viernes, 30 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 13

 


Pedro giró los hombros, intentando relajarlos. Había pasado la mayor parte del día arreglando una cerca rota y se moría de ganas de tomar un té.


Y el resto de la tarta de chocolate que Paula había hecho el día anterior.


No recordaba cuándo fue la última vez que comió algo tan rico. Se le hacía la boca agua sólo de pensarlo. Pero cuando alargó la mano para abrir la verja, se quedó helado.


—¿Pedro?


Paula.


Estaba en el porche de su casa, llamando a la puerta. Con un plato de algo que parecían sospechosamente galletas caseras.


A la luz del sol, su pelo brillaba con todos los tonos de una pieza barnizada de sándalo. No podía creer que el primer día le hubiera parecido poca cosa…


Pero no, aquello no podía pasar. Él no tomaba galletas con la vecina.


«Y tampoco das clases de ajedrez», le dijo una vocecita interior.


Sí, bueno, en cuanto encontrase la manera de escapar de las clases, lo haría.


—¿Pedro?


Paula se volvió entonces y, antes de que lo viera, Pedro se escondió entre los arbustos.


Los hombres adultos no se escondían detrás de los arbustos, pensó. ¿Qué había de malo en tomar una taza de té con ella? La del día anterior no lo había matado.


Pero sí, él sabía perfectamente lo que había de malo. Reconocía la soledad en sus ojos. Si tomaban otro té, se convertiría en una costumbre. Una cosa diaria. Paula empezaría a depender de él y… Pedro se miró las manos. No, no iba a dejar que eso pasara.


Había visto algo en ella el día anterior. Y sabía exactamente dónde llevaría ese algo porque, sin quererlo, había sentido una punzada de deseo. Y sería un idiota si se arriesgaba.


Si volvía a tomar el té con Paula Chaves, tarde o temprano acabarían en la cama.


Ese pensamiento lo hizo sentirse incómodo. Sobre todo, en la entrepierna.


Pero él sabía que las mujeres como Paula Chaves no tenían aventuras.


Y los hombres como él no ofrecían otra cosa.


De modo que se apartó de la verja y volvió por donde había llegado, con una mezcla de deseo y culpabilidad. Se decía a sí mismo que era lo mejor para los dos. Pero, por alguna razón, era incapaz de convencerse.


Entonces se enfadó, y el enfado dio alas a sus pies. Maldita fuera por invadir su espacio. Maldita fuera por invadir su refugio.




jueves, 29 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 12

 


Paula habría querido salir corriendo al ver su cara de ogro. Pero entonces recordó que el único sitio al que podía ir era a su cabaña. Su aburrida y triste cabaña. De modo que entró tras él.


Pero arrugó la nariz mientras miraba alrededor. Desde luego, era la casa de un hombre soltero; ni una nota de color, ningún objeto de decoración, prácticamente ningún confort. Una mujer no soportaría aquello.


Pero tenía la impresión de que a Pedro Alfonso le importaría un bledo lo que dijera una mujer sobre la decoración.


Una mesa grande de madera dominaba la cocina. Eso era lo único que había visto el día anterior, cuando entró para llamar por teléfono. Se preguntó entonces si habría un comedor, pero luego pensó que no. No había sitio suficiente.


Parecía una antigua cabaña de mineros. La siguiente habitación sería un cuarto de estar, luego habría un dormitorio y un cuarto de baño. Y nada más.


Pero ella no quería que le enseñase el dormitorio. No podía imaginar a Pedro Alfonso borrando esa expresión antipática de su cara para besar a una mujer y mucho menos para…


«¿Estás segura?», le preguntó una vocecita interior.


Decidida a no seguir pensando en eso, se dio la vuelta… y se encontró con la espalda de Pedro, y con el trasero de Pedro, mientras sacaba dos tazas del armario.


Pero ella no quería admirar su trasero. De hecho, seguramente no sería buena idea admirar el trasero de ningún hombre hasta que decidiera qué iba a hacer durante el resto de su vida.


¿El resto de su vida? ¿Qué iba a hacer durante los próximos diez minutos?


¡Agggg! Paula miró alrededor buscando una distracción y vio un tablero de ajedrez. Un precioso tablero de ajedrez hecho a mano.


—¡Pero bueno…!


—¿Qué? —preguntó Pedro, mirando alrededor como esperando ver un lagarto o una araña.


—¿Tú has hecho eso?


—Sí.


—Es precioso —Paula intentaba conciliar al creador de aquella obra de arte con el hombre que tenía delante—. Es la cosa más bonita que he visto nunca.


—Entonces tienes que salir más.


Cada una de las piezas estaba tallada en forma de árbol. La habilidad y la artesanía del trabajo eran increíbles. Los reyes estaban hechos de roble, las reinas de madera de sauce y los caballos de álamo. Y ella pensando en hacer alguna manualidad…


Paula tomó un peón, una banksia en miniatura, maravillándose de la atención por el detalle. Hasta podía ver las flores cilíndricas en las delicadas ramas. ¿Cómo había podido hacer eso?


—¿Juegas al ajedrez?


Ella dio un paso atrás, sorprendida por su proximidad.


—Pues… no —Paula dejó la pieza en el tablero—. Mi padre estaba enseñándome a jugar antes de ponerse enfermo.


El resto de Pedro Alfonso podía parecer duro como una piedra, pero sus ojos podían pasar de una tormenta de invierno a una brisa primaveral. Y el corazón de Paula empezó a palpitar como loco.


—Siento lo de tu padre, Paula.


—Gracias.


La había llamado Paula.


—Siento que no tuviera tiempo de enseñarte a jugar al ajedrez.


—Yo también.


—Yo te enseñaré, si quieres.


Paula se preguntó si parecería tan sorprendida por la oferta como él. Pero no tenía intención de ponérselo fácil.


—¡Me encantaría!


Pedro dio un paso atrás. Y, en un pestañeo, sus ojos volvieron a ser los del hombre duro como una piedra.


—¿Cuándo? ¿Ahora mismo? —sonrió ella, esperanzada.


—No, el lunes por la tarde. A esta misma hora.


Aquel día era martes. Faltaba una semana entera para el lunes. Lo había hecho a propósito para fastidiarla, estaba segura. Pero se obligó a sí misma a sonreír porque no quería que se retractase.


—Estupendo.


Se preguntaba si podría convencerlo para que le diera clases dos tardes a la semana. Pero, al ver su expresión, decidió dejar la pregunta para otro momento.


—¿Por qué no tomamos el té en el porche?


—Muy bien.


Paula cortó la tarta mientras él servía el té. Pedro no intentó entablar conversación y, curiosamente, no le importó. Lo observaba, en cambio, mientras devoraba su trozo de tarta con un apetito que despertó algo en su interior.


Algo cálido.


Pero tuvo que apartar la mirada cuando empezó a chuparse los dedos. Unos dedos largos, muy masculinos.


Paula carraspeó.


—¿Creciste por aquí?


—No.


Pedro se echó hacia atrás en la silla, con expresión sombría. Paula se sintió decepcionada. No quería contarle nada de su vida, pero al menos sabía que su fortaleza no se debía al paisaje de Eagle's Reach. De modo que aún había esperanza para ella.


—Puedo hacer una tarta mucho mejor en casa. Aquí sólo tenía la mezcla…


—Está muy buena.


Sus maneras estaban mejorando, pero esa expresión desconfiada no desaparecía de sus ojos. ¿Por qué desconfiaba de ella? Eso la hacía sentirse mal y no sabía qué decir.


—Es una pena que no tuviese guindas para ponerlas encima. Pero luego he pensado que a ti no te gustarían las guindas. La tarta de chocolate a lo mejor, pero las guindas…


Pedro la miró. Y entonces, de repente, echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Una carcajada que lo cambió por completo y dejó a Paula sin aliento.


Una cosa quedó totalmente clara entonces: podía imaginar a Pedro Alfonso besando a una mujer. Lo veía prácticamente en tecnicolor.


Pero que lo viera no significaba que quisiera experimentarlo.


No, no.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 11

 

Pedro se frotaba las manos mientras esperaba que se calentase el agua para el té. Con las tareas hechas, podía sentarse en el sofá y disfrutar del atardecer, su momento favorito del día.


No tenía muchas cabezas de ganado, pero entre eso y las cabañas se mantenía ocupado todo el día.


Pero por las noches…


Las noches eran un asco.


Entonces sonó un golpecito en la puerta. ¿Paula?


Tenía que ser ella. ¿Quién si no? Nadie pasaba por allí, que era lo que le gustaba. Él no era un hombre sociable y esperaba haberlo dejado claro aquella mañana.


A lo mejor había ido a decirle que se iba. Y le daba igual. No le importaba lo más mínimo.


—¿Pedro? —oyó su voz en el porche.


Mascullando una palabrota, Pedro fue a abrir la puerta. Pero se quedó helado al verla con una tarta de chocolate en las manos y un brillo de esperanza en los ojos.


Maldición.


—Hola —sonrió Paula.


Él gruñó como respuesta. Parecía recién duchada y su pelo mojado brillaba con la última luz del atardecer. Y le pareció ver más tonos de castaño de los que era posible en un ser humano. Había de todo, desde el color miel hasta el castaño rojizo.


Olía a fruta. Pero no a manzana sino a algo más exótico. Algo como piña o… ¿pepino? Olía a una noche de verano en la playa.


No recordaba la última vez que él había estado en la playa. O cuándo había querido ir a la playa. Y tampoco recordaba la última vez que había comido una tarta de chocolate.


—Esto es para ti.


Pedro no tuvo más remedio que aceptar el plato.


—¿Por qué? —preguntó. No confiaba en lo que sentía cuando la miraba y tampoco confiaba en ella.


—Pues…


—¿Quieres volver a usar el teléfono?


Típicamente femenino. No podía vivir sin…


—No, es para darte las gracias por la botella de vino.


Sabía que iba a acabar lamentando haberle dado esa botella, pensó Pedro, observándola. Tenía la barbilla puntiaguda como un duendecillo. Le habría gustado alargar la mano y tocarla…


¡Pero no pensaba hacerlo! De modo que le devolvió la tarta.


—No la quiero.


Ella dio un paso atrás y luego, curiosamente, soltó una risita.


—Ésa es una respuesta equivocada. Se supone que debes dar las gracias.


Pedro se sintió avergonzado. Había un mundo de diferencia entre ser insociable y ser grosero.


—Sí, tienes razón. Lo siento —se disculpó—. Y llámame Pedro—dijo luego, sabiendo que también iba a lamentar la siguiente frase—. Acabo de hacer té. ¿Quieres?


Los puntitos dorados de los ojos de Paula Chaves se iluminaron.


—Sí, por favor.




CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 10

 


Paula estaba de vuelta en su cabaña a las diez. Bueno, ahora sólo tenía diez horas más por delante.


Ojalá hubiera aprendido a coser o a pintar. O a hacer punto.


Un proyecto, eso era lo que necesitaba. Iría a una tienda de manualidades en Gloucester. Al día siguiente.


¿Y si iba aquel mismo día…?


Paula recordó el gesto desdeñoso de Pedro. ¡No! Se quedaría allí todo el día. Aguantaría como fuera.


Libros. Compraría un par de libros. Y una radio. Al día siguiente.


Suspirando, volvió a colocar en la cocina la comida que había llevado. Tardó diez minutos. Luego hizo una lista de la compra. Para el día siguiente. Tardó otros diez minutos, pero sólo porque se lo pensó mucho. Después miró alrededor, preguntándose qué podría hacer.


—¡Por favor! —exclamó, impaciente. Tras tomar papel y bolígrafo, se dejó caer sobre el sofá. Si se ponía a pensar qué podía hacer con el resto de su vida en lugar de esperar, seguramente podría vivir esa vida y dejar atrás aquel sitio horrible. Martin y Francisco le perdonarían que hubiese acortado sus vacaciones si se le ocurría un buen plan.


Al principio de la página escribió: ¿Qué quiero hacer con mi vida?


Se le quedó la mente en blanco, de modo que añadió un signo de exclamación. Y un paréntesis.


Nada, no se le ocurría nada. Pero intentó no asustarse. Estaba mirando aquello desde una perspectiva equivocada. Capacidades, tenía que anotar para qué cosas estaba capacitada.


Tenía un certificado como auxiliar de enfermería; sabía bañar enfermos; era capaz de medir y controlar la medicación; podía convencer a un paciente difícil para que comiese.


No. No. No.


Paula tiró el bolígrafo sobre la mesa. No quería volver a hacer ninguna de esas cosas. Tenía que haber algo nuevo, algo más emocionante. Debía de tener algún talento que la empujase hacia su nueva vocación. Como sus hermanos, por ejemplo. Francisco tenía cabeza para los números y por eso era contable. Martin tenía habilidades espaciales y por eso era arquitecto. ¿Y ella…?


Nada.


Paula dejó caer los hombros. No se le ocurría nada para lo que tuviese talento. Salvo para cuidar de gente enferma, gente moribunda. El miedo se agarró a su garganta. No podía hacer eso. Ya no. Había querido mucho a su padre y no lamentaba ni un solo día de los que había pasado cuidando de él, pero…


No podía cuidar de otro paciente con demencia senil. No podía ver morir a otra persona.


Angustiada, se levantó del sofá y empezó a pasearse por la habitación. La grisura de la cabaña la ahogaba por completo. El único color eran las etiquetas de los alimentos que había llevado. Entonces vio un paquete de mezcla para hacer tartas…


¿Qué? ¿Pensaba organizar una fiesta? Quizá no, pero podría hacer una tarta de chocolate… ¿para quién? Paula se mordió los labios. Pedro.


Como agradecimiento por la botella de vino. A lo mejor la invitaba a quedarse y compartirla con él. Además, quería conocerlo un poco mejor, saber cómo podía soportar la soledad de aquel sitio.


Paula dejó a un lado la lista y tomó un bol de la cocina.





miércoles, 28 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 9

 


Pedro se detuvo cuando un alarido que asustó hasta a los pájaros atravesó el bosque. Cuando miró su reloj sacudió la cabeza. Quince minutos. Había aguantado quince minutos. No la había seguido a propósito, claro. No era así. Sólo se había fijado en qué camino tomaba.


No estaba vigilándola ni nada parecido. Él tenía cosas que hacer.


«Sí, pero no hasta la tarde», le dijo una vocecita interior.


A la que él no hizo caso.


Seguramente se habría tropezado con una telaraña o algo así. Pero entonces Molly empezó a aullar y, murmurando una palabrota, Pedro se puso en marcha.


Casi soltó una carcajada cuando llegó a su lado. Paula estaba sobre la rama de un árbol y un varano, una mezcla entre lagarto e iguana típico de la zona, estaba agarrado al tronco del mismo árbol, impidiéndole escapar. Molly, sentada debajo, aullaba como una loca.


—Espero que esté disfrutando del paseo, señorita Chaves.


La rama crujió y él se preparó para sujetarla si fuera necesario.


—¿A usted qué le parece?


—Creo que le gusta asustar a la fauna de esta región.


—¿Asustar? ¿Yo? —Paula señaló acusadoramente al varano y luego volvió a agarrarse a la rama—. Quítelo de ahí.


—No, yo no pienso tocarlo.


—¿A usted también le da miedo?


—Digamos que trato a la fauna nativa con gran respeto.


—Ah, genial. Y de toda la fauna de Eagle's Reach yo he tenido que encontrarme con un dinosaurio en lugar de un koala, ¿no? ¿Hay algún cazador de fauna nativa por aquí?


—No hacen falta.


—¿Y cómo voy a bajar?


Pedro se dio cuenta de que estaba asustada. Y tenía la impresión de que no había dejado de estarlo desde que se había subido a su tendedero el día anterior.


—Salte, yo la agarraré.


—No puedo, me romperé una pierna.


La rama no era tan alta. De hecho, si se agarraba con las dos manos, estaría a un metro del suelo. Pero debía de parecer muy diferente desde su perspectiva.


Ojalá no fuera tan graciosa, pensó Pedro.


Esa idea apareció y desapareció de su cabeza en el tiempo que se tardaba en pestañear.


—Deja de hacer ruido, Molly —gruñó, irritado. La perra había seguido aullando todo el tiempo. Como a la mayoría de las féminas, le gustaba el sonido de su propia voz, pensó.


Paula señaló al varano.


—¿Eso también va a saltar? ¿O a correr detrás de mí?


—No. Éste es su árbol. Aquí es donde se siente seguro.


—¿Y de todos los árboles del bosque yo he tenido que elegir éste precisamente?


—Sí.


—Qué alegría.


Suspirando, Paula se sentó sobre la rama y Pedro la agarró por los muslos.


—No hace falta…


El resto de la frase se perdió cuando se le resbalaron las manos y cayó en sus brazos. Pedro tampoco pudo decir nada porque tenía la cara enterrada entre sus pechos. Los dos respiraban agitadamente hasta que, por fin, sus pies tocaron el suelo.


—Gracias —murmuró Paula, pasándose una mano por el pelo—. Seguramente no hacía falta que me rescatase, pero gracias de todas formas.


—¿Esto se va a convertir en una costumbre?


Esperaba que no. No podría soportarlo. Incluso ahora tenía que luchar contra el deseo de volver a abrazarla. Y eso no le hacía ninguna falta.


—No entra en mis planes, no.


Pedro la quería fuera de su montaña. Ya.


—¿No demuestra esto que Eagle's Reach no es sitio para ti?


—¿Porque me dan miedo los varanos?


—¡Porque te da miedo todo!


—Molly no me da miedo. Ya no. Es que no sabía qué hacer cuando esa cosa empezó a correr detrás de mí.


—Esa cosa es un varano. Y si te vuelve a pasar algo así, corre hacia el lado contrario.


—Muy bien, intentaré recordarlo.


Pedro no quería que recordase nada. Quería que se fuera.


—No sabes cómo protegerte a ti misma.


—Bueno, aún no estoy muerta, ¿no?


—¿Y qué harías si un hombre se lanzara sobre ti? —preguntó Pedro entonces, dándole un empujoncito.


Un segundo después, él estaba en el suelo mirando las hojas de los árboles. Y no tenía ni idea de cómo había llegado allí.


—¿Eso contesta a tu pregunta?


¿Ella lo había empujado?


Sí, se había ganado esa sonrisita de satisfacción. Pero, por alguna razón, a Pedro le entraron ganas de reír.


No, de eso nada. La quería fuera de su montaña.


—Puede que no sea muy fuerte, pero tampoco soy una floja. Sé defenderme de los hombres. Son los perros y los varanos los que me dan miedo.


Pedro giró la cabeza para ver cómo se alejaba, deseando no fijarse en lo bien que le quedaban los vaqueros. Molly le lamió la cara en un gesto de compasión y luego salió trotando tras su nueva amiga.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 8

 


Paula se puso una almohada sobre la cara para ahogar la cacofonía de ruidos. Molly gemía y arañaba la puerta para que la dejara salir. Había pasado la noche durmiendo a sus pies en el sofá-cama y ella había agradecido su compañía. La presencia de la perrita la había hecho sentirse menos sola. Y la noche anterior le había hecho mucha falta.


Pero ahora necesitaba dormir.


Molly seguía arañando la puerta y Paula miró su reloj. ¡Las seis de la mañana! Suspirando, saltó de la cama y la dejó salir. Las kookaburras rieron como si verla les produjese una terrible hilaridad y, sobre su cabeza, se agitaron unas cacatúas blancas y tres cuervos añadieron su ronco graznido. Y eso sin contar al resto de los pájaros que no reconocía en el caos general. ¿Qué era aquello, un santuario para aves?


Paula volvió a entrar en la cabaña y colocó la tetera al fuego para hacerse un café instantáneo. Luego se puso unos vaqueros y una camiseta y salió al porche con la taza para ver cómo empezaba a despertar la mañana.


Muy bien. Eagle's Reach estaba en el fin del mundo, pero no podía negar su belleza. A su izquierda había unos arbustos cubiertos de periquitos orientales libando sus flores y, rodeadas de banksias y eucaliptos, las cinco cabañas al pie de la colina. Directamente delante de ella había una pendiente de hierba de un verde tan brillante que casi parecía dorado bajo el primer sol de la mañana.


Y el aire olía a fresco. En la distancia, el río Gloucester flanqueado por cipreses se abría paso por la base de la colina hasta desaparecer haciendo una curva. Paula sabía que, si seguía el río, llegaría a Martin's Gully y luego, más adelante, a Gloucester, el pueblo más grande de la zona.


De repente, los periquitos levantaron el vuelo y Paula se quedó sola otra vez. Tenía que encontrar algo que hacer, pensó. Y se quedaría en Eagle's Reach el día entero aunque la matase. No iría a Martin's Gully ni a Gloucester. Pedro Alfonso esperaba que hiciera exactamente eso y, por alguna razón, quería demostrarle que estaba equivocado.


A las ocho, se preguntó si esa resolución tenía sentido. Después de desayunar había limpiado la cabaña y ahora…


Nada.


Se hizo otro café y se sentó en el porche. Luego miró su reloj. Las ocho y cinco. Aunque se fuera a la cama muy temprano, aún tenía al menos doce horas por delante.


No debería haber ido allí. Era demasiado pronto para tomarse unas vacaciones. Cualquier tipo de vacaciones. Había enterrado a su padre quince días antes y debería estar en casa, con sus amigos, con su familia. Quizá en aquel momento podría estar fortaleciendo el lazo familiar con Martín y Francisco. Eso tenía que ser más importante que…


—¡Buenos días!


Paula se sobresaltó y unas gotas de café cayeron sobre su camiseta.


Pedro Alfonso.


Su corazón palpitaba con fuerza, pero se dijo a sí misma que era por el susto, no porque él estuviera estupendo con unos vaqueros gastados y una camiseta azul marino que dejaba al descubierto sus bíceps.


—Lo siento. No quería asustarla.


No parecía sentirlo en absoluto. Y si no quería asustar a la gente, no debería ladrar los buenos días como un sargento.


—No pasa nada. Buenos días.


Él no se acercó, no fue a sentarse con ella en el porche. Y Paula intentó decirse a sí misma que le daba igual.


—¿Qué tal ha dormido?


—Bien —mintió ella. Había sido un poco grosera sobre el aspecto de la cabaña la noche anterior y no podía volver a serlo—. Lamento mi falta de entusiasmo anoche… pero había sido un viaje muy largo. Como usted dijo, la cabaña es perfectamente adecuada.


Él parpadeó. De cerca, podía ver que sus ojos eran de un azul precioso, casi azul marino. Pero eso no significaba que quisiera que la diseccionase con ellos.


—¿Qué tal el vino?


Paula sonrió. Podía querer hacerse el antipático, pero las acciones hablaban más alto que las palabras. La noche anterior, tomando una copa de vino, había decidido que Pedro Alfonso tenía un buen corazón. Pero se le había olvidado cómo usarlo.


—Estaba riquísimo.


Tanto que se había tomado la mitad de la botella sin darse cuenta. Y beber ingentes cantidades de alcohol cuando estaba en medio de ninguna parte no podía ser buena idea.


—Fue un detalle. Gracias, señor Alfonso.


Paula esperó que le dijera: «llámame Pedro», pero no tuvo esa suerte. Y cuando él se tocó el ala del sombrero en un gesto que parecía una despedida, se asustó. No quería quedarse sola otra vez.


—Molly es una perrita encantadora —empezó a decir—. También me había equivocado sobre ella. Ha dormido conmigo.


—Ya me he dado cuenta.


—¿Le molesta?


—No, es toda suya.


Le pareció que sus ojos se suavizaban, pero debía de ser su imaginación.


—¿Ha alquilado alguna de las otras cabañas?


—No.


El monosílabo fue el último clavo en el ataúd de su esperanza. Sola. Durante un mes entero.


—¿Y qué hace la gente por aquí?


—¿Hacer? Nada. Ése es el objetivo.


—¿Le apetece una taza de té?


—No.


Paula tragó saliva. ¿No podía haber añadido «gracias»?


—Algunos tenemos trabajo que hacer.


—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo?


¿Podría ayudarlo?, se preguntó. Sabía que lo lamentaría después, pero al menos tendría algo que hacer.


—Tengo ganado, señorita Chaves.


—Paula —le recordó ella.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Puede ir a dar un paseo.


—Ah.


Muy bien. A ella le gustaba pasear. Solía pasear por la playa en su casa, pero no conocía aquel sitio. ¿Y si se perdía? ¿Quién lo sabría? Estaba segura de que Pedro Alfonso no se daría cuenta.


—Hay buenos caminos por aquí. Llevan al río.


¿Caminos? Paula se animó. Podía seguir un camino sin perderse.


—Llévese a Molly.


—Muy bien, gracias… señor Alfonso.


Pero él ya estaba alejándose a grandes zancadas. Paula miró hacia el bosque de eucaliptos que tenía delante y le pareció ver un camino. ¿Un camino? Sonriendo, se levantó, alegrándose de tener un objetivo.



CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 7

 


Si no hubiera llorado mientras estaba subida al tendedero, Paula lo habría hecho en ese momento. Pero decidió que, por un día, era más que suficiente.


Un mes entero. Tendría que estar allí durante un mes entero. Completamente sola.


Intentó obligarse a sí misma a sonreír mientras miraba de nuevo el interior de la cabaña. Había leído en alguna parte que, si uno sonreía, se animaba de forma automática.


Pues no funcionaba.


Se pasó las manos por la cara. Muy bien, al menos tendría tiempo de pensar qué iba a hacer con el resto de su vida. Y ése era el objetivo de aquellas vacaciones.


Ella no sabía hacer nada más que cuidar de personas enfermas. Y no quería seguir haciéndolo.


Las dudas y las preocupaciones, tan familiares para ella, empezaron a angustiarla. Pero las apartó de su mente. Más tarde. Pensaría en ello más tarde.


Suspirando, se dejó caer en el sofá y dejó escapar un gemido. Era duro como una piedra… como Pedro Alfonso. Era evidente que él no la quería allí. No había ni un gramo de simpatía en aquel cuerpo tan grande. Aunque debía admitir que era un cuerpo bonito. Si se olvidaba de su gesto antipático, podía empezar a imaginar todo tipo de cosas…


¡No, no podía! Además, tampoco podía olvidarse de su gesto antipático. Pedro Alfonso no pensaba que aquel sitio fuera para ella y tenía razón.


Todo un mes.


—¡Para ya!


Su voz hizo eco en la cabaña, recordándole lo sola que estaba. Paula contuvo un escalofrío. Pero estaba cansada, nada más. Y quedarse allí compadeciéndose de sí misma no iba a servir de nada. Una ducha, eso era lo que necesitaba. Luego desharía las maletas y se haría una taza de té. Las cosas siempre se veían mejor con una taza de té.


Pero la ducha no la ayudó en absoluto. Salió del baño secándose el pelo vigorosamente con una toalla y, de repente, se detuvo.


Allí estaba otra vez, ese crujido en la puerta. No la había cerrado con llave…


Paula tragó saliva. No, por favor. Fuera lo que fuera, rezaba para que no tuviera dos manos y pudiese abrir la puerta.


Y que no tuviera la clase de peso corporal que podía tirar una puerta abajo.


«Da un par de palmaditas».


El consejo de Pedro casi la hizo reír. No reír a carcajadas, sino reír en plan histérico. En aquel momento no podría dar una sola palmadita.


—¿Pedro?


A lo mejor era él, pensó. Quizá hubiera vuelto para… no se le ocurría ninguna razón. Había salido prácticamente corriendo después de dejarla allí, el antipático.


Pero daría lo que fuera por que fuese él.


—¿Señor Alfonso?


Le contestó un gemido, seguido de unos arañazos en la puerta.


—¡Molly! —sonrió Paula, saliendo al porche y poniéndose en cuclillas para acariciar al animal—. Qué susto me has dado.


Afortunadamente, Pedro no estaba allí para verlo. Se habría reído de ella y ella se habría muerto de vergüenza.


Luego miró la oscuridad que la rodeaba y tragó saliva. La noche había caído sin que se diera cuenta y no había farolas que rompiesen la total oscuridad.


La puerta de su cabaña estaba de espaldas a la de Pedro, de modo que ni una sola luz penetraba la negra noche. No podía ver la luna, pero había multitud de estrellas en el cielo.


Debería haber sacado las cosas del coche mientras era de día, pensó. No le apetecía nada tropezar en la oscuridad.


Apartando los ojos del glorioso cielo estrellado, bajó la mirada y se encontró con sus maletas colocadas ordenadamente en el porche. ¿Pedro había hecho eso por ella?


Eso era un acto de amistad, de simpatía. De hecho, era un detalle encantador.


No, nadie podría describir a Pedro Alfonso como alguien «encantador».


Entonces vio la cubeta de hielo con la botella de vino blanco y parpadeó, atónita. Eso sí que era un detalle.


Encantador, definitivamente encantador.