sábado, 14 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 10

 


Cuando, por fin, Paula llegó a su habitación en el hotel, no fue a darse un baño ni encendió ninguna luz. Se quitó la ropa, que quedó esparcida por el suelo, y se metió en la cama. Comenzó a temblar.


—Mamá —susurró—, te echo de menos —se puso de lado, se llevó las rodillas al pecho y se las agarró—. Mamá, te necesito —quiso llorar para desahogarse, pero después de habérselas tragado dos veces aquel día, en ese momento las lágrimas se negaron a aparecer. Apretó la cara contra la almohada y el tictac del reloj le indicó cómo transcurría el tiempo mientras la noche avanzaba.




viernes, 13 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 9

 


La puerta se cerró detrás de Pedro de manera tan irrevocable que Paula estuvo a punto de echarse a llorar, lo cual era ridículo. Le temblaban las rodillas de tal forma que creyó que se iba a caer. Se sentó con precaución en el taburete que había detrás del mostrador. Cerró los ojos, inspiró profundamente y trató de que sus pulsaciones disminuyeran. Saldría adelante. Ya sabía que el primer encuentro con Pedro le resultaría difícil, pero no esperaba enfrentarse a él el primer día. Sin embargo, había sido más que difícil: penoso, tenso y agotador. No creía que sentiría dolor ni que su cuerpo lo recordaría todo ni que sus sentidos se despertarían al tenerlo cerca. No sabía que desearía volver a tenerlo todo: su amor, el bienestar que sentía a su lado…


Pedro le había enseñado la magia del amor, pero también su cara oscura y fea: la desesperación. La había convertido en una persona airada y destructiva. Tardó mucho tiempo en vencer la oscuridad, y no quería volver a ser esa persona. Y la única manera de estar segura era manteniendo a Pedro a distancia. Todo lo cual no le impidió observarlo por la ventana mientras trabajaba.


Abrió la librería y atendió a los clientes, pero eso no le impidió percatarse de la eficacia con la que trabajaba. Le recordaba su forma de dibujar, cuando salían con el bloc de dibujo y el carboncillo a esbozar paisajes. Ella se sentaba en una piedra, inclinada sobre el bloc, y trataba de captar todos los detalles de lo que veía. Él apoyaba la espalda en un árbol con el bloc sobre la rodilla y los ojos entrecerrados, y sus dedos bailaban sobre el papel como si no le costara esfuerzo alguno.


En la escuela de secundaria, el profesor de arte les había puesto la misma nota, pero Paula supo desde el principio que Pedro tenía mucho más talento que ella. Ella se limitaba a copiar lo que tenía enfrente. Los dibujos de Pedro captaban algo más profundo y verdadero, la esencia de las cosas. ¿Y a qué se dedicaba ocho años después? ¿A pintar rótulos en las tiendas, cuando su trabajo debería estar expuesto en una galería?


Pedro bajó de la escalera para ir a buscar algo a la camioneta. Al darse la vuelta, sus miradas se cruzaron. Le señaló el rótulo y alzó los pulgares. Paula pensó que había malgastado todo su potencial y no fue capaz de levantar la mano para contestarle ni de esbozar una sonrisa. Se dio la vuelta y se alejó.


Al decirle de modo desafiante que debía de ser la última persona a la que querría ver, él no lo había negado. Sabía que al volver a Clara Falls iba a experimentar dolor y sentimiento de pérdida, pero por su madre, no por Pedro. Se había pasado ocho años tratando de olvidarlo, y aquellos sentimientos no podían volver a emerger.


«Si lo hubieras olvidado, habrías vuelto a casa ante los ruegos de tu madre», se acusó en silencio. Pero se había negado a volver por orgullo, ira y amargura, que le habían distorsionado la visión de las cosas y la habían vuelto insensible a la desesperación de su madre.


Por segunda vez aquel día, se tragó las lágrimas. No se merecía el desahogo que le proporcionarían. Haría que la librería saliera adelante. Cumpliría el último sueño de su madre. Cuando lo hiciera, tal vez encontrara algo de paz, tal vez se la hubiera ganado.


Volvió a mirar por el escaparate. Pedro aún no se había ido. Estaba apoyado en la camioneta hablando con Ricardo. Durante un instante, le pareció que no había pasado el tiempo. ¿Cuántas veces había visto a Pedro y Ricardo hablando así, en la escuela, en el campo de criquet o al esperarla a que saliera de la librería? Las cosas tendrían que haber sido distintas, muy distintas.


Ella no había engañado a Pedro con Samuel Hancock ni con ningún otro, pero Pedro ya no se merecía la amargura que sentía. Tenía una hija pequeña, responsabilidades. Había pagado por sus errores como ella por los suyos. Si lo que su madre le había contado era cierto, Fernanda había abandonado a Pedro y a la niña seis años antes. Ella no estaba dispuesta a hacerle la vida más difícil. Sintió que respiraba mejor.


Pedro se volvió y la miró a través del escaparate, y ella sintió de nuevo la opresión en el pecho, pero con más fuerza. Aunque Pedro no se mereciera su amargura, tenía que hallar el modo de mantenerlo a distancia, porque había algo en él que seguía atrayéndola y que podía destruirla si no tenía cuidado.


Ricardo también se volvió, la vio y la saludó con la mano. Le dijo algo a Pedro y ambos fruncieron el ceño y se dirigieron a la librería. Paula sintió un escalofrío. ¿Tenía que volver a enfrentarse a Pedro el primer día? En cuanto entró, todas sus fuerzas la abandonaron y tuvo que sentarse de nuevo en el taburete.


—Hola —dijo Ricardo.


—Hola —Pau consiguió sonreír. Miró a Pedro por el rabillo del ojo y vio que miraba el techo con el ceño fruncido. Ella también lo miró buscando humedades y desconchones, pero le pareció que todo estaba bien. Ricardo carraspeó y ella concentró su atención en él.


—Estas son las llaves de la tienda —dejó un juego de llaves en el mostrador—. Y ésta es la llave del piso de arriba —se la enseñó, pero no la puso con las demás.


—¿Qué te dijo la recepcionista sobre el piso de arriba? —le preguntó Pedro a Paula al tiempo que le quitaba la llave a Ricardo.


—Que le habías dado la última mano de pintura la semana pasada y que estaba listo para entrar a vivir —y al ver que Ricardo y Pedro se miraban, añadió—: Pero eres constructor, no pintor —sin embargo, le había pintado el rótulo de la tienda, así que, tal vez…—. No te dedicas a pintar pisos, ¿verdad?


—No, pero, si quieres, puedo conseguir alguien que te lo haga.


—La recepcionista me dijo que me llamaba de tu parte y no se me ocurrió ponerlo en duda. Cuando me preguntó si necesitaba que me hicieran algo más, le hablé del rótulo —lo quería brillante y reluciente, que el nombre de su madre destacara en la fachada.


—Lo siento, Paula, pero…


—Pero me han informado mal —concluyó ella. Por la expresión de Pedro, no le gustaría estar en el pellejo de la recepcionista cuando éste volviera a la oficina. Se sintió avergonzada. No debería haber pensado que Pedro formaba parte de los elementos más miserables del pueblo. Tragó saliva—. No te preocupes. Ya me encargaré yo de la pintura. ¿En qué estado está el piso?


—Ayer quitamos los armarios de la cocina y las tablas del suelo que están podridas. Está hecho un desastre.


—¿Está habitable? —al ver la mueca que hacía Pedro, prosiguió—: Muy bien. Mis cosas llegan mañana.


—¿Qué cosas? —preguntó él.


—Todo: la nevera, la lavadora, el microondas. Y los muebles: una mesa, la cama, una librería…


—¿Vas a traer una librería? —Pedro miró a su alrededor—. ¿Cuando tienes todo esto?


—Necesito una librería en el piso.


—¿Para qué?


—Para los libros que llegan mañana.


Pedro y Ricardo lanzaron un gemido a la vez.


—¿No ha disminuido tu afición a la lectura con los años? —le preguntó Ricardo.


Le solían tomar el pelo sobre eso ocho años antes. Por un momento se sintió más joven y libre.


—No. Si acaso, ha aumentado.


Los dos hombres volvieron a gemir, y ella se echó a reír. ¿Era posible que se estuviera riendo el primer día de su vuelta a Clara Falls? Quizá existieran los milagros.


—Tranquilos, chicos. He alquilado mi piso en Sidney. Parte de mis cosas llegarán aquí, pero la mayor parte está en un guardamuebles, incluyendo casi todos los libros. ¿Hay sitio arriba para dejar las cosas?


—Trabajaremos más deprisa si las dejas en otra parte —respondió Pedro.


—¿Cuál es el guardamuebles más cercano?


—Déjalas en mi casa —se ofreció Pedro.


—¿Cómo dices?


—Es culpa mía que creyeras que el piso estaba listo. Así que me haré cargo de tus cosas —afirmó él al tiempo que se cruzaba de brazos.


—Tonterías —dijo ella cruzándose de brazos también—. No sabes lo que me dijeron. Tenía que habérseme ocurrido comprobarlo hablando con Ricardo.


—No tenías que haber comprobado nada y…


—Haya paz —dijo Ricardo.


Pedro y Paula dejaron de fulminarse con la mirada.


—Tiene sitio, Paula. Tiene un taller enorme y un garaje para cuatro coches.


—No deberías haberte encontrado con esto, ni estar sin techo por lo que algunos creen que es una broma. Quiero compensarte —dijo Pedro con voz suave.


—De acuerdo —accedió Pau, a quien le resultaba difícil mirarlo a los ojos—. Acepto tu amable oferta con una condición.


—¿Cuál?


—Que no seas duro con la recepcionista.


—¿Cómo dices? —se inclinó sobre el mostrador como si no hubiera oído bien.


—Parecía joven.


—Tiene diecinueve años, la edad suficiente para saber lo que hace.


—Déjala que se explique.


Él se echó hacia atrás, muy pálido. Las palabras de Paula lo habían herido, aunque ella no había tenido intención de hacerlo.


—Todos cometemos errores. Yo los cometí, y tú también.


—Y yo —intervino Ricardo.


—Lo único que te pido es que, antes de despedirla, averigües por qué lo hizo. Mi llegada ya ha generado suficiente hostilidad.


—Si no me gustan sus explicaciones, la echaré de todos modos.


—Pero le darás la oportunidad de explicarse.


—Sí.


Continuaron mirándose fijamente, sin decir palabra, como si el tiempo se hubiera detenido.


—¿Dónde vas a alojarte hasta que lleguen tus cosas? —preguntó Ricardo rompiendo el hechizo.


—He reservado dos noches en el Cascade's Rest.


—¡Qué bien! ¡Cómo te cuidas! —exclamó Ricardo.


—¿Cuánto tiempo tardará el piso en estar listo?


—Entre siete y diez días.


—¿Me puedes recomendar una pensión, Ricardo?


—La de Guadalupe Harwood.


—¿Guadalupe? —Paula sonrió. Los cinco, Pedro, Ricardo, Guadalupe, Fernanda y ella, habían sido amigos.


—Oye, Paula—Pedro se pasó la mano por el pelo—. Me siento responsable de esto y…


—¿Y qué? —no iría a ofrecerle también una habitación, ¿no?—. Y tienes mucho sitio, ¿no es eso?


Teniendo en cuenta lo que había pasado entre ellos, lo que él pensaba de ella, ¿estaba dispuesto a ofrecerle una habitación? La idea la alteró y comenzó a enfadarse. Si no hubiera llegado a conclusiones precipitadas ocho años atrás, si le hubiera permitido explicarse, si entonces se hubiera mostrado así de encantador…


Tenía que olvidarse de todo aquello. Lo deseaba con toda el alma, pero la rabia y el dolor le habían clavado las garras de tal manera que no sabía qué hacer para librarse de ellas sin hacerse más daño.


—Lo siento, pero no.


—No te iba a ofrecer una habitación. Estarás mejor en la pensión de Guadalupe. Pero te descontaré el coste del alojamiento de la factura.


El rubor cubrió la cara y las mejillas de Pau. Deseó poder meterse debajo del mostrador y quedarse allí. Por supuesto que no era su intención ofrecerle una habitación. ¡Qué idiota había sido!


—No me descontarás nada —le respondió orgullosa y con voz cortante—. Mi intención era quedarme en Clara Falls tanto si el piso estaba listo como si no.


Pero entonces habría dado instrucciones distintas a la empresa de mudanzas y habría buscado un sitio donde alojarse. Estaba sin empleados, sin piso; la librería, sin beneficios. ¡Qué desastre! ¿Por dónde empezaba?


De pronto se dio cuenta de que los dos hombres la miraban preocupados. Volvió a ponerse inmediatamente la máscara de indiferencia y se dirigió a Pedro.


—Quiero que me des tu palabra de honor de que me pasarás la factura habitual, sin descuento por el alojamiento. Si no lo haces, contrataré a otra persona para hacer las obras, lo que, con el retraso que supondrá, me costará más.


—¿Eras así de cabezota hace ocho años? —la miró con ojos furibundos.


No, era tan maleable como la plastilina.


—¿Estamos de acuerdo?


—Sí —dijo él entre dientes.


—Estupendo —esbozó una falsa sonrisa y fingió consultar el reloj—. ¡Qué tarde es! Si me disculpan, caballeros, es hora de cerrar. Me espera un jacuzzi en el Cascade's Rest —y los acompañó a la puerta sin mirar ni por un momento a Pedro a los ojos.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 8

 


Unas semanas antes, alguien había presentado una queja en el departamento de Higiene y Seguridad Laborales. Un funcionario había estado en la librería para realizar una inspección y la había cerrado al descubrir que dos de las estanterías que llegaban hasta el techo se estaban soltando de los listones que las sujetaban a la pared y amenazaban con caerse encima del primero que pasara a su lado. Pedro había pospuesto el resto de su trabajo para encargarse de ello. La librería había estado cerrada sólo un día y medio.


—¿Por qué?


—¿Como que por qué? Porque era peligroso.


—No me refiero a eso. ¿Por qué es tu empresa la que está haciendo las obras?


Porque Ricardo se lo había pedido. Porque quería demostrar que el pasado ya no influía en él.


—Me imagino que lo último que querías era volver a verme —añadió ella—. De hecho, supongo que lo último que querías era que volviera a vivir en Clara Falls —dijo en tono desafiante.


Pedro tardó unos segundos en comprender lo que le decía y, cuando lo hizo, cerró los puños con tanta fuerza que le empezaron a temblar. Ella le miró los puños y luego volvió a mirarlo a la cara. Arqueó una ceja y no retiró lo que había dicho.


—¿Insinúas que me he valido de mi trabajo de constructor para sabotear la librería? —trató de recordar la última vez que había sentido deseos de estrangular a alguien.


—¿Lo harías? ¿Lo has hecho? Para empezar, está el rótulo. Después, el retraso. ¿Qué pensarías tú? Podrías estar compinchado con Gaston Sears.


—¡Por Dios, Pau! Sé que han pasado ocho años, pero ¿de verdad crees que me rebajaría hasta ese extremo?


Lo miró de arriba abajo con sus ojos azules al descender y verdes cuando volvieron a encontrarse con los de él, y fue como si lo hubiera acariciado con las manos. El corazón de Pedro comenzó a latir con fuerza. Ella se humedeció los labios con la lengua y él tuvo que ahogar un gemido.


—Los negocios son los negocios —dijo él entre dientes—. No me tiene que caer bien la persona para la que trabajo.


¿Eran imaginaciones suyas o Pau se había puesto pálida al oír sus palabras?


—¿Insinúas que éste es un trabajo más para ti?


Él vaciló. Paula lanzó un bufido y volvió a ponerse detrás del mostrador, como si quisiera situarse fuera de su alcance.


—Gracias por lo que has hecho hasta ahora, Pedro, pero ya no necesito tus servicios.


Él se dirigió indignado hacia el mostrador y la tomó de la barbilla, obligándola a mirarlo.


—Muy bien. ¿Quieres saber la verdad? No es un trabajo más. Lo que le pasó a tu madre me revolvió las tripas. Los del pueblo… debimos prestarle más atención, habernos dado cuenta de que… —la soltó y se dio la vuelta. Cuando volvió a mirarla, ella tenía los ojos llenos de lágrimas—. Perdona. No debería haberte… —hizo un gesto con la mano—. ¿Te he ofendido?


—No —contestó ella en voz baja.


Pedro vio cómo se tragaba las lágrimas gracias a su fuerza de voluntad, como solía hacer. De repente se sintió mucho más viejo de los veintiséis años que tenía.


—Siento haber dudado de tu integridad —afirmó ella.


Se disculpó con su sinceridad y rapidez características. Él se pasó una mano por la cara. La antigua Paula había sido incapaz de serle fiel, pero igualmente incapaz de tener malicia. Si, ocho años antes, le hubiera pedido que la perdonara, lo habría hecho sin dudarlo un instante.


—¿Me vuelves a contratar? —al ver que ella asentía, añadió—: ¿No te resultará difícil soportar mi presencia las próximas dos semanas?


—Claro que no.


Él supo que mentía.


—Somos personas adultas. Lo pasado, pasado está.


Pedro quiso mostrar su acuerdo. Abrió la boca para hablar, pero las palabras se negaron a salir.


—¿Vas a tardar dos semanas? ¿Tanto?


—Más o menos. Y eso que voy a hacerlo todo lo deprisa que pueda.


—Entiendo.


—Pues me voy a poner otra vez con el rótulo.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 7

 


La librería se había concebido con un único propósito: el de seducir. Y lo conseguía con facilidad, con sus estantes de roble y sus paredes pintadas de verde claro. A Paula siempre le había encantado, y Frida no había hecho cambio alguno. Ahí radicaba la mayoría de los problemas.


—Volveré a cambiar el rótulo. Lo terminaré hoy.


—¿Por qué tú? —pregunto ella con el ceño fruncido al tiempo que se daba la vuelta y se apoyaba en la estantería más cercana.


A su derecha, al lado de su cadera izquierda, estaban Las maravillas naturales del mundo, lo que a Pedro le pareció un título muy apropiado. Le recorrió con la mirada las largas y delgadas piernas. Sí, muy apropiado.


Pero nunca le había visto puestos unos pantalones tan bonitos. A Mel le encantarían. Apretó los dientes y rechazó la idea. No quería pensar en su hija y en Paula al mismo tiempo. Ocho años antes se había acostumbrado a ver a Paula con falda… o desnuda. Y luego se marchó y no la volvió a ver.


—¿Es a lo que te dedicas ahora? ¿A pintar rótulos?


Las palabras de Paula lo devolvieron a la realidad.


—Entre otras cosas —se metió las manos en los bolsillos—. Después de acabar los estudios, trabajé de aprendiz de carpintero —había abandonado su sueño de estudiar Bellas Artes—. Y ahora dirijo una empresa de construcción aquí.


—¿Y la idea de estudiar Bellas Artes?


—La deseché —durante unos segundos lo invadió una amargura que normalmente mantenía a raya.


—¿Qué?


La locura comenzó la noche en que encontró a Paula en brazos de Samuel Hancock. Cuando, al día siguiente, se enteró de que ella se había marchado, que lo había abandonado para siempre, perdió el juicio. Comenzó a beber, se acostó con Fernanda, que le había revelado la infidelidad de Pau y sus mentiras y que había hecho todo lo posible para consolarlo al marcharse Paula. Fernanda, a quien había partido el corazón. Cuando ella le dijo que estaba embarazada, no tuvo más remedio que abandonar el sueño de estudiar y convertirse en padre, esposo… y aprendiz de carpintero. Desde entonces no había vuelto a agarrar un trozo de carboncillo.


—¿Se supone que por mi culpa? —preguntó Paula con brusquedad.


—¿He dicho eso? —preguntó él a su vez.


El matrimonio había durado dos años y acabó en divorcio. Paula siempre se había interpuesto entre ellos. Fueron los dos años más largos de su vida. Era infantil echarle la culpa a Paula. Además, tenía a Melisa. Nunca se arrepentiría de haber tenido a su hija.


Los ojos de Paula se volvieron tan fríos que podría haber helado el corazón de cualquier hombre. Pero a él no podían afectarlo, ya que su corazón se había helado ocho años antes.


Y, sin embargo, allí estaba ella, una profesional del tatuaje de talla mundial, si era verdad lo que había dicho Frida. Diana tenía razón: en Clara Falls no necesitaban a profesionales del tatuaje, ni de talla mundial ni de ninguna clase. Y él tampoco.


—Supongo —dijo Paula— que eres el constructor que Ricardo contrató para reformar esto.


—Así es.


—Teniendo en cuenta la cantidad de trabajo que Ricardo me dijo que había que hacer —lanzó una mirada a su alrededor—, esto está exactamente igual que antes. Exactamente igual —se volvió hacia él con una mirada acusadora.


—Es que aún no he comenzado a trabajar.


—Pero… pero la recepcionista me aseguró que las obras estarían terminadas el jueves de la semana pasada.


—¿Estás segura?


—Totalmente.


—Lo siento, Paula, pero te informaron mal —aquella misma tarde contrataría a una nueva recepcionista.


Ella apretó los labios con fuerza y se puso rígida.


—¿Y qué ha pasado con el asunto de la Higiene y Seguridad Laborales?


—Ya me he ocupado de eso.




jueves, 12 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 6

 

Pedro observó la dureza con la que Paula lo miraba y tuvo ganas de marcharse. El instinto que predominaba en él en aquel momento era consolarla. A pesar de la armadura con la que se presentaba, sabía que la vuelta no era fácil para ella. Su madre se había suicidado un mes antes, lo cual debía de estarla consumiendo.


No parecía que fuera a agradecerle su consuelo. No dejaba de mirarlo como si fuera algo viscoso y húmedo recién salido de una alcantarilla. Tensó los músculos del cuello y la mandíbula. ¿Qué le pasaba? Había sido Paula, no él, la que había destruido todos sus planes y sueños, ocho años antes. Al menos podía tener la delicadeza de… «¿De qué?», se burló una voz en su interior. «¿De sonreírte? Vamos, hombre. No quieres sus sonrisas».


Pero, al mirarla a la cara y observar la luminosidad de su piel, sus largas pestañas y sus labios pintados de color melocotón, un instinto primitivo le encendió la sangre. Quiso abrazarla, besarla en la boca y probar su sabor. Grabarse en sus sentidos. La intensidad de la sensación lo pilló desprevenido. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Después de ocho años no esperaba sentir nada y, desde luego, no aquello.


Trató de borrar las imágenes de su cerebro. Todos los estúpidos errores que había cometido en su vida ocurrieron en las semanas posteriores a la marcha de Pau.


No la culpaba por su modo de reaccionar a la traición de ella, porque sería infantil, pero no volvería a consentir que tuviera semejante poder sobre él.


—¿Por qué has cambiado el rótulo? —preguntó ella con agresividad, alzando la barbilla y poniendo los brazos en jarras, tan distinta de la Paula que conocía que lo pilló desprevenido—. ¿Quién te ha dado permiso? —se colocó detrás del mostrador, dejó el bolso en él y se puso a dar golpecitos en el suelo con el pie.


La bota que llevaba puesta, de cuero marrón, muy bonita y totalmente distinta de las Doc Martens de él, resonó en el parqué. O tal vez fuera debido al silencio que se había producido. Pedro trató de concentrarse. Pero aquel carmín… Años atrás creyó que nada le podía sentar mejor que el color mate con que se pintaba los labios. Volvió a mirar el color melocotón que llevaba en aquel momento y supo que se había equivocado.


—¡Pedro!


—Me he limitado a seguir las instrucciones que dejaste a la recepcionista de mi empresa.


Ella lo miró fijamente durante unos segundos.


—¿De verdad te imaginas que quiero que la librería se llame «El tugurio de Pau»? —hizo una mueca de desprecio—. Parece el nombre de una guarida de malvados, no el de una librería.


Furiosa como estaba, parecía llena de vida. De pronto se le ocurrió que él llevaba mucho tiempo sin sentirse vivo. Volvió a mirarla de arriba abajo y observó que ella se daba la vuelta y se mordía los labios. Eso le resultaba familiar. No se sentía ni la mitad de segura de sí misma de lo que pretendía hacerle creer.


—No me pagan para imaginar. Ocho años son mucho tiempo. La gente cambia.


—¡Y que lo digas!


—Le dijiste a la recepcionista que querías ese nombre. Me he limitado a seguir tus instrucciones.


—No le di esas instrucciones.


Pedro se le hizo un nudo en el estómago. Si ésas no habían sido sus instrucciones, entonces…


—Me limité a pedirle que se adecentara el rótulo.


Pedro soltó un taco.


—¿Cómo dices? —preguntó ella dando un respingo.


El tono que empleó casi hizo sonreír a Pedro. Cuando era una adolescente, había hecho todo lo posible para parecer dura, pero rara vez decía palabrotas ni consentía que lo hicieran los demás.


—Es evidente que ha habido un malentendido —si la recepcionista había tomado parte en la broma, la despediría de inmediato.


Paula vio que miraba la panadería del señor Sears.


—¡Ah! Ya entiendo —dijo ella.


Pedro se preguntó si era así. Por razones inexplicables, el señor Sears quería la librería a toda costa. Pau salió de detrás del mostrador y se puso a recorrer los pasillos llenos de estanterías. Él la siguió.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 5

 

A Paula le resultaba increíble estar en la calle principal de Clara Falls hablando con Pedro Alfonso como si nada hubiera sucedido entre ellos, como si fuera un hecho cotidiano. Cometió el error de mirarlo a los ojos, sus hermosos ojos castaños con reflejos dorados. Y recordó todos los momentos maravillosos que había pasado con él. Si hubiera podido retroceder, lo habría hecho, pero tenía la espalda apoyada en el escaparate de la librería. Si hubiera podido apartar la mirada, lo habría hecho, pero sus ojos se negaban a obedecer las órdenes del cerebro y se regodeaban en la belleza de Pedro, como si estuvieran hambrientos de ella.


Como si no pudiera evitarlo, Pedro le recorrió el cuerpo con la mirada con una insoportable lentitud. Cuando volvió a mirarla a los ojos, los suyos se le habían oscurecido hasta adquirir el tono de la lava líquida, que ella recordaba muy bien.


Paula sintió que se le aceleraba el pulso y tuvo que juntar las manos. Después de tantos años y de lo que había pasado entre ellos, ¿cómo podía experimentar algo más que amargura? ¡De ninguna manera! No estaba dispuesta a volver a recorrer aquel camino hacia el infierno. Ocho años antes había creído en él, en ellos, de modo absoluto, pero Pedro la había acusado de engañarlo. Su falta de confianza le había partido el corazón, la había destrozado. En cambio, él no se había quedado destrozado, ya que, nueve meses después de que ella se marchara, había tenido una hija con Fernanda.


Paula cruzó los brazos. Se dio cuenta demasiado tarde de que, al hacerlo, realzaba aún más sus… encantos. No podía descruzarlos sin revelarle que sus miradas continuas le molestaban.


—No hace falta que me defiendas, Pedro.


—Siempre hago lo que me parece correcto. No te creas que porque hayas vuelto a la ciudad voy a cambiar.


—¿Lo que te parece correcto? —ella lanzó un bufido—. ¿Sacar conclusiones precipitadas, por ejemplo? ¿Lo sigues haciendo, Pedro? —habló sin pensar lo que decía y se escuchó a sí misma con incredulidad. El aire se volvió tan espeso con la historia de ambos que se preguntó cómo podían respirar. Siempre había sabido que las cosas entre ellos no podrían ser normales después de la intensidad de lo que habían compartido. Por eso necesitaba mantenerlo alejado—. ¿Lo que te parece correcto? —bufó por segunda vez—. ¿Como ese rótulo, por ejemplo? ¿Es eso lo que consideras un mal chiste?


—Oye, Paula… —comenzó a decir él con el ceño nuevamente fruncido.


Justo en ese momento apareció Ricardo respirando agitadamente.


—Lo siento, Pau. Te he visto pasar en el coche pero no he podido salir porque estaba con un cliente.


—Si sólo por correr por la calle te pones así, tendrías que hacer más ejercicio —le dijo Pedro al tiempo que le daba unas palmadas en la espalda.


—Es cuesta arriba —Ricardo sonrió. La sonrisa se le evaporó al dirigir la vista a la librería—. Lo siento, Pau. ¿Te parece un fiasco?


—No es lo que me esperaba —reconoció ella—. ¿Dónde están los empleados?


Ricardo miró a Pedro en busca de ayuda. Este se metió las manos en los bolsillos y se puso a mirar el suelo.


—A eso iba, Pau. Los últimos empleados se despidieron ayer.


—Así que… ¿no tengo empleados? —Paula miró a Ricardo, y luego a Pedro. Ambos negaron con la cabeza.


—Pero… —no iba a consentir que la derrotaran—. ¿Por qué?


—¿Vamos dentro? —propuso Pedro al tiempo que miraba hacia atrás.


Entonces, Paula se dio cuenta de que varias caras pegadas al escaparate de la panadería del señor Sears la miraban con avidez. Las saludó alegremente con la mano, como si no le importara. Luego se dio la vuelta y entró por la puerta que Ricardo acababa de abrir. Pedro la sujetó, pero no entró.


—Voy a seguir trabajando.


—No —dijo ella en tono seco—. Quiero hablar contigo.


Ricardo la miró como si… como si…


—Caramba, Pau. Antes vestías que daba pena, pero siempre hablabas con dulzura.


—Pues he descubierto que consigo muchas más cosas haciendo justamente lo contrario.


Nadie habló durante unos segundos.


—Muy bien, dime lo que ha pasado con los empleados.


—Ya te habrás dado cuenta por las cifras de ventas que te he enviado de que la librería no va bien. Por eso, en los últimos meses, tu madre despidió a la mayor parte del personal. Sólo quedaron Anita y Diana. El señor Sears se llevó a Anita a la panadería…


—Así que sólo quedaba Diana —lo interrumpió Paula. Se volvió hacia Pedro—. ¿No será la misma Diana que…?


—La misma.


—Me dejó muy claro lo que pensaba —le dijo Paula a Ricardo, que lanzó una mirada desesperada al reloj—. No tienes tiempo para esto, ¿verdad?


—Lo siento, pero tengo una cita, estaré ocupado dos horas y…


—Entonces, vete antes de que se te haga tarde —lo empujó hacia la puerta.


—Volveré después —prometió él.


Se marchó y Pedro y Paula se quedaron solos.


—Así que… —dijo él rompiendo el silencio—. ¿Sigues sin estar interesada en vender la librería al señor Sears?


—No voy a venderla. Al menos, de momento.


—Entonces, ¿te vas a quedar en Clara Falls?


—No —lo dijo con todo el desdén del que fue capaz—. No a largo plazo. Mi vida está en la ciudad. Esto es sólo… —vaciló—. Un asunto pasajero —concluyó bruscamente—. Quiero que la librería vuelva a ser rentable, lo que me llevará un año como máximo, supongo, y luego volveré a mi vida habitual.


—Entiendo.


Tal vez fuera así, pero ella lo dudaba.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 4

 

Se puso en pie de un salto. Había pedido que modernizaran el rótulo no que… que… Tuvo que contenerse para no salir disparada y tirar al suelo a quien lo estaba pintando subido a una escalera.


—Nos veremos, ¿verdad, Paula?


—Desde luego, señora Lavender —contestó Pau.


Inspiró tres veces antes de cruzar la calle. Solucionaría aquello como una persona adulta, no como una adolescente. Trató de no fijarse en lo prieto que tenía el trasero el trabajador en pantalones vaqueros ni en la longitud de sus fuertes piernas. En algunos sitios, la tela estaba tan gastada que… La adolescente que fue no lo habría notado, ya que sólo tenía ojos para Pedro. Pero la mujer que era…


«¡Deja de comértelo con los ojos!».


Se detuvo junto a la escalera y miró hacia arriba. Sin querer, dio un paso hacia atrás ante lo repentinamente familiar que le resultaba el hombre. El pelo rubio se le ondulaba de la misma manera que a… El corazón se le subió a la garganta y se dijo que lo más probable era que la familiaridad se debiera a la luz, o más bien a una mala jugada de su cerebro. Tragó saliva y el corazón volvió a colocársele en su sitio. Más o menos.


—Perdone —consiguió decir—, quisiera saber quién le ha dado permiso para cambiar el rótulo.


El trabajador se quedó inmóvil, dejó el pincel en la escalera y se limpió las manos en el trasero con desesperante lentitud. Pau se preguntó qué sentiría si fueran sus propias manos las que efectuaran aquel movimiento. Se le puso la carne de gallina. Lentamente, el trabajador se dio la vuelta… y Paula se quedó petrificada.


—Hola, Pau.


Ella no podía respirar. «¡No!», exclamó para sí.


—Tienes buen aspecto —dijo él mientras bajaba un escalón. No le sonrió. La miró de arriba abajo y, aunque tenía la cara a la sombra, ella supo que no se había conmovido.


¡Pedro Alfonso! Tomó aire y retrocedió otro paso. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y salir corriendo.


«Haz algo; di algo», se ordenó. Sabía que se acabarían encontrando, pero no allí, en la librería. No el primer día. A pesar de todo, no echó a correr.


—Te agradecería que dejaras de hacer lo que estás haciendo —señaló el rótulo y, milagrosamente, la mano no le tembló, lo cual le dio la seguridad suficiente para alzar la barbilla.


—¿No te gusta? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Me parece detestable. Pero prefiero no hablar de ello en la calle.


¡Por Dios! Tenía que establecer una serie de reglas básicas, y hacerlo deprisa. Regla número uno: Pedro Alfonso tenía que estar lo más alejado posible de ella. Regla número dos: no debía mirarlo a los ojos.


Trató de buscar refugio en el único lugar del pueblo que consideraba su hogar, pero descubrió que la librería estaba cerrada, como indicaba el cartel que había en la puerta. A su lado, alguien soltó una risita.


—No has podido escapar.


Pau miró a su alrededor y vio a una mujer de mediana edad que la miraba desafiante.


—Perdone, ¿nos conocemos?


La mujer no prestó atención a lo que le decía Paula y aproximó su cara a la de ella.


—No necesitamos a gente como tú en un lugar tan agradable como éste.


Pau percibió sin volverse que Pedro se había bajado de la escalera y estaba detrás de ella. Seguía oliendo como las montañas en otoño. Sacó un paquete de chicles de menta de un bolsillo y se metió uno en la boca, que inmediatamente dominó el resto de olores que la rodeaban.


—¿Como yo? —preguntó con tanta amabilidad como le fue posible. Si aquella gente no podía borrar el recuerdo de su imagen adolescente, si no se daba cuenta de que había madurado, tendría que tener los ojos más abiertos, aunque algo le indicaba a Pau que era la mente lo que necesitaba abrir.


—Una profesional del tatuaje —le espetó la mujer—. ¿Para qué necesitamos a alguien así? Probablemente pertenezcas a una banda de motoristas y tomes drogas.


Paul estuvo a punto de reírse ante algo tan absurdo. Alzó los brazos, se miró y miró a la mujer. Esta pareció desconcertada.


—Ya está bien, Diana —dijo Pedro.


—No dejes que te vuelva a clavar las garras, Pedro. No te olvides de que hizo lo que pudo para que te desviaras del buen camino cuando erais adolescentes —se volvió hacia Paula—. Probablemente crees que esto —indicó la librería con la cabeza— será una mina de oro.


No lo era en aquellos momentos, teniendo en cuenta las cifras de ventas que le había enviado Ricardo.


—No viniste a ver a tu madre durante años y ahora, cuando su cuerpo aún no se ha enfriado, te lanzas sobre la librería como un buitre glotón y avaricioso.


—Ya está bien, Diana.


Paula no quería que él la defendiera, sino que se alejara lo más posible. No le iba a dar otra oportunidad de partirle el corazón. Pero apenas podía respirar, y mucho menos hablar.


«No viniste a ver a tu madre durante años…». La opresión en el pecho era tan fuerte que lo único que deseaba era tumbarse en el suelo y dejar que la aplastara.


—¿Tienes la desfachatez de decirle eso a Paula cuando sabes cuántos fines de semana pasó Frida con ella en Sidney, dándose la gran vida? A Paula no le hacía falta volver a casa, lo sabes perfectamente. Márchate, Diana. No eres más que una entrometida alborotadora y una resentida.


Diana tomó aire y se marchó muy ofendida. Pedro tocó el brazo de Pau.


—¿Estás bien?


Su voz era como una brisa otoñal. Paula se separó un poco para que sus dedos encallecidos no la tocaran y para no sentir el calor de su cuerpo.


—Sí, estoy bien —pero a medida que el sabor de menta del chicle desaparecía, lo único que olía eran las montañas en otoño. Recordó que había habido un tiempo, cuando era joven e ingenua, en que era su olor preferido. Sólo necesitaba unos instantes para recuperarse. Si conseguía dejar de respirar tan profundamente, el olor de Pedro se evaporaría—. No me lo esperaba —dijo señalando el lugar en el que había estado Diana. No se esperaba una bienvenida, pero tampoco una hostilidad declarada, salvo, tal vez, por parte de Pedro Alfonso. Y la habría aceptado de buen grado.


—Diana Keith lleva años enamorada en secreto de Gaston Sears.


—¡Ah! Como no le he vendido la librería, ¿Gaston se ha ofendido, y ella también?


—Exactamente.