martes, 20 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 29

 


Dicho y hecho, Pedro comenzó a explorar. Le agarró las nalgas con las palmas de las manos y se las apretó ligeramente antes de ascender por su torso hasta los pechos. Empezó a atormentarla frotándole nuevamente los pezones y con un gemido, Paula se inclinó y lo besó.


Sensaciones de inmenso placer la invadían, elevándole la presión arterial y tensando sus músculos internos como las cuerdas de un violín bien afinado. Por muy bueno que hubiera imaginado que podía ser el sexo, jamás había esperado que llegara a ser como aquello. Que un hombre, cualquiera, pudiera hacerle sentir calor y frío al mismo tiempo; que la hiciera jadear y ronronear, estremecerse y sacudirse de aquella manera.


Empezó a moverse llevada por el instinto, como si su cuerpo supiera perfectamente lo que quería. Sus caderas se mecían hacia delante y hacia atrás, haciendo que su cuerpo se deslizara arriba y abajo por el miembro erguido.


Pedro la llenaba por completo, presionando profundamente y fomentando una placentera fricción con los pliegues hinchados de ella. El placer se fue concentrando dentro de Paula, desde los labios hasta el vértice que se formaba entre sus muslos, intensificándose a medida que aumentaban la velocidad de sus movimientos.


Sintiéndose como si fuera a explotar, Paula irguió el cuerpo y quedó sentada sobre él, inspirando profundamente. Cerró los ojos y le clavó las uñas en el torso.


Debajo de ella, Pedro parecía invadido por la misma necesidad frenética de empujar y hundirse en ella para alcanzar el orgasmo. Así, levantó las caderas para recibir cada embestida, hundiéndose profundamente cada vez que ella dejaba caer su cuerpo sobre él. Hasta que la tensión que se había ido concentrando dentro de ella se desbordó. La sujetó con más fuerza y dejó escapar un gemido gutural al alcanzar finalmente el orgasmo al mismo tiempo que ella.


Paula se estremeció con el clímax, experimentó una fuerte sacudida que le llegó hasta el alma y acto seguido se derrumbó, exhausta y saciada, sobre él. Pedro le rodeó la cintura con los brazos. En aquella postura, podía oír el latido firme de su corazón.


Lo último que pensó antes de que la venciera el sueño, fue que se alegraba de haber esperado tanto tiempo para estar con un hombre, y de que ese hombre hubiera sido Pedro.




EN SU CAMA: CAPÍTULO 28

 


Pedro entró con sumo cuidado al principio, porque no quería hacerle daño ni asustarla. No había estado con una virgen desde su primer encuentro con el sexo, y la verdad es que no sabía muy bien cómo actuar. Ni lo rápido que debía ir. Ni cuánto sería demasiado.


Pero Paula no parecía intimidada. No dejaba de mover los brazos y las piernas, explorando descaradamente su cuerpo desnudo. Y tampoco paraba de retorcerse debajo de él, lo cual le hacía muy difícil permanecer fiel a su determinación.


Apretó la mandíbula y se concentró en respirar. Las sensaciones recorrían su cuerpo, todas las terminaciones nerviosas de su sistema estaban alerta como resultado del ansia desmedida, el deseo y la desesperación que sentía.


—¿No puedes moverte más rápido? —lo instó ella entre jadeos finalmente, arqueando la espalda y clavándole las uñas en la carne humedecida por el sudor.


Pedro levantó la cabeza y la miró. Paula estaba sonrojada, su pelo revuelto brillaba sobre las sábanas satinadas de color claro.


—¿Me estás dando órdenes? —replicó él, incrédulo y divertido al mismo tiempo.


—Sólo preguntaba —dijo ella, arqueando los labios ligeramente—. Me tratas como si fuera de cristal y te aseguro que no lo soy. Puede que sea inexperta en este tipo de cosas, pero no soy frágil.


—No quiero hacerte daño —admitió él.


Ella se irguió lo justo para darle un rápido y apasionado beso.


—No lo harás. Puedo con todo lo que quieras darme y un poco más.


Sólo había una forma de responder.


—Será un placer.


Le chupó entonces el pezón henchido y le satisfizo comprobar el escalofrío que recorrió el esbelto cuerpo de Paula. Siguió lamiendo y sorbiendo un poco más.


Paula comenzó a estremecerse en sus brazos, tironeándole del pelo y susurrando su nombre, y él aprovechó para deslizar sobre la sedosa superficie de la cama el cuerpo ávido de Paula. Entonces la sujetó por las caderas y giró llevándola consigo, hasta quedar él tumbado de espaldas y ella encima.


—Dicen que una mujer conoce mejor que nadie su propio placer. Muéstrame lo que quieres.


Paula se quedó mirándolo. El corazón le latía con fuerza, mientras pasaba de la sorpresa ante el súbito cambio de postura, a la sensación de poder que desprendía la sensual declaración de Pedro. Su voz grave y susurrante la recorrió por dentro, poniéndole la piel de gallina, y acto seguido afianzó las caderas mientras ella se colocaba a horcajadas.


Todo tipo de imágenes eróticas en las que ella llevaba la batuta y Pedro quedaba a su merced pasaron por su cabeza, y Paula descubrió que era de lo más excitante.


Con los dedos bien separados, apoyó las palmas en el torso desnudo y se inclinó hacia delante. El pelo se le desparramó por encima de los hombros, haciéndole cosquillas con las puntas. Vio cómo vibraban los impresionantes músculos pectorales y sintió que Pedro se henchía dentro de ella.


Conteniendo la sonrisa, Paula le recorrió la línea de la mandíbula con los labios.


—Es muy agradable esta postura —murmuró, depositando un reguero de besos hasta llegar a la oreja—. Tenerte debajo de mí, indefenso.


Pedro flexionó los dedos para asirla con más fuerza.


—Sólo espero poder resistir tu tortura.


—Yo también.


Paula le mordisqueó el lóbulo de la oreja y tiró suavemente de él, al tiempo que se elevaba sobre las rodillas, sólo unos centímetros, y después se dejaba caer suavemente de nuevo. Un áspero gemido brotó de lo más hondo de la garganta de él y Paula notó el calor que se formaba en su propio sexo.


—¿Sabes lo que quiero de verdad? —preguntó, removiéndole el cabello oscuro con su aliento.


—¿Qué? —replicó él con voz estrangulada, mientras trataba de no rendirse a sus instintos más básicos.


—Quiero que me toques. Por todas partes. Adoro sentir tus manos en mi cuerpo.



EN SU CAMA: CAPÍTULO 27

 


¿Era virgen?


¿Cómo demonios podía ser cierto que tuviera tan poca experiencia?


Pedro repasó mentalmente todo lo que sabía de Paula. Todas las veces que había estado con ella, todas las veces que había hablado con ella y las veces que la había observado, sin que ella lo supiera. No había nada en su conducta que revelara indicio alguno de que fuera una chica inocente.


¿Y el escándalo en el que se había visto envuelta en su país? Su madre había disfrutado de lo lindo compartiendo con él los detalles de la indiscreción de Paula, una aventura con un hombre casado.


¿Había tenido una aventura con un hombre casado y era virgen? Pedro la miró detenidamente con el ceño fruncido. Tenía el rostro tenso y era poderosamente consciente de la conexión física entre ambos, del hecho de que seguía palpitando dolorosamente dentro de ella.


—¿Pero cómo puedes ser virgen? —exigió saber, con tono áspero y más acusador de lo previsto.


Paula abrió los ojos como platos, pero la pasión seguía brillando en ellos.


—Olvídate de que lo soy y termina lo que has empezado.


Y para dar más énfasis a sus palabras, le rodeó el cuello con los brazos y elevó las caderas lo justo para enviar una miríada de sensaciones a lo largo de su rígido miembro. Pedro inspiró entrecortadamente, utilizando toda su fuerza de voluntad para no retomar el movimiento, lanzándose así a un soberbio, aunque prematuro final.


Ahuecó las aletas de la nariz conforme tomaba aire profundamente, contando hasta diez y luego hasta veinte. Cuando por fin pudo hablar sin gemir ni sudar demasiado, dijo:—Soy partidario de seguir, pero en cuanto terminemos, te aseguro que querré hablar de esto.


Ella puso los ojos en blanco.


—Está bien. Espero que hagas de mí primera vez un recuerdo memorable.


El rostro de Pedro se iluminó con una gran sonrisa y al momento se redujo la tensión que vibraba en el ambiente. Tenía que haber vestigios de sangre regia en Paula. Poseía un aura imperial.


—Cariño —murmuró él, inclinándose a besarla—, de eso puedes estar segura.


La entretuvo con besos y leves caricias en los pechos y el abdomen. Y al mismo tiempo, empezó a mover las caderas, lenta y cuidadosamente.


Para entonces, el cuerpo de Paula ya se había acostumbrado al tamaño y a la invasión de Pedro. Tenía los músculos relajados y sentía el calor y la suavidad propios de la excitación.



lunes, 19 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 26

 


Hacía años que nadie lo llamaba por su primer nombre, desde que decidiera que lo llamaran Pedro. Le sostuvo la mirada un segundo y volvió a besarla, con tanto ardor esta vez que Paula se quedó sin aire en los pulmones, pero lo besó con idéntico entusiasmo.


Pedro le acarició los costados y los muslos, por dentro y por fuera.


En su ir y venir, rozó con los nudillos el triángulo de rizos alojado entre sus piernas y empezó a explorarlo. La acarició, incitándola, y un gemido brotó de sus labios cuando notó que ya estaba mojada.


Paula se retorció debajo de él, mientras éste hundía dos dedos en la húmeda cavidad. Jadeaba y le costaba respirar más cada vez, mientras él exploraba en busca del diminuto botón de placer oculto entre sus pliegues íntimos.


Entonces presionó y Paula explotó. Experimentó un orgasmo avasallador que la inundó de calor.


Se encontró con la sonrisa satisfecha de Pedro, cuando abrió los ojos. Se ruborizó bajo el intenso escrutinio de él, avergonzada de pronto por la manera en que había reaccionado a sus caricias.


—Estás preciosa cuando te sonrojas —le dijo él, besándola en la comisura de los labios.


No le dio oportunidad de responder sin embargo, sino que empezó a acariciarla de nuevo con manos hábiles sin dejar un solo milímetro de piel insatisfecho.


La punta de su erección presionó ligeramente en la entrada vaginal, y Paula abrió las piernas, invitándolo a entrar. Él entró poco a poco, llenándola con su miembro duro y cálido. Cuanto más profundizaba, más potente era la reacción de ella. El deleite que vibraba en ella la hizo olvidar cualquier sensación dolorosa.


Pero cuando Pedro se hundió en una potente embestida, lo que hasta el momento había sido una soportable incomodidad se convirtió en una afilada punzada de dolor que la obligó a gritar entrecortadamente.


Pedro se retiró de inmediato, el ceño fruncido y los ojos entornados.


—Paula —dijo, con respiración entrecortada, totalmente inmóvil—. ¿Eres virgen?



EN SU CAMA: CAPÍTULO 25

 


La habitación estaba casi a oscuras, iluminada tan sólo por los rayos de la luna, que se colaban a través de las cortinas diáfanas de las ventanas francesas. Le costó un poco acostumbrarse a la falta de luz, pero cuando Pedro la depositó sobre el colchón y se apartó un poco para desabrocharse la chaqueta, decidió que no importaba. Podía verle lo bastante bien y en pocos minutos estaría acariciándolo por todas partes, sintiéndolo en todas partes.


Pedro se quitó la chaqueta y los zapatos, y empezó a desabrocharse los primeros botones de la camisa, sin dejar de mirarla ni un solo momento.


Paula, que no quería ser un mero espectador, se puso de rodillas y empezó a quitarse las sandalias de tiras, que tiró fuera de la cama. Entonces alargó las manos hacia atrás con la intención de bajarse la cremallera.


—No.


El tono de voz bajo e imperativo la detuvo. Pedro avanzó hasta el borde de la cama y le acarició los brazos desnudos seductoramente.


—Déjame a mí.


Paula notó el manojo de nervios que se le formó en el estómago, cuando Pedro le pasó los dedos por el abdomen y los costados, en dirección a la parte baja de la espalda. Lentamente, deslizó las palmas hacia arriba a lo largo de toda la espina dorsal.


El contacto de sus manos le abrasaba la espalda, a medida que ascendían por el terciopelo del vestido, y entonces le bajó la cremallera. El sonido áspero de los dientes de metal separándose, se parecía a su dificultosa respiración.


Pedro la ayudó a salir del vestido con sus grandes manos y lo dejó caer sin contemplaciones a sus pies.


Paula se arrodilló en el borde del enorme colchón de dos metros cubierta sólo con un conjunto de lencería de color rojo cereza y un par finas medias que le llegaban hasta el muslo. El corazón le latía desbocado y temblaba de nervios como si tuviera un enjambre rabioso en el estómago. Se humedeció los labios resecos y permaneció totalmente quieta, observando a Pedro y esperando.


Él también se había quedado inmóvil, los ojos azules clavados en su rostro. Entonces terminó de desabrocharse los botones y se sacó los faldones de la camisa de los pantalones.


Se movía sin prisa, pero sin pausa. No tardó en quitársela y entonces hizo lo mismo con los pantalones. Como no había cinturón que aflojar, le bastó con un giro de la muñeca para soltar el botón y la cremallera.


Medio desnudo ya era bastante impresionante, pero desnudo por completo, era el objeto de las fantasías de cualquier mujer. Sus brazos y torso estaban bellamente esculpidos. El vientre totalmente liso descendía hasta unas estrechas caderas y unas piernas largas y musculosas.


Paula notó que se le aceleraba el pulso y se le secaba la boca, cuando centró la mirada en la zona que quedaba entre sus muslos. También era impresionante en ese sentido.


Como no sabía qué decir o hacer decidió quedarse donde estaba y esperar a que Pedro diera el primer paso.


No tuvo que esperar mucho. De una sola zancada se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos mientras la comía a besos.


Sus labios se amoldaban a la perfección, sus lenguas se entrelazaron y allí donde Paula notaba que su piel entraba en contacto con la de él, sentía como si la quemaran.


Paula le clavó los dedos en los hombros, arañándoselos ligeramente. Notó cómo Pedro manipulaba el broche del sujetador hasta que lo soltó. Tuvo que separarse de él, pero sólo lo justo para permitir que se lo quitara.


En vez de estrecharla nuevamente entre sus brazos, Pedro tomó sendos pechos en las palmas de las manos y jugueteó un poco con los pezones duros. Pero sin romper el beso en ningún momento.


Ella gimió en su boca y se pegó más a él, acariciando cada centímetro de carne dura y caliente a su alcance: los brazos, la espalda, los pectorales y los sensibles costados.


Entonces fue él quien dejó escapar un entrecortado gemido de deseo, cuando Paula le pasó las yemas de los dedos por el fibroso trasero y después continuó ascendiendo por la base de la espina dorsal con la punta de las uñas.


Paula casi sonrió. Percibía la desesperación que iba creciendo dentro de él, por la forma en que le apretó más los pechos y profundizó el beso, al tiempo que se pegaba más a ella, totalmente excitado.


Sin previo aviso, desenroscó las piernas de Paula de debajo de ella y la tumbó de espaldas sobre la cama. Acto seguido se puso encima, cubriéndola por completo con su cuerpo, mientras perfilaba con los labios el contorno de las mejillas, los párpados, la mandíbula y detrás de las orejas.


Al mismo tiempo, le fue quitando las medias, deslizándolas lentamente por los muslos y las pantorrillas hasta llegar a los pies. A continuación procedió a hacer lo mismo con las braguitas, y Paula levantó un poco las caderas para que le fuera más fácil, hasta que por fin quedó totalmente desnuda, y pudo sentir el cuerpo de Pedro en los lugares más oportunos.


Pedro posó la boca en la garganta de Paula y empezó a lamerla y a chuparla y a gemir, provocándole escalofríos de placer que la sacudieron hasta lo más profundo de su ser, al tiempo que la atraía hacia él sujetándola por las nalgas, haciendo que Paula se encendiera al sentir su erección y todo su cuerpo se derritiera de deseo.


—Eres tan hermosa —murmuró él, besándola por todas partes—. Más de lo que imaginaba. Y mucho más de lo que hubiera podido fantasear en las últimas semanas.


Ella sonrió y le acarició el pelo mientras disfrutaba con la ronca declaración, aunque se lo hubiera dicho a un millón de mujeres antes que a ella. Aquello no se trataba de compromiso o sinceridad. Se trataba sólo de lujuria, deseo e indecible placer, por fugaz que fuera.


—Tú tampoco estás mal —respondió ella, recordando la multitud de sueños eróticos que había tenido con él desde que llegara al palacio.


Sonriendo ampliamente, Pedro levantó la cabeza y la miró. Se inclinó y la besó apasionadamente y entonces se apartó y la miró con expresión seria.


—Dime que me deseas —exigió.


Ella lo contempló un momento, sin apartar los ojos de los suyos. Era más guapo de lo que un hombre merecía ser, y cuando la hacía objeto de todas sus atenciones, la hacía sentir como si fuera la única mujer en el mundo. Al menos la única que le interesaba.


Y en ese momento, eso era lo único que importaba.


—Te deseo —susurró, abrazándolo con brazos y piernas para que no pudiera separarse de ella—. Hazme el amor, príncipe Nicolás Pedro Alfonso.





EN SU CAMA: CAPÍTULO 24

 


Recorrieron el camino hasta su habitación en silencio, y le sorprendió notar que era un silencio cómodo. Tal vez se debiera a que había sido un día muy largo y ajetreado, y estaba demasiado cansada para pensar en algo que decir o hacer. Y tampoco parecía preocuparle lo que Pedro pudiera hacer o decir.


Cuando llegaron, Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para que entrara ella primero. Paula atravesó el salón a oscuras y se acercó a encender la lámpara que había en una mesita, derramando su luz dorada por el espacio circundante.


Se irguió entonces y al girarse estuvo a punto de chocar con Pedro, que se le había acercado por detrás en silencio y en esos momentos se encontraba a escasos centímetros de ella. Por un momento, se quedó sin saber qué hacer o decir. Contuvo la respiración y notó que el corazón empezaba a latirle como si fuera un tambor.


Tragó el nudo provocado por los nervios y abrió la boca para hablar, aunque no tenía ni idea de qué quería decir.


Aunque tampoco tenía mucha importancia, porque antes de que pudiera emitir sonido alguno o lograra que su cerebro diera las órdenes necesarias. Pedro ahuecó la palma de la mano contra su nuca y hundió los dedos entre sus cabellos. Tiró suavemente de ella y Paula accedió de buen grado, como una marioneta dirigida por hilos.


Sus miradas se encontraron, y en el breve segundo que transcurrió, Paula vio pasión, fuego y deseo en los ojos de él, sentimientos que hicieron que el corazón le diera un vuelco y se sintiera ligeramente mareada.


A continuación Pedro se inclinó y la besó.


En el momento que sus labios entraron en contacto, fue como si la tierra se pusiera a girar enloquecidamente sobre su eje. Paula jamás había sentido un calor y una electricidad semejantes, jamás había experimentado un anhelo tan increíble y abrumador.


Pedro le presionó la nuca con más fuerza. Ella lo sujetaba por los hombros, clavándole los dedos. No le parecía que lo tuviera lo bastante cerca.


Su aroma penetró a través de las aletas de la nariz, especiado y masculino, mientras su lengua exploraba cada rincón de su boca. Sabía igual que olía.


Ella le devolvió el beso con idéntico fervor, deleitándose en la manera en que el contacto con él le invadía los sentidos.


Justo cuando ya creía que iba a morirse de placer, Pedro se separó.


—Dime que no —le susurró con voz estrangulada muy cerca de sus labios—. Dime que me vaya. Dime que no deseas que ocurra esto.


Entonces la besó de nuevo, un beso rápido, aunque no por eso menos apasionado.


—Vamos, Paula —la incitó él con suavidad—. Dímelo.


Paula sabía lo que pretendía Pedro. La estaba desafiando a mantenerse fiel a sus principios: no acostarse con él mientras estuviera de visita en Glendovia, no dejarse seducir.


Pero que Dios la ayudara, no podía. Deseaba a Pedro demasiado para seguir negándoselo. Para seguir rechazándolo.


Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. Al instante, se vio envuelta en la misma ola de fuego abrasador, y, con un suspiro, susurró: —No te detengas. No te vayas. Deseo esto tanto como tú.


Esperaba que Pedro sonriera, su modo de decirle de forma engreída y jactanciosa que había sabido que ganaría a su particular juego del ratón y el gato desde el principio.


Pero no sonrió. En su lugar, sus ojos brillaron enardecidos y al momento los entornó peligrosamente.


Se inclinó levemente sobre ella y la tomó en sus brazos, vestido de fiesta, tacones y todo, y se dirigió con paso resuelto al dormitorio, cerró la puerta con el pie y se acercó hasta la amplia cama con dosel



domingo, 18 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 23

 


La velada terminó tarde, pero Paula acompañó a todos los invitados a la salida, feliz al comprobar que la mayoría se marchaba con una gran sonrisa en los labios. Y mejor aún, la señora Vincenza le había informado con gran alborozo que había recibido varias contribuciones muy generosas a lo largo de la noche y la promesa de que aún llegaría alguna otra.


Ver cómo Santa Claus repartía regalos entre los niños había tenido en los corazones de los presentes el efecto que Paula esperaba. Se había fijado en que a más de uno se le habían llenado los ojos de lágrimas durante el reparto de regalos, y en que varios habían acompañado a los niños a sus habitaciones a la hora de irse a la cama.


Aunque no hubiera sido su principal objetivo, Paula esperaba que la fiesta terminara en forma de las adopciones, que hacían tanta falta como las aportaciones.


Ahogando un bostezo con su cartera de mano, observó cómo se cerraba la puerta detrás del último de los invitados momentos, antes de percibir la presencia de Pedro a su lado.


Aunque no le sorprendió haber percibido su presencia antes de verlo siquiera, sí le resultó preocupante. No quería percibirlo. No quería creer que hubieran llegado a estar tan unidos en tan poco tiempo, y menos aún cuando se había pasado las últimas tres semanas evitándolo.


Aunque tampoco podía decirse que hubiera tenido mucho éxito. Había comprendido que Pedro tenía la habilidad de estar presente allí donde ella iba, tanto si ésta quería como si no.


Con todo, tenía que admitir que había sido una baza importante para la fiesta. No sólo había conseguido que los presentes se relajaran hasta el punto de bailar al son de los villancicos, sino que había pasado toda la velada recorriendo el salón estrechando manos, besando mejillas y ensalzando la labor del orfanato al que tachaba de labor benéfica encomiable.


Y lo admiraba por ello. Por preocuparse por el hogar infantil y por hacer que la gala para recaudar fondos hubiera resultado un éxito.


Glendovia era su país, y la había contratado para trabajar para él. Pero parecía saber que se iba a tomar su trabajo organizando labores benéficas muy en serio. Parecía saberlo y, a su manera, parecía importarle.


Aquello la conmovió más que una docena de rosas, un centenar de copas de champán o mil cenas románticas.


Tal vez hubiera cometido un error en la manera de aproximarse a ella invitándola a su cama antes de conocerla, pero desde entonces había rectificado.


Cuando la tomó del codo, sintió el ya familiar hormigueo allí donde su piel entraba en contacto con los dedos de él.


—¿Nos vamos? —preguntó.


Ella asintió y dejó que Pedro le colocara el chal que llevaba sobre los hombros, antes de conducirla hasta la limusina que los esperaba fuera.


Pese a lo tarde que era, un montón de paparazzi aguardaba todavía para sacar las últimas fotos de la familia real a la salida de la gala. Los flashes la cegaban. Se alegró cuando la puerta del coche se cerró tras ella, bloqueando la presencia de los molestos fotógrafos.


Cuando llegaron al palacio, todos se dieron las buenas noches y se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Paula les deseó a todos las buenas noches y echó a andar hacia el ala en la que se encontraba su habitación.


—Te acompaño —dijo Pedro, alcanzándola y haciendo que enlazara el brazo con el suyo.


Paula comenzó a decir que no hacía falta que la acompañara, pero se lo pensó mejor al ver que los padres y los hermanos de Pedro no estaban tan lejos como para no oírla. De modo que inclinó la cabeza, aceptó el brazo y murmuró:—Gracias.