sábado, 14 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 12

 



A las diez y media de la mañana, un grupo de turistas bajó de un autocar y entró en la librería en busca de guías y mapas y, de paso, se llevaron todas las postales. A mediodía, Paula fue corriendo al almacén para conseguir material con que rellenar los numerosos huecos que había en las estanterías dedicadas a la información local. Salió con las manos vacías. Volvió a entrar y se plantó delante del ordenador, pero hizo un gesto negativo con la cabeza. Ya se enfrentaría a él más tarde.


A las tres y media, una niña rubia entró sin hacer ruido en la librería. Cuando miró a Pau, a ésta se le paró el corazón. ¿Era la hija de Pedro? Tenía que serlo. Tenía sus mismos ojos y su mismo pelo, y la cara en forma de corazón como Fernanda, al igual que su piel de porcelana. Melisa, un nombre precioso para una niña preciosa. Paula sintió un terrible dolor en el pecho.


—Hola —consiguió decir mientras la niña seguía mirándola. No era el alegre saludo que llevaba practicando todo el día, sino un ronco susurro. Se alegró de que Pedro no estuviera allí.


—Hola —contestó la niña al tiempo que se dirigía a la sección infantil.


Paula dejó que se marchara. Estaba tan aturdida que no le preguntó si podía ayudarla en algo o si buscaba a su padre. Sabía que Pedro tenía una hija y que acabaría por conocerla.


Desde el punto de vista físico, Melisa Alfonso se parecía a Pedro y a Fernanda, pero la curva de sus hombros, la forma de inclinar la cabeza, a Paula le recordaban…


¡Por Dios! Le recordaban a sí misma cuando tenía la misma edad y estaba sin amigos y sin raíces. De niña, había entrado en la librería con el mismo sigilo que Melisa acababa de hacerlo.


Le dolía el corazón, le dolían el cuello y la cabeza. Esperó a ver si alguien entraba detrás de la niña, Pedro o la madre de éste. Nada. Se mordió los labios y miró hacia la sección infantil. Una niña de siete años no debía andar sin la compañía de un adulto.


Si estiraba el cuello, veía los rizos rubios de Melisa y cómo inclinaba la cabeza sobre un libro. Por su postura, Paula supo que la niña no leía, sino que fingía hacerlo. Miró hacia arriba. ¿Le habría pedido Pedro que lo esperara allí? Rechazó la idea de inmediato y volvió a mirar a Melisa. Recordó cómo se había sentido ella al llegar a Clara Falls, a la edad de diez años. Se dirigió a la sección infantil y fingió que ordenaba algunos libros.


—Hola —comenzó a hablar alegremente—. Creo que sé quién eres: Melisa Alfonso, ¿verdad?


La niña puso cara de sospecha y Paula se preguntó si no se habría excedido en la alegría. Muchos de sus amigos de Sidney tenían niños, pero eran mucho más pequeños.


—No me dejan hablar con desconocidos.


Un consejo excelente, pero…


—No soy una desconocida. Hace tiempo viví aquí y conocí a tus padres.


—¿Erais amigos? —preguntó Melisa con interés.


—Sí —el dolor aumentó en su interior, pero sonrió.


—No recuerdo a mi madre, pero tengo una foto suya.


Melisa tragó saliva. Según Frida, Melisa sólo tenía dos años cuando Fernanda se marchó.


—Hace mucho tiempo que los conocí. Antes de que nacieras. Me llamo Paula Chaves, pero me llaman Pau. Puedes llamarme Pau, si quieres.


—¿Ahora es tuya la librería?


—Sí.


—A mí me llaman Melisa, o Mel —dijo la niña con una sonrisa vacilante—. Pero me gustaría que me llamaran Melly. Suena mejor, ¿no te parece?


—Creo que Melly es el nombre más bonito del mundo.


Melisa soltó una risita. Paula se sentó en uno de los taburetes que había en la tienda para alivio de los clientes con dolor de pies.


—Creo que tu padre va a tardar media hora en acabar, Melly.


—No debería estar aquí. ¡No se lo digas! —exclamó mientras se levantaba de un salto y miraba alrededor.


—¿Por qué no?


—Porque, después de la escuela, tenía que ir a casa de la señora Benedict, pero odio ir allí.


—¿Por qué?


—Porque el aliento le huele raro y a veces me pega.


¡Que le pegaba! Paula sintió que le hervía la sangre.


—¿Lo sabe tu padre?


Melly hizo un gesto negativo con la cabeza.


—¿Por qué no, Melly?


—¿Te vas a chivar? —preguntó Melly mientras volvía a negar con la cabeza y el labio inferior comenzaba a temblarle.


Paula sabía que no podía dejar que aquella situación continuara, pero…


—¿Y si hacemos un trato?


La niña volvió a mirarla con recelo.


—¿Cuál?


—Si me prometes venir aquí cada tarde de esta semana después de clase, no diré nada a nadie —al menos, la niña estaría a salvo allí.


—Vale —Melisa se relajó y volvió a sonreír levemente—. De todas maneras, es lo que hago siempre.


—Entonces, de acuerdo —Pau le sonrió a su vez. Calculaba que tardaría un par de días en convencerla de que se lo contara a Pedro. Y no querría estar en el pellejo de la señora Benedict cuando éste se enterara de que pegaba a su hija.


—¿Quién te va a buscar a casa de la señora Benedict? ¿Tu padre?


—Sí, a las cinco en punto en la puerta principal.


—Todavía falta casi una hora —dijo Paula mirando el reloj—. ¿Sabes una cosa, Melly? Para celebrar que he hecho mi primera amistad en Clara Falls, voy a cerrar la tienda pronto y a acompañarte a casa de la señora Benedict.


—¿Soy tu amiga? —preguntó Melisa con los ojos muy abiertos.


—Desde luego.


Melly le sonrió de verdad, de oreja a oreja, y el dolor se volvió tan agudo en el pecho de Pau que creyó que se le iba a partir en dos.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 11

 



Pau entró en la librería a las ocho y media en punto de la mañana del lunes. Oyó a Pedro y a sus hombres dando martillazos en el piso de arriba. Cerró la puerta y se dirigió a la cocina de la parte trasera. Tras unos segundos de vacilación, abrió la puerta para echar un vistazo al exterior. Había aparcadas dos camionetas de la empresa de Pedro con las puertas traseras abiertas de par en par. Oyó que alguien bajaba por la escalera y cerró la puerta. Mientras llenaba una jarra de agua, miró por la ventana que había encima del fregadero para leer lo que ponía en el lateral de la camioneta más próxima: Carpintería Clara Falls. Un personaje de dibujos animados sonreía y saludaba.


¿Pedro? ¿Carpintero? ¿Habría pintado él los dibujos? Era evidente que había tenido éxito, pero ¿le compensaba eso haber renunciado al arte, a su talento para el dibujo y la pintura? Claro que ser carpintero no tenía nada de malo. Y a Pedro siempre se le había dado bien el trabajo manual. Se sonrojó al recordar lo bien que se le daba.


Se sobresaltó cuando el agua comenzó a rebosar. Cerró el grifo y se puso a preparar café. En el piso de arriba seguían los golpes. «No les hagas caso y ponte a trabajar», pensó.


Tenía que familiarizarse con el día a día de la librería. Llevar un pequeño negocio no era nuevo para ella, ya que, junto a su amigo Marcos, llevaba un salón de tatuajes en Sidney. Pero había contado con tener empleados que la pusieran al día.


Había una oficina minúscula, con un ordenador, una impresora y un archivador, en una esquina del almacén. El ordenador era claramente antiguo. Lo encendió y contuvo la respiración hasta ver que el aparato se ponía en marcha. Miró el reloj. Faltaba un cuarto de hora para abrir la librería. Se sentó, hizo clic en las carpetas desplegadas en la pantalla… y no sucedió nada. Se pasó las manos por el pelo y miró la pantalla. Tal vez las horas de insomnio le impedían entender lo que sucedía. Tal vez haber vuelto a Clara Falls había sido una mala idea.


—¡No! —se puso en pie de un salto y se bebió el café de un trago. Abriría la librería, llamaría por teléfono a una agencia de colocación… y ya se encargaría del ordenador después.


Sin darse tiempo a que la asaltaran más pensamientos negativos, cruzó la tienda, abrió la puerta principal y puso el cartel de «Abierto». Consultó la guía telefónica, marcó un número y explicó a una mujer que parecía muy eficaz lo que necesitaba.


—Me temo que no tenemos a tanta gente disponible —le explicó la mujer—. Veré lo que puedo hacer —tomó los datos de Pau—. Con suerte, tendremos algo al final de la semana.


—Gracias —dijo Paula.


¡Al final de la semana! Se quedó mirando el auricular. Necesitaba empleados ese mismo día y en ese mismo momento.


—¿Qué pasa?


Paula se sobresaltó. ¡Pedro! Colgó el auricular.


—Lo siento, pero no te he oído tocar la campanilla que hay encima de la puerta.


Pedro tenía una expresión seria, la boca apretada. No sonreía. Paula se imaginó que deseaba estar lejos de allí, lejos de ella, lo que era estupendo.


—Te he preguntado que qué pasa.


No iba a decírselo de ninguna manera. No era su chico, ni siquiera su amigo. Era quien le iba a hacer las obras. Y punto. Oyó una risa burlona en su cabeza, a la que trató de no hacer caso.


—Nada.


Él no iba a insistir. Paula sabía que lo único que quería era marcharse lo antes posible. Sólo un amigo insistiría, alguien que se preocupara por ella.


—Eres una mentirosa —dijo él en voz baja, con los ojos brillantes.


—¿Es esto una visita social o necesitas algo? —le espetó ella.


—Sólo quería decirte que tus cosas han llegado bien.


—Gracias —se pasó la lengua por los labios. Se dio cuenta de que era algo que hacía con frecuencia en presencia de Pedro. Le bastaba mirarlo para que se le secara la boca. Él se dio la vuelta para marcharse.


Pedro


Se volvió hacia ella de mala gana. A Pau se le cayó el alma a los pies. ¿Tanto la detestaba? Volvió a humedecerse los labios. Él la miró mientras lo hacía. Si creía que lo estaba provocando a propósito, la detestaría aún más. Se dijo que no le importaba lo que creyera.


—Necesito algunas de mis cosas. Sólo he traído lo justo para el fin de semana —dijo en tono de disculpa. ¿Por qué demonios tenía que disculparse?


Él la miró de arriba abajo. Llevaba puestos los pantalones del día anterior y la blusa del sábado. Los había sacudido y estirado lo mejor que había podido, sin grandes resultados.


—Sólo necesito una maleta —afirmó ella alzando la barbilla con orgullo—. Te agradecería que me dejaras pasarme por tu casa a recogerla.


—¿Cómo es?


—Es grande, de cuero rojo.


—¿La que tiene pegatinas de todos los países del mundo?


—Sí, ésa.


Esperó a que le preguntara por sus viajes. Habían hecho planes para casarse y viajar después de acabar los estudios. Él no le preguntó nada. Paula recordó que él había renunciado a todo aquello, al igual que había renunciado a ella. ¿Viajar? ¿Con todas las responsabilidades que tenía? Pedro había elegido un tipo de vida, pero, de todos modos, le inspiraba compasión. Se puso las manos detrás de la espalda para que no se diera cuenta de que le temblaban.


—¿A qué hora te viene bien que me pase a recogerla?


—¿Vas a ir a la pensión de Guadalupe? —al ver que ella asentía, añadió—: Entonces, te la mandaré allí.


Ella entendió lo que subyacía en sus palabras: no le venía bien ninguna hora para que se pasase por su casa. Tragó saliva.


—Gracias.


Él asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta. Agarró el picaporte y…


Pedro, una última cosa. Tus hombres y tú podéis usar la cocina y el cuarto de baño —señaló la parte trasera de la tienda—. Dejaré abierta la puerta de atrás.


Pedro volvió al mostrador y puso un dedo sobre él.


—Ya no se puede dejar la puerta trasera abierta en Clara Falls, Pau. Y me parece que ya tienes bastantes problemas como para buscarte más.


Quiso decirle que no tenía problema alguno, pero su boca se negó a pronunciar esa mentira.


—Muy bien. Entonces, toma la llave —se sacó el llavero del bolsillo y la buscó, aunque no sabía de dónde era cada llave—. Es probable que sea ésta —eligió una, salió de detrás del mostrador y se dirigió a la puerta trasera. Introdujo la llave en la cerradura y la giró. La sacó del llavero y se la dio a Pedro—. Toma, y no consientas que el hecho de que yo no te caiga bien vaya en perjuicio de tus hombres. Están trabajando mucho —no lo miró a los ojos.


—No iba a rechazar el ofrecimiento, Pau. A todos nos gustará poder tomarnos una bebida caliente o usar el microondas.


Sorprendentemente, sonrió. Fue una sonrisa leve, que se le borró en cuanto la esbozó, pero, de todas maneras, a Paula se le aceleró el pulso.


—¿Tienes una llave de repuesto? Quizá la necesites.


Sostuvo la llave entre los dedos encallecidos por el trabajo, pero ella habría reconocido aquellas manos en cualquier parte. Mucho tiempo atrás las había observado y examinado durante horas, fascinada por la facilidad con la que se movían sobre el bloc de dibujo y por la facilidad con la que se desplazaban por su cuerpo, provocando en ella una respuesta que era incapaz de ocultar, aunque nunca había pensado en hacerlo.


Tragó saliva. Una llave de repuesto: eso era lo que Pedro le había preguntado. Buscó entre las llaves dos veces, porque la primera fue incapaz de verlas.


—No hay otra.


—Haré una copia y te devolveré la original antes de que cierres.


—Gracias. Ahora debo volver a la tienda —pero antes de marcharse, un impulso hizo que añadiera—: Y no te olvides de cerrar la puerta cuando salgas. No quiero más problemas —salió y estuvo a punto de jurar que Pedro se había reído entre dientes.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 10

 


Cuando, por fin, Paula llegó a su habitación en el hotel, no fue a darse un baño ni encendió ninguna luz. Se quitó la ropa, que quedó esparcida por el suelo, y se metió en la cama. Comenzó a temblar.


—Mamá —susurró—, te echo de menos —se puso de lado, se llevó las rodillas al pecho y se las agarró—. Mamá, te necesito —quiso llorar para desahogarse, pero después de habérselas tragado dos veces aquel día, en ese momento las lágrimas se negaron a aparecer. Apretó la cara contra la almohada y el tictac del reloj le indicó cómo transcurría el tiempo mientras la noche avanzaba.




viernes, 13 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 9

 


La puerta se cerró detrás de Pedro de manera tan irrevocable que Paula estuvo a punto de echarse a llorar, lo cual era ridículo. Le temblaban las rodillas de tal forma que creyó que se iba a caer. Se sentó con precaución en el taburete que había detrás del mostrador. Cerró los ojos, inspiró profundamente y trató de que sus pulsaciones disminuyeran. Saldría adelante. Ya sabía que el primer encuentro con Pedro le resultaría difícil, pero no esperaba enfrentarse a él el primer día. Sin embargo, había sido más que difícil: penoso, tenso y agotador. No creía que sentiría dolor ni que su cuerpo lo recordaría todo ni que sus sentidos se despertarían al tenerlo cerca. No sabía que desearía volver a tenerlo todo: su amor, el bienestar que sentía a su lado…


Pedro le había enseñado la magia del amor, pero también su cara oscura y fea: la desesperación. La había convertido en una persona airada y destructiva. Tardó mucho tiempo en vencer la oscuridad, y no quería volver a ser esa persona. Y la única manera de estar segura era manteniendo a Pedro a distancia. Todo lo cual no le impidió observarlo por la ventana mientras trabajaba.


Abrió la librería y atendió a los clientes, pero eso no le impidió percatarse de la eficacia con la que trabajaba. Le recordaba su forma de dibujar, cuando salían con el bloc de dibujo y el carboncillo a esbozar paisajes. Ella se sentaba en una piedra, inclinada sobre el bloc, y trataba de captar todos los detalles de lo que veía. Él apoyaba la espalda en un árbol con el bloc sobre la rodilla y los ojos entrecerrados, y sus dedos bailaban sobre el papel como si no le costara esfuerzo alguno.


En la escuela de secundaria, el profesor de arte les había puesto la misma nota, pero Paula supo desde el principio que Pedro tenía mucho más talento que ella. Ella se limitaba a copiar lo que tenía enfrente. Los dibujos de Pedro captaban algo más profundo y verdadero, la esencia de las cosas. ¿Y a qué se dedicaba ocho años después? ¿A pintar rótulos en las tiendas, cuando su trabajo debería estar expuesto en una galería?


Pedro bajó de la escalera para ir a buscar algo a la camioneta. Al darse la vuelta, sus miradas se cruzaron. Le señaló el rótulo y alzó los pulgares. Paula pensó que había malgastado todo su potencial y no fue capaz de levantar la mano para contestarle ni de esbozar una sonrisa. Se dio la vuelta y se alejó.


Al decirle de modo desafiante que debía de ser la última persona a la que querría ver, él no lo había negado. Sabía que al volver a Clara Falls iba a experimentar dolor y sentimiento de pérdida, pero por su madre, no por Pedro. Se había pasado ocho años tratando de olvidarlo, y aquellos sentimientos no podían volver a emerger.


«Si lo hubieras olvidado, habrías vuelto a casa ante los ruegos de tu madre», se acusó en silencio. Pero se había negado a volver por orgullo, ira y amargura, que le habían distorsionado la visión de las cosas y la habían vuelto insensible a la desesperación de su madre.


Por segunda vez aquel día, se tragó las lágrimas. No se merecía el desahogo que le proporcionarían. Haría que la librería saliera adelante. Cumpliría el último sueño de su madre. Cuando lo hiciera, tal vez encontrara algo de paz, tal vez se la hubiera ganado.


Volvió a mirar por el escaparate. Pedro aún no se había ido. Estaba apoyado en la camioneta hablando con Ricardo. Durante un instante, le pareció que no había pasado el tiempo. ¿Cuántas veces había visto a Pedro y Ricardo hablando así, en la escuela, en el campo de criquet o al esperarla a que saliera de la librería? Las cosas tendrían que haber sido distintas, muy distintas.


Ella no había engañado a Pedro con Samuel Hancock ni con ningún otro, pero Pedro ya no se merecía la amargura que sentía. Tenía una hija pequeña, responsabilidades. Había pagado por sus errores como ella por los suyos. Si lo que su madre le había contado era cierto, Fernanda había abandonado a Pedro y a la niña seis años antes. Ella no estaba dispuesta a hacerle la vida más difícil. Sintió que respiraba mejor.


Pedro se volvió y la miró a través del escaparate, y ella sintió de nuevo la opresión en el pecho, pero con más fuerza. Aunque Pedro no se mereciera su amargura, tenía que hallar el modo de mantenerlo a distancia, porque había algo en él que seguía atrayéndola y que podía destruirla si no tenía cuidado.


Ricardo también se volvió, la vio y la saludó con la mano. Le dijo algo a Pedro y ambos fruncieron el ceño y se dirigieron a la librería. Paula sintió un escalofrío. ¿Tenía que volver a enfrentarse a Pedro el primer día? En cuanto entró, todas sus fuerzas la abandonaron y tuvo que sentarse de nuevo en el taburete.


—Hola —dijo Ricardo.


—Hola —Pau consiguió sonreír. Miró a Pedro por el rabillo del ojo y vio que miraba el techo con el ceño fruncido. Ella también lo miró buscando humedades y desconchones, pero le pareció que todo estaba bien. Ricardo carraspeó y ella concentró su atención en él.


—Estas son las llaves de la tienda —dejó un juego de llaves en el mostrador—. Y ésta es la llave del piso de arriba —se la enseñó, pero no la puso con las demás.


—¿Qué te dijo la recepcionista sobre el piso de arriba? —le preguntó Pedro a Paula al tiempo que le quitaba la llave a Ricardo.


—Que le habías dado la última mano de pintura la semana pasada y que estaba listo para entrar a vivir —y al ver que Ricardo y Pedro se miraban, añadió—: Pero eres constructor, no pintor —sin embargo, le había pintado el rótulo de la tienda, así que, tal vez…—. No te dedicas a pintar pisos, ¿verdad?


—No, pero, si quieres, puedo conseguir alguien que te lo haga.


—La recepcionista me dijo que me llamaba de tu parte y no se me ocurrió ponerlo en duda. Cuando me preguntó si necesitaba que me hicieran algo más, le hablé del rótulo —lo quería brillante y reluciente, que el nombre de su madre destacara en la fachada.


—Lo siento, Paula, pero…


—Pero me han informado mal —concluyó ella. Por la expresión de Pedro, no le gustaría estar en el pellejo de la recepcionista cuando éste volviera a la oficina. Se sintió avergonzada. No debería haber pensado que Pedro formaba parte de los elementos más miserables del pueblo. Tragó saliva—. No te preocupes. Ya me encargaré yo de la pintura. ¿En qué estado está el piso?


—Ayer quitamos los armarios de la cocina y las tablas del suelo que están podridas. Está hecho un desastre.


—¿Está habitable? —al ver la mueca que hacía Pedro, prosiguió—: Muy bien. Mis cosas llegan mañana.


—¿Qué cosas? —preguntó él.


—Todo: la nevera, la lavadora, el microondas. Y los muebles: una mesa, la cama, una librería…


—¿Vas a traer una librería? —Pedro miró a su alrededor—. ¿Cuando tienes todo esto?


—Necesito una librería en el piso.


—¿Para qué?


—Para los libros que llegan mañana.


Pedro y Ricardo lanzaron un gemido a la vez.


—¿No ha disminuido tu afición a la lectura con los años? —le preguntó Ricardo.


Le solían tomar el pelo sobre eso ocho años antes. Por un momento se sintió más joven y libre.


—No. Si acaso, ha aumentado.


Los dos hombres volvieron a gemir, y ella se echó a reír. ¿Era posible que se estuviera riendo el primer día de su vuelta a Clara Falls? Quizá existieran los milagros.


—Tranquilos, chicos. He alquilado mi piso en Sidney. Parte de mis cosas llegarán aquí, pero la mayor parte está en un guardamuebles, incluyendo casi todos los libros. ¿Hay sitio arriba para dejar las cosas?


—Trabajaremos más deprisa si las dejas en otra parte —respondió Pedro.


—¿Cuál es el guardamuebles más cercano?


—Déjalas en mi casa —se ofreció Pedro.


—¿Cómo dices?


—Es culpa mía que creyeras que el piso estaba listo. Así que me haré cargo de tus cosas —afirmó él al tiempo que se cruzaba de brazos.


—Tonterías —dijo ella cruzándose de brazos también—. No sabes lo que me dijeron. Tenía que habérseme ocurrido comprobarlo hablando con Ricardo.


—No tenías que haber comprobado nada y…


—Haya paz —dijo Ricardo.


Pedro y Paula dejaron de fulminarse con la mirada.


—Tiene sitio, Paula. Tiene un taller enorme y un garaje para cuatro coches.


—No deberías haberte encontrado con esto, ni estar sin techo por lo que algunos creen que es una broma. Quiero compensarte —dijo Pedro con voz suave.


—De acuerdo —accedió Pau, a quien le resultaba difícil mirarlo a los ojos—. Acepto tu amable oferta con una condición.


—¿Cuál?


—Que no seas duro con la recepcionista.


—¿Cómo dices? —se inclinó sobre el mostrador como si no hubiera oído bien.


—Parecía joven.


—Tiene diecinueve años, la edad suficiente para saber lo que hace.


—Déjala que se explique.


Él se echó hacia atrás, muy pálido. Las palabras de Paula lo habían herido, aunque ella no había tenido intención de hacerlo.


—Todos cometemos errores. Yo los cometí, y tú también.


—Y yo —intervino Ricardo.


—Lo único que te pido es que, antes de despedirla, averigües por qué lo hizo. Mi llegada ya ha generado suficiente hostilidad.


—Si no me gustan sus explicaciones, la echaré de todos modos.


—Pero le darás la oportunidad de explicarse.


—Sí.


Continuaron mirándose fijamente, sin decir palabra, como si el tiempo se hubiera detenido.


—¿Dónde vas a alojarte hasta que lleguen tus cosas? —preguntó Ricardo rompiendo el hechizo.


—He reservado dos noches en el Cascade's Rest.


—¡Qué bien! ¡Cómo te cuidas! —exclamó Ricardo.


—¿Cuánto tiempo tardará el piso en estar listo?


—Entre siete y diez días.


—¿Me puedes recomendar una pensión, Ricardo?


—La de Guadalupe Harwood.


—¿Guadalupe? —Paula sonrió. Los cinco, Pedro, Ricardo, Guadalupe, Fernanda y ella, habían sido amigos.


—Oye, Paula—Pedro se pasó la mano por el pelo—. Me siento responsable de esto y…


—¿Y qué? —no iría a ofrecerle también una habitación, ¿no?—. Y tienes mucho sitio, ¿no es eso?


Teniendo en cuenta lo que había pasado entre ellos, lo que él pensaba de ella, ¿estaba dispuesto a ofrecerle una habitación? La idea la alteró y comenzó a enfadarse. Si no hubiera llegado a conclusiones precipitadas ocho años atrás, si le hubiera permitido explicarse, si entonces se hubiera mostrado así de encantador…


Tenía que olvidarse de todo aquello. Lo deseaba con toda el alma, pero la rabia y el dolor le habían clavado las garras de tal manera que no sabía qué hacer para librarse de ellas sin hacerse más daño.


—Lo siento, pero no.


—No te iba a ofrecer una habitación. Estarás mejor en la pensión de Guadalupe. Pero te descontaré el coste del alojamiento de la factura.


El rubor cubrió la cara y las mejillas de Pau. Deseó poder meterse debajo del mostrador y quedarse allí. Por supuesto que no era su intención ofrecerle una habitación. ¡Qué idiota había sido!


—No me descontarás nada —le respondió orgullosa y con voz cortante—. Mi intención era quedarme en Clara Falls tanto si el piso estaba listo como si no.


Pero entonces habría dado instrucciones distintas a la empresa de mudanzas y habría buscado un sitio donde alojarse. Estaba sin empleados, sin piso; la librería, sin beneficios. ¡Qué desastre! ¿Por dónde empezaba?


De pronto se dio cuenta de que los dos hombres la miraban preocupados. Volvió a ponerse inmediatamente la máscara de indiferencia y se dirigió a Pedro.


—Quiero que me des tu palabra de honor de que me pasarás la factura habitual, sin descuento por el alojamiento. Si no lo haces, contrataré a otra persona para hacer las obras, lo que, con el retraso que supondrá, me costará más.


—¿Eras así de cabezota hace ocho años? —la miró con ojos furibundos.


No, era tan maleable como la plastilina.


—¿Estamos de acuerdo?


—Sí —dijo él entre dientes.


—Estupendo —esbozó una falsa sonrisa y fingió consultar el reloj—. ¡Qué tarde es! Si me disculpan, caballeros, es hora de cerrar. Me espera un jacuzzi en el Cascade's Rest —y los acompañó a la puerta sin mirar ni por un momento a Pedro a los ojos.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 8

 


Unas semanas antes, alguien había presentado una queja en el departamento de Higiene y Seguridad Laborales. Un funcionario había estado en la librería para realizar una inspección y la había cerrado al descubrir que dos de las estanterías que llegaban hasta el techo se estaban soltando de los listones que las sujetaban a la pared y amenazaban con caerse encima del primero que pasara a su lado. Pedro había pospuesto el resto de su trabajo para encargarse de ello. La librería había estado cerrada sólo un día y medio.


—¿Por qué?


—¿Como que por qué? Porque era peligroso.


—No me refiero a eso. ¿Por qué es tu empresa la que está haciendo las obras?


Porque Ricardo se lo había pedido. Porque quería demostrar que el pasado ya no influía en él.


—Me imagino que lo último que querías era volver a verme —añadió ella—. De hecho, supongo que lo último que querías era que volviera a vivir en Clara Falls —dijo en tono desafiante.


Pedro tardó unos segundos en comprender lo que le decía y, cuando lo hizo, cerró los puños con tanta fuerza que le empezaron a temblar. Ella le miró los puños y luego volvió a mirarlo a la cara. Arqueó una ceja y no retiró lo que había dicho.


—¿Insinúas que me he valido de mi trabajo de constructor para sabotear la librería? —trató de recordar la última vez que había sentido deseos de estrangular a alguien.


—¿Lo harías? ¿Lo has hecho? Para empezar, está el rótulo. Después, el retraso. ¿Qué pensarías tú? Podrías estar compinchado con Gaston Sears.


—¡Por Dios, Pau! Sé que han pasado ocho años, pero ¿de verdad crees que me rebajaría hasta ese extremo?


Lo miró de arriba abajo con sus ojos azules al descender y verdes cuando volvieron a encontrarse con los de él, y fue como si lo hubiera acariciado con las manos. El corazón de Pedro comenzó a latir con fuerza. Ella se humedeció los labios con la lengua y él tuvo que ahogar un gemido.


—Los negocios son los negocios —dijo él entre dientes—. No me tiene que caer bien la persona para la que trabajo.


¿Eran imaginaciones suyas o Pau se había puesto pálida al oír sus palabras?


—¿Insinúas que éste es un trabajo más para ti?


Él vaciló. Paula lanzó un bufido y volvió a ponerse detrás del mostrador, como si quisiera situarse fuera de su alcance.


—Gracias por lo que has hecho hasta ahora, Pedro, pero ya no necesito tus servicios.


Él se dirigió indignado hacia el mostrador y la tomó de la barbilla, obligándola a mirarlo.


—Muy bien. ¿Quieres saber la verdad? No es un trabajo más. Lo que le pasó a tu madre me revolvió las tripas. Los del pueblo… debimos prestarle más atención, habernos dado cuenta de que… —la soltó y se dio la vuelta. Cuando volvió a mirarla, ella tenía los ojos llenos de lágrimas—. Perdona. No debería haberte… —hizo un gesto con la mano—. ¿Te he ofendido?


—No —contestó ella en voz baja.


Pedro vio cómo se tragaba las lágrimas gracias a su fuerza de voluntad, como solía hacer. De repente se sintió mucho más viejo de los veintiséis años que tenía.


—Siento haber dudado de tu integridad —afirmó ella.


Se disculpó con su sinceridad y rapidez características. Él se pasó una mano por la cara. La antigua Paula había sido incapaz de serle fiel, pero igualmente incapaz de tener malicia. Si, ocho años antes, le hubiera pedido que la perdonara, lo habría hecho sin dudarlo un instante.


—¿Me vuelves a contratar? —al ver que ella asentía, añadió—: ¿No te resultará difícil soportar mi presencia las próximas dos semanas?


—Claro que no.


Él supo que mentía.


—Somos personas adultas. Lo pasado, pasado está.


Pedro quiso mostrar su acuerdo. Abrió la boca para hablar, pero las palabras se negaron a salir.


—¿Vas a tardar dos semanas? ¿Tanto?


—Más o menos. Y eso que voy a hacerlo todo lo deprisa que pueda.


—Entiendo.


—Pues me voy a poner otra vez con el rótulo.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 7

 


La librería se había concebido con un único propósito: el de seducir. Y lo conseguía con facilidad, con sus estantes de roble y sus paredes pintadas de verde claro. A Paula siempre le había encantado, y Frida no había hecho cambio alguno. Ahí radicaba la mayoría de los problemas.


—Volveré a cambiar el rótulo. Lo terminaré hoy.


—¿Por qué tú? —pregunto ella con el ceño fruncido al tiempo que se daba la vuelta y se apoyaba en la estantería más cercana.


A su derecha, al lado de su cadera izquierda, estaban Las maravillas naturales del mundo, lo que a Pedro le pareció un título muy apropiado. Le recorrió con la mirada las largas y delgadas piernas. Sí, muy apropiado.


Pero nunca le había visto puestos unos pantalones tan bonitos. A Mel le encantarían. Apretó los dientes y rechazó la idea. No quería pensar en su hija y en Paula al mismo tiempo. Ocho años antes se había acostumbrado a ver a Paula con falda… o desnuda. Y luego se marchó y no la volvió a ver.


—¿Es a lo que te dedicas ahora? ¿A pintar rótulos?


Las palabras de Paula lo devolvieron a la realidad.


—Entre otras cosas —se metió las manos en los bolsillos—. Después de acabar los estudios, trabajé de aprendiz de carpintero —había abandonado su sueño de estudiar Bellas Artes—. Y ahora dirijo una empresa de construcción aquí.


—¿Y la idea de estudiar Bellas Artes?


—La deseché —durante unos segundos lo invadió una amargura que normalmente mantenía a raya.


—¿Qué?


La locura comenzó la noche en que encontró a Paula en brazos de Samuel Hancock. Cuando, al día siguiente, se enteró de que ella se había marchado, que lo había abandonado para siempre, perdió el juicio. Comenzó a beber, se acostó con Fernanda, que le había revelado la infidelidad de Pau y sus mentiras y que había hecho todo lo posible para consolarlo al marcharse Paula. Fernanda, a quien había partido el corazón. Cuando ella le dijo que estaba embarazada, no tuvo más remedio que abandonar el sueño de estudiar y convertirse en padre, esposo… y aprendiz de carpintero. Desde entonces no había vuelto a agarrar un trozo de carboncillo.


—¿Se supone que por mi culpa? —preguntó Paula con brusquedad.


—¿He dicho eso? —preguntó él a su vez.


El matrimonio había durado dos años y acabó en divorcio. Paula siempre se había interpuesto entre ellos. Fueron los dos años más largos de su vida. Era infantil echarle la culpa a Paula. Además, tenía a Melisa. Nunca se arrepentiría de haber tenido a su hija.


Los ojos de Paula se volvieron tan fríos que podría haber helado el corazón de cualquier hombre. Pero a él no podían afectarlo, ya que su corazón se había helado ocho años antes.


Y, sin embargo, allí estaba ella, una profesional del tatuaje de talla mundial, si era verdad lo que había dicho Frida. Diana tenía razón: en Clara Falls no necesitaban a profesionales del tatuaje, ni de talla mundial ni de ninguna clase. Y él tampoco.


—Supongo —dijo Paula— que eres el constructor que Ricardo contrató para reformar esto.


—Así es.


—Teniendo en cuenta la cantidad de trabajo que Ricardo me dijo que había que hacer —lanzó una mirada a su alrededor—, esto está exactamente igual que antes. Exactamente igual —se volvió hacia él con una mirada acusadora.


—Es que aún no he comenzado a trabajar.


—Pero… pero la recepcionista me aseguró que las obras estarían terminadas el jueves de la semana pasada.


—¿Estás segura?


—Totalmente.


—Lo siento, Paula, pero te informaron mal —aquella misma tarde contrataría a una nueva recepcionista.


Ella apretó los labios con fuerza y se puso rígida.


—¿Y qué ha pasado con el asunto de la Higiene y Seguridad Laborales?


—Ya me he ocupado de eso.




jueves, 12 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 6

 

Pedro observó la dureza con la que Paula lo miraba y tuvo ganas de marcharse. El instinto que predominaba en él en aquel momento era consolarla. A pesar de la armadura con la que se presentaba, sabía que la vuelta no era fácil para ella. Su madre se había suicidado un mes antes, lo cual debía de estarla consumiendo.


No parecía que fuera a agradecerle su consuelo. No dejaba de mirarlo como si fuera algo viscoso y húmedo recién salido de una alcantarilla. Tensó los músculos del cuello y la mandíbula. ¿Qué le pasaba? Había sido Paula, no él, la que había destruido todos sus planes y sueños, ocho años antes. Al menos podía tener la delicadeza de… «¿De qué?», se burló una voz en su interior. «¿De sonreírte? Vamos, hombre. No quieres sus sonrisas».


Pero, al mirarla a la cara y observar la luminosidad de su piel, sus largas pestañas y sus labios pintados de color melocotón, un instinto primitivo le encendió la sangre. Quiso abrazarla, besarla en la boca y probar su sabor. Grabarse en sus sentidos. La intensidad de la sensación lo pilló desprevenido. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Después de ocho años no esperaba sentir nada y, desde luego, no aquello.


Trató de borrar las imágenes de su cerebro. Todos los estúpidos errores que había cometido en su vida ocurrieron en las semanas posteriores a la marcha de Pau.


No la culpaba por su modo de reaccionar a la traición de ella, porque sería infantil, pero no volvería a consentir que tuviera semejante poder sobre él.


—¿Por qué has cambiado el rótulo? —preguntó ella con agresividad, alzando la barbilla y poniendo los brazos en jarras, tan distinta de la Paula que conocía que lo pilló desprevenido—. ¿Quién te ha dado permiso? —se colocó detrás del mostrador, dejó el bolso en él y se puso a dar golpecitos en el suelo con el pie.


La bota que llevaba puesta, de cuero marrón, muy bonita y totalmente distinta de las Doc Martens de él, resonó en el parqué. O tal vez fuera debido al silencio que se había producido. Pedro trató de concentrarse. Pero aquel carmín… Años atrás creyó que nada le podía sentar mejor que el color mate con que se pintaba los labios. Volvió a mirar el color melocotón que llevaba en aquel momento y supo que se había equivocado.


—¡Pedro!


—Me he limitado a seguir las instrucciones que dejaste a la recepcionista de mi empresa.


Ella lo miró fijamente durante unos segundos.


—¿De verdad te imaginas que quiero que la librería se llame «El tugurio de Pau»? —hizo una mueca de desprecio—. Parece el nombre de una guarida de malvados, no el de una librería.


Furiosa como estaba, parecía llena de vida. De pronto se le ocurrió que él llevaba mucho tiempo sin sentirse vivo. Volvió a mirarla de arriba abajo y observó que ella se daba la vuelta y se mordía los labios. Eso le resultaba familiar. No se sentía ni la mitad de segura de sí misma de lo que pretendía hacerle creer.


—No me pagan para imaginar. Ocho años son mucho tiempo. La gente cambia.


—¡Y que lo digas!


—Le dijiste a la recepcionista que querías ese nombre. Me he limitado a seguir tus instrucciones.


—No le di esas instrucciones.


Pedro se le hizo un nudo en el estómago. Si ésas no habían sido sus instrucciones, entonces…


—Me limité a pedirle que se adecentara el rótulo.


Pedro soltó un taco.


—¿Cómo dices? —preguntó ella dando un respingo.


El tono que empleó casi hizo sonreír a Pedro. Cuando era una adolescente, había hecho todo lo posible para parecer dura, pero rara vez decía palabrotas ni consentía que lo hicieran los demás.


—Es evidente que ha habido un malentendido —si la recepcionista había tomado parte en la broma, la despediría de inmediato.


Paula vio que miraba la panadería del señor Sears.


—¡Ah! Ya entiendo —dijo ella.


Pedro se preguntó si era así. Por razones inexplicables, el señor Sears quería la librería a toda costa. Pau salió de detrás del mostrador y se puso a recorrer los pasillos llenos de estanterías. Él la siguió.