miércoles, 18 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 25

 


—Muy bien, princesa Melly… —Pedro sostuvo la puerta de la panadería del señor Sears—, ¿qué desea?


—La princesa Melly quiere ir de picnic —dijo la niña con los ojos brillantes.


—¿Adonde? ¿Al parque? ¿A uno de los miradores?


Habían estado en la montaña rusa por la mañana. Mel se había reído a carcajadas, por lo que Pedro se sentía alegre y ligero. En un par de ocasiones, la niña se había replegado en su concha, pero había vuelto a salir.


Pau tenía razón. Lo de la princesa Melly funcionaba de maravilla. Su hija se había sentido desarmada inmediatamente; por eso y por los viajes en la montaña rusa, por no hablar de la compra de los vaqueros. Mel sólo le había pedido un par, pero a Pedro se le ocurrió de pronto que no tenía ninguno que le valiera, por lo que compraron tres pares. A Mel casi le había dado un ataque de alegría. Se había puesto un par inmediatamente.


—Un picnic en el jardín botánico —anunció la princesa Melly.


—Excelente —Pedro se frotó las manos mientras recorrían el mostrador para ver qué tenía el señor Sears—. ¿Qué nos llevamos para el picnic?


Ella lo miró con sus grandes ojos, idénticos a los suyos, según decía todo el mundo.


—La princesa Melly quiere un rollito de salchicha ahora —lo tomó de la mano, como si eso sirviera de elemento de persuasión añadido—, pero eso le quitará las ganas de comer. Así que podemos tomar tarta de manzana y limonada para comer.


—Es una idea estupenda —le aseguró Pedro sonriendo—. Así que tarta de manzana para comer —por una vez no iba a pasar nada.


Su hija volvió a sonreír. Pero la responsabilidad de adulto de Pedro entró en acción.


—Pero su humilde servidor —se llevó la mano al pecho— tiene un apetito voraz. ¿Me permitiría pedir unos sándwiches vegetales para llevárnoslos?


Ella asintió solemnemente. Pedro compró lo que querían y se sentaron a una mesa junto a la ventana para tomarse los rollitos de salchicha y un chocolate caliente.


El rugido de unas motos los interrumpió. Varias Harley Davidson circulaban por la calle brillando al sol. Había por lo menos una docena, la mayoría de ellas con pasajero en el asiento de atrás. Todos vestían de cuero negro. Pedro comenzó a reírse con innegable satisfacción. Los motoristas aparcaron a ambos lados de la calle y se dirigieron a la librería de Pau.


Esta salió a recibirlos. Pedro sintió como si algo le estallara en el cerebro cuando vio que el más grande y fornido de los recién llegados tomaba en brazos a Pau y daba vueltas con ella como si no pesara más que un gatito. Al dejarla en el suelo, ¡la besó en la mejilla! Sintió que lo invadía algo oscuro y mezquino.


Pau no le había dicho que tuviera una relación sentimental con alguien en Sidney, pero, por otro lado, tampoco es que hubieran hablado de lo que había hecho desde que se marchó.


—Papá…


Él bajó la vista y se encontró a su hija mirándole la mano con el rollito que había aplastado. Trató de sonreír.


—Vaya. No me doy cuenta de la fuerza que tengo.


Melly soltó una risita. Pedro se limpió la mano con una servilleta y volvió a mirar por la ventana. Recordó todos los besos que Paula y él se habían dado ocho años antes. No recordaba haberla besado en la mejilla con frecuencia. ¡En la mejilla! Ese beso no era el de un amante impaciente por ver a su novia tras una semana de separación. Pedro fue incapaz de explicarse el alivio que experimentó. En realidad, sí podía explicárselo, pero no estaba dispuesto a hacerlo.


Algunos de los amigos de Paula entraron con ella en la tienda. Otros se pusieron a pasear como turistas ociosos. Lo más probable era que fueran un grupo de gente que compartía la pasión por las motos: carpinteros, dueños de una librería o panaderos, como Pedro, Paula o el señor Sears.


Pedro echó una mirada alrededor de la panadería; no era el único que se había quedado paralizado. La llegada de más de una docena de motos al pueblo había hecho que cesaran las conversaciones. El señor Sears se había puesto rojo como un tomate.


Pedro sonrió. Después de cómo había tratado a Paula se merecía que se vengara de él. Aunque su venganza no iba a aumentar la popularidad que tenía en el pueblo. Diversas personas ya estaban volviendo a sus coches, intimidadas por la combinación de ruido y cuero.


De repente, Paula apareció sola en la puerta de la panadería.


—Hola, Pedro.


—Hola, Pau.


—Melly, ¿cómo estás? —Pau le sonrió con alegría.


—Hoy soy la princesa Melly.


—No es de extrañar —dijo Paula después de lanzar un silbido—. Hoy pareces una princesa.


—Papá dice que estoy tan guapa como una princesa todos los días —dijo Melly sin mucha convicción.


—Creo que tiene razón —le guiñó un ojo—. Me encantan tus vaqueros.


Mel sonrió de oreja a oreja y a Pedro se le formó un nudo en el estómago.


—Me gustaría quedarme a charlar un rato, pero tengo visita. Que lo paséis bien.


—Lo haremos —asintió Mel.


—Hola, Carmen. Hola, señor Sears.


Éste corrió hasta el extremo del mostrador donde se hallaba Paula.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó en voz baja—. ¿Tratas de que todos nos quedemos sin trabajo?


—Tengo a unas veinte personas que quieren tomar té, —ella no bajó la voz—, lo cual para su panadería, al menos, va a resultar muy buen negocio. Quiero una tarta de zanahoria grande, un bizcocho de fresa y… ¿qué me recomienda?


—Llévate la tarta de naranja y semillas de amapola, Paula —intervino Pedro sin poder evitarlo—. Es insuperable.


Ella se volvió a mirarlo. El color de sus mejillas se acentuó.


—Entonces, una tarta de naranja y semillas de amapola —dijo volviéndose hacia el señor Sears.


Pedro pensó que, si pudiera, el panadero echaría humo por las orejas, pero colocó cada tarta en una caja de cartón con el mismo cuidado que una madre trataba a su bebé. Al ponerlas en el mostrador, agarró a Pau de la muñeca. Pedro echó la silla hacia atrás y se levantó.


—Si el nivel de este pueblo sigue bajando —dijo el señor Sears entre dientes—, nos arruinaremos todos. Y será por tu culpa.


—No, por la suya —respondió ella con toda la frialdad que pudo.


Con un solo giro de la muñeca se libró de su mano. Pedro se volvió a sentar. No necesitaba su ayuda.


—Llevo una librería, señor Sears. Tengo que atraer clientes de algún sitio. Hasta que la librería retome el nivel habitual de ventas y los rumores sobre tráfico de drogas comiencen a desaparecer, me temo que tendrá que acostumbrarse a mis visitas de fin de semana. Tienen moto y pueden viajar. Y, además, creen que apoyar librerías independientes es una buena causa. Y tenga en cuenta que este grupo sólo es la punta del iceberg. Usted verá —agarró las tartas y saludó a todos con ellas salvo al panadero—. Que pasen un buen día. Volveré esta tarde a por más provisiones. ¿Quién sabe cuántas personas más se presentarán hasta entonces? —y dicho eso salió de la panadería.


En cuanto la puerta se cerró, todos comenzaron a hablar. Pedro la observó con deleite mientras volvía a la librería. Andaba como si el mundo fuera suyo. Estaba muy sexy. Había que reconocer que tenía clase.


—Pau es amiga mía —dijo Mel atrayendo su atención.


Al oír a su hija, se calmó. No quería que se encariñara de Paula. Sólo la perjudicaría.





VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 24

 

A mediodía, la señora Lavender dijo que se iba a sentar a su banco habitual para atormentar a Boyd Longbottom. A las doce y cuarto, Pedro cruzó la calle corriendo para ir a la panadería. Al volver, se paró ante el escaparate para ver los nuevos libros. Paula estaba detrás de una estantería y lo vio.


«Date la vuelta y vete», se dijo, pero su cuerpo se negó a obedecer las órdenes del cerebro. «Cierra al menos los ojos». Tampoco obedeció esa orden. Recordó que Pedro y ella intercambiaban sus dibujos y los alababan o criticaban o sugerían formas de mejorarlos. ¿Le gustaría a Pedro el nuevo escaparate? No lo sabía.


Él no alzó la vista para buscarla en el interior. Al final se marchó. La opresión en el pecho de Pau cedió, pero nada pudo llenar el vacío que la invadió.


Después de las tres y media sonó el teléfono. Paula se abalanzó a responder, contenta de dejar de pensar en que Melly no estaba allí. Ni lo estaría al siguiente… ni ningún otro. No sabía por qué se sentía sola, pero así era.


—Hola —la voz de su socio la saludó al otro lado de la línea—. ¿Cómo estás?


—¡Marcos! —sonrió—. Ahora que estoy hablando contigo, mejor. ¿Cómo están Bonnie y los niños?


—Te mandan un beso. Dime, ¿te han recibido en el pueblo con los brazos abiertos?


—Sí y no. El negocio podía ir mucho mejor, pero la gente de aquí no viene a comprar.


—¿Te lo están poniendo difícil?


—Corre el rumor de que soy traficante de drogas.


—¿Qué? —la carcajada que soltó Marcos la animó—. ¿Tú? ¿Con tu historial sin mancha? Supongo que el rumor será una maravilla para el negocio.


—Por supuesto.


—Oye, tengo un trabajo para ti, y tengo un plan.


La sonrisa de Paula se hizo más ancha mientras lo escuchaba.



martes, 17 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 23

 


—¿Les has echado un vistazo, Pau? —le preguntó la señora Lavender.


Esta acababa de bajar del escaparate, satisfecha con la nueva exposición.


—Ah, eso —una copia de las cifras de ventas de los tres meses anteriores. Sintió un peso en los hombros la empujaba hacia el suelo—. Son terribles, ¿verdad?


—Hay que darles la vuelta, y deprisa. Pau, esto es grave —dio unos golpecitos con el bolígrafo en el mostrador y, de repente, se le iluminó la cara—. Organizaremos una feria del libro, eso es.


—¿Una feria del libro?


—Tendremos actividades para los niños, lecturas en público de autores locales… Haremos un descuento del diez por cien en la venta de cualquier libro. Conseguiremos que la gente se interese y acuda. ¡Y vaya si salvaremos la librería!


—¿Cree que funcionará?


—Mi querida Paula, tendremos que hacer que funcione. O lo conseguimos o tendrás que decidirte a vender el local al señor Sears.


—¡No! No voy a vendérselo. Organizaremos la feria —respondió ella alzando la barbilla.


Las dos dedicaron el resto de la mañana a componer un anuncio de una página entera para el periódico local. Hablaron de las actividades infantiles. Pau comenzó a diseñar carteles y folletos. Decidieron la fecha: el Día de la Madre, que caía en sábado.


Si la feria no funcionaba… Pau hizo un gesto negativo con la cabeza y decidió no pensarlo.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 22

 


Lo primero que hizo la señora Lavender el jueves por la mañana fue poner a Paula a cambiar los libros del escaparate, aunque ésta creyó que se trataba de un truco para que no se pusiera nerviosa por la falta de clientes.


—Lleva dos meses sin cambiarse. Y tenemos todos estos éxitos de ventas. Además, pronto será el Día de la Madre.


Ante la mención de ese día, Paula sintió como si un cuchillo se le clavara en el corazón. La señora Lavender debió de darse cuenta, ya que hizo una pausa y le acarició la mano.


—Perdóname, Paula. Ha sido una falta de delicadeza por mi parte.


—En absoluto —tragó saliva—. Soy yo la que no estuve aquí en las ocho celebraciones anteriores. No tengo derecho a compadecerme de mí misma —había enviado flores y telefoneado a su madre, pero no era lo mismo.


Le preparó una taza de té a la señora Lavender y vio que la camioneta de Pedro estaba aparcada en la parte de atrás, con lo que el dolor de su corazón se centuplicó.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 21

 


Le había hecho sufrir ocho años antes. Pau se dio cuenta por la palidez de su rostro, por el brillo de sus ojos y por la fatiga que se había instalado alrededor de su boca. Pero se había casado con Fernanda tan deprisa que creyó…


—Maldita sea, Pedro. Sólo iba a estar fuera tres meses.


—¡Tres meses! —se le desencajó la mandíbula—. ¿Dónde fuiste? ¿Y por qué no me lo dijiste?


Su dolor la envolvió hasta dejarla sin respiración. Tuvo que tomar aire para poder hablar.


—Debes entender que estaba muy enfadada porque pensabas que te había engañado.


Él no le había dado la oportunidad de explicarse. La acusó con la ferocidad de un animal acorralado y herido. Incluso entonces, ella supo que se había dejado llevar por la sorpresa y el dolor, por lo inesperado de encontrarla en casa de Hancock.


—Deja de jugar, Paula. Sé que me engañaste con Samuel Hancock —dijo en voz baja.


Pau sintió cómo la ira se apoderaba de ella, seguida de una lúgubre satisfacción. Tenía que mantener a Pedro alejado de ella. Si creía que lo había engañado y que seguía mintiendo ocho años después, era indudable que debía alejarse de él. No iba a revivir el infierno por el que había pasado a causa de Pedro Alfonso. Había tardado mucho en recuperarse. Él no había confiado ni confiaba en ella. La edad no lo había vuelto más sensato.


—¿Acaso importa ya? —preguntó con el tono de voz más gélido que pudo poner.


—Ni lo más mínimo. Entiendo por qué la gente engaña. No es ese el problema. Lo que no entiendo es por qué la gente huye —la apuntó con el dedo—. Lo que no entiendo es por qué te marchaste como lo hiciste.


¿Era mejor una explicación tanto tiempo después que ninguna? Al mirarlo, tuvo la respuesta. Tomó aire y trató de no hacer caso del repentino cansancio que la invadía.


—Esa noche, cuando llegué a casa estaba fuera de mí —se le revolvía el estómago al recordarlo—. Mi madre me calmó y consiguió que, poco a poco, le contara lo que había pasado. ¿Sabías que mi madre no aprobaba nuestra relación? Es gracioso, ¿verdad? Todo el pueblo creía que era yo, la rebelde, la que iba a llevar a Pedro Alfonso por el mal camino.


—Creía que le caía bien a tu madre.


—Y así era, pero creía que éramos demasiado jóvenes para una relación tan intensa. Le preocupaba que dejara en suspenso mis sueños por ti —se daba cuenta de que su madre había tenido todos los motivos del mundo para preocuparse. Paula estaba sobrecogida y agradecida por el amor de Pedro, pues le resultaba increíble que pudiera querer a una chica como ella—. Me rogó que me fuera del pueblo tres meses.


Pedro se había puesto pálido. Paula tragó saliva y prosiguió:

—Me dijo que necesitábamos estar separados durante un tiempo para ver las cosas con perspectiva —y ella se sentía tan dolida y enfadada que quería que Pedro pagara por lo que le había dicho—. Me dijo que, si de verdad me querías, me esperarías. Me fui a casa de mi tía, en Newcastle —alzó la cabeza y lo miró a los ojos—. Pero no me esperaste.


—¿Tratas de echarme la culpa?


—No. Simplemente, digo que no me esperaste.


—¡Creí que te habías marchado para siempre! ¡Que no ibas a volver!


—No te molestaste en buscarme.


—¿Ibas a estar fuera tres meses? Pues no volviste —la señaló con un dedo acusador.


El espacio entre ambos se llenó de reproches y dolor no manifestados.


—El día antes de mi vuelta —dijo Pau tratando de controlar el tono de voz—, me llamó mi madre para decirme que Fernanda estaba embarazada de ti. Y que estabais prometidos.


Pedro se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer sobre una silla como si las piernas no lo sostuvieran. Paula se apoyó en la pared, al lado del retrato de su madre.


—Comprenderás que no podía volver después de enterarme.


—¿Por qué no?


—Si lo hubiera hecho, Fernanda y tú no habríais podido arreglar la situación —no era su intención ser arrogante, pero era la verdad. Pedro y ella habrían retomado la relación en el punto en que la habían dejado, en brazos el uno del otro.


—¿Pretendes que me lo tome como un noble gesto de tu parte? —se levantó de un salto.


Su tono la habría intimidado ocho años antes, pero no en aquel momento.


—¿Noble? —lo fulminó con la mirada—. No había nada noble en aquella situación —se separó de la pared—. Pero había un bebé en camino y… y no estaba dispuesta a interferir en eso.


Pedro dobló la cintura, se puso las manos en las rodillas y no dijo nada.


—Pero ¿cómo pudiste hacerlo? —le temblaba la voz—. ¿Cómo te acostaste con mi mejor amiga? ¿Por qué con Fer?


Él se enderezó muy despacio. Su mirada vacía la sorprendió.


—Porque me recordaba a ti. Buscaba a alguien que te sustituyera, y ella fue lo más cercano que encontré.


Paula se quedó sin aliento. Volvió a apoyarse en la pared sin saber qué decir. ¿Qué podía decir? Todo aquello pertenecía al pasado. Era demasiado tarde para Pedro y ella.


El silencio se hizo más pesado. Por fin, Pedro hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.


—Buenas noches, Paula —y se dirigió a la puerta.


—Si le dices a Melly que he traicionado su confianza, le dolerá. No creo que se lo merezca.


Él se detuvo sin volverse. Pareció reflexionar y asintió.


—Tienes razón —dio otro paso, pero se dio la vuelta—. ¿Crees que, si te hubiera dado más tiempo, ella habría confiado en mí?


—Estoy convencida. Quizá todavía lo haga —trató de sonreír y esperó a que él dijera algo. Como no lo hacía, añadió—: Por cierto, ¿sabes que Carmen Sears está buscando trabajo?


—¿Por qué me dices eso ahora? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Sería una estupenda canguro para Melisa.


—Pero ella… —se interrumpió.


—Sí, es una chica rebelde —afirmó Pau con una mueca—. Pero parece buena persona. Creí que podía interesarte.


—¿Por qué has tardado tanto en volver? —preguntó él tras mirarla largamente.


—Supongo que por orgullo —contestó ella al tiempo que se encogía de hombros y trataba de parecer despreocupada—. Y porque estaba dolida por lo que pasó. Estaba enfadada con Fer y contigo. Estaba enfadada con mi madre. Quería olvidar. Terminó por convertirse en un hábito —un hábito que había partido el corazón de su madre. Alzó la barbilla—. Buenas noches, Pedro.




lunes, 16 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 20

 


—¿Que qué? —Pedro agarró a Paula por los hombros—. ¿Que le pega? ¿Me estás diciendo que la señora Benedict pega a mi hija?


—Me haces daño, Pedro.


La soltó de inmediato y comenzó a pasear arriba y abajo por la habitación.


—Tranquilízate, Pedro, Melly está…


—¿Que me tranquilice? ¿Cómo me dices eso cuando…?


—Melisa está salvo y eso es lo único que importa. Habla con la señora Benedict mañana. Perder los estribos ahora no te servirá de nada.


Paula tenía razón. Tomó aire. ¡Pero se iba a enterar la señora Benedict cuando la pillara!


—Lo importante es averiguar qué es lo mejor para Melisa.


—¡A esa casa no va a volver! —Pedro volvió a tomar aire—. ¿Por eso ha venido aquí por la tarde? ¿Y la has acompañado cada día a casa de la señora Benedict? ¿Y has tratado de convencerla de que me lo dijera?


Paula se quedó callada hasta que terminó de hablar.


—Sí a todo.


—Gracias.


—No hay de qué.


—¿Sabes por qué Mel no quería decírmelo?


—Yo… —vaciló Pau—. ¿Me prometes que vas a dejar de gritar?


—Lo intentaré —masculló él.


—Parece que, como trabajas tanto, a tu madre le preocupa tu bienestar.


—No entiendo adonde quieres ir a parar.


Ella se pasó la lengua por los labios y él trató de no prestar atención a cómo le brillaban… y al deseo que lo asaltó de repente.


—Parece que tu madre le ha dicho a Melly que no te moleste con sus problemas cuando estás tan ocupado.


—Mi madre no te cae bien, ¿verdad?


—Eso no es verdad, Pedro. Es a ella a quien no le caigo bien. Y no la culpo. No creo que le gustara que aquella chica rebelde saliera con su hijo —su madre siempre había sido sobreprotectora—. No me he inventado lo que te he dicho.


Pedro no quería creerla, pero la creyó.


—Y por si te sirve de algo, creo que tu madre tiene buenas intenciones. Es lógico que quiera lo mejor para ti.


—Debería querer lo mejor para Mel —se dejó caer en un taburete.


Su hija necesitaba una mujer en su vida, pero las dos que él había elegido no daban la talla, por lo que la niña se había refugiado en Pau. ¡Qué desastre! Su madre no tenía la culpa, ni tampoco la señora Benedict. Él era el culpable por no haber querido reconocer que Mel necesitaba una mujer joven.


—No pongas esa cara —le reprochó Paula—. No es el fin del mundo. Lo que tienes que hacer es salir de trabajar de aquí con el tiempo suficiente de ir a recoger a Melly a la escuela.


—¡Pero no ha confiado en mí! —estalló él. No había confiado en él, pero lo había hecho en Paula.


—Pues gánate de nuevo su confianza. Llévala el sábado a la montaña rusa. Dile que está tan guapa que parece una princesa y que harás todo lo que te pida.


Pedro la miró fijamente y, sin poder evitarlo, sonrió. ¿Querría salir con ellos el sábado? ¿Querría…? ¡De ninguna manera! Le estaba agradecido por lo que le había contado, pero no hasta ese punto. Aunque Mel necesitara a una mujer joven, Paula Chaves no era la adecuada.


—Quieres que de ahora en adelante me mantenga al margen, ¿verdad? —preguntó Paula.


—Sí —era inútil tratar de negar sus intenciones. Se sentía fatal. No quería herir sus sentimientos, pero no consentiría que hiciera daño a Mel. El corazón se le endureció. —No quiero que te inmiscuyas en la vida de mi hija.


—Muy bien —los ojos de Paula centellearon—, porque no quiero inmiscuirme en nada relacionado contigo.


—No era mi intención expresarme así —no quería que le pasara a Paula lo que a su madre—. Pero me has dicho que sólo te quedarás un año.


—Así es —dijo ella cruzando los brazos.


—Caray, Pau, si sólo vas a estar ese tiempo, no quiero que Mel se encariñe de ti, porque sufrirá cuando te vayas. No lo entenderá.


—Ya te he oído —estaba al borde de las lágrimas.


—Escucha, no entendí las razones de tu marcha hace ocho años, y eso que tenía dieciocho años. ¿Cómo va a hacerlo una niña de siete? —agachó la cabeza y volvió a experimentar el antiguo dolor, la antigua rabia—. ¡Por Dios, Paula! ¡Te marchaste sin decirme por qué!



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 19

 


—Silencio, por favor.


Pedro hizo una mueca. Gaston Sears trataba de poner orden en la reunión con una voz que traspasaría una roca. A su lado, Ricardo no sabía si sonreír o imitar a su amigo.


—Entonces, ¿estamos todos de acuerdo en lo que hay que plantar en el parque este invierno?


Hubo murmullos, pero la votación a mano alzada decidió la cuestión. A Pedro le maravilló que tardaran tanto en decidirse por los jacintos en vez de por los narcisos. A él le daba lo mismo. Miró el reloj. Era casi la hora de que Mel se acostara. Esperaba que sus padres no tuvieran problemas. No le gustaba dejarla con ellos dos noches seguidas. Como su madre estaba en silla de ruedas, era demasiado trabajo para su padre. Pero Roberto Alfonso adoraba a su nieta y, con ella, se sentía rejuvenecer.


Pedro suspiró. No podría leer a su hija un cuento antes de dormir, pero cada vez le resultaba más evidente que la niña echaba de menos una influencia femenina en su vida, un modelo femenino. Se le desgarraba el corazón al ver cómo Mel miraba en el colegio a las niñas con sus madres. Esperaba que su madre sirviera para rellenar ese hueco.


«Necesita una mujer más joven», pensó. Trató de borrar la idea de su cerebro. Dos mujeres lo habían dejado.


No iba a pasar por aquello otra vez, ni iba a poner en peligro el corazón y la felicidad de su hija. Mel y él seguirían arreglándoselas solos.


—Ahora vamos a pasar al último punto del orden del día. Creo que la mayoría estará de acuerdo en que no queremos un salón de tatuajes que contamine las calles de Clara Falls. Quienes estén a favor de semejante abominación, que expongan sus argumentos.


El señor Sears miró a su alrededor. Pedro se removió en el asiento. Por eso había ido a la reunión aquella noche. Nadie dijo nada a favor del salón de tatuajes, y Pedro oyó con enfado creciente el plan que Gastón Sears había concebido para evitar la posibilidad de que pudiera instalarse. Por último, no pudo soportarlo más.


—No sé si nadie se ha dado cuenta de que no se puede prohibir un negocio que no existe —dijo poniéndose de pie.


—Esos son matices —protestó el señor Sears.


—No, es la ley.


—Este pueblo tiene todo el derecho a decir lo que piensa al respecto.


—Si os enfrentáis a Pau Chaves con semejantes propósitos…


—¡No se ha dicho ningún nombre!


—No, pero todos los presentes saben de quién hablas. Pau Chaves no ha demostrado ninguna intención de poner un salón de tatuajes en Clara Falls. Ha venido a hacerse cargo de la librería de su madre. Y punto —miró a su alrededor. Algunos asentían animándolo; otros se removían en el asiento y esquivaban su mirada.


¡Por Dios! Si Pau era propensa a la depresión como su madre, lo único que le faltaba era que alguien como Gastón Sears se presentara en la librería y le pusiera delante de las narices la petición firmada por el pueblo.


Pedro tiene razón —Ricardo se levantó—. Por lo que sé, estamos en una democracia. Si alguien se acerca a mi cliente con una petición o algo por el estilo, lo denunciaré por acoso. Y, además, lo haré con mucho gusto. Es una mujer con un negocio que contribuye a la economía del pueblo, por lo que deberíamos apoyarla.


—Estoy de acuerdo —Pedro dio una palmada a Ricardo en la espalda. Éste se la devolvió. Se sentaron y observaron satisfechos que Gastón Sears ponía fin a la reunión inmediatamente.


El señor Sears se acercó a ellos mientras hablaban al lado de los coches. Pedro percibió su enfado, a pesar de que trataba de ocultarlo.


—Si finalmente llega al Ayuntamiento la propuesta de abrir un salón de tatuajes, quiero que sepáis que haré todo lo que esté en mi mano para que no salga adelante.


—Supongo que te refieres a todo lo que sea legal —dijo Ricardo.


—Por supuesto —el señor Sears miró a Pedro—. Debería haberme dado cuenta de que te pondrías de su lado.


—No se trata de tomar partido por uno o por otro, sino de que Clara Falls siga siendo un pueblo en el que pueda criar a mi hija y donde no dominen la estrechez de miras y el fanatismo.


—Ah, sí, tu hija —sonrió con suficiencia—. Supongo que sabes que han visto a Melisa saliendo de la librería con Paula Harper todas las tardes de esta semana —se echó a reír al ver la cara de Pedro—. Pero quizá no fuera ella —y se alejó muy contento de la bomba que acababa de lanzar.


—Habrá una explicación razonable —dijo Ricardo en voz baja.


—Más vale. Y voy a averiguar ahora mismo cuál es. Buena noches, Ricardo —montó en el coche y se dirigió a la librería. Había luz en su interior. Apretó los labios. Aparcó detrás del edificio y entró con la llave que Paula le había dado. Llamó a Paula e hizo todo el ruido que pudo para no asustarla como la noche anterior.


—¡Estoy aquí! —gritó ella.


Él siguió el sonido de su voz, pero se detuvo en seco. Había comenzado el retrato de Frida. ¡Estaba pintando! Se agarró a una estantería mientras dejaba salir el aire de sus pulmones. Era una escena que le resultaba muy familiar. Lo asaltaron miles de recuerdos. Se aproximó para ver mejor. Paula dibujaba la parte superior de la cara de Frida. Habían mejorado su capacidad y su talento. El potencial que él había reconocido ocho años antes había dado sus frutos. Sintió una fuerte opresión en el pecho. Pero trató de pensar en el propósito de su visita.


Paula retrocedió unos pasos para observar el trabajo. Dejó el lápiz en una mesita en la que había una fotografía de Frida y se volvió hacia él con los ojos brillantes.


—Quería agradecerte que me hayas prestado el ordenador. Esta mañana te fuiste antes de que pudiera hacerlo. Así que… gracias. Pero es evidente que has venido a decirme algo.


—Quiero saber qué demonios has estado haciendo con mi hija todas las tardes de esta semana —dijo él con desmedida agresividad y poniendo los brazos en jarras. Pero se negó a moderar el tono. Como le hubiera tocado un pelo a su hija, lo lamentaría el resto de su vida.


—¿Te lo ha dicho Melisa?


—Gaston Sears.


—Sigues llegando a conclusiones precipitadas, ¿verdad, Pedro? —también ella puso los brazos en jarras—. ¿Qué crees que he estado haciendo con ella? ¿Qué ideas desagradables se te han ocurrido? Sólo un día —murmuró—. Eso era lo único que necesitaba con ella, un día más.


—¿Para hacer qué? —explotó él.


—No has cambiado, Pedro. Sigues más que dispuesto a pensar lo peor de mí. Necesitaba un día más para convencerla de que te confiara algo.


—¿El qué? —no sabía de qué le hablaba.


—Si dedicaras más tiempo a tu hija, lo sabrías.


—Si dedicara… —contrajo los hombros con tanta fuerza que comenzaron a dolerle—. ¿Qué sabes tú de criar a una hija estando solo? —lo difícil que era, las dudas que lo asaltaban sobre si lo hacía bien, el hecho de que siempre sería su padre, pero nunca su madre, y no era lo mismo.


—Nada. Lo siento —dijo ella con una expresión muy triste que hizo que la ira de Pedro se esfumara.


—¿Vas a decirme lo que pasa? —el tono de su voz volvía a ser normal.


—Supongo que no vas a dejarme un día más.


—No. No voy a arriesgarme en lo que se refiere a Mel. No puedo.


Ella sonrió y Pedro vio en sus ojos la misma preocupación que había mostrado por Guadalupe la noche anterior. Si Paula había conseguido obtener de Melisa la más mínima información que pudiera ayudarlo con su hija… En un abrir y cerrar de ojos, Mel había pasado de ser una niña sonriente y feliz a mostrarse seria y reservada. De no parar de hablar con él, había pasado a negar con la cabeza cuando le preguntaba si le ocurría algo.


—Mel ha venido a la librería en vez de ir a casa de la señora Benedict.


—¿Sabes por qué?


—Sí —Pau vaciló—. ¿Te puedo hacer una pregunta? —al ver que asentía, continuó—: ¿Por qué va a esa casa después del colegio? No te enfades, por favor, pero si comienzas a trabajar a las siete y media, deberías poder acabar con el tiempo suficiente de ir a recogerla a las tres y media al colegio. No sé cuál es tu situación personal, pero parece que las cosas te van bien desde el punto de vista económico. ¿De verdad necesitas trabajar tantas horas? ¿Y quién cuida a Melly por la mañana, antes de ir a la escuela?


—Los niños pueden estar en la escuela antes y después de las clases.


Pau no le hizo la pregunta, pero él la vio en sus ojos: ¿por qué no la dejaba en el colegio en vez de mandarla a casa de la señora Benedict?


—No quieres decírmelo, ¿verdad?


¡Qué demonios…! Lo había conmovido la mezcla de tristeza y comprensión que había en su voz. No había ningún mal en decírselo. Tal vez sirviera para compensarla por haber irrumpido en la librería lanzando acusaciones.


—Hace dos meses y medio hubo una tormenta terrible a este lado de la montaña, que causó muchos daños. Los servicios de emergencia estaban desbordados y tratamos de ayudarlos. Todavía no hemos acabado el trabajo. En aquel momento, me pareció importante asegurar las casas de los vecinos frente a futuros daños y volver a hacer habitables las dañadas. Pero eso me supuso, y me supone, trabajar muchas horas. Sólo quería contribuir modestamente.


—Pero ¿no crees que hay que poner un límite? En la vida hay cosas más importantes que el trabajo.


Pedro puso cara de pocos amigos. ¿Acaso creía que el trabajo le importaba lo más mínimo cuando se trataba de Mel? Mel lo era todo para él.


—Estuviste trabajando en el rótulo de la librería el sábado pasado en vez de llevar a Melisa a la montaña rusa. Rompiste la promesa que le habías hecho por un estúpido rótulo.


—¡En su momento no te pareció tan estúpido! —se sintió invadido por la culpa. Había prometido que la llevaría al día siguiente. Pero, el domingo, Mel dijo que no quería ir a ningún sitio y se pasó el día pintando. Debería haber mantenido su promesa inicial, pero al saber que Paula iba a llegar al pueblo ese día, no había podido resistirse a aparecer por la librería. Entonces se dijo que era para pasar lo antes posible el mal trago de volverse a ver. Pero, en aquel momento, mirándola a la cara, se preguntaba si no se habría mentido a sí mismo—. No es sólo el trabajo. Mel necesita que haya una mujer en su vida. Veo cómo mira a las niñas con sus madres. Ansia un toque maternal.


—Entonces, eso es lo que es la señora Benedict: tu toque maternal.


—Tenía muy buenas recomendaciones —asintió él—. Ha criado a cinco hijos sola. Es una mujer grande y pechugona, con una risa muy sonora. Y pensé que entre ella y mi madre satisfarían esa necesidad en Mel —al ver la expresión escéptica de ella, prosiguió—: ¿Qué pasa?


—A Melisa no le gusta ir a casa de la señora Benedict.


—No me lo ha dicho.


—Parece ser que le pega.