jueves, 12 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 4

 

Se puso en pie de un salto. Había pedido que modernizaran el rótulo no que… que… Tuvo que contenerse para no salir disparada y tirar al suelo a quien lo estaba pintando subido a una escalera.


—Nos veremos, ¿verdad, Paula?


—Desde luego, señora Lavender —contestó Pau.


Inspiró tres veces antes de cruzar la calle. Solucionaría aquello como una persona adulta, no como una adolescente. Trató de no fijarse en lo prieto que tenía el trasero el trabajador en pantalones vaqueros ni en la longitud de sus fuertes piernas. En algunos sitios, la tela estaba tan gastada que… La adolescente que fue no lo habría notado, ya que sólo tenía ojos para Pedro. Pero la mujer que era…


«¡Deja de comértelo con los ojos!».


Se detuvo junto a la escalera y miró hacia arriba. Sin querer, dio un paso hacia atrás ante lo repentinamente familiar que le resultaba el hombre. El pelo rubio se le ondulaba de la misma manera que a… El corazón se le subió a la garganta y se dijo que lo más probable era que la familiaridad se debiera a la luz, o más bien a una mala jugada de su cerebro. Tragó saliva y el corazón volvió a colocársele en su sitio. Más o menos.


—Perdone —consiguió decir—, quisiera saber quién le ha dado permiso para cambiar el rótulo.


El trabajador se quedó inmóvil, dejó el pincel en la escalera y se limpió las manos en el trasero con desesperante lentitud. Pau se preguntó qué sentiría si fueran sus propias manos las que efectuaran aquel movimiento. Se le puso la carne de gallina. Lentamente, el trabajador se dio la vuelta… y Paula se quedó petrificada.


—Hola, Pau.


Ella no podía respirar. «¡No!», exclamó para sí.


—Tienes buen aspecto —dijo él mientras bajaba un escalón. No le sonrió. La miró de arriba abajo y, aunque tenía la cara a la sombra, ella supo que no se había conmovido.


¡Pedro Alfonso! Tomó aire y retrocedió otro paso. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y salir corriendo.


«Haz algo; di algo», se ordenó. Sabía que se acabarían encontrando, pero no allí, en la librería. No el primer día. A pesar de todo, no echó a correr.


—Te agradecería que dejaras de hacer lo que estás haciendo —señaló el rótulo y, milagrosamente, la mano no le tembló, lo cual le dio la seguridad suficiente para alzar la barbilla.


—¿No te gusta? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Me parece detestable. Pero prefiero no hablar de ello en la calle.


¡Por Dios! Tenía que establecer una serie de reglas básicas, y hacerlo deprisa. Regla número uno: Pedro Alfonso tenía que estar lo más alejado posible de ella. Regla número dos: no debía mirarlo a los ojos.


Trató de buscar refugio en el único lugar del pueblo que consideraba su hogar, pero descubrió que la librería estaba cerrada, como indicaba el cartel que había en la puerta. A su lado, alguien soltó una risita.


—No has podido escapar.


Pau miró a su alrededor y vio a una mujer de mediana edad que la miraba desafiante.


—Perdone, ¿nos conocemos?


La mujer no prestó atención a lo que le decía Paula y aproximó su cara a la de ella.


—No necesitamos a gente como tú en un lugar tan agradable como éste.


Pau percibió sin volverse que Pedro se había bajado de la escalera y estaba detrás de ella. Seguía oliendo como las montañas en otoño. Sacó un paquete de chicles de menta de un bolsillo y se metió uno en la boca, que inmediatamente dominó el resto de olores que la rodeaban.


—¿Como yo? —preguntó con tanta amabilidad como le fue posible. Si aquella gente no podía borrar el recuerdo de su imagen adolescente, si no se daba cuenta de que había madurado, tendría que tener los ojos más abiertos, aunque algo le indicaba a Pau que era la mente lo que necesitaba abrir.


—Una profesional del tatuaje —le espetó la mujer—. ¿Para qué necesitamos a alguien así? Probablemente pertenezcas a una banda de motoristas y tomes drogas.


Paul estuvo a punto de reírse ante algo tan absurdo. Alzó los brazos, se miró y miró a la mujer. Esta pareció desconcertada.


—Ya está bien, Diana —dijo Pedro.


—No dejes que te vuelva a clavar las garras, Pedro. No te olvides de que hizo lo que pudo para que te desviaras del buen camino cuando erais adolescentes —se volvió hacia Paula—. Probablemente crees que esto —indicó la librería con la cabeza— será una mina de oro.


No lo era en aquellos momentos, teniendo en cuenta las cifras de ventas que le había enviado Ricardo.


—No viniste a ver a tu madre durante años y ahora, cuando su cuerpo aún no se ha enfriado, te lanzas sobre la librería como un buitre glotón y avaricioso.


—Ya está bien, Diana.


Paula no quería que él la defendiera, sino que se alejara lo más posible. No le iba a dar otra oportunidad de partirle el corazón. Pero apenas podía respirar, y mucho menos hablar.


«No viniste a ver a tu madre durante años…». La opresión en el pecho era tan fuerte que lo único que deseaba era tumbarse en el suelo y dejar que la aplastara.


—¿Tienes la desfachatez de decirle eso a Paula cuando sabes cuántos fines de semana pasó Frida con ella en Sidney, dándose la gran vida? A Paula no le hacía falta volver a casa, lo sabes perfectamente. Márchate, Diana. No eres más que una entrometida alborotadora y una resentida.


Diana tomó aire y se marchó muy ofendida. Pedro tocó el brazo de Pau.


—¿Estás bien?


Su voz era como una brisa otoñal. Paula se separó un poco para que sus dedos encallecidos no la tocaran y para no sentir el calor de su cuerpo.


—Sí, estoy bien —pero a medida que el sabor de menta del chicle desaparecía, lo único que olía eran las montañas en otoño. Recordó que había habido un tiempo, cuando era joven e ingenua, en que era su olor preferido. Sólo necesitaba unos instantes para recuperarse. Si conseguía dejar de respirar tan profundamente, el olor de Pedro se evaporaría—. No me lo esperaba —dijo señalando el lugar en el que había estado Diana. No se esperaba una bienvenida, pero tampoco una hostilidad declarada, salvo, tal vez, por parte de Pedro Alfonso. Y la habría aceptado de buen grado.


—Diana Keith lleva años enamorada en secreto de Gaston Sears.


—¡Ah! Como no le he vendido la librería, ¿Gaston se ha ofendido, y ella también?


—Exactamente.




miércoles, 11 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 3

 


Bajó del coche y cruzó la calle hasta el islote. Un anciano que estaba delante de ella tropezó en el primer escalón y Paula lo sujetó por el brazo. De niña y adolescente cruzaba la calle justamente por aquel sitio, casi siempre para ir a refugiarse a la librería. Había que subir tres escalones, dar cinco pasos y bajar otros tres para llegar al otro lado. El hombre le dio las gracias sin mirarla y apretó el paso.


—Me has aguado la fiesta —le murmuró alguien a Pau. Y luego se dirigió al hombre—: Un día de éstos te sentarás conmigo y pasaremos el día juntos, Boyd —la anciana se volvió hacia Paula—. El único entretenimiento que tengo ahora es ver tropezar a Boyd en el mismo escalón cada día. Aunque ahora que has vuelto, Paula Chaves, confío en que las cosas se animen un poco.


—¡Señora Lavender! —Paula sonrió sin poderlo evitar. La señora Lavender había sido la dueña de la librería, y su amiga—. Se conserva tan bien como siempre. Me alegro de verla.


La señora Lavender palmeó el banco para que se sentara a su lado. Paula creyó que se sentiría fuera de lugar, pero no fue así. Indicó la librería con la cabeza, aún sin conseguir mirarla.


—¿La echa de menos?


—Todos los días. Pero me temo que mis viejos huesos ya no dan mucho de sí. Me alegro de que hayas vuelto, Pau.


—Gracias —la sonrisa de Pau se hizo más ancha.


—Siento lo que le pasó a tu madre.


—Gracias —su sonrisa se evaporó.


—Me enteré de que organizaste una misa conmemorativa en Sidney. Entonces estaba en el hospital. Si no, habría ido.


—No importa.


—Claro que importa. Frida era mi amiga.


Paula volvió a sonreír. Según los habitantes más tradicionales de Clara Falls, Frida no era todo lo respetable que debiera, pero ciertamente no carecía de amigos. A la misa había acudido mucha gente.


—Este sitio no ha sido el mismo desde que te fuiste.


—Estoy segura —afirmó Paula riéndose.


—Hiciste lo correcto: marcharte —dijo la anciana mientras la examinaba con sus ojos oscuros, que se habían vuelto astutos con la edad.


No, no había hecho lo correcto. Su marcha había provocado de modo indirecto la muerte de su madre. Se fue y juró que no volvería, y su madre se quedó destrozada. Ella sería responsable de aquello hasta el fin de sus días, y Pedro también. Si hubiera creído en ella, como le había jurado que hacía, no habría tenido que marcharse.


«¡Basta!», se dijo Paula. No había vuelto a Clara Falls para vengarse. Quería que su madre se sintiera orgullosa de ella. Salvaría la librería y se la vendería a alguien que no fuera Gaston Sears; luego se marcharía para no volver.


—Siempre fuiste una buena chica, Paula. E inteligente.


No lo había sido al creer en las promesas de Pedro. Pau negó con la cabeza para desechar aquella idea. La señora Lavender le sonrió.


—¿Cuánto tiempo vas a quedarte?


—Doce meses —tenía que ponerse un límite para conservar la cordura. Había calculado que en un año la librería estaría a salvo.


—Me parece que ya es hora de que vayas a trabajar —dijo la señora Lavender mientras señalaba la librería—. Creo que tienes mucho que hacer.


Paula siguió la dirección que le indicaba la mano de la anciana y comprendió por qué había una camioneta aparcada enfrente de la librería. Se le tensaron todos los músculos. Las pequeñas reparaciones del edificio tenían que haberse terminado la semana anterior. Así se lo habían asegurado en la empresa que contrató Ricardo. Y en aquellos momentos estaban sustituyendo el rótulo con el nombre de la librería «El mundo de ficción de Frida», por el de…. «¡El tugurio de Paula!».




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 2

 


Paula volvió a Clara Falls dos semanas después a plena luz. Y tuvo que tomar la calle principal porque un enorme contenedor de escombros bloqueaba el callejón que llevaba al aparcamiento que había detrás de la librería. Frenó y miró el contenedor. A no ser que se diera la vuelta y saliera huyendo hacia Sidney, tendría que tomar la calle principal y buscar un sitio para aparcar. Tenía la boca seca. ¿Y si se daba la vuelta?


Se sintió tentada. Agarró con fuerza el volante. Había jurado que no volvería. No quería vivir allí ni enfrentarse a los recuerdos que la asaltarían día tras día. Y, desde luego, no quería volver a ver a Pedro Alfonso. No esperaba encontrárselo a menudo. Él la había evitado como los justos evitaban a los pecadores, los ex alcohólicos rechazaban el whisky y los ratones huían de los gatos.


¿Y si se daba la vuelta? Relajó las manos y se echó hacia atrás. No lo haría. Volver a Clara Falls y salvar la librería de su madre era lo correcto. Honraría la memoria de su madre: salvaría la librería, que estaba a punto de quebrar. Haría que Frida Chaves se sintiera orgullosa de ella.


Era una lástima que no lo hubiera hecho un mes antes, un año antes, dos años antes, cuando habría servido para algo. La invadieron la culpa y los remordimientos y sintió en la boca el sabor de la bilis. Se arrepentía de no haber vuelto cuando su madre estaba viva, de no haberle dicho todo lo que debería. Le remordía la conciencia por que se hubiera muerto. ¿Creía de verdad que salvar la librería y rezar para obtener el perdón iba a cambiar las cosas?


«¡No pienses en ello!». No era el momento ni el lugar.


Salió del callejón marcha atrás y se encaminó a la calle principal. Se detuvo en un paso de peatones y miró a su alrededor. Se le cortó la respiración: había olvidado lo bonito que era aquello. Clara Falls era uno de los principales centros turísticos de las montañas Azules australianas.


Avanzó por la calle y el miedo fue retrocediendo ante la emoción. A la carnicería y al pequeño supermercado les habían hecho un lavado de cara. En el amplio islote central de la calle, donde antes sólo había cemento, se veían césped, flores y bancos. Pero los numerosos cafés y restaurantes seguían tan animados como siempre.


El pueblo había hecho un arte de atender las necesidades de los forasteros. Tenían fama sus tiendas de artesanía, cafés de estilo bohemio y restaurantes cosmopolitas. Y era muy hermoso.


Esbozó una sonrisa. No pudo aparcar enfrente de la librería porque había una camioneta que ocupaba dos plazas, así que, al llegar al final de la calle, dio la vuelta y la recorrió en sentido contrario. Finalmente aparcó y se recostó en el asiento. Había pasado tanto tiempo tratando de olvidar a Pedro Alfonso que se había olvidado de cosas importantes que debería haber recordado, como la de ser una persona decente.


El sol desapareció de repente de su mundo. Volvió a sentir el sabor a bilis. Su madre siempre le decía que tenía que volver y enfrentarse a sus demonios, ya que sólo entonces hallaría la paz. Tal vez tuviera razón: lo que había sucedido en Clara Falls había ensombrecido toda su vida adulta. Quería paz, a pesar de que no se la mereciera, y en ocho años lejos de allí no la había conseguido.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 1

 


Pau no pretendía que su retorno a Clara Falls al cabo de ocho años tuviera lugar protegida por la oscuridad, pero no había podido salir del trabajo tan pronto como hubiera querido y había habido un tráfico horrendo entre Sidney y las montañas Azules. Llegaba tarde, al menos con quince días de retraso. De su garganta se escapó una risa horrible, un sonido que antes nunca había emitido. Trató de contenerla, ya que no era el momento ni el lugar.


No tomó la calle principal de Clara Falls, sino el callejón que llevaba al aparcamiento posterior de las tiendas. Dada la oscuridad reinante y el largo tiempo que llevaba ausente, ¿reconocería la parte trasera de la librería? Lo hizo, inmediatamente. Y sintió una tremenda opresión en el pecho. Tuvo que cerrar los ojos y poner en práctica las técnicas de relajación que Marcos le había enseñado. La opresión no cedió, pero consiguió respirar. Abrió los ojos, aparcó al lado de un elegante Honda y alzó la vista hacia la luz que brillaba en la ventana.


«¡Oh, mamá!», pensó. Pedirle perdón no era suficiente. Decidió no pensar en ello. No era el momento ni el lugar. Miró el Honda. ¿Sería el coche de Ricardo? Ricardo, el abogado de su madre, el mejor amigo de Pedro Alfonso. Ese pensamiento, salido de la nada, hizo que se le tensaran los músculos y que le dieran calambres en las pantorrillas. Aunque no había salido de la nada, porque siempre que pensaba en Clara Falls pensaba en Pedro Alfonso.


Apoyó la cabeza en el volante. El dolor de las pantorrillas no le borró los recuerdos. Pedro Alonso era la causa de que se hubiera marchado de Clara Falls y de que no hubiera regresado. Volvió a mirar la librería y luego el piso superior, donde su madre había pasado los dos últimos años de su vida.


«Lo siento, mamá». El dolor del pecho y las piernas se intensificó. Cerró los ojos y volvió a tratar de relajarse, tensando y relajando cada músculo de su cuerpo. El dolor disminuyó.


No vería a Pedro Alfonso esa noche. Y cuando hubiera firmado los papeles de venta de la librería, no volvería a poner los pies en Clara Falls. Abrió con fuerza la puerta del coche y subió las escaleras. Ricardo le abrió la puerta antes de que llamara.


—¡Pau! —la abrazó—. ¡Qué alegría volver a verte!


—Lo mismo digo —respondió ella. Lo decía sinceramente, igual que él.


—Ojalá fuera en otras circunstancias.


Ricardo, como abogado de su madre, se había puesto en contacto con ella para decirle que Frida se había tomado una sobredosis de somníferos y había muerto. No le había dicho que era culpa suya, no había sido necesario.


«No pienses en ello», se dijo. No era el momento ni el lugar.


—Ojalá —consiguió contestar ella. Y lo dijo de corazón.


Ricardo la condujo a la pequeña cocina desde la que se llegaba al almacén y luego a la librería propiamente dicha. O, al menos, así era antes.


—¿Quieres un café? Gaston está al llegar y, cuando lo haga, podremos firmar los papeles.


—Muy bien —Pau se preguntó por qué Ricardo la había citado allí en vez de en su despacho, y quién sería ese Gaston que quería comprar la librería se su madre.


—¿Quieres echar un vistazo? —le preguntó Ricardo al tiempo que señalaba la puerta del almacén.


—No, gracias.


No quería recordar. La librería había sido su refugio desde que entró por primera vez cuando tenía diez años, pero ya no lo necesitaba. Era una persona adulta que se valía por sí misma. No le había quedado más remedio. Su madre había comprado la librería dos años antes con la esperanza de que ella volviera. No quería ver el local en aquellos momentos ni enfrentarse a todo lo que había perdido a causa de su estúpido orgullo y su miedo. Se sintió invadida por el remordimiento. Quería vender la librería y marcharse. Para eso estaba allí.


Ricardo abrió la boca, pero, antes de que pudiera hablar, llamaron a la puerta y fue a abrir.


—¿Te acuerdas de Gaston Sears? —preguntó a Pau después de que el hombre entrara.


—Claro que sí.


—Pues es el señor Sears quien quiere comprar la librería.


A Paula se le hizo un nudo en el estómago. El señor Sears era el dueño de la panadería que había enfrente. No le había gustado Pau cuando era niña ni, desde luego, su madre. El señor Sears puso unos ojos como platos al verla. Ella casi sonrió al percatarse de su sorpresa. La última vez que la había visto era una joven rebelde de dieciocho años que seguía la moda gótica e iba vestida de negro, maquillada de blanco, con el pelo de punta y una anilla en la nariz.


—¿Cómo está, señor Sears? —le preguntó dando un paso al frente y extendiendo la mano—. Me alegro de volver a verlo.


—Estamos aquí por negocios, no es una reunión social —contestó el señor Sears con una mueca de disgusto y sin estrecharle la mano.


A Paula la invadieron de golpe los recuerdos. El nudo en el estómago se le solidificó. El señor Sears no se había negado a atenderlas a ella y a su madre en la panadería, pero les había dejado muy claro lo que pensaba de ellas con su cortesía glacial, sus muecas de disgusto y el hecho de dejarles el cambio en el mostrador en vez de dárselo en la mano. A pesar de los ruegos de Pau, su madre había seguido comprando allí porque, según ella, tenía el mejor pan del pueblo.


Paula volvió a oír la voz de su madre que le decía que no importaba lo que la gente pensase, que no había que preocuparse por ello. Ella había hecho lo posible por seguir sus consejos, pero sin resultado.


Frida Chaves había sido una mujer libre y maravillosa. Si quería beber algo, lo bebía. Si quería bailar, se levantaba y bailaba. Si deseaba a un hombre, lo tomaba. Ante su comportamiento, las personas más conservadoras del pueblo apretaban los labios en señal de desaprobación, gente como el señor Sears o los padres de Pedro Alfonso.


Paula volvió a la realidad. Estaba en la librería. Miró alrededor. Nada había cambiado. Todo estaba como lo recordaba.


«¡Oh, mamá!».


—Lo siento, señor Sears —tardó unos instantes en darse cuenta de que era su voz la que había roto el silencio—. Me parece que no le voy a vender la librería.


—¿Qué?


—Muy bien.


Paula captó claramente la satisfacción en la voz de Ricardo, pero no la entendió. Se dio cuenta de que le había desaparecido la opresión del pecho y de que llevaba dos semanas sin respirar con tanta facilidad.





VERDADERO AMOR: SINOPSIS

 


¿De vecinos a recién casados?


Al volver después de muchos años al pueblo en que nació, Paula Chaves estaba decidida a enfrentarse con dignidad a Pedro Alfonso, su antiguo amor. No quería volver a sufrir, pero no había previsto que Pedro se hubiera vuelto aún más irresistible ni que se hubiera convertido en padre soltero. 


A medida que la hija de Pedro se encariñaba con Paula, él se dio cuenta de que la naturaleza afectuosa de ésta comenzaba a derretir la dura actitud que había ido desarrollando con los años. 


¿Conseguiría ablandar Paula su duro corazón?




martes, 10 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO FINAL

 


Paula se volvió hacia Pedro, Camilo y Luciana.


—¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí?


Luciana y Camilo la abrazaron y ella les devolvió el abrazo, pero Pedro se quedó donde estaba, con las manos en los bolsillos del pantalón.


—Estábamos preocupados.


—Pero parece que no necesitabas a la caballería —se rio Camilo.


—No —sonrió Paula, mirando a Pedro. ¿También él había acudido al rescate?


—Desde que te fuiste, Molly se ha negado a comer. Va a tener que vivir contigo.


—¿En serio?


—Te echa de menos.


Paula acarició a la perrita. ¡Qué daría por oírle decir que él la echaba de menos!


—Todos te echamos de menos —dijo Lu—. Y yo estaba pensando que si abres ese hotel, necesitarás alguien que te ayude. Desde que Teo murió he estado buscando un cambio en mi vida y soy muy buena cocinera, ya lo sabes.


—Y yo me estoy haciendo viejo, pero sigo siendo un buen jardinero —intervino Camilo.


—Necesita una cocinera —insistió Luciana, cruzándose de brazos.


—¡Necesita un jardinero!


Paula, con un nudo en la garganta, miró a Pedro, que miraba a Luciana y Camilo como si hubieran perdido la cabeza.


—¡Y necesitas un marido!


Todas las conversaciones se detuvieron de repente.


—¿Qué?


—Bueno, «necesitar» seguramente no es la palabra adecuada —empezó a decir Pedro—. No necesitas un marido. Seguramente no necesitas nada, pero…


Paula sacudió la cabeza. No podía haber oído bien. No podía haber dicho «marido». Era imposible.


—Un médico, lo que necesito es un médico.


—Bueno, pues también seré eso.


Paula habría querido echarse en sus brazos, pero se llevó una mano a la sien.


—¿Has dicho que necesito un marido?


—Sí.


—¿Porque necesito que alguien cuide de mí?


—He retirado la palabra «necesitar» —contestó él.


—¿Y tienes a alguien en mente?


Entonces Pedro hizo algo que Paula jamás habría imaginado que haría: se puso de rodillas y apretó la cara contra su cintura.


—Te quiero, Paula. Molly y yo no podemos vivir sin ti. Echo de menos tu risa, tu olor, tus bromas. Te echo de menos.


Luego levantó la cabeza y la miró a los ojos.


—Al principio no me di cuenta de lo fuerte que eras. Hay una gran fuerza en una comunidad, en ayudar a la gente, en construir puentes… y yo quiero crear esa comunidad contigo, Paula Chaves.


Ella le apartó el pelo de la frente, atónita. ¿Aquel hombre maravilloso la amaba?


—¿Me quieres? ¿De verdad? ¿Y no puedes vivir sin mí?


—No.


—Pues voy a contarte un secreto: yo tampoco puedo vivir sin ti.


Pedro se levantó y la tomó en brazos, dando vueltas y vueltas por el salón. Paula le echó los brazos al cuello y se rio, feliz. Cuando por fin la dejó en el suelo, le acarició la cara con ternura.


—Te quiero, Pedro Alfonso. No puedo imaginar algo más perfecto que ser tu esposa.


—Dilo otra vez —murmuró él.


—Te quiero, Pedro. Te quiero.


No se cansaría nunca de decirlo.


—Pensé que había destrozado cualquier posibilidad. Pensé que te había echado y… cuando me di cuenta de que estaba enamorado de ti, que no podía vivir sin ti…


Paula levantó un dedo y lo puso sobre sus labios.


—Te quiero, Pedro. Para siempre.


—Para siempre —repitió él.


Mientras Pedro inclinaba la cabeza, Paula levantó la suya y se encontraron a medio camino en un beso que sellaba una promesa de futuro.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 51

 


Pedro se sintió orgulloso. Le habría gustado tomarla en sus brazos, le habría gustado besarla y…


¡Quería quedarse!


Esa idea no lo asustó, todo lo contrario, le dio fuerzas. Quería quedarse y no tenía nada que ver con Molly o Camilo o Luciana. O con ayudar a Paula contra sus hermanos.


Sino con él… con ella. Era eso para lo que había ido a Buchanan's Point, aunque hubiese intentado engañarse a sí mismo durante el camino.


Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y la estudió, intentando disimular, mientras una habitación llena de gente lo estudiaba a él. El tono sándalo de su pelo brillaba bajo las lámparas. Sus labios, invitadores, prometían exóticas delicias, sus ojos refulgían de rabia contra la traición de sus hermanos. Nunca había visto a nadie más deseable en toda su vida.


Pero… ¿y si ella no lo quería allí? Pedro apretó los puños. ¿Y si no lo amaba?


Entonces se convertiría en la clase de hombre que Paula quisiera.