pedro?


—¿Qué le ha pasado a la mujer que cruzó la calle resuelta y decidida? —preguntó la señora Lavender.


—Sigo siendo la misma.


—¿De veras? Pues me parece que últimamente te dedicas a pensar en las musarañas.


—Eso no es verdad —no pensaba en las musarañas. ¿O sí? ¿Sus sentimientos por Pedro habían minado su determinación? No podía consentir que nadie, y mucho menos Pedro, la distrajera cuando tenía que hacer realidad el sueño de su madre—. Tiene razón —asintió lentamente.


Miró por la ventana, no en busca de Pedro, sino en dirección a la panadería. Justo en ese momento, Pedro pasó en el coche con Melly. Paula se negó a seguirlo con la mirada.


—Tengo que hacer una cosa —decidió ella de repente. No quería seguirlo aplazando.


—Cerraré yo la tienda.


—Gracias.


Subió corriendo las escaleras, agarró la lata con las cartas y se dirigió a la panadería. Esperó a que el señor Sears atendiera a dos clientes que había antes que ella y, una vez solos, se aproximó al mostrador.


—He encontrado algo que le pertenece —le entregó la lata.


El señor Sears frunció el ceño, la fulminó con la mirada, levantó la tapa… y se puso pálido. Parecía estar a punto de desmayarse, y Paula se preguntó si no debería pasar al otro lado del mostrador y conducirlo hasta una silla.


—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza. Con la lata en las manos, apoyó los brazos en el mostrador para sostenerse.


—Paz —susurró ella.


—¿Cuánto?


Paula tardó unos instantes en entender lo que le decía. ¿Creía que quería dinero?


—¿O ya has mandado copias a los periódicos?


—Soy hija de mi madre, señor Sears. ¿Alguna vez lo amenazó ella con las cartas? —como él no decía nada, añadió—: No he hecho copias. No las he fotografiado ni enseñado a ningún periodista chismoso.


Observó que el señor Sears hacía una mueca de incredulidad y se juró que no dejaría que el amor la desgarrara, desviara sus pensamientos e hiciera que se sintiera perdida, como había sucedido en el pasado. Como le sucedía en aquel momento al señor Sears.


—Usted quiso mucho a mi madre. Ella guardó sus cartas, lo que me indica que también debió de amarlo. Como está muerta, le pertenecen a usted y a nadie más. No he venido a este pueblo para que mi madre se avergüence de mí, señor Sears —se dio la vuelta y salió.


Sabía que él no la creía. El mes siguiente, los tres meses siguientes, tal vez durante toda la vida, abriría el periódico con temor, y cada vez que entrara en un sitio observaría si se producían risitas burlonas o se hacía el silencio. Hasta que dejara de tener miedo no hallaría la paz. Ella tampoco la tendría hasta que hiciera lo mismo. Se detuvo ante el escaparate de la librería, muy iluminado y con carteles que anunciaban la feria del día siguiente.


Dejar de tener miedo… No era miedo a que la librería fracasara, aunque deseaba de todo corazón que aquel sueño se hiciera realidad por su madre. No, era miedo a que un amor verdadero y apasionado como el que habían sentido Pedro y ella se torciera, y se volviera amarga y destructiva e hiciera sufrir incluso a las personas queridas. Apoyó la cara en el cristal. Cuando fuera capaz de aceptar que el amor era un terreno vedado para ella, el amor, el matrimonio, los hijos… Cuando lo consiguiera, tal vez se sentiría en paz.




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