Pedro tuvo que contener un suspiro cuando vio que el coche de Paula se alejaba. Levantó la mano cuando tomó la última curva, pero ella no le devolvió el saludo, ni tocó el claxon. Nada.
Aunque él no se merecía nada después de cómo la había tratado. Qué imbécil había sido por enfadarse tanto, por no olvidar el asunto hasta que ya era demasiado tarde.
¿Demasiado tarde para qué?
Amigos, le habría gustado gritar. Podrían haber sido amigos.
¿Y para qué quería él amigos?
Paula estaba mejor sin él, se dijo. Y él estaba mejor sin distracciones. Sin alguien que lo tentara con una vida a la que se había prometido no volver.
Cuando soltó el collar de Molly, la perrita salió corriendo por el camino, pero el coche de Paula ya había desaparecido. La pobre se puso a ladrar, volviéndose hacia él como esperando una explicación. Y Pedro entendía muy bien lo que sentía.
—Vamos, Molly —se dio un golpe en la pierna, pero la perra subió al porche y se tumbó frente a la puerta. Y él sintió la horrible tentación de tumbarse a su lado.
«No seas idiota», le dijo una vocecita interior.
Pero no se marchó de allí. Abrió la puerta y miró alrededor. En la cabaña no había nada, ni siquiera un periódico olvidado, sólo el olor de Paula, que había quedado prendido en el aire.
Molly entró corriendo y se subió al sofá como si eso la conectara con ella. Y Pedro no tuvo corazón para sacarla de allí. No, se sentó en la silla y respiró hondo. Sólo eso.
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