miércoles, 11 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 1

 


Pau no pretendía que su retorno a Clara Falls al cabo de ocho años tuviera lugar protegida por la oscuridad, pero no había podido salir del trabajo tan pronto como hubiera querido y había habido un tráfico horrendo entre Sidney y las montañas Azules. Llegaba tarde, al menos con quince días de retraso. De su garganta se escapó una risa horrible, un sonido que antes nunca había emitido. Trató de contenerla, ya que no era el momento ni el lugar.


No tomó la calle principal de Clara Falls, sino el callejón que llevaba al aparcamiento posterior de las tiendas. Dada la oscuridad reinante y el largo tiempo que llevaba ausente, ¿reconocería la parte trasera de la librería? Lo hizo, inmediatamente. Y sintió una tremenda opresión en el pecho. Tuvo que cerrar los ojos y poner en práctica las técnicas de relajación que Marcos le había enseñado. La opresión no cedió, pero consiguió respirar. Abrió los ojos, aparcó al lado de un elegante Honda y alzó la vista hacia la luz que brillaba en la ventana.


«¡Oh, mamá!», pensó. Pedirle perdón no era suficiente. Decidió no pensar en ello. No era el momento ni el lugar. Miró el Honda. ¿Sería el coche de Ricardo? Ricardo, el abogado de su madre, el mejor amigo de Pedro Alfonso. Ese pensamiento, salido de la nada, hizo que se le tensaran los músculos y que le dieran calambres en las pantorrillas. Aunque no había salido de la nada, porque siempre que pensaba en Clara Falls pensaba en Pedro Alfonso.


Apoyó la cabeza en el volante. El dolor de las pantorrillas no le borró los recuerdos. Pedro Alonso era la causa de que se hubiera marchado de Clara Falls y de que no hubiera regresado. Volvió a mirar la librería y luego el piso superior, donde su madre había pasado los dos últimos años de su vida.


«Lo siento, mamá». El dolor del pecho y las piernas se intensificó. Cerró los ojos y volvió a tratar de relajarse, tensando y relajando cada músculo de su cuerpo. El dolor disminuyó.


No vería a Pedro Alfonso esa noche. Y cuando hubiera firmado los papeles de venta de la librería, no volvería a poner los pies en Clara Falls. Abrió con fuerza la puerta del coche y subió las escaleras. Ricardo le abrió la puerta antes de que llamara.


—¡Pau! —la abrazó—. ¡Qué alegría volver a verte!


—Lo mismo digo —respondió ella. Lo decía sinceramente, igual que él.


—Ojalá fuera en otras circunstancias.


Ricardo, como abogado de su madre, se había puesto en contacto con ella para decirle que Frida se había tomado una sobredosis de somníferos y había muerto. No le había dicho que era culpa suya, no había sido necesario.


«No pienses en ello», se dijo. No era el momento ni el lugar.


—Ojalá —consiguió contestar ella. Y lo dijo de corazón.


Ricardo la condujo a la pequeña cocina desde la que se llegaba al almacén y luego a la librería propiamente dicha. O, al menos, así era antes.


—¿Quieres un café? Gaston está al llegar y, cuando lo haga, podremos firmar los papeles.


—Muy bien —Pau se preguntó por qué Ricardo la había citado allí en vez de en su despacho, y quién sería ese Gaston que quería comprar la librería se su madre.


—¿Quieres echar un vistazo? —le preguntó Ricardo al tiempo que señalaba la puerta del almacén.


—No, gracias.


No quería recordar. La librería había sido su refugio desde que entró por primera vez cuando tenía diez años, pero ya no lo necesitaba. Era una persona adulta que se valía por sí misma. No le había quedado más remedio. Su madre había comprado la librería dos años antes con la esperanza de que ella volviera. No quería ver el local en aquellos momentos ni enfrentarse a todo lo que había perdido a causa de su estúpido orgullo y su miedo. Se sintió invadida por el remordimiento. Quería vender la librería y marcharse. Para eso estaba allí.


Ricardo abrió la boca, pero, antes de que pudiera hablar, llamaron a la puerta y fue a abrir.


—¿Te acuerdas de Gaston Sears? —preguntó a Pau después de que el hombre entrara.


—Claro que sí.


—Pues es el señor Sears quien quiere comprar la librería.


A Paula se le hizo un nudo en el estómago. El señor Sears era el dueño de la panadería que había enfrente. No le había gustado Pau cuando era niña ni, desde luego, su madre. El señor Sears puso unos ojos como platos al verla. Ella casi sonrió al percatarse de su sorpresa. La última vez que la había visto era una joven rebelde de dieciocho años que seguía la moda gótica e iba vestida de negro, maquillada de blanco, con el pelo de punta y una anilla en la nariz.


—¿Cómo está, señor Sears? —le preguntó dando un paso al frente y extendiendo la mano—. Me alegro de volver a verlo.


—Estamos aquí por negocios, no es una reunión social —contestó el señor Sears con una mueca de disgusto y sin estrecharle la mano.


A Paula la invadieron de golpe los recuerdos. El nudo en el estómago se le solidificó. El señor Sears no se había negado a atenderlas a ella y a su madre en la panadería, pero les había dejado muy claro lo que pensaba de ellas con su cortesía glacial, sus muecas de disgusto y el hecho de dejarles el cambio en el mostrador en vez de dárselo en la mano. A pesar de los ruegos de Pau, su madre había seguido comprando allí porque, según ella, tenía el mejor pan del pueblo.


Paula volvió a oír la voz de su madre que le decía que no importaba lo que la gente pensase, que no había que preocuparse por ello. Ella había hecho lo posible por seguir sus consejos, pero sin resultado.


Frida Chaves había sido una mujer libre y maravillosa. Si quería beber algo, lo bebía. Si quería bailar, se levantaba y bailaba. Si deseaba a un hombre, lo tomaba. Ante su comportamiento, las personas más conservadoras del pueblo apretaban los labios en señal de desaprobación, gente como el señor Sears o los padres de Pedro Alfonso.


Paula volvió a la realidad. Estaba en la librería. Miró alrededor. Nada había cambiado. Todo estaba como lo recordaba.


«¡Oh, mamá!».


—Lo siento, señor Sears —tardó unos instantes en darse cuenta de que era su voz la que había roto el silencio—. Me parece que no le voy a vender la librería.


—¿Qué?


—Muy bien.


Paula captó claramente la satisfacción en la voz de Ricardo, pero no la entendió. Se dio cuenta de que le había desaparecido la opresión del pecho y de que llevaba dos semanas sin respirar con tanta facilidad.





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