domingo, 8 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 44

 


Molly se negaba en redondo a moverse de la cabaña. A menos que la sacara a la fuerza, la perrita iba a quedarse allí.


Y Pedro no quería tener que sacarla a la fuerza. En realidad, no quería hacer nada. Como Molly, había perdido hasta el apetito tras la partida de Paula. Y, al final, los dos durmieron en su cabaña.


Aunque ni siquiera era de noche, Pedro abrió el sofá-cama y se quedó mirando al techo, preguntándose si habría llegado a casa.


¿Por qué no le había pedido que lo llamara?


Molly suspiró y él le acarició las orejas, pensativo. Paula se había ido llevándose con ella los colores. Pero a él le gustaría volver a verlos. Le gustaría ver cortinas alegres en las ventanas, alfombras en el suelo, cuadros en las paredes…


Al día siguiente iría a Martin's Gully y compraría todo lo que pudiera. Pediría alfombras a Thelma Gower. Y pasaría por el estudio de Rachel Stanton para ver si tenía acuarelas…


Luego iría a comer con Camilo. Paula lo habría llamado porque Camilo le habría hecho prometer que lo haría.


Pedro siguió mirando al techo. Camilo Whitehall era un hombre muy listo.





sábado, 7 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 43

 


El coche de Martin y Francisco estaba en la entrada de la casa cuando Paula por fin llegó a Geraldine's Gardens. Pero no sintió alegría alguna. La tarde era gris, plomiza, agobiante. Como si estuvieran esperándola, Martin y Francisco salieron a la puerta… y se pararon en seco.


Al mismo tiempo.


Cuando Paula bajaba del coche apareció un camión de mudanzas. Y como ni Martin ni Francisco se movieron del porche, ella tuvo que hablar con el conductor.


—¿Quería algo?


—Soy Ted O'Leary de Mudanzas O'Leary.


—Me parece que hay un error…


—¿Esto no es Geraldine's Gardens?


—Sí.


—Entonces no hay ningún error, señorita. Tenemos instrucciones de Martin Chaves de sacar los muebles.


—¿Y llevarlos dónde? —Paula no podía creer que su voz sonara tan normal cuando estaba ardiendo por dentro.


—A un guardamuebles.


Martin por fin encontró valor para enfrentarse a ella.


—Iba a ser una sorpresa para ti, Paula.


Su falso tono jovial hizo que ella sintiera náuseas.


—Desde luego, ha sido una sorpresa. Pero será mejor que le digas al señor O'Leary que no pierda el tiempo.


Cuando estaba subiendo los escalones del porche, Francisco se puso en su camino.


—No hace falta que te pongas así. Al menos deberías escucharnos…


—Mañana —lo interrumpió ella, con firmeza—. Hablaré con vosotros dos mañana.


Y luego le dio con la puerta en las narices.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 42

 


Pedro tuvo que contener un suspiro cuando vio que el coche de Paula se alejaba. Levantó la mano cuando tomó la última curva, pero ella no le devolvió el saludo, ni tocó el claxon. Nada.


Aunque él no se merecía nada después de cómo la había tratado. Qué imbécil había sido por enfadarse tanto, por no olvidar el asunto hasta que ya era demasiado tarde.


¿Demasiado tarde para qué?


Amigos, le habría gustado gritar. Podrían haber sido amigos.


¿Y para qué quería él amigos?


Paula estaba mejor sin él, se dijo. Y él estaba mejor sin distracciones. Sin alguien que lo tentara con una vida a la que se había prometido no volver.


Cuando soltó el collar de Molly, la perrita salió corriendo por el camino, pero el coche de Paula ya había desaparecido. La pobre se puso a ladrar, volviéndose hacia él como esperando una explicación. Y Pedro entendía muy bien lo que sentía.


—Vamos, Molly —se dio un golpe en la pierna, pero la perra subió al porche y se tumbó frente a la puerta. Y él sintió la horrible tentación de tumbarse a su lado.


«No seas idiota», le dijo una vocecita interior.


Pero no se marchó de allí. Abrió la puerta y miró alrededor. En la cabaña no había nada, ni siquiera un periódico olvidado, sólo el olor de Paula, que había quedado prendido en el aire.


Molly entró corriendo y se subió al sofá como si eso la conectara con ella. Y Pedro no tuvo corazón para sacarla de allí. No, se sentó en la silla y respiró hondo. Sólo eso.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 41

 


En dos horas, Paula estaba lista para volver a Buchanan's Point. Pero antes había ido a Martin's Gully para despedirse de Luciana y de Camilo. Y de Bridget.


Todos le hicieron prometer que volvería a visitarlos y, con el corazón encogido, ella prometió hacerlo. Ahora sólo quedaba meter las maletas en el coche, devolverle a Pedro la llave de la cabaña y decirle adiós a Molly.


No quería hacer ninguna de esas cosas. Quería abrir el sofá-cama y esconderse en él. Pero no lo hizo. Si Julio había visto topógrafos y agentes inmobiliarios en Geraldine's Gardens, el resto de Buchanan's Point los habría visto también. Y ella no quería especulaciones.


Además, la casa era suya, su madre se la había dejado en herencia, de modo que Martin y Francisco no podían venderla. Y no podían obligarla a firmar nada.


Molly se apretó contra su pierna y Paula se puso de rodillas para abrazar a la perrita.


—Al menos tú me echarás de menos —susurró.


Le habría gustado quedarse un rato más, pero no podía esperar si quería llegar a casa antes de que se hiciera de noche. De modo que se incorporó y, arrastrando los pies, salió de la cabaña…


Pedro estaba en el porche, esperándola. ¿Desde cuándo estaba allí?


—Hola.


—He pensado que necesitarías ayuda con las maletas.


Genial. ¿Iba a escoltarla fuera de su propiedad para asegurarse de que se iba?


—Gracias.


Le gustaría poder parar el tiempo para recordarlo así. No sólo a Pedro, sino Eagle's Reach. Y a su fiel Molly, que lloraba intuyendo que aquello era una despedida.


—No sabes cómo voy a echarte de menos —murmuró, intentando contener las lágrimas.


Los ojos de Pedro se habían oscurecido hasta adquirir un tono azul marino. Pero no dijo nada.


—Tus llaves.


—Gracias.


Paula contuvo el aliento, esperando que la tomase entre sus brazos.


—Prométeme que pararás en el camino para comer algo. Aún no estás recuperada del todo.


—¿Ordenes del médico?


—Sí.


Aún había tiempo para que la tomase en sus brazos. Pero no lo hizo. Y Molly empezó a llorar, pegándose a la pierna de Pedro, que la sujetó por el collar.


—Esto es horrible… —musitó Paula, entrando en el coche.


Aún había tiempo para un beso. Aunque sólo fuera un beso breve con la puerta del coche entre ellos.


—Yo cuidaré de ella —dijo Pedro.


Claro que lo haría.


—Siento que hayamos discutido, de verdad.


Él se inclinó para acariciar suavemente su cara y luego cerró la puerta.


—Conduce con cuidado, Paula.


Ella tragó saliva mientras asentía con la cabeza. Luego arrancó el coche y desapareció por el camino sin mirar atrás.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 40

 


Paula no vio a Pedro durante el resto del día. Ni al día siguiente. Ni el día después. Molly y ella iban a dar paseos por el río y se sentaban a la orilla para tomar el sol, pero el sol nunca parecía penetrar el frío de su corazón.


Volvía a tiempo para charlar un rato con Camilo o para hacer crucigramas. Sola.


Comía con Luciana y, en cuanto Luciana se marchaba, se metía en la cama y se tapaba la cabeza con las mantas.


¿Eso era lo que iba a hacer durante el resto de su vida… echar de menos a Pedro Alfonso?


Intentó hacerse la fuerte y, durante el día, podía hacerlo. Pero, por las noches… por las noches era imposible.


Ya no se fijaba en el cambio de color de los árboles, ni en el brillo de plata del río. Cada día amanecía totalmente gris para ella, por mucho que brillara el sol.


El jueves, cuando volvió de su paseo con Molly, encontró una nota en su puerta. Y al reconocer la letra de Pedro, le dio un vuelco el corazón.


Ha llamado Julio Pengilly. Quiere que le devuelvas la llamada lo antes posible.


Nada más. Ni querida Paula, ni saludos. Absolutamente nada.


Con la nota en la mano, se dirigió a su casa y llamó a la puerta.


—Hola —intentó sonreír.


Él no le devolvió la sonrisa.


—He leído tu nota. ¿Puedo usar el teléfono?


Pedro, sin decir una palabra, se apartó para dejarla pasar.


—¿Estás bien? ¿Te encuentras mal o algo así? —preguntó ella.


—No. ¿Por qué?


Porque no decía una palabra, por eso.


—No te he visto estos días y se me ha ocurrido pensar que a lo mejor te había pegado el virus.


—No.


—Me alegro —Paula carraspeó—. No sé por qué me habrá llamado Julio aquí.


—¿Quién es?


—Un vecino. Bueno, el hijo de mi vecina. La vecina de la que te hablé, ¿te acuerdas?


—Sí, me acuerdo. Tuviste que llamarla… cuando conseguí que bajaras del tendedero.


—Espero que su madre esté bien. Y que no le haya pasado nada a mi casa…


Si hubiera alguna emergencia, Martin y Francisco la habrían llamado. A menos que la emergencia fuera sobre Martin y Francisco.


Paula marcó el teléfono a toda velocidad.


—¿Julio? Soy Paula Chaves. Por favor, dime que todo el mundo está bien…


—Sí, claro que sí. Lamento haberte asustado, Paula.


—¿Tu madre se está recuperando?


—Sí, está bien. Mira, Paula, no sabía si llamarte o no, pero…


—Dime.


—Martin y Francisco han enviado un equipo de topógrafos a tu casa.


Paula parpadeó. ¿Topógrafos? ¿Para qué? A lo mejor había algún problema con el suelo o… se le quedó la mente en blanco.


—Y también han venido con un agente inmobiliario. No sé por qué, pero esto no me gusta nada —siguió Julio—. Creo que deberías volver a casa.


—Me iré esta misma tarde —dijo Paula.


—Bien.


—Gracias por llamar.


—De nada. Tú te portas de maravilla con mi madre. Si puedo hacer algo por ti…


—Gracias, pero seguro que no hay nada de qué preocuparse.


Martin y Francisco eran sus hermanos. Tenía que haber una explicación.


Pero…


«No puedes confiar en ellos», le había dicho Pedro.


—¿Algún problema?


Ella se volvió. Después de lo que había dicho sobre sus hermanos no pensaba contárselo.


—Nada que no pueda solucionar, aunque me temo que voy a tener que acortar mis vacaciones.


—Ya lo he oído.


—En fin, sólo serán tres días.


Quería que Pedro dijera algo, cualquier cosa. Pero no lo hizo. Todo lo contrario, después de encogerse de hombros se dio la vuelta. Como si no le importase nada.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 39

 


—¿Por qué no me dejas invertir en el hotel?


Era lunes por la tarde y Camilo acababa de marcharse. Desde el día anterior, Pedro y ella habían ido de puntillas el uno con el otro. Habían sido muy amables, muy cautos.


Paula no sabía cómo iba a soportar una semana si las cosas seguían así.


—Porque no.


—Eso no es una respuesta.


—Agradezco mucho la oferta, Pedro, pero no pienso dejar que arriesgues tu dinero sin saber si voy a poder sacar el proyecto adelante.


—Lo harás, estoy seguro.


Su sonrisa la deshizo. Claro que podían ser agradables el uno con el otro. Eran adultos, ¿no?


—Si invierto en tu proyecto, sé que obtendré beneficios.


—¿Para qué quieres más dinero? Aquí no tienes ningún sitio donde gastarlo. Además, segura que querrías dar tu opinión sobre todo…


—No, tú tomarías las decisiones.


Lo decía en serio. Y a Paula se le hizo un nudo en la garganta.


—No quiero caridad.


—¿De dónde sacarías el dinero para la decoración y todo lo demás?


—De Martin y Francisco. Ésta es la clase de proyecto que podría unirnos un poco.


Eran su familia, la ayudarían. Paul cruzaba los dedos para que fuera así, porque tenía la impresión de que iba a necesitar su apoyo cuando volviera a casa. En muchos sentidos.


—¡Martin y Francisco! —exclamó Pedro.


Paula se quedó atónita.


—¿Estás enfadado?


Lo estaba. Muy enfadado. Pero ella no lo entendía.


—No…


—Son mi familia. Ellos son los que deberían ayudarme.


Era el plan perfecto. Salvo que entonces Pedro desaparecería de su vida. Aunque tampoco estaría en su vida si invirtiera dinero en el hotel, no como a ella le gustaría, desde luego.


—¿De verdad crees que tus hermanos van a ayudarte?


—¿Por qué no iban a hacerlo?


—Te enviaron aquí, ¿no?


—Y eso demuestra que son cariñosos…


—No, Paula. Sólo demuestra lo poco que te conocen.


Ella odiaba la verdad que había en esas palabras. Pero sus hermanos se habían molestado en pagarle unas vacaciones…


—Unas vacaciones en el infierno —dijo Pedro, como si le hubiera leído el pensamiento.


Sí, lo habían sido. En pasado. Pero ahora le gustaba estar allí, le gustaba charlar con Luciana y Camilo. Le gustaba Eagle's Reach.


—Al final, todo ha salido bien.


—¡Te has puesto enferma!


—Eso podría haberme pasado en cualquier parte.


Pedro se pasó una mano por el pelo.


—No deberías confiar en ellos.


Paula lo miró, atónita. No podía creer que hubiera dicho eso, no podía creer que quisiera matar todas sus esperanzas.


—Pero si no conoces nada a mis hermanos… Has hablado con Martín por teléfono sólo durante dos minutos y… —de repente, una oscura sospecha empezó a tomar forma—. A menos que no me lo hayas contado todo. ¿Pedro, hay algo que yo debería saber?


¿Qué podría haber dicho Martin para que Pedro reaccionase de esa manera?


—No.


—Entonces… crees que se aprovecharán de mí porque no sé cuidar de mí misma. Crees que me dejaré manipular. No crees que sea una persona con carácter.


—No pienso hablar de eso —dijo Pedro.


Paula tragó saliva, deseando no haberse visto a través de sus ojos. ¿Que no tenía carácter? Pues iba a demostrarle que lo tenía.


—¿Y quién crees que eres para darme una charla cuando eres tú el que se ha enterrado aquí en vida como un niño asustado? Me da igual que te creas responsable por la muerte de tu familia. No lo eres.


—No sigas…


Pedro no terminó la frase.


—No fuiste tú el que prendió la cerilla. Estás haciendo penitencia por un crimen que no has cometido.


—¡Yo tenía que haberlas salvado de mi padre!


Pero, aunque sus ojos brillaban de furia, Paula podía ver la desolación que había en ellos.


—Debería haber imaginado que haría algo así —añadió Pedro con desesperación.


Ella quería llorar. Y quería poner la cabeza de Pedro sobre su hombro y abrazarlo. Ninguna de las dos cosas resolvería nada, claro, de modo que se tragó sus impulsos.


—¿Por qué? ¿Por qué ibas tú a leer sus pensamientos cuando los demás no podemos hacerlo? ¿Por qué tenías que saber lo que haría cuando ni tu madre ni tu hermana lo sospecharon?


Pedro parpadeó.


—Sé que las habrías salvado de haber tenido la oportunidad. Sé que te cambiarías por ellas si pudieras. Pero no puedes, Pedro. Te culpas a ti mismo y te escondes aquí porque eso es más fácil que arriesgarse a vivir otra vez. Así que, hasta que estés preparado para reunirte con los vivos, Pedro Alfonso, no me des charlas sobre el carácter.


Y después de decir eso tuvo que sentarse.


—Puedes hacer lo que te dé la gana, pero no me digas cómo tengo que vivir mi vida —replicó él, apretando los dientes.


—Ése es un derecho que te reservas para ti mismo, ¿no? ¿Confía en mí pero no confíes en tus hermanos?


Paula vio cómo, poco a poco, se convertía en el extraño del primer día. Y no podía decirle que lo amaba. Pedro no querría oír eso.


—Aceptaré una inversión en mi proyecto si vuelves a ejercer la Medicina.


—No.


Su última esperanza había muerto. No lo había ayudado en absoluto, quizá todo lo contrario. Había despertado dolorosos recuerdos que él quería olvidar.


Pero antes de que pudiera pedir disculpas, Pedro se dio la vuelta y salió de la cabaña.


Molly dejó escapar un gemido desde detrás del sofá, donde se había escondido al oír los gritos.


—He metido la pata, Molly. No sólo no me querrá nunca, seguramente no volverá a dirigirme la palabra.


Ése sería el final de sus vacaciones en Eagle's Reach. Había tantas posibilidades de que Pedro volviera a besarla como de que le salieran alas



viernes, 6 de noviembre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 38

 

Pedro no sabía cómo lo había conseguido, pero allí estaba, en la cocina, haciendo una tarta. Intentaba convencerse a sí mismo de que sólo se había quedado con ella para que no trabajase demasiado, pero era mentira.


Se quedaba porque no podía alejarse de Paula. Disfrutaba cuando ella lo regañaba por su ineptitud en la cocina, se reía con sus bromas, le gustaba ver que el color había vuelto a sus mejillas…


Paula metió la tarta en el horno y luego tomó un poquito de chocolate que había quedado en el bol y se lo llevó a los labios. También le gustó eso.


—Venga, pruébalo. Seguro que Belen y tú os peleabais por lamer la cuchara cuando vuestra madre hacía algo rico.


Pedro dio un paso atrás, esperando sentir la amargura de siempre al pensar en su familia. Pero no fue así.


—Mi madre no solía hacer tartas. Pero hacía unas sopas riquísimas.


No había pensado en eso en mucho tiempo.


—¡Sopa! —Paula lo miró, indignada—. ¡Tu madre hacía unas sopas riquísimas y tú tienes la poca vergüenza de darme sopa de bote!


—Si quieres que te sea sincero, pensé que no te darías cuenta.


—Si quieres que te sea sincera, la verdad es que no. Estaba demasiado enferma.


Pedro deseaba besarla otra vez, de modo que se apartó un poco. Paula había convertido la cabaña en un sitio agradable, lleno de color. Seguramente fuera la cabaña más alegre de esas montañas. Él nunca había estado en casa de Smiley McDonald, pero estaba seguro de que la señora McDonald no tenía el mismo talento para la decoración. Paula tenía la habilidad de crear un hogar de la nada.


Quizá debiera dedicarse a la decoración. Pedro se preguntó si una persona necesitaría un título para hacer eso o…


—¿Cuántos dormitorios has dicho que había en tu casa?


—Ocho —contestó ella.


—¿Y cuántas habitaciones más?


Ella lo miró por encima del hombro.


—Hay dos salones, el cuarto de estar, un office, el comedor y la biblioteca. Ah, y el salón de baile.


Pedro abrió los ojos como platos.


—¿Por qué no conviertes tu casa en un pequeño hotel?


Ella dejó el plato que estaba fregando y se volvió. Con la boca abierta. Y Pedro se encontró a sí mismo deseando besarla.


Otra vez.


Paula, incapaz de contener su emoción, corrió a su lado.


—¿Tú crees que podría hacerlo?


—Por supuesto. Mira lo que has hecho con este sitio.


Paula no podía dejar de sonreír. Pedro, además de guapo, era bueno, amable y generoso. Por mucho que intentara ocultarlo, de una forma u otra eso siempre salía a la superficie.


Ahora entendía lo que Camilo había querido decir. A Pedro no le gustaba aquella soledad. Y enterrarse allí era un crimen.


Pero no era asunto suyo, le dijo una vocecita interior.


Bah. ¿Qué importaba eso? Ella metería la nariz en sus cosas si así podía hacerle algún bien. Pero Pedro no la escucharía. Se volvería un extraño y se alegraría de verla marchar.


—Si has podido hacer esto aquí, donde no había nada, ¿qué no podrías hacer en tu casa?


Podría hacer muchas cosas, desde luego. Podría decorar cada habitación de una manera diferente, con estilos distintos. Incluso podría organizar tours de los viñedos cercanos para los turistas.


—Y podrías vender productos locales.


Oh, sí. Susana hacía unas frutas en conserva para chuparse los dedos y había mucha gente en Buchanan's Point que hacía pepinillos y mermeladas.


—Además, se te da bien la gente. Serías una anfitriona perfecta.


Paula se dejó caer sobre una silla.


—Hay cien pueblos en la costa idénticos a Buchanan's Point. Por no hablar de las ciudades grandes, que ofrecen restauración y todo lo demás. ¿Cómo voy a competir con ellos? ¿Qué puedo ofrecerles además de una casa enorme?


—Tenemos que pensar algo —Pedro tamborileó en la mesa con los dedos—. ¿Por qué no ofreces habitaciones para personas mayores? Incluso personas que no puedan valerse por sí mismas y vayan con un acompañante. En este país el porcentaje de jubilados es enorme. Ahí hay mercado, Paula.


Ella lo miró, atónita.


—Podrías tener razón.


—¿Tienes algo de dinero ahorrado?


—Algo. ¿Por qué?


—Porque necesitarás dinero para hacer las reformas y todo lo demás.


Paula se preguntó si el banco le concedería un préstamo…


—Deja que yo invierta en ese proyecto —dijo Pedro entonces.


—¿Qué?


—No te preocupes, no estoy siendo completamente altruista. Tengo dinero ahorrado y me da la impresión de que esa inversión podría ser rentable.


¿De verdad tenía tanta fe en ella? Paula habría querido decir que sí inmediatamente, pero decidió pensarlo un momento.


—No —dijo por fin.


—¿Por qué no?


Porque él había dejado claro que no estaba interesado en ningún tipo de relación personal. Si invertía en su proyecto, tendría que mantener contacto con él… y no podría evitar hacerse ilusiones.


Que no llegarían a ningún sitio.


Paula lo miró entonces y sintió una pena que no podría describir. No llegaría a ningún sitio y, sin embargo, en algún momento durante esas semanas se había enamorado de Pedro Alfonso.


¿Cuándo? ¿Cuando cuidaba de ella? O antes, cuando la rescató del varano. O quizá la primera vez que habían jugado al ajedrez. O en el mercadillo de Martin's Gully o en el río…


«¡Bueno, basta ya!».


Pedro no la querría nunca. Ella tenía miedo de los perros, de los varanos, de las garrapatas y hasta de las arañas. Incluso a veces de Bridget Anderson. Él nunca querría a una mujer así.


Y aunque el destino quisiera que se enamorase, ella no podría vivir allí, en aquella soledad.


Y él no se marcharía nunca de Eagle's Reach.


Estaban en tablas.


Pedro se inclinó y le levantó la barbilla con un dedo.


—Estás muy pálida, tienes que descansar. Hablaremos de esto después.


Paula quería reír, no porque lo encontrase divertido, sino porque se le estaba rompiendo el corazón y la preocupación de Pedro sobre su palidez le parecía de repente trivial.


Sin embargo, no protestó. Se tumbó sobre el sofá-cama y hundió la cara en la almohada.


Los minutos le parecieron horas mientras lo oía lavar los platos y sacar la tarta del horno cuando sonó el temporizador. Lo sentía a su lado, pero no quería darse la vuelta, se negaba a apartar la cara de la almohada.


Sólo cuando lo oyó salir de la cabaña dejó rodar las lágrimas por su rostro.