Pedro giró los hombros, intentando relajarlos. Había pasado la mayor parte del día arreglando una cerca rota y se moría de ganas de tomar un té.
Y el resto de la tarta de chocolate que Paula había hecho el día anterior.
No recordaba cuándo fue la última vez que comió algo tan rico. Se le hacía la boca agua sólo de pensarlo. Pero cuando alargó la mano para abrir la verja, se quedó helado.
—¿Pedro?
Paula.
Estaba en el porche de su casa, llamando a la puerta. Con un plato de algo que parecían sospechosamente galletas caseras.
A la luz del sol, su pelo brillaba con todos los tonos de una pieza barnizada de sándalo. No podía creer que el primer día le hubiera parecido poca cosa…
Pero no, aquello no podía pasar. Él no tomaba galletas con la vecina.
«Y tampoco das clases de ajedrez», le dijo una vocecita interior.
Sí, bueno, en cuanto encontrase la manera de escapar de las clases, lo haría.
—¿Pedro?
Paula se volvió entonces y, antes de que lo viera, Pedro se escondió entre los arbustos.
Los hombres adultos no se escondían detrás de los arbustos, pensó. ¿Qué había de malo en tomar una taza de té con ella? La del día anterior no lo había matado.
Pero sí, él sabía perfectamente lo que había de malo. Reconocía la soledad en sus ojos. Si tomaban otro té, se convertiría en una costumbre. Una cosa diaria. Paula empezaría a depender de él y… Pedro se miró las manos. No, no iba a dejar que eso pasara.
Había visto algo en ella el día anterior. Y sabía exactamente dónde llevaría ese algo porque, sin quererlo, había sentido una punzada de deseo. Y sería un idiota si se arriesgaba.
Si volvía a tomar el té con Paula Chaves, tarde o temprano acabarían en la cama.
Ese pensamiento lo hizo sentirse incómodo. Sobre todo, en la entrepierna.
Pero él sabía que las mujeres como Paula Chaves no tenían aventuras.
Y los hombres como él no ofrecían otra cosa.
De modo que se apartó de la verja y volvió por donde había llegado, con una mezcla de deseo y culpabilidad. Se decía a sí mismo que era lo mejor para los dos. Pero, por alguna razón, era incapaz de convencerse.
Entonces se enfadó, y el enfado dio alas a sus pies. Maldita fuera por invadir su espacio. Maldita fuera por invadir su refugio.
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