miércoles, 21 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 30

 


—Y ahora dime cómo has llegado a los veintinueve años, con la virginidad intacta —exigió saber Pedro.


Se había hecho tarde, el cielo estaba más oscuro que antes. Estaban en la cama, medio dormidos después de hacerlo apasionadamente por segunda vez.


Él había argumentado que dos veces en una noche sería demasiado para ella, y que tendría molestias a la mañana siguiente. Pero ella no había hecho caso y había procedido a convencerlo de otra manera.


Ahora que conocía los placeres del sexo, no tenía intención de dormir. De hecho, tenía la sensación de que la tercera vez iba a ser especialmente agradable.


Sin embargo, de momento se contentaba con estar en sus brazos, saciada y envuelta entre las sábanas de raso.


—¿No te parece suficiente mi altura moral? —respondió ella, adormilada.


—Tal vez, si no fueras más hermosa que una supermodelo, y no te hubieran acusado públicamente de tener una aventura con un hombre casado.


Con un suspiro, Paula se irguió apoyándose en un brazo mientras se sujetaba las sábanas contra el pecho con la otra mano. Ya que no parecía que Pedro tuviera intención de dejar el tema, decidió que sería mejor contárselo todo y quitarse el tema de encima.


—Que quede claro que no fue una aventura. Bueno, tal vez sí en la mente de Bruno. Bruno Winters —aclaró—. Así se llama. Lo conocí hace casi dos años en una gala benéfica. Era atractivo y encantador, y admito que me sentí atraída. Empezó a llamarme y a enviarme flores y regalos. Salimos un par de veces, y fue muy amable, pero a mí no me pareció que congeniáramos tan bien como, al parecer, pensó él. Y yo no sabía que estaba casado y que tenía hijos —dijo esto último con gran énfasis, encontrando finalmente el valor de mirarlo a los ojos—. Decidí que no quería verle más, pero él no me dejaba en paz. Seguía llamándome y enviándome cosas. Asistía a los actos que yo organizaba y hacía todo lo posible por que nos quedáramos a solas. Cuando su interés en mí empezó a rozar el acoso, dejó de llamarme.


Se removió incómoda y se recolocó la sábana que le cubría el torso, mientras miraba a cualquier parte menos a los ojos de Pedro.


—Pensé que se había terminado, pero entonces aparecieron las fotografías en la prensa. Probablemente las sacaran en alguno de los actos benéficos, pero eran lo bastante sugerentes, como para que la gente empezara a murmurar, sobre todo cuando una supuesta «fuente» filtró la información de que habíamos mantenido una relación íntima. Yo creo que fue el propio Bruno. Creo que quería que la gente creyera que estábamos teniendo una aventura, puede que hasta creyera, de una forma un tanto morbosa, que así me atraería hacia él.


Sacudió la cabeza y tomó aire profundamente, apartando los malos recuerdos y cualquier resquicio de la vergüenza que había sentido cuando la historia saltó a la prensa, por falsa que fuera.


Se le erizó el pelo en la nuca cuando Pedro tendió una mano y le acarició el brazo desnudo. Sintió la aspereza de sus nudillos contra la piel, lo que le puso la carne de gallina allí donde la acariciaba.


—Pobre Paula, esforzándose siempre tanto por ocuparse de los demás y sin nadie que la defienda cuando más lo necesita.


Sus palabras, y también el tono empleado, la sorprendieron, y por un momento se permitió creerlas. Pero segundos después, la autocompasión dio paso a esa independencia que la caracterizaba y dejó escapar un soplido de impaciencia muy poco femenino.


—Claro que tuve mucha gente que me defendió —le dijo—. Desafortunadamente, mi familia no fue suficiente contra toda la alta sociedad de Texas. En situaciones como ésa, lo mejor que puedes hacer es ocultarte y tratar de no llamar la atención hasta que pase la tormenta.


Pedro pasó a acariciarle la espalda. La leve caricia la calmó y le hizo desear acurrucarse contra él de nuevo.


—¿Por eso viniste a Glendovia? —le preguntó él con suavidad—. ¿Para ocultarte?


Ella se acurrucó contra él, abrazándose cómodamente a su fibroso cuerpo. Posó la cabeza en la curva que formaba el hombro de Pedro y le preguntó:—¿Crees que aquí contigo estaré bien oculta?


Pedro se rió suavemente y a continuación se removió un poco, de forma que pudiera estrecharla aún más fuerte entre sus brazos, recolocando las sábanas de manera que los dos quedaron cubiertos de cintura para abajo.


El silencio se hizo sobre ellos, hondo pero cómodo. Paula escuchó la respiración de Pedro y el latido rítmico de su corazón.


—Eso explica el escándalo —dijo Pedro finalmente, dibujando círculos al azar en la parte superior del cuerpo de Paula—. Sin embargo, no explica cómo te las has arreglado para mantenerte virgen hasta ahora.


Ella torció la boca con ironía, aunque sabía que él no podía verle la cara.


—Soy una buena chica, ¿no crees?


—Creo que eres muy buena chica —murmuró él, queriendo decir otra cosa claramente—. Pero mirándote nadie se creería jamás que fueras virgen.


Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró con el ceño fruncido.


—¿Por qué? ¿Porque se me olvidó ponerme mi jersey con una enorme V roja delante?


—No —respondió él con calma—. Porque eres una de las mujeres más hermosas que he conocido en mi vida, y emanas sexualidad por todos los poros de tu piel. Ningún hombre heterosexual podría estar en la misma habitación que tú y no desearte, y me cuesta creer que ninguno lograra convencerte para que te acostaras con él hasta ahora.


Paula suspiró y se acomodó nuevamente contra Pedro.


—No sé cómo explicarlo. Sólo puedo decir que ningún hombre me había atraído lo suficiente. He salido con muchos, cierto. Hombres ricos y atractivos. Y he estado a punto de hacerlo muchas veces, algunas llegué a creer que me había enamorado. Pero siempre había algo que me detenía.


—Hasta ahora.


Paula tenía la cabeza sobre el pecho de Pedro y le pareció notar que el corazón de éste daba un salto y redoblaba la intensidad de sus latidos. Paula cerró por completo los párpados ya entornados y dejó que el pulso de Pedro actuara como una nana.


—Hasta ahora —convino ella, con un hilo de voz conforme se dejaba llevar por el sueño—. Supongo que se podría decir que tu invitación ha sido muy beneficiosa. Por muchas razones.


—Una de ellas es que me ha dado la oportunidad de tenerte donde quería —dijo él, levantándola con uno de sus fibrosos brazos por la cintura de manera que pudiera verle la cara, lo cual la espabiló por completo.


Paula podría rebatirle el tema o reprenderse a sí misma por haber caído en la trampa con tanta facilidad, pero en esos momentos, en las horas centrales de la noche, pegada a aquel cuerpo cálido y sólido, no fue capaz de enfadarse.


Tal vez más tarde.




martes, 20 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 29

 


Dicho y hecho, Pedro comenzó a explorar. Le agarró las nalgas con las palmas de las manos y se las apretó ligeramente antes de ascender por su torso hasta los pechos. Empezó a atormentarla frotándole nuevamente los pezones y con un gemido, Paula se inclinó y lo besó.


Sensaciones de inmenso placer la invadían, elevándole la presión arterial y tensando sus músculos internos como las cuerdas de un violín bien afinado. Por muy bueno que hubiera imaginado que podía ser el sexo, jamás había esperado que llegara a ser como aquello. Que un hombre, cualquiera, pudiera hacerle sentir calor y frío al mismo tiempo; que la hiciera jadear y ronronear, estremecerse y sacudirse de aquella manera.


Empezó a moverse llevada por el instinto, como si su cuerpo supiera perfectamente lo que quería. Sus caderas se mecían hacia delante y hacia atrás, haciendo que su cuerpo se deslizara arriba y abajo por el miembro erguido.


Pedro la llenaba por completo, presionando profundamente y fomentando una placentera fricción con los pliegues hinchados de ella. El placer se fue concentrando dentro de Paula, desde los labios hasta el vértice que se formaba entre sus muslos, intensificándose a medida que aumentaban la velocidad de sus movimientos.


Sintiéndose como si fuera a explotar, Paula irguió el cuerpo y quedó sentada sobre él, inspirando profundamente. Cerró los ojos y le clavó las uñas en el torso.


Debajo de ella, Pedro parecía invadido por la misma necesidad frenética de empujar y hundirse en ella para alcanzar el orgasmo. Así, levantó las caderas para recibir cada embestida, hundiéndose profundamente cada vez que ella dejaba caer su cuerpo sobre él. Hasta que la tensión que se había ido concentrando dentro de ella se desbordó. La sujetó con más fuerza y dejó escapar un gemido gutural al alcanzar finalmente el orgasmo al mismo tiempo que ella.


Paula se estremeció con el clímax, experimentó una fuerte sacudida que le llegó hasta el alma y acto seguido se derrumbó, exhausta y saciada, sobre él. Pedro le rodeó la cintura con los brazos. En aquella postura, podía oír el latido firme de su corazón.


Lo último que pensó antes de que la venciera el sueño, fue que se alegraba de haber esperado tanto tiempo para estar con un hombre, y de que ese hombre hubiera sido Pedro.




EN SU CAMA: CAPÍTULO 28

 


Pedro entró con sumo cuidado al principio, porque no quería hacerle daño ni asustarla. No había estado con una virgen desde su primer encuentro con el sexo, y la verdad es que no sabía muy bien cómo actuar. Ni lo rápido que debía ir. Ni cuánto sería demasiado.


Pero Paula no parecía intimidada. No dejaba de mover los brazos y las piernas, explorando descaradamente su cuerpo desnudo. Y tampoco paraba de retorcerse debajo de él, lo cual le hacía muy difícil permanecer fiel a su determinación.


Apretó la mandíbula y se concentró en respirar. Las sensaciones recorrían su cuerpo, todas las terminaciones nerviosas de su sistema estaban alerta como resultado del ansia desmedida, el deseo y la desesperación que sentía.


—¿No puedes moverte más rápido? —lo instó ella entre jadeos finalmente, arqueando la espalda y clavándole las uñas en la carne humedecida por el sudor.


Pedro levantó la cabeza y la miró. Paula estaba sonrojada, su pelo revuelto brillaba sobre las sábanas satinadas de color claro.


—¿Me estás dando órdenes? —replicó él, incrédulo y divertido al mismo tiempo.


—Sólo preguntaba —dijo ella, arqueando los labios ligeramente—. Me tratas como si fuera de cristal y te aseguro que no lo soy. Puede que sea inexperta en este tipo de cosas, pero no soy frágil.


—No quiero hacerte daño —admitió él.


Ella se irguió lo justo para darle un rápido y apasionado beso.


—No lo harás. Puedo con todo lo que quieras darme y un poco más.


Sólo había una forma de responder.


—Será un placer.


Le chupó entonces el pezón henchido y le satisfizo comprobar el escalofrío que recorrió el esbelto cuerpo de Paula. Siguió lamiendo y sorbiendo un poco más.


Paula comenzó a estremecerse en sus brazos, tironeándole del pelo y susurrando su nombre, y él aprovechó para deslizar sobre la sedosa superficie de la cama el cuerpo ávido de Paula. Entonces la sujetó por las caderas y giró llevándola consigo, hasta quedar él tumbado de espaldas y ella encima.


—Dicen que una mujer conoce mejor que nadie su propio placer. Muéstrame lo que quieres.


Paula se quedó mirándolo. El corazón le latía con fuerza, mientras pasaba de la sorpresa ante el súbito cambio de postura, a la sensación de poder que desprendía la sensual declaración de Pedro. Su voz grave y susurrante la recorrió por dentro, poniéndole la piel de gallina, y acto seguido afianzó las caderas mientras ella se colocaba a horcajadas.


Todo tipo de imágenes eróticas en las que ella llevaba la batuta y Pedro quedaba a su merced pasaron por su cabeza, y Paula descubrió que era de lo más excitante.


Con los dedos bien separados, apoyó las palmas en el torso desnudo y se inclinó hacia delante. El pelo se le desparramó por encima de los hombros, haciéndole cosquillas con las puntas. Vio cómo vibraban los impresionantes músculos pectorales y sintió que Pedro se henchía dentro de ella.


Conteniendo la sonrisa, Paula le recorrió la línea de la mandíbula con los labios.


—Es muy agradable esta postura —murmuró, depositando un reguero de besos hasta llegar a la oreja—. Tenerte debajo de mí, indefenso.


Pedro flexionó los dedos para asirla con más fuerza.


—Sólo espero poder resistir tu tortura.


—Yo también.


Paula le mordisqueó el lóbulo de la oreja y tiró suavemente de él, al tiempo que se elevaba sobre las rodillas, sólo unos centímetros, y después se dejaba caer suavemente de nuevo. Un áspero gemido brotó de lo más hondo de la garganta de él y Paula notó el calor que se formaba en su propio sexo.


—¿Sabes lo que quiero de verdad? —preguntó, removiéndole el cabello oscuro con su aliento.


—¿Qué? —replicó él con voz estrangulada, mientras trataba de no rendirse a sus instintos más básicos.


—Quiero que me toques. Por todas partes. Adoro sentir tus manos en mi cuerpo.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 27

 


¿Era virgen?


¿Cómo demonios podía ser cierto que tuviera tan poca experiencia?


Pedro repasó mentalmente todo lo que sabía de Paula. Todas las veces que había estado con ella, todas las veces que había hablado con ella y las veces que la había observado, sin que ella lo supiera. No había nada en su conducta que revelara indicio alguno de que fuera una chica inocente.


¿Y el escándalo en el que se había visto envuelta en su país? Su madre había disfrutado de lo lindo compartiendo con él los detalles de la indiscreción de Paula, una aventura con un hombre casado.


¿Había tenido una aventura con un hombre casado y era virgen? Pedro la miró detenidamente con el ceño fruncido. Tenía el rostro tenso y era poderosamente consciente de la conexión física entre ambos, del hecho de que seguía palpitando dolorosamente dentro de ella.


—¿Pero cómo puedes ser virgen? —exigió saber, con tono áspero y más acusador de lo previsto.


Paula abrió los ojos como platos, pero la pasión seguía brillando en ellos.


—Olvídate de que lo soy y termina lo que has empezado.


Y para dar más énfasis a sus palabras, le rodeó el cuello con los brazos y elevó las caderas lo justo para enviar una miríada de sensaciones a lo largo de su rígido miembro. Pedro inspiró entrecortadamente, utilizando toda su fuerza de voluntad para no retomar el movimiento, lanzándose así a un soberbio, aunque prematuro final.


Ahuecó las aletas de la nariz conforme tomaba aire profundamente, contando hasta diez y luego hasta veinte. Cuando por fin pudo hablar sin gemir ni sudar demasiado, dijo:—Soy partidario de seguir, pero en cuanto terminemos, te aseguro que querré hablar de esto.


Ella puso los ojos en blanco.


—Está bien. Espero que hagas de mí primera vez un recuerdo memorable.


El rostro de Pedro se iluminó con una gran sonrisa y al momento se redujo la tensión que vibraba en el ambiente. Tenía que haber vestigios de sangre regia en Paula. Poseía un aura imperial.


—Cariño —murmuró él, inclinándose a besarla—, de eso puedes estar segura.


La entretuvo con besos y leves caricias en los pechos y el abdomen. Y al mismo tiempo, empezó a mover las caderas, lenta y cuidadosamente.


Para entonces, el cuerpo de Paula ya se había acostumbrado al tamaño y a la invasión de Pedro. Tenía los músculos relajados y sentía el calor y la suavidad propios de la excitación.



lunes, 19 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 26

 


Hacía años que nadie lo llamaba por su primer nombre, desde que decidiera que lo llamaran Pedro. Le sostuvo la mirada un segundo y volvió a besarla, con tanto ardor esta vez que Paula se quedó sin aire en los pulmones, pero lo besó con idéntico entusiasmo.


Pedro le acarició los costados y los muslos, por dentro y por fuera.


En su ir y venir, rozó con los nudillos el triángulo de rizos alojado entre sus piernas y empezó a explorarlo. La acarició, incitándola, y un gemido brotó de sus labios cuando notó que ya estaba mojada.


Paula se retorció debajo de él, mientras éste hundía dos dedos en la húmeda cavidad. Jadeaba y le costaba respirar más cada vez, mientras él exploraba en busca del diminuto botón de placer oculto entre sus pliegues íntimos.


Entonces presionó y Paula explotó. Experimentó un orgasmo avasallador que la inundó de calor.


Se encontró con la sonrisa satisfecha de Pedro, cuando abrió los ojos. Se ruborizó bajo el intenso escrutinio de él, avergonzada de pronto por la manera en que había reaccionado a sus caricias.


—Estás preciosa cuando te sonrojas —le dijo él, besándola en la comisura de los labios.


No le dio oportunidad de responder sin embargo, sino que empezó a acariciarla de nuevo con manos hábiles sin dejar un solo milímetro de piel insatisfecho.


La punta de su erección presionó ligeramente en la entrada vaginal, y Paula abrió las piernas, invitándolo a entrar. Él entró poco a poco, llenándola con su miembro duro y cálido. Cuanto más profundizaba, más potente era la reacción de ella. El deleite que vibraba en ella la hizo olvidar cualquier sensación dolorosa.


Pero cuando Pedro se hundió en una potente embestida, lo que hasta el momento había sido una soportable incomodidad se convirtió en una afilada punzada de dolor que la obligó a gritar entrecortadamente.


Pedro se retiró de inmediato, el ceño fruncido y los ojos entornados.


—Paula —dijo, con respiración entrecortada, totalmente inmóvil—. ¿Eres virgen?



EN SU CAMA: CAPÍTULO 25

 


La habitación estaba casi a oscuras, iluminada tan sólo por los rayos de la luna, que se colaban a través de las cortinas diáfanas de las ventanas francesas. Le costó un poco acostumbrarse a la falta de luz, pero cuando Pedro la depositó sobre el colchón y se apartó un poco para desabrocharse la chaqueta, decidió que no importaba. Podía verle lo bastante bien y en pocos minutos estaría acariciándolo por todas partes, sintiéndolo en todas partes.


Pedro se quitó la chaqueta y los zapatos, y empezó a desabrocharse los primeros botones de la camisa, sin dejar de mirarla ni un solo momento.


Paula, que no quería ser un mero espectador, se puso de rodillas y empezó a quitarse las sandalias de tiras, que tiró fuera de la cama. Entonces alargó las manos hacia atrás con la intención de bajarse la cremallera.


—No.


El tono de voz bajo e imperativo la detuvo. Pedro avanzó hasta el borde de la cama y le acarició los brazos desnudos seductoramente.


—Déjame a mí.


Paula notó el manojo de nervios que se le formó en el estómago, cuando Pedro le pasó los dedos por el abdomen y los costados, en dirección a la parte baja de la espalda. Lentamente, deslizó las palmas hacia arriba a lo largo de toda la espina dorsal.


El contacto de sus manos le abrasaba la espalda, a medida que ascendían por el terciopelo del vestido, y entonces le bajó la cremallera. El sonido áspero de los dientes de metal separándose, se parecía a su dificultosa respiración.


Pedro la ayudó a salir del vestido con sus grandes manos y lo dejó caer sin contemplaciones a sus pies.


Paula se arrodilló en el borde del enorme colchón de dos metros cubierta sólo con un conjunto de lencería de color rojo cereza y un par finas medias que le llegaban hasta el muslo. El corazón le latía desbocado y temblaba de nervios como si tuviera un enjambre rabioso en el estómago. Se humedeció los labios resecos y permaneció totalmente quieta, observando a Pedro y esperando.


Él también se había quedado inmóvil, los ojos azules clavados en su rostro. Entonces terminó de desabrocharse los botones y se sacó los faldones de la camisa de los pantalones.


Se movía sin prisa, pero sin pausa. No tardó en quitársela y entonces hizo lo mismo con los pantalones. Como no había cinturón que aflojar, le bastó con un giro de la muñeca para soltar el botón y la cremallera.


Medio desnudo ya era bastante impresionante, pero desnudo por completo, era el objeto de las fantasías de cualquier mujer. Sus brazos y torso estaban bellamente esculpidos. El vientre totalmente liso descendía hasta unas estrechas caderas y unas piernas largas y musculosas.


Paula notó que se le aceleraba el pulso y se le secaba la boca, cuando centró la mirada en la zona que quedaba entre sus muslos. También era impresionante en ese sentido.


Como no sabía qué decir o hacer decidió quedarse donde estaba y esperar a que Pedro diera el primer paso.


No tuvo que esperar mucho. De una sola zancada se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos mientras la comía a besos.


Sus labios se amoldaban a la perfección, sus lenguas se entrelazaron y allí donde Paula notaba que su piel entraba en contacto con la de él, sentía como si la quemaran.


Paula le clavó los dedos en los hombros, arañándoselos ligeramente. Notó cómo Pedro manipulaba el broche del sujetador hasta que lo soltó. Tuvo que separarse de él, pero sólo lo justo para permitir que se lo quitara.


En vez de estrecharla nuevamente entre sus brazos, Pedro tomó sendos pechos en las palmas de las manos y jugueteó un poco con los pezones duros. Pero sin romper el beso en ningún momento.


Ella gimió en su boca y se pegó más a él, acariciando cada centímetro de carne dura y caliente a su alcance: los brazos, la espalda, los pectorales y los sensibles costados.


Entonces fue él quien dejó escapar un entrecortado gemido de deseo, cuando Paula le pasó las yemas de los dedos por el fibroso trasero y después continuó ascendiendo por la base de la espina dorsal con la punta de las uñas.


Paula casi sonrió. Percibía la desesperación que iba creciendo dentro de él, por la forma en que le apretó más los pechos y profundizó el beso, al tiempo que se pegaba más a ella, totalmente excitado.


Sin previo aviso, desenroscó las piernas de Paula de debajo de ella y la tumbó de espaldas sobre la cama. Acto seguido se puso encima, cubriéndola por completo con su cuerpo, mientras perfilaba con los labios el contorno de las mejillas, los párpados, la mandíbula y detrás de las orejas.


Al mismo tiempo, le fue quitando las medias, deslizándolas lentamente por los muslos y las pantorrillas hasta llegar a los pies. A continuación procedió a hacer lo mismo con las braguitas, y Paula levantó un poco las caderas para que le fuera más fácil, hasta que por fin quedó totalmente desnuda, y pudo sentir el cuerpo de Pedro en los lugares más oportunos.


Pedro posó la boca en la garganta de Paula y empezó a lamerla y a chuparla y a gemir, provocándole escalofríos de placer que la sacudieron hasta lo más profundo de su ser, al tiempo que la atraía hacia él sujetándola por las nalgas, haciendo que Paula se encendiera al sentir su erección y todo su cuerpo se derritiera de deseo.


—Eres tan hermosa —murmuró él, besándola por todas partes—. Más de lo que imaginaba. Y mucho más de lo que hubiera podido fantasear en las últimas semanas.


Ella sonrió y le acarició el pelo mientras disfrutaba con la ronca declaración, aunque se lo hubiera dicho a un millón de mujeres antes que a ella. Aquello no se trataba de compromiso o sinceridad. Se trataba sólo de lujuria, deseo e indecible placer, por fugaz que fuera.


—Tú tampoco estás mal —respondió ella, recordando la multitud de sueños eróticos que había tenido con él desde que llegara al palacio.


Sonriendo ampliamente, Pedro levantó la cabeza y la miró. Se inclinó y la besó apasionadamente y entonces se apartó y la miró con expresión seria.


—Dime que me deseas —exigió.


Ella lo contempló un momento, sin apartar los ojos de los suyos. Era más guapo de lo que un hombre merecía ser, y cuando la hacía objeto de todas sus atenciones, la hacía sentir como si fuera la única mujer en el mundo. Al menos la única que le interesaba.


Y en ese momento, eso era lo único que importaba.


—Te deseo —susurró, abrazándolo con brazos y piernas para que no pudiera separarse de ella—. Hazme el amor, príncipe Nicolás Pedro Alfonso.





EN SU CAMA: CAPÍTULO 24

 


Recorrieron el camino hasta su habitación en silencio, y le sorprendió notar que era un silencio cómodo. Tal vez se debiera a que había sido un día muy largo y ajetreado, y estaba demasiado cansada para pensar en algo que decir o hacer. Y tampoco parecía preocuparle lo que Pedro pudiera hacer o decir.


Cuando llegaron, Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para que entrara ella primero. Paula atravesó el salón a oscuras y se acercó a encender la lámpara que había en una mesita, derramando su luz dorada por el espacio circundante.


Se irguió entonces y al girarse estuvo a punto de chocar con Pedro, que se le había acercado por detrás en silencio y en esos momentos se encontraba a escasos centímetros de ella. Por un momento, se quedó sin saber qué hacer o decir. Contuvo la respiración y notó que el corazón empezaba a latirle como si fuera un tambor.


Tragó el nudo provocado por los nervios y abrió la boca para hablar, aunque no tenía ni idea de qué quería decir.


Aunque tampoco tenía mucha importancia, porque antes de que pudiera emitir sonido alguno o lograra que su cerebro diera las órdenes necesarias. Pedro ahuecó la palma de la mano contra su nuca y hundió los dedos entre sus cabellos. Tiró suavemente de ella y Paula accedió de buen grado, como una marioneta dirigida por hilos.


Sus miradas se encontraron, y en el breve segundo que transcurrió, Paula vio pasión, fuego y deseo en los ojos de él, sentimientos que hicieron que el corazón le diera un vuelco y se sintiera ligeramente mareada.


A continuación Pedro se inclinó y la besó.


En el momento que sus labios entraron en contacto, fue como si la tierra se pusiera a girar enloquecidamente sobre su eje. Paula jamás había sentido un calor y una electricidad semejantes, jamás había experimentado un anhelo tan increíble y abrumador.


Pedro le presionó la nuca con más fuerza. Ella lo sujetaba por los hombros, clavándole los dedos. No le parecía que lo tuviera lo bastante cerca.


Su aroma penetró a través de las aletas de la nariz, especiado y masculino, mientras su lengua exploraba cada rincón de su boca. Sabía igual que olía.


Ella le devolvió el beso con idéntico fervor, deleitándose en la manera en que el contacto con él le invadía los sentidos.


Justo cuando ya creía que iba a morirse de placer, Pedro se separó.


—Dime que no —le susurró con voz estrangulada muy cerca de sus labios—. Dime que me vaya. Dime que no deseas que ocurra esto.


Entonces la besó de nuevo, un beso rápido, aunque no por eso menos apasionado.


—Vamos, Paula —la incitó él con suavidad—. Dímelo.


Paula sabía lo que pretendía Pedro. La estaba desafiando a mantenerse fiel a sus principios: no acostarse con él mientras estuviera de visita en Glendovia, no dejarse seducir.


Pero que Dios la ayudara, no podía. Deseaba a Pedro demasiado para seguir negándoselo. Para seguir rechazándolo.


Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. Al instante, se vio envuelta en la misma ola de fuego abrasador, y, con un suspiro, susurró: —No te detengas. No te vayas. Deseo esto tanto como tú.


Esperaba que Pedro sonriera, su modo de decirle de forma engreída y jactanciosa que había sabido que ganaría a su particular juego del ratón y el gato desde el principio.


Pero no sonrió. En su lugar, sus ojos brillaron enardecidos y al momento los entornó peligrosamente.


Se inclinó levemente sobre ella y la tomó en sus brazos, vestido de fiesta, tacones y todo, y se dirigió con paso resuelto al dormitorio, cerró la puerta con el pie y se acercó hasta la amplia cama con dosel