sábado, 21 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 33

 


El ayuntamiento estaba decorado con guirnaldas y piñas. Paula y Pedro se detuvieron en la puerta de entrada y éste tuvo que reprimir una sonrisa al ver que parte de los asistentes, Gaston Sears y su grupo, interrumpían la conversación que mantenían en torno a una mesa llena de aperitivos, se daban la vuelta y se quedaban mirándolos boquiabiertos.


Paula se puso rígida y él le tomó la mano para que lo agarrara del brazo y transmitirle que no estaba sola. No la había llevado allí para echarla a los leones. La mano de ella tembló, pero alzó la barbilla, sonrió y se irguió todo lo que pudo. Esa demostración de valor hizo que él se sintiera orgulloso.


—Estoy segura de que ya tienen tema de conversación para toda la noche —bromeó ella.


Él se soltó de su mano para agarrar dos copas de champán de la bandeja que llevaba un camarero.


—Nosotros, en cambio, no volveremos a pensar en ellos en toda la noche.


—Brindemos por eso —dijo ella. El peinado le resaltaba los pómulos y los ojos. Él sintió ganas de acariciarle el pelo, de ponerle la mano en la nuca y atraerla hacia sí para… Detuvo sus pensamientos en seco.


—¿Con quién vamos a hablar en primer lugar? —preguntó ella.


—Ven conmigo —le puso la mano en la espalda para conducirla hacia un grupo que había al otro lado del salón. Tuvo que reprimir un gemido al sentir el calor de su piel a través de la tela del vestido y al ver lo seductoramente que se balanceaban sus caderas. Entonces vio a Samuel Hancock, que estaba sin pareja.


Samuel y su hermana no habían vendido la casa familiar al morir su padre, aunque ninguno de los dos vivía en Clara Falls. Usaban la casa los fines de semana.


—Acabo de ver a tu viejo amigo Samuel Hancock —dijo él en un tono menos despreocupado de lo que le hubiera gustado—. ¿Quieres acercarte a saludarlo? —se aferró a la promesa que ella le había hecho de marcharse con él al acabar la fiesta. Trató de relajarse. Ella no volvió la cabeza para mirar a Samuel ni dejó la copa para salir corriendo a abrazar a su antiguo amante. La opresión que sentía en el pecho cedió un poco. ¿Qué le pasaba? ¿No quería a Pau para él, pero tampoco para otro hombre? ¿O solo se trataba de Samuel Hancock? Trató de imaginarse a Paula con cualquier otro hombre de los que había en la sala. Apretó los dientes: no, no se trataba únicamente de Samuel. Estupendo. Era como el perro del hortelano. Pero… definitivamente, la quería para él.


—¡Pedro!


Volvió a la realidad bruscamente.


—Deja de mirar así a la gente. Si se supone que nos la tenemos que ganar, no vas por buen camino con esa mirada.


Él se echó a reír. Sus palabras, la regañina y la calidez de sus ojos consiguieron que se relajara.


—Ven, te voy a presentar a los Beto —disfrutaría de lo que le deparara la noche. Nada más.


Pau conversó con todos los conocidos de Pedro, por lo que éste disfrutó enormemente de la fiesta. La antigua Paula carecía de esa seguridad en sí misma y de esas habilidades sociales. La antigua Paula se habría retraído y escondido detrás de él. La antigua Paula era una niña; la nueva versión, una mujer fuerte y segura. Algo le decía que ella se había ganado esa serenidad.


Cenaron juntos y bailaron el primer baile… y el segundo. Pedro casi suspiró aliviado cuando Paula le dijo que iba a retocarse el maquillaje. Necesitaba oxígeno. Pero eso no le impidió mirarla mientras recorría la sala. La gente la paraba o era ella quien lo hacía. Se detuvo frente a Samuel Hancock, que estaba sentado solo. Pedro se agarró a la mesa. Samuel se puso en pie de un salto y dijo algo que hizo que ella se riera. Paula le contestó y él se rió. Luego siguió su camino.


Si no hubiera estado sentado, Pedro se habría desplomado. Se dio cuenta de repente de que Paula no había flirteado con ningún hombre en toda la noche. Frida lo habría hecho con todos, lo cual era una táctica de defensa, ya que al flirtear con todos los presentes, los mantenía a distancia. Paula no era como su madre. ¿Se había equivocado él ocho años antes? La volvió a ver en brazos de Samuel Hancock y recordó lo que ella le había dicho, lo cual seguía probando su culpa, su infidelidad.


Pero, de pronto, se dio cuenta de que ya no estaba seguro de nada.



viernes, 20 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 32

 


Cuando Paula le abrió la puerta a Pedro el sábado por la tarde, éste se quedó boquiabierto ante el largo vestido de color púrpura que llevaba y juró que en su vida había visto nada más perfecto. La prenda cubría las líneas de su cuerpo con pliegues estilo griego y se ceñía bajo el pecho con un broche. Desprendía elegancia y atracción. Pedro sintió unos inmensos deseos de acariciar a Paula.


—Hola, Pedro.


Guadalupe lo saludó desde el pasillo, lo cual hizo que se diera cuenta de que Paula y él aún no habían dicho ni una palabra. Se percató del sonrojo de ella, de cómo le brillaban los ojos y se sintió invadido de deseo. Si estuvieran solos, la llevaría contra la pared, apoyaría su cuerpo en el de ella hasta ajustarse a sus deliciosas curvas y saciaría su deseo en el húmedo brillo de sus labios.


¡No, no haría semejante cosa! «Contrólate, hombre. Esto es un acuerdo de negocios», se dijo. Quería ayudar a Pau como ella lo había ayudado, demostrarle que Clara Falls era algo más que el señor Sears y su conservadurismo, que viera que tenía cosas buenas, como lo había visto Frida. Si después quería marcharse al cabo del año, que lo hiciera. Miró a Paula a los ojos y trató de resistirse a la dulce promesa de sus labios y de su cuerpo.


—¿Estás bien, Pedro? —Guadalupe se acercó.


Se dio cuenta de que aún no había pronunciado palabra. Carraspeó y se pasó el dedo por el cuello de la camisa.


—¡Uf! Esta cosa te parte la tráquea en dos. No puedo respirar.


—Pues te queda muy bien —apuntó Guadalupe.


—Tú también estás estupenda —dijo para no ser descortés. En realidad, con Paula allí, apenas se había fijado en Guadalupe.


Paula se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada. Pedro se preguntó qué había hecho.


—¿Con quién vas a la fiesta? —le preguntó a Guadalupe.


—Voy sola. No quiero atarme a ningún hombre cuando va a haber tantos en la fiesta que son un buen partido.


—¿Quieres que te llevemos?


—No, gracias. Voy a llegar tarde, para estar a la moda.


—¿Esperas que yo esté atada a ti toda la noche? —le espetó Paula.


—Llegamos juntos y nos vamos juntos. Cenamos juntos y bailamos el primer y el último baile —Pedro recitó la lista sin respirar. No eran aspectos negociables—. ¿Te parece bien? —tenían que aclararlo antes de salir.


—Me parece bien —contestó ella sin pestañear.


Pedro sintió que volvía a respirar sin dificultad. Pasase lo que pasase iba a conseguir bailar con ella más de dos veces, a abrazarla y a sentirla, sabiendo que nada podía suceder en un sitio público.


—¿Sabías que Pedro va a enfrentarse a Gastón Sears por el puesto de concejal? —preguntó Paula a Guadalupe.


—¿En serio, Pedro? ¡Pero si no estás hambriento de poder!


—No, no lo está —dijo Paula en tono satisfecho—, lo cual lo convierte en el candidato ideal, ¿no te parece?


—Al menos es mejor que Gastón Sears, pero vamos a dejarlo —dijo Guadalupe—. Alégrale el día a Paula y dile que habéis terminado la mudanza.


—Ya está hecha —sus hombres habían llevado las cosas de Pau al piso. Él no los había ayudado, porque cada vez que entraba o se acercaba al garaje y las veía allí, sentía la urgente necesidad de fisgar en ellas para tratar de hallar una pista sobre cómo había pasado Paula los ocho años anteriores. Así que para evitar la tentación, se había llevado a Mel a tomar un chocolate caliente—. Puedes trasladarte al piso mañana mismo si quieres.


Cuando, esa tarde, había metido la camioneta en el garaje sin ver las cosas de Pau, había sentido un enorme vacío en su interior. ¿Por qué? «Porque eres idiota. Porque la sigues deseando», se dijo. Apretó los dientes. Había cometido muchos errores en los últimos años, pero ése precisamente no lo iba a cometer. No volvería a besar a Paula ni le haría el amor. Tenía que pensar en Mel. Su hija la adoraba, lo cual no le parecía bien, ya que quería que Mel la considerara únicamente una amiga. Ya le resultaría difícil que se fuera al cabo de un año como para que encima… Como para que encima, nada.


—Me trasladaré el lunes. Espero que mañana vengan muchos clientes.


—¿Qué tal los nuevos empleados? —le preguntó Pedro.


Paula llevaba cuatro días enseñando a trabajar a las personas que la agencia de empleo de Katoomba le había enviado.


—Tan bien que voy a tomarme el lunes y el martes libres para desempaquetar las cosas y colocarlas. Además, si me necesitan sólo tienen que darme un grito.


—Eso está bien. Ya es hora de que dejes de trabajar tanto y te tomes un par de días de descanso. Como no tengas cuidado, vas a caer enferma.


Paula puso unos ojos como platos y él se metió las manos en los bolsillos con un bufido. Había sido un comentario demasiado personal.


Guadalupe arqueó una ceja mirando a Pau. Esta apretó los labios e hizo un movimiento negativo con la cabeza. Pedro se ajustó la corbata. Le apretaba mucho más que al salir de su casa.


—Sigue habiendo la misma atracción entre vosotros —dijo Guadalupe riéndose.


Pedro creyó que se iba a ahogar y a Paula se le salieron los ojos de las órbitas.


—Por cierto —dijo ella cambiando de tema—, ¿hay calefacción en el ayuntamiento? ¿O me pongo algo más abrigado, de manga larga?


—¡No te cambies! —se apresuró a exclamar Pedro. Carraspeó al ver la expresión de triunfo de Guadalupe—. Hace mucho calor en el ayuntamiento. Te alegrarás de llevar manga corta cuando comience el baile.


—De acuerdo. Voy a por el chal y el bolso y nos marchamos.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 31

 


Paula subió al coche de Pedro exactamente a las cinco y cuarto.


—Hola.


—Hola.


Eso fue todo lo que se dijeron hasta que, aproximadamente tres minutos después, llegaron a Rose Cottage y Pedro apagó el motor.


Ella lo miró boquiabierta y luego miró la casa.


—¿La has comprado?


Cuando era una adolescente, Paula había deseado tener aquella casa de una sola planta, amplias terrazas, jardines… Le parecía el ideal de casa familiar. Y se lo seguía pareciendo. ¿Y Pedro era su dueño? Era evidente que debían de irle muy bien las cosas para haberla podido comprar.


—Así es —contestó él. Su cara carecía de expresión—. Tus cosas están allí —le señaló el garaje.


¿No iba a invitarla a entrar en la casa? Lo miró y se dio cuenta de que no tenía intención de hacerlo. Se tragó su desilusión y su dolor.


—¿Vamos a buscar lo que necesitas?


Entraron en el garaje. Sus cosas estaban a la izquierda y apenas ocupaban sitio.


—Lo único que necesito es… —se interrumpió bruscamente y se dirigió en dirección contraria.


—Pau, tus cosas están aquí.


Lo oyó, pero no se detuvo hasta llegar adonde había muebles de madera hechos a mano, escritorios, mesas de café, cómodas… Se quedó maravillada ante la destreza, la atención a los detalles y la perfección de cada pieza.


—¿Los has hecho tú?


—Sí.


A Paula no le hicieron falta explicaciones. Comprendió inmediatamente que se había dedicado a eso al dejar el dibujo y la pintura.


—No has abandonado el arte, Pedro, sino que has cambiado de dirección. Estos muebles son sorprendentes, muy hermosos —se arrodilló ante un botellero y acarició la madera—. Los vendes en Sidney, ¿verdad?


—Sí.


—Hace un par de años vi un mueble parecido —se incorporó. Si hubiera sabido que lo había fabricado Pedro, habría hecho lo imposible por comprarlo—. Estuve yendo a la tienda durante una semana, a la hora de comer, a mirarlo.


—¿Lo compraste?


—No. Por aquel entonces, no podía permitirme ese gasto —percibió su desilusión—. Ten en cuenta que tardé una semana entera en convencerme de que tenía que ser razonable. Si en vez de un botellero hubiera sido esta magnífica librería —añadió mientras se desplazaba hasta la siguiente pieza—, estaría llena de deudas. Por eso me voy a alejar de ella despacio y sin mirar atrás.


Por fin, él sonrió.


—¡Mis cosas! —recordó de repente el motivo de estar allí—. Las agarro y te dejo en paz.


Él no le dijo que se lo tomara con calma ni se ofreció a mostrarle las demás maravillas que había en el garaje. Paula pensó que había sido una tonta al haber esperado que lo hiciera.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 30

 


El lunes a las ocho de la mañana, al entrar en la librería, Paula encontró a Pedro sentado en el mostrador comiéndose una galleta.


—Hola, Paula.


¿Qué hacía allí? ¿No debería estar trabajando en el piso de arriba? De pronto se dio cuenta de que no había ruido de martillos ni de sierras.


—¿Ya está terminado el piso?


—Entre hoy y mañana le daremos los últimos toques, y luego podrán venir a pintar y a poner la moqueta.


Paula fue detrás del mostrador a dejar el bolso y trató de que el olor de Pedro no la aturdiera, pero era demasiado evocador, demasiado tentador. Le recordó el beso, aquel breve beso de agradecimiento que la había abrasado. «Olvídate del beso», se dijo.


—¿Querías algo?


Los ojos de Pedro se oscurecieron, y Paula sintió la boca seca. Él se bajó del mostrador y se dirigió hacia ella como el cazador que persigue a la presa. Su mirada era tan intensa… Por Dios, ¡no iría a besarla otra vez! Quiso salir corriendo, pero las piernas no le respondieron. Él le agarró la mano y… le puso una bolsa de papel en ella.


—Pensé que querrías una.


¿Una qué? Paula miró en el interior de la bolsa. Eran galletas. La bolsa estaba llena de ellas.


—Hay más de una docena —dijo ella.


—No recordaba cuáles te gustaban más.


Paula estuvo a punto de llamarle mentiroso. Pero ¿quién sabía cuántas cosas habría olvidado en ocho años?


—No quiero galletas —dijo ella. Lo que quería es que Pedro se marchara, su presencia la alteraba. Dejó la bolsa en el mostrador—. ¿Por qué estás aquí, Pedro? ¿Qué quieres?


—Darte las gracias por tus consejos sobre Melly y por hacerme volver a dibujar.


Paula pensó que ya se lo había agradecido con un beso, y no deseaba ese tipo de agradecimiento. Pero el corazón se le aceleró ante la idea de que se repitiera.


—Creo que he comenzado a recuperar la confianza de Mel.


—Si tenemos en cuenta cómo transcurrió el sábado, creo que estás en lo cierto —y se alegraba por él. Por Melly, se corrigió. Bueno, por los dos, pero más por Melly.


—Oye, Paula, he estado pensando…


Algo en su tono hizo que a Paula se le secara la boca.


—¿En qué?


—¿Y si no te marcharas de aquí dentro de un año? —al ver que ella lo miraba boquiabierta, alzó las manos—. Escúchame antes de empezar a discutir. ¿Y si abrieras la galería en la montaña? Tiene dos ventajas con respecto a la ciudad: un alquiler más bajo y que acudirían los turistas.


—Hay más turismo en Sidney —señaló ella.


—Pero sólo acudirán si la galería está situada en el puerto o en sus alrededores. Y no te lo puedes permitir desde el punto de vista económico. Además, si te instalas por aquí, estarás cerca de la librería, y llegar a Sidney es fácil los días en que tengas que ir al salón de tatuaje. Si lo piensas, es totalmente lógico.


—¡No lo es!


—Claro que sí. Además, Paula, Clara Falls necesita a gente como tú.


—Está claro que tienes el cerebro lleno de serrín —dijo ella después de volverlo a mirar boquiabierta. Cruzó la tienda para ir a la cocina—. ¿Gente como yo? —bufó—. ¿En qué mundo vives?


—Gente a quien no le importe trabajar mucho —dijo Pedro siguiéndola.


—Estás atribuyéndome cualidades que no tengo —comenzó a preparar café.


—Creo que no.


Ella no lo miró a los ojos. Tras unos instantes de vacilación, levantó una taza interrogándolo sin palabras. Los buenos modales exigían ofrecerle un café. Al fin y al cabo, él había traído las galletas.


—Sí, gracias —dijo él, y no añadió nada más mientras ella lo preparaba. Cuando se lo sirvió, continuó hablando—: Clara Falls te necesita, Paula.


—Pero yo no necesito este pueblo.


—Creo que te equivocas. Me parece que lo necesitas tanto como antes. Creo que sigues buscando la misma seguridad y la misma aceptación por parte de los demás que cuando eras una adolescente.


Ella dejó la taza con cuidado sobre la mesa porque lanzársela a Pedro sería de mala educación, además de peligroso.


—No sabes lo que dices.


—Puede que no quieras reconocerlo, pero sabes que tengo razón. Frida también lo sabía y por eso quería que volvieras.


Oír el nombre de su madre fue como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Quiso marcharse, pero, debido al poco espacio que había en la cocina, para hacerlo tendría que pasar al lado de Pedro, y si él trataba de impedir que se fuera, acabarían frente a frente con sus cuerpos tocándose. Y no se iba a arriesgar a que eso sucediera.


—¿Cómo sabes lo que pensaba mi madre? —al ver que él bajaba la vista, cayó en la cuenta—. ¿Estuvisteis hablando de mí a mis espaldas?


—Nos habría gustado decírtelo a la cara, Paula, si te hubieras molestado en volver.


Se sintió invadido por la culpa y el arrepentimiento. Dejó la taza y dio un paso hacia ella. Paula agarró la suya con fuerza y la puso delante de sí indicándole que se la echaría encima si daba un paso más.


—¡Ni se te ocurra! —si él la tocaba, se echaría a llorar. Y no estaba dispuesta a hacerlo. Al ver que Pedro retrocedía, añadió—: Sé que soy responsable de la muerte de mi madre. Restregármelo por las narices no me parece muy amable.


—¿Qué dices? ¡No tienes la culpa de que Frida se suicidara!


Ella se dio cuenta de que lo decía en serio. Alzó la barbilla. Le daba igual lo que Pedro creyera. Ella sabía la verdad.


—No quiero hablar de ello, Pedro. Y, sinceramente, y no te ofendas, todo lo que digas no va a servir para nada.


—¿Cuánto tiempo vas a seguir dejando que ese peso te hunda? Muy bien, no hablaremos de tu madre, pero sí de Clara Falls y de la posibilidad de que te quedes aquí.


—No hay ninguna posibilidad. No voy a quedarme, así que déjalo ya.


—No te estás dando ninguna oportunidad, ni al pueblo tampoco. ¿Es eso justo?


¿Justo? No tenía nada que ver con la justicia, sino con superar el pasado.


—¿Has venido a salvar la librería de tu madre o a arruinarla?


¿Cómo podía hacerle esa pregunta?


—Tienes que relacionarte con la gente de aquí, si quieres salvarla, aunque sólo te quedes un año. La feria es un buen comienzo. Y has hecho un buen trabajo con los carteles.


¿Quién le había hablado de la feria y de los carteles?


—Pero tienes que demostrar a la gente que ya no eres la rebelde de hace unos años.


Tenía razón. Aunque le costara admitirlo, Pedro tenía razón.


—Tienes que demostrar que has madurado, que eres digna de confianza y una eficiente mujer de negocios.


Ella se pasó las manos por el pelo para ayudarse a pensar. Pero al ver cómo la miraba Pedro, deseó no haberlo hecho. La asaltaron los recuerdos. Recordó cómo él le masajeaba la cabeza, lo relajante y seductor que le resultaba. Y ser una persona digna de confianza y una eficiente mujer de negocios no parecía servirle de defensa.


—El baile anual con motivo de la cosecha es el sábado que viene. Te reto a que vayas conmigo.


Pedro se cruzó de brazos y la miró con ojos brillantes. Paula pensó que estaba para comérselo. Trató de centrarse en lo que le acababa de decir. ¿Por qué quería llevarla al baile?


—¿Por qué?


—En primer lugar, porque volverá a introducirte en la comunidad, pero también porque se me ha ocurrido que, aunque esté muy bien que te sermonee para que te quedes en Clara Falls y lo conviertas en un sitio mejor, también yo debería hacerlo. Creo que ya es hora de que el señor Sears tenga un rival para el puesto de concejal, ¿no te parece?


—¿Vas a presentarte a concejal?


—Sí.


Que la vieran con él en el baile sería una declaración de lo que creía y de la clase de pueblo que deseaba que fuera Clara Falls. Ir al baile también contribuiría a acallar los rumores sobre tráfico de drogas y demás.


—Si fuéramos juntos al baile, sería por cuestión de negocios, ¿verdad? —aunque había dejado clara su postura el sábado anterior, que el pasado no se repetiría, quería insistir por si él no lo había entendido.


—Por supuesto —contestó él con el ceño fruncido—. ¿Por qué si no?


—Por nada —quería salvar la librería de su madre. Tenía que hacerlo—. Acepto el reto —dijo extendiendo la mano.


Él se la estrechó y la besó en la mejilla, inundándola con su aroma y su calor.


—Muy bien. Te recogeré el sábado a las siete.


—De acuerdo —dijo ella soltándose—. ¡Ah! Necesito algunas de mis cosas —ropa formal y zapatos de tacón, para empezar.


—¿Quieres que te lleve esta tarde a mi casa, después del trabajo, para que recojas lo que necesites?


—¿Estás seguro? ¿No estás ocupado?


—No, y ya he hablado con Carmen para que se quede con Mel un par de horas.


¿Tan seguro estaba de que le diría que sí?


—Gracias —se moría de curiosidad por ver dónde vivía Pedro. Aunque no tuviera nada que ver con ella, por supuesto.


—Te recogeré a la cinco y cuarto —y, sin añadir nada más, se marchó.


Paula se acarició la mejilla. Seguía sintiendo sus labios. Se dijo que sólo era un acuerdo de negocios. Sólo eso.




jueves, 19 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 29

 


El placer que reflejaba el rostro de Paula al contemplar el valle hizo que a Pedro se le encogerá el estómago. Aquél era su hogar, aunque todavía no estuviera dispuesta a reconocerlo, pero para él era tan evidente como que tenía nariz y labios. Trató de no pensar en sus labios y en sus deseos de besarla. Paula había dejado muy clara su postura: no volverían a estar juntos. No sabía por qué eso le molestaba, ya que era lo que él también quería.


No, lo que quería era besarla. Pero Paula tenía razón: no había futuro para ellos. Pero ella no se marcharía hasta un año después. Volvió a pensar en Marcos, el que la había besado en la mejilla, el que estaba en el salón de tatuaje. Se encogió de hombros.


—Sabes cómo tratar a los niños —¿querría tener hijos?


—Pareces sorprendido —dijo ella mirándolo y tratando de no sonreír.


—Nunca había pensado en ello —hizo una pausa—. Parece que Marcos y tú os lleváis bien.


—Sí —afirmó ella al tiempo que arqueaba una ceja—. Él y Bonnie, su esposa, son mis mejores amigos.


Pedro se sintió ridículo y se apresuró a seguir hablando antes de que ella le reprochara que le hiciera presuntas de carácter personal.


—¿Qué planes tienes para cuando vuelvas a la ciudad, a tu verdadera vida? —al ver que ella parpadeaba, se sintió cohibido, como cuando Mel trataba de hacer amigos—. Me has dicho que lo de la librería era temporal.


Ella se apoyó en las manos para dejar de estar arrodillada y sentarse con las piernas estiradas. Sin pensarlo, él comenzó a quitarle las hojas de los pantalones. Ella se puso rígida y él retiró la mano murmurando una disculpa.


—No pasa nada —dijo ella con voz ahogada.


Pero claro que pasaba algo, lo mismo que siempre habían tenido: la mutua atracción física, que no les había resuelto las cosas ocho años antes y que no iba a hacerlo en aquel momento. Tenía que recordar que no debía tocarla.


—¿Qué hay de tus planes?


—Ah, sí —Pau se relajó, saludó con la mano a Melly y siguió contemplando la vista.


Pedro la miró también: era espectacular, aunque no tanto como… «Deja de pensar esas cosas», se dijo.


—Voy a abrir una galería de arte.


—¿Una galería de arte? —la miró fijamente al tiempo que una sensación dolorosa lo recorría de arriba abajo—. Pero ¿no tienes un salón de tatuaje?


—Y una librería —le recordó ella—. Tanto Marcos como yo pusimos dinero para el salón, pero él es quien se encarga del día a día. Yo soy más bien una… artista invitada. Se podría decir que soy su socia capitalista.


—Tal vez sea eso lo que necesites en la librería: un socio.


—No lo había pensado —se volvió hacia él—. Pero no. La librería es lo único que me queda de mi madre —volvió a contemplar la vista.


—¿Dónde piensas abrir la galería?


—Había empezado a mirar sitios cuando mi madre… Vi algunos estupendos.


A pesar del tono ligero de su voz, su dolor se clavó en Pedro como una astilla. Quería abrazarla, pero sabía que no aceptaría su consuelo. Apretó los puños.


—Pero el alquiler sobrepasaba con mucho mi presupuesto.


Pedro pensó de repente que los alquileres en aquella zona no eran tan exorbitantes como en la ciudad. Se imaginó a Paula llevando la galería, casi pudo experimentar su entusiasmo e ilusión. Vio sus cuadros colgados en las paredes.


—Lo cual me lleva a otro tema —se volvió hacia él con ojos brillantes—. ¡Tú!


—¿Yo? —¿qué había hecho?


Ella agarró el bolso, que se había negado a dejar en la camioneta y que no había consentido que él llevara durante el paseo. Lo trataba como si contuviera algo muy valioso. Pedro creyó que serían sus herramientas de tatuaje. Se quedó mudo cuando ella le puso en las rodillas un bloc de dibujo. Sintió náuseas cuando le puso un lápiz en la mano.


—Dibuja, Pedro.


El pánico se apoderó de él.


—Dibuja —le ordenó ella mientras abría el bloc. Le sacudió la mano en que sostenía el lápiz.


—¡No! —trató de levantarse, pera ella lo agarró del brazo—. Ya no dibujo —dijo entre dientes al tiempo que trataba de luchar contra la oscuridad que lo amenazaba.


—¡Tonterías!


—¡Por Dios, Pau!


—Tienes miedo.


Era un desafío. Pedro apretó los dientes, lleno de frustración. Sentía los dedos en torno al lápiz gruesos e inútiles como salchichas.


—Lo dejé —farfulló.


—Pues ya es hora de que lo retomes.


—¿Qué quieres? ¿Ver lo malo que me he vuelto? —preguntó lleno de ira.


—Si es necesario… —lo miró con ojos dulces—. Por favor —le susurró.


Pedro agarró el lápiz con tanta fuerza que casi lo rompió. Si quería que dibujara, dibujaría. Quizá así se diera cuenta de lo torpe que se había vuelto y lo dejara en paz.


—¿Qué quieres que dibuje?


—Ese árbol —lo señaló.


Pedro lo estudió durante unos segundos. La escala y las dimensiones se le quedaron grabadas de forma inmediata. Pero no se hizo ilusiones: no esperaba volver a ser un artista medianamente decente. Ella se sentó a su lado con los brazos cruzados, a la expectativa. Él sabía que podía levantarse e irse, pero eso traicionaría la importancia que le daba a la acción de pintar. Se pasó la mano por la cara. Fracasar en aquel momento significaría la muerte de algo muy profundo en su interior. Y no tenía intención de revelar a Paula lo mucho que significaba para él marchándose de malas maneras. Aceptaría la derrota con dignidad.


Cuando percibió que Pau se impacientaba, comenzó a dibujar. Y lo hizo mal: el trazo era pesado, el sentido del equilibrio y la perspectiva, equivocado… Se dijo que era lo que esperaba, pero la oscuridad se apoderó de su mente. Paula echó una ojeada a lo que había hecho y él tuvo que contenerse para no encorvarse y evitar que lo viera. Ella arrancó la hoja, hizo una pelota con ella y la puso en el suelo.


—Dibuja el parque infantil. ¿A qué esperas? —le preguntó al ver que la miraba boquiabierto.


¿Qué le pasaba a Paula? ¿No quería darse cuenta? Miró el parque infantil, lleno de colorido. En otra vida lo habría pintado con colores tan brillantes que habrían dejado sin aliento al espectador. Volvió a empuñar el lápiz, pero sus manos se negaron a seguir las órdenes que les dictaba el cerebro. Había dado la espalda al arte para ser carpintero, por lo que los dedos se le habían convertido en bloques de madera. No obstante, siguió intentándolo porque sabía que Paula no quería derrotarlo, sino que volviera a dibujar, que volviera a disfrutar de la alegría y la libertad que proporcionaba. Cuando se diera cuenta de que ya no podía hacerlo, lamentaría la pérdida tanto como él.


Cuando acabó, Paula arrancó la hoja e hizo con ella lo mismo que con la anterior.


—Dibuja esa roca con la hierba alrededor.


Ella también desechó aquel dibujo. Pedro comenzó a sentir más frustración que sensación de derrota.


—Dibuja la montaña rusa.


—¿Para qué? —estalló él.


—Deja de quejarte —le dijo en tono cortante al tiempo que lo empujaba.


—Si me vuelves a empujar… —Pedro cerró los puños.


—¿Qué? —lo desafió ella.


—Ya he tenido bastante —dejó el bloc en la hierba.


—¡Pues yo no! —agarró el bloc y se lo puso de un golpe sobre las rodillas—. Dibuja la montaña rusa, Pedro.


Los dedos de él volaron por encima del papel. Cuanto antes acabara, mejor. Al terminar, no miró el dibujo, sino que lanzó el bloc a Paula, sin importarle si lo agarraba o no. Pero lo agarró, y estuvo mirándolo durante largo tiempo. Pedro sintió náuseas.


—Mejor —dijo ella finalmente. No arrancó la hoja ni hizo con ella una pelota.


—No me digas lo que no es, Paula —podía enfrentarse a la derrota, pero no a su compasión.


—Míralo —dijo ella como respuesta al tiempo que le daba uno de los dibujos descartados.


Él estaba demasiado cansado para discutir. Alisó el papel. Era el dibujo del parque infantil, algo horroroso, horrible, una caricatura.


—No —dijo ella al ver que iba a volver a arrugar la hoja—. Míralo —después de que lo hiciera, añadió—: Ahora, mira éste —se puso de pie sosteniendo el dibujo de la montaña rusa.


Pedro sintió que todo se detenía en su interior. Tenía defectos, defectos básicos, y sin embargo… Había captado la sensación de libertad y de huida. Paula tenía razón: era mejor que los anteriores. La miró. Ella frunció los labios y examinó el sitio en que se hallaba sentado.


—Aquí no estás bien —agarró el bolso—. Ven.


Lo condujo a unos árboles que había cerca. Él la siguió con el pulso acelerado, queriendo huir.


—Ponte ahí —le señaló el tronco de un árbol desde donde podrían seguir viendo a Melly, que los saludó con la mano.


Cuando se hubo sentado, Paula le dio el bloc y el lápiz y sacó del bolso un segundo bloc y más lápices. Se sentó a su izquierda con las piernas cruzadas. Verla así le resultó tan familiar a Pedro, que creyó que había retrocedido ocho años.


—Apoya la espalda y dobla las piernas como hacías en nuestro mirador.


«Nuestro mirador». Era Richardson's Peak, muy poco frecuentado. Pedro trató de reprimir los recuerdos.


—Mira, yo estoy sentada en la roca de al lado.


No era un roca, sino la hierba, pero Pedro cedió, apoyó la espalda, dobló las piernas y dejó que lo invadieran los recuerdos.


—¿Qué quieres dibujar? —le preguntó ella.


—La vista —siempre habían sido su especialidad, pero, en aquel momento, no sabía por dónde empezar.


—Cierra los ojos —le ordenó ella en un susurro, cerrando los suyos—. ¿Recuerdas cómo era el mirador? La inmensa vista que se extendía ante nosotros, el canto de los pájaros, el olor de los eucaliptos… ¿Recuerdas cómo brillaba el sol en las hojas, cómo nos calentaba incluso cuando el viento soplaba con fuerza?


Pedro sintió su calor en la piel, y sus dedos se relajaron alrededor del lápiz.


—Ahora, dibuja —susurró ella.


Pedro abrió los ojos y dibujó. Las pocas veces que la miró, la halló inclinada sobre el bloc dibujando con movimientos lentos, tal como la recordaba en sueños.


Pasó el tiempo. Pedro no sabía cuánto llevaban dibujando, pero, al alzar la cabeza, vio que las sombras se habían alargado y que Pau lo esperaba. Volvieron a la zona de picnic a buscar a Melly. Estaba sentada en la hierba con sus nuevos amigos.


—¿Has terminado? —le preguntó Pau señalando el dibujo—. ¿Puedo verlo?


Se lo preguntó con la misma timidez que ocho años antes. Él sonrió. Estaba cansado, pero se sentía vivo y libre.


—Si quieres —había perdido la cuenta del número de dibujos que había hecho. Los dedos le habían volado sobre el papel como si tuvieran que compensar los ochos años de inactividad.


Paula suspiró, se rió entre dientes y se burló de él como años atrás.


—¿Esto es un pájaro? —preguntó señalando uno de los dibujos.


—He querido dar la impresión de que volaba.


—Tienes que mejorarlo —dijo ella con una sonrisa—. Pero mira cómo has captado la luz entre los árboles aquí. Es precioso —giró la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. Los suyos brillaban—. Puedes volver a dibujar, Pedro.


Su júbilo lo envolvió. ¡Podía volver a dibujar! No pudo contenerse. Le puso la mano en la nuca y la besó en los labios cálida, firme, brevemente.


—Gracias. Si no hubieras insistido… —señaló el bloc.


Ella se echó hacia atrás con los ojos muy abiertos y sorprendidos.


—De nada, pero no he hecho gran cosa. Es algo que hay en tu interior y que tienes que dejar salir. Eso es todo —se llevó los dedos a los labios, pero los bajó al ver que él la observaba. Se le había acelerado la respiración. Alzó la barbilla y lo fulminó con la mirada—. Si vuelves a dar la espalda al don que posees, lo perderás para siempre.


Pedro sabía que tenía razón… y que quería volver a besarla.


—Se está haciendo tarde —dijo ella como si le hubiera leído el pensamiento—. Será mejor que vayamos pensando en volver.


Pedro se dio cuenta de que no quería que la besara. Recordó todas las razones para no hacerlo.


—Tienes razón.


Y se dijo que era mejor así.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 28

 

Al final, Melly decidió que el jardín botánico estaba demasiado lejos y eligió las cascadas cerca de Katoomba. Paula no recordaba que un sándwich de huevo y lechuga y una tarta de manzana supieran tan bien.


Después de comer, dieron un paseo hasta las cascadas. Paula se quedó absorta ante el paisaje. No había olvidado lo hermosas que eran las montañas, pero sus recuerdos se veían ensombrecidos por otros. Melly se calló bruscamente cuando volvieron a la zona de picnic. Observó a los niños que jugaban en el parque infantil. Se volvió hacia Pau y la miró con una pregunta en los ojos que hizo que ésta se retrotrajera a su infancia, a su atroz timidez y soledad.


—¿Por qué no vas a hacerte amiga de ellos? —preguntó a Melly con una sonrisa mientras le indicaba el parque infantil con la cabeza. Luego se acordó de Pedro—. Todavía no tenemos que volver a casa, ¿verdad?


—Es el día de la princesa Melly —dijo él abriendo los brazos.


Pau deseó que no lo hubiera hecho. Si daba un paso hacia él, se vería rodeada por ellos. Una manita le agarró la suya. Melly la miraba con tanta confianza que se quedó sin respiración.


—Pero ¿qué les digo? —susurró la niña.


Pau dejó el bolso en la hierba y se arrodilló. Volvió a mirar a los niños que jugaban: eran turistas.


—Vas allí y les dices: «Hola, soy Melly. Vivo cerca de aquí. ¿Dónde vivís vosotros?». Y luego… —Paula se rascó la cabeza. Recordó su niñez. Percibió que Pedro las observaba atentamente—. ¿Recuerdas el cuento que leímos? ¿El de los duendecillos del bosque y las ninfas marinas? Pues podrías hablarles de los duendecillos y las ninfas que viven en las cascadas. Seguro que les encantará.


—¿Puedo ir a jugar, papá? —le preguntó Melly con el rostro radiante.


—¿No te llamas princesa Melly?


La niña soltó una risita y echó a correr. Pedro se tumbó en la hierba al lado de Pau.


—Gracias. Le has dicho las palabras justas —frunció le ceño—. ¿Cómo lo has hecho?


—¿Por qué? ¿Qué le habrías dicho tú?


—Probablemente, que improvisara sobre la marcha.


—Recuerdo lo que es tener la edad de Melisa y ser tímida. Me habría gustado que alguien me hubiera dado instrucciones o consejos claros sobre la forma de iniciar una conversación. Después, ya puedes improvisar sobre la marcha.


—Parece que funciona —dijo Pedro mirando a su hija.


—Me alegro. Es un encanto de niña. Debes de estar orgulloso, Pedro.


—Lo estoy.


—Siento haber venido —dijo ella de repente. Aunque en parte era culpa de él. La había pillado en un momento de debilidad.


—¿Por qué? —preguntó él sentándose de un salto—. ¿No te lo has pasado bien?


—Claro que sí, pero… No querías que formara parte de la vida de tu hija, ¿no te acuerdas? Pero no he podido decirle que no. Y tú no me has ayudado —lo miró con hostilidad.


—Mel tenía tantas ganas de que vinieras que tampoco yo he podido negarme.


¿Y él? ¿También había querido que los acompañara? Rechazó la idea. Le daba igual lo que Pedro quisiera.


—Me parece recordar que tú también querías que me mantuviera al margen de tu vida —dijo él.


—Lo dije para herirte —había sido un modo de defenderse.


—No lo dijiste para herirme. Era la verdad.


—Sí —no tenía intención de que Pedro destruyera sus defensas—. Tenemos un pasado, Pedro, y no tengo ganas de revivirlo.


—¿Quieres que el pasado no se repita?


—Algo así.


—Por si te interesa, creo que tienes razón. Pero eso no significa que Mel y tú no podáis ser amigas.


—Pero querías que no…


—A Melly le caes bien y se identifica contigo —la miró a los ojos—. Pero prométeme que no te irás de la forma que lo hiciste la vez anterior.


—Te lo prometo —había madurado desde entonces—. Es curioso, pero me alegro de haber vuelto —señaló con un gesto la vista que se extendía ante ellos—. Lo echaba de menos. Cuando la librería vuelva a funcionar como es debido, volveré de visita —se lo había prometido a Guadalupe, y también a Melly—. No tengo intención de hacer sufrir a tu hija, Pedro.


—Lo sé.


Pau giró la cabeza y volvió a contemplar la vista.


VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 27

 


Antes de que Pau se soltara del todo del brazo de Pedro, Melly se removió en sueños, bajó el brazo que tenía alrededor del cuello de su padre y lo puso alrededor del de Pau, lo cual hizo que ésta se acercara más a él. Sus brazos se rozaron y los sentidos de ella se vieron invadidos por su olor.


—¡Qué mala soy! —exclamó Melly.


Paula se rió ante aquellas palabras inesperadas. Trató de echarse hacia atrás para mirarla a la cara y por el rabillo del ojo vio que Pedro también sonreía.


—¿Podemos irnos de picnic ya, papá?


—Tus deseos son órdenes.


—Quiero que Pau venga con nosotros.


Pau se puso tensa. Trató de desembarazarse de la mano de Melly, pero ésta la apretó aún más. Pedro le había dicho que se mantuviera al margen de la vida de su hija, lo cual, como cabía suponer, incluía no ir de picnic con ella.


—Princesa, tus deseos son órdenes sólo para mí —dijo Pedro.


—Vas a decir que no —el labio inferior de Melly comenzó a temblar.


—Cariño, a Pau no le puedes dar órdenes. Ella es princesa de sí misma. No tenemos derecho a decirle lo que tiene que hacer.


—Pero quizá quiera venir —susurró la niña inclinante hacia su padre.


—Entonces, pregúntaselo —respondió él con una sonrisa.


—Paula, ¿quieres venir de picnic con nosotros, por favor? —la miró con ojos implorantes.


Gracias a Pedro, Paula iba a tener que hacer el papel de mala y se preguntó si podría hacerlo sin herir los sentimientos de Melly.


—Me encantaría, princesa Melly… —no era mentira—. Pero estoy muy cansada —tampoco era mentira—. Y tengo que volver a la librería —lo cual sólo era verdad a medias.


—¡Pero sigues estando triste! Ven con nosotros, por favor —dijo la niña.


La voz de Pedro, cálida y afectuosa, le llegó al alma.


—Me gustaría que vinieras.


Tuvo que mirarlo a los ojos. Contuvo la respiración. Sus ojos la tentaban… de todos los modos posibles. No debería ir. No podía ser que él quisiera que fuera.


—Bonnie y Gail se ocuparán de la tienda —dijo Marcos desde el umbral—. Vete, Pau. Te hará bien.


Los ojos de los tres estaban puestos en ella. Se sintió llena de júbilo.


—Ir de picnic me parece perfecto.


—Muy bien —dijo Pedro, con una mirada aún más cálida.


—Gracias —Melly se abrazó a ella.


—No, cariño. Gracias a ti por invitarme. Voy a por mis cosas.