sábado, 19 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 22

 


Debía alejarse de él, le decía una prudente vocecilla interior. Pero no podía marcharse. ¡Tenía que cuidar de Julián y de Teo!


—Hola, doctor Alfonso.


Como salidas de ninguna parte, aparecieron dos larguiruchas adolescentes con sendos biquinis y colocaron sus toallas cerca del médico.


—Tenía razón sobre la gripe de mi hermano —comentó una de ellas con una enorme sonrisa—. Le desapareció al día siguiente.


Paula suspiró, agradeciendo al cielo aquella aparición. Aunque la piscina estaba llena de gente, se había sentido muy sola estando con aquel hombre a su lado.


—Ohh, ¡por favor, no me hables de la gripe! —exclamó la otra. Le dio un golpe a su amiga con una revista y ambas se echaron a reír—. ¿No le pone enfermo tener que estar viendo siempre a gente enferma?


A Paula le divertía verlo acorralado y al mismo tiempo se alegraba de contar con aquella oportunidad para recobrar la compostura.


Las chicas continuaron preguntándole a qué velocidad podía navegar su lancha y qué nombres les había puesto a sus caballos.


Paula lo escuchaba responder más atenta a su voz que a sus palabras. Pero bastaba su voz para que se excitara de una forma desconcertante, de manera que decidió desconectar y prestar más atención a los bañistas.


Se obligó a abrir los ojos y buscó a Teo y a Julian con la mirada. Estaban jugando a la pelota junto a otros niños.


—Eh, doctor Alfonso, le leeré el horóscopo —ofreció una de las adolescentes, mientras abría la revista—. ¿Qué signo es?


—Leo.


La jovencita leyó en voz alta y Paula volvió a cerrar los ojos. Leo, había dicho. Se imaginaba a un enorme león, un león de pelo brillante, musculoso... con la mirada más peligrosa de la jungla.


—Creo que deberíais leer el horóscopo de la señorita Flowers también —sugirió Pedro con voz acariciadora.


—¿La señorita Flowers?


Las dos chicas la miraron un poco avergonzadas. Paula no se había presentado a ninguna de las personas que estaban en la piscina, y tampoco a nadie del pueblo. Por las miradas que le dirigieron las chicas, descubrió que había despertado cierta curiosidad.


Pedro le dirigió una sonrisa, aunque Paula tuvo la sensación de que le costaba hacerlo.


—¿Qué signo es usted, señorita Flowers?


¿Qué signo? Paula no lo sabía. El desconcierto le hizo sonrojarse, hasta que se dio cuenta de que nadie podía saber si decía la verdad o no y escogió uno al azar.


—Géminis.


La jovencita pelirroja leyó lo que decía la revista: iba a ganar mucho dinero, tenía una importante carrera profesional por delante y un posible romance.


Paula le dio las gracias y volvió a apoyar la cabeza en la tumbona. Todo parecía evidenciar que se había equivocado de signo.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 21

 


Al cabo de unos segundos, Pedro se inclinó hacia adelante, abrió una pequeña nevera y sacó una botella de agua con gas.


—¿Quieres?


—No, gracias —la negativa le salió automáticamente.


Estaba ya entrenada para rechazar cualquier ofrecimiento que pudiera conducirla a una posible familiaridad.


Pero mientras lo veía abrir la botella y tomar un trago, se dio cuenta de lo seca que tenía la boca desde que había terminado el refresco. Sabía además que tenía que beber mucho agua. Desde la vista a la consulta, había intentado ingerir más líquido del que consumía normalmente y había advertido una gran mejoría. Los mareos eran cada vez menos frecuentes.


Reclinado a su lado en su tumbona, el médico cerró los ojos. Su piel bronceaba brillaba bajo el sol de la tarde, rezumando una esencia que mezclada con el olor del protector solar resultaba poderosamente atractiva.


Paula cerró los ojos para saborear aquel olor y encontró serias dificultades para abrirlos de nuevo. Si no hacía algo que la despejara por completo, iba a quedarse completamente dormida.


Obligándose a actuar, se incorporó y se acercó a la piscina. Pero lo hizo de forma tan rápida, que la asaltó una desagradable oleada de mareo. Tuvo que agarrarse a la escalerilla de la piscina para sostenerse. Ante ella, los niños gritaban y se salpicaban furiosos, pero Paula no estaba en condiciones de poner fin a su pelea.


Se arrodilló al borde de la piscina y metió la mano en el agua. Cerró los ojos y se refrescó la cara y los hombros.


Aliviada por el agua fresca, volvió a hundir la mano para mojar en aquella ocasión su cuello y su pecho. El agua fría descendió por sus senos, haciendo endurecerse sus pezones.


La sensualidad del gesto hizo aparecer en su mente el rostro de Pedro Alfonso y prácticamente sin darse cuenta se volvió hacia él.


Ya no tenía los ojos cerrados.


La estaba mirando. Y de forma muy intensa. Estaba siguiendo con la mirada el camino que las gotas de agua recorrían sobre el cuerpo de Paula para detenerse en sus pezones erguidos.


El deseo que transmitía su mirada dejó a la joven sin respiración.


Paula desvió la mirada. Con aquel bañador beige se sentía como si estuviera desnuda. Sobre todo desde que Pedro había llegado.


Y en las partes más íntimas de su cuerpo, comenzaba a sentir una peculiar vibración. Sonrojada por el fuego que el médico había encendido en su interior sólo con una mirada, regresó a su tumbona. Evitó mirar a Pedro mientras se acercaba, aunque no habría sido más consciente de su presencia si el médico se hubiera acercado y hubiera acariciado sus pezones con las manos.


Se tumbó y cerró los ojos, pero cada latido de su corazón la empujaba a seguir pensando en Pedro. ¿Continuaría mirándola todavía?


Tenía que saberlo. Así que abrió ligeramente los ojos e intentó mirarlo furtivamente.


No, ya no tenía los ojos fijos en ella. Estaba con la mirada perdida y los labios apretados en una dura línea.


—Eso debería ser ilegal —protestó.


Paula sintió que se desataba un incendio en su interior. La química que chisporroteaba habitualmente entre ellos se tornó repentinamente en explosiva.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 20

 



Tras haberse abierto camino a través de montones de niños alborotadores, acompañados de sus madres, la tumbona se convirtió para Paula en un glorioso refugio. Un lugar en el que podía tumbarse, aunque sólo fuera durante unos minutos mientras vigilaba el baño de los pequeños.


Esperaba que no volvieran a pelearse. Durante la clase de golf, Julián, el de diez años, había asestado un golpe supuestamente accidental a su hermano pequeño. Teo se había vuelto entonces contra él como un toro furioso y habían comenzado a golpearse.


Si hubiera dormido mejor durante la noche anterior, habría conseguido controlar a los niños, se lamentó. Afortunadamente, en la piscina contaba con la ayuda de una socorrista para mantener a las criaturas en su sitio.


Mientras intentaba mantener los ojos bien abiertos a pesar de su agotamiento, deseó no estar tan cansada. Esperaba que la dosis de cafeína de su refresco le hiciera rápidamente efecto.


Era un refresco de cola especial, diez veces más fuerte que el café, o por lo menos eso era lo que el profesor de golf le había dicho. Había notado que se estaba durmiendo durante la clase y le había tendido una botella que ella no se había sentido capaz de rechazar.


Se llevó de nuevo la botella a la boca y dio los últimos tragos. Tenía que despejarse como fuera. Aquella noche no había podido dormir mucho. Las pesadillas habían vuelto a despertarla otra vez. En medio de la noche, se había despertado sentada en la cama, temblando horrorizada. Un fantasma sin rostro había estado siguiendo sus pasos entre una multitud de extraños, acercándose cada vez más a ella.


A partir de entonces, no había vuelto a conciliar el sueño. Teo y Julián habían ido a despertarla casi al amanecer, pidiéndole huevos y tortitas. Mientras preparaba el desayuno, Laura le había preguntado con fingida amabilidad: «Paula, ¿estás segura de que no estás demasiado cansada para batir esos huevos? Quizá deberías prolongar tus vacaciones».


Detrás de su sarcasmo, se escondía un claro mensaje: tendría que trabajar el doble por el trabajo que no había hecho el día anterior. Y la verdad era que no le importaba, pero sentía que le flaqueaban las fuerzas tras tantas noches de insomnio. Mientras tanto, los perros habían comenzado a pelearse una vez más. En medio de la batalla, la enfermera había aparecido para hacer una «visita informal». Laura se había sorprendido, lo que quería decir que Gladys no pasaba por allí demasiado a menudo. Sus sospechas se habían visto confirmadas cuando Gladys había comenzado a preguntarle por su salud.


Y el hecho de que Pedro mandara a su enfermera a vigilarla la había puesto furiosa. ¡Pedro estaba poniendo en peligro su trabajo!


Cerró los ojos para protegerse del sol, intentando no pensar en él, ni en que había pasado la noche anterior con Laura y tenía una nueva cita para aquel día. La relación de Pedro con Laura no le incumbía en absoluto.


Oyó que alguien se sentaba cerca de ella y escuchó al momento unas voces femeninas dándole a un recién llegado un caluroso recibimiento.


—Qué sorpresa verlo por aquí, doctor. ¿Cómo es que no está pescando en el lago?


Paula se tensó inmediatamente. ¿Realmente habría oído la palabra «doctor», o su resentimiento hacia el médico le hacía tener ilusiones auditivas?


Pero una voz grave y profunda le hizo abrir bruscamente los ojos. Al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el mismísimo doctor Alfonso en bañador.


—Buenas tardes, señorita Flowers —se sentó cerca de ella, extendiendo sus piernas cuan largas eran. Llevaba un bañador azul y unas sandalias, nada más, lo que dejaba su ancho y musculoso pecho completamente desnudo. La luz del sol iluminaba su pelo.


Pedro la miró a los ojos y sonrió. Paula cerró los ojos y gimió.


—Quería disculparme por lo de anoche —le dijo el médico, bajando la voz de manera que sólo ella pudiera oírlo—. Sé que te afectó mucho mi intervención. Pero no lo hice con mala intención.


Paula no quería hablar con él. Su cercanía comenzaba a hacer ya estragos en ella. Su bañador, un modesto modelo de color beige, de pronto se le antojaba demasiado revelador.


—Le pedí que se mantuviera alejado de mí —lo amonestó con un tenso susurro.


—Ésa es otra de las cosas de las que quería hablarte. He estado pensando en lo que me dijiste, y he comprendido que tenías razón —vaciló un momento y desvió la mirada desde sus ojos hasta su boca—. No podemos tener ningún tipo de relación.


Paula intentó disimular su sorpresa. Después de lo que había ocurrido la noche anterior y de la aparición de Gladys de aquella mañana, no esperaba que la victoria fuera a ser tan fácil.


Y mucho menos el dolor que le produjo. ¿Qué le habría hecho cambiar de opinión? ¿La noche que había pasado con Laura?


—Así que, ya ves, no tienes por qué evitarme, ni correr cada vez que me veas aparecer. Tal como le has sugerido a Gladys esta mañana, a partir de ahora me ocuparé de mis asuntos.


—Gracias —contestó Paula con una extraña tensión.


Pedro permaneció en silencio y Paula volvió la cabeza para vigilar a los niños. Estaban chapoteando al final de la piscina. Eso era lo único que tenía que hacer, se dijo: cuidar a los niños y no pensar en lo repentinamente sola que se sentía en el mundo.


—Si quieres, puedo cambiarme ahora mismo de sitio —le ofreció el médico.


—Puede sentarse donde quiera, doctor Alfonso.


Cruzaron de nuevo las miradas. Paula por un momento creyó que el médico iba a pedirle que lo llamara Pedro. Pero no lo hizo. Se limitó a apretar los labios y desviar la mirada hasta el otro extremo de la piscina.


Y Paula tuvo una irracional sensación de pérdida.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 19

 


Por la mañana, Pedro creía haber recuperado la cordura. Fuera lo que fuera lo que Paula ocultaba, aquella mujer era una complicación viviente que ya le había costado demasiadas noches de insomnio. Además, pensaba abandonar Sugar Falls al cabo de unos cuantos meses.


Lo que tenía que hacer era intentar superar su absurdo encaprichamiento. Y persiguiéndola lo único que iba a conseguir era poner en peligro otras posibles relaciones; un movimiento muy poco inteligente para un hombre soltero en un lugar tan pequeño.


El problema era que además estaba seriamente preocupado por su salud. Era cierto que tras la cena la había visto al borde del desmayo.


Cuando estuvo más cerca de su casa, pudo ver a Gladys esperándolo cerca del establo, apoyada en su viejo Chevy con una mueca de desaprobación. Ella no comprendía que dedicara las mañanas de los sábados a atender a gente «demasiado terca para acercarse por sí misma al médico». Y tampoco entendía el estilo de vida que aquellos locos por la naturaleza habían escogido, prescindiendo incluso de la electricidad y el agua corriente. La mayor parte de ellos eran viejos hippies, artistas y músicos que se habían instalado en las Rocosas de Colorado en los sesenta, educando a sus hijos en el amor a la naturaleza, al arte y al rock and roll. Y no sólo no habrían acudido a su consulta, sino que ni siquiera habrían aceptado sus visitas si no lo hubieran considerado como a un igual. Porque Pedro comprendía perfectamente el orgullo de aquellas gentes. Al fin y al cabo, sus padres habían compartido sus ideales y su proyecto vital.


—¿Qué has traído hoy a casa, hombre-médico? —bromeó su enfermera—. No oigo ningún graznido, así que supongo que esta vez nadie te ha pagado con un pollo.


Pedro sonrió, y se echó el sombrero hacia atrás mientras detenía a su caballo.


—No, pero traigo una flauta de madera hecha a mano y unas truchas frescas. Ah, y tengo esto para ti —hundió la mano en las alforjas y le tendió una hogaza de pan—. ¿Has ido a ver a Paula Chaves?


—Sí, he pasado por casa de Laura, y Paula no estaba en la cama. Estaba trabajando.


—¿Haciendo qué?


—Cuando he llegado, estaba preparando el desayuno. Después, ha ido a separar a los perros, que estaban peleándose. Y cuando me iba, Laura estaba amenazando con deshacerse de uno de los perros, los niños estaban chillando y Paula tenía en brazos al Shih Tzu mientras intentaba convencer al caniche de que dejara de esconderse debajo del porche.


Pedro se olvidó de su enfado al recrear aquella imagen. Al parecer, a Paula le gustaban muchos los animales. Había albergado la esperanza de averiguar que los odiaba, o que odiaba a los niños, cualquier cosa que pudiera empañar su atractivo.


—Esa chica estaba pálida como un fantasma —continuó diciendo Gladys—. Pero me dijo que estaba perfectamente y que deberías meterte en tus propios asuntos —se interrumpió y lo miró con expresión especulativa—. Es una suerte que no sea paciente nuestra.


Pedro apretó con fuerza las riendas mientras conducía al caballo hacia el establo. Gladys tenía razón, no tenían por qué preocuparse por Paula. ¿Por qué no se la sacaba de una vez por todas de la cabeza?


—Se ha ofrecido a llevar a los niños a la clase de golf esta tarde —añadió la enfermera—. Y después los acompañará a la piscina.


El enfado de Pedro crecía por momentos: estaba furioso con Paula, por su terca negativa a quedarse en la cama y con Laura, por no insistir en que lo hiciera.


—Supongo que esta noche también se quedará cuidando a los niños mientras vas al baile con Laura —comentó Gladys—. Ahora tengo que irme. Les he dicho a mis nietos que los llevaría al lago. ¿Te apetece venir?


—Sería divertido —contestó Pedro—. Pero tengo otros planes para esta tarde.


—¿Ah, sí?


Pedro desvió la mirada. No tenía ninguna intención de decírselo. Pero ante el expectante silencio de Gladys, terminó confesando:—Pensaba pasarme por el club, a jugar al tenis, o al golf.


—¿O a darte un baño en la piscina?


—Ahora que lo mencionas... la verdad es que es una idea bastante refrescante.




viernes, 18 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 18

 

Con el rostro protegido del sol del mediodía por un sombrero vaquero, Pedro guiaba a su yegua por las laderas de las montañas. Al cabo de unos minutos, la urgió a trotar hasta un prado.


Durante aquel mes de mayo, estaba haciendo tal calor que los campos ya estaban cubiertos de flores. Pedro saboreó con deleite la rica fragancia de la vegetación, el canto de los pájaros y aquel calor denso y húmedo como el del verano, alegrándose de haber terminado las visitas de los sábados por la mañana.


La mayor parte de las familias que visitaba en las montañas estaban fuera, lejos de sus aisladas cabañas, probablemente refrescándose en alguna poza. Sólo había encontrado en ellas a ancianos y enfermos.


Mientras se acercaba a su casa, Pedro se preguntó si habría vuelto ya Gladys de la visita que había hecho en su lugar. Le había prometido llevarle un pan casero si se dejaba caer como por casualidad por casa de Laura y se aseguraba de que Paula Flowers estaba bien. Conociendo a Gladys, estaba seguro de que pronto habría conseguido entablar conversación con la joven.


A través de Laura, no había podido conseguir demasiada información sobre ella. Lo único que había averiguado era que Paula era prima de Ana Tompkins y tenía previsto pasar el verano en Sugar Falls, quizá también el otoño. Por algunas pistas que Ana le había dado, Laura deducía que Paula acababa de divorciarse.


Pedro esperaba que Laura estuviera equivocada, por el bien de Paula, claro. Una de las mujeres con las que había salido en Boston estaba recientemente divorciada y se pasaba todo el tiempo recordando las traiciones de su ex marido. Para enredar más la situación, cuando su ex marido regresaba a la ciudad lo dejaba dormir en su casa. La situación había llegado a complicarse de tal manera para Pedro que éste se había jurado no volver a acercarse jamás a una mujer divorciada. Y no porque aquella mujer le hubiera roto el corazón. La verdad era que jamás había estado suficientemente enamorado como para que alguien hubiera podido tener ese tipo de poder sobre él.


Sin embargo, tenía que admitir que últimamente su estabilidad emocional se había visto seriamente afectada. Pasaba demasiado tiempo intentando encontrar respuestas a preguntas sobre Paula Flowers.


Era obvio que aquella mujer estaba intentando esconder algo. Había escrito un número de teléfono falso en el formulario y la noche anterior, mientras le decía con la mirada y con su caricia que lo deseaba, le había pedido que se alejara de ella, porque no podía tener ningún tipo de relación con él.


¿Pero por qué?



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 17

 


Para cuando Paula llegó de nuevo a la casa, la niebla se había transformado en una helada llovizna, provocándole un intenso temblor. La joven habría dado cualquier cosa por que la cena hubiera terminado para poder correr a refugiarse en la habitación que le habían asignado en el ático.


Pero al llegar a la cocina, estuvo a punto de chocarse con Laura, que parecía haber estado esperándola, dispuesta a abalanzarse sobre ella.


—Ah, así que estás aquí. Te he estado buscando por todas partes —la examinó sin disimular su desaprobación—. Estás empapada. ¿Dónde te has metido?


—He salido. Necesitaba un descanso.


—¿Un descanso? Ya entiendo. ¿Has ido a encontrarte quizá con uno de mis invitados? ¿Con el caballero que estaba sentado a mi lado en la mesa?


—No, no lo he hecho —no podía arriesgarse a decirle a Laura la verdad, y esperaba que ésta nunca adivinara su pequeña mentira.


Laura pareció un tanto apaciguada.


—Supongo que sabes de quién estoy hablando. Me refiero al doctor Pedro Alfonso.


—Sí, ya lo sé.


—¿Entonces lo conoces?


—De vista, supongo.


Laura se permitió el lujo de una sonrisa.


—Supongo que se ha retirado para hacer una llamada. Ése es uno de los inconvenientes de salir con un médico... Siempre parecen estar trabajando.


Paula tomó buena nota de lo que Laura le estaba diciendo: estaba saliendo con él. Al parecer, había advertido la atención que éste le había prestado en la mesa. Era una suerte que no lo hubiera visto en el jardín, susurrándole que la deseaba, o posando las manos en sus hombros y mirándola como si pretendiera besarla hasta hacerle perder el sentido.


Al recordarlo, una oleada de calor reconfortó su cuerpo helado. Por lo menos ya sabía que la atracción que sentía hacia él era correspondida. Pero aun así, no podía permitirse el lujo de dejarse arrastrar por su deseo.


Y aunque pudiera, haría bien en mantenerse a cierta distancia de él. Por lo que sabía, Pedro era capaz de dedicarse a halagar y seducir a mujeres tan vulnerables como ella mientras se citaba con damas de la alta sociedad como la propia Laura.


—André se preocupó al no encontrarte —continuó diciendo Laura—. Ahora está sirviendo las copas y después se marchará. Tú te encargarás de recoger y fregar los platos.


Aferrándose a la encimera de la cocina, Paula intentó combatir la fatiga que amenazaba con rendirla. Aquel día había comenzado a trabajar a primera hora de la mañana y apenas había podido parar para comer. La verdad era que tampoco tenía hambre. Tenía el estómago hecho un nudo, sentía una desagradable pesadez en los ojos y le dolía la cabeza.


Si por lo menos pudiera descansar por las noches, los días no le resultarían tan agotadores. Pero las preguntas y las pesadillas se negaban a darle descanso. Quizá aquella noche fuera diferente. Quizá aquella noche pudiera dormir.


—¿Le importaría que lo dejara para mañana? —osó preguntar—. Será lo primero que haga nada más levantarme.


—¿Quieres decir que vas a dejar todos estos platos sucios en la cocina durante toda la noche?


A Paula se le cayó el corazón a los pies. Evidentemente, Laura no estaba dispuesta a hacerle ningún favor. Y ella no pensaba rebajarse a pedírselo otra vez. No quería darle esa satisfacción. Recogería hasta la última miga aquella misma noche, aunque no le quedara siquiera tiempo para dormir.


—Le pagaré a André un dinero extra para que se ocupe de ello —una voz brusca y profunda, llegada desde la puerta de la cocina hizo que ambas mujeres volvieran la cabeza—. Oh, si no, puedo hacerlo yo mismo.


—¡Pedro! —Laura se sonrojó violentamente. Se llevó la mano a la cara, intentando disimular su embarazo—. No seas tonto, ¿por qué ibas a tener que...? —pero se interrumpió bruscamente al mirarlo a la cara.


Pedro permanecía apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos de los pantalones y el pelo brillante por la humedad.


La mirada de Laura voló de nuevo hacia Paula, cuyas ropas estaban también empapadas. Nadie habría podido dudar que habían estado fuera. Y, más que probablemente, juntos.


—No hace falta ser un genio de la medicina para darse cuenta de que esta mujer está al borde del desmayo —argumentó Pedro, sin apartar la mirada de la de Paula—. Sugiero que se tome un par de días libres y los pase descansando en la cama. Además, tiene que tomar una buena dosis de líquidos y vitaminas. Es obvio que no está lejos de la extenuación física.


—Extenuación física —repitió Laura—. No tenía ni idea —dijo mostrando un nuevo interés—. ¿Es una de tus pacientes, Pedro?


—¡No! —consiguió exclamar por fin Paula—. No soy paciente suya —en ese momento se dio cuenta de que acababa de echar a perder la única excusa que podía justificar que hubieran estado hablando juntos en el jardín—. Bueno, técnicamente no soy paciente suya. Yo fui a ver al doctor Brenkowski, pero está fuera —lo último que pretendía confesarle a Laura era que estaba enferma—. Pero no tengo ningún problema, estoy perfectamente.


—Quizá no, pero hasta que regrese Brenkowski, me corresponde a mí hacerme cargo de sus pacientes.


—Usted no es mi médico, y nunca lo será.


—¡Paula! —la amonestó Laura—. ¡No olvides tus buenos modales! Al fin y al cabo, Pedro es mi invitado.


Ignorando la interrupción de Laura, Pedro se acercó a Paula.


—Ignora mi consejo, querida, y terminarás en una de las camas de mi clínica.


—Oh, Dios mío —musitó Laura—. No querríamos que ocurriera algo así.


—Yo no me llamo «querida» —se daba cuenta de que se estaba aferrando a su último recurso para defenderse, pero no le importaba.


Quizá no le hubiera molestado tanto aquella palabra si no la hubiera hecho sonar con tanto afecto. Se sentía demasiado vulnerable a cualquier gesto de cariño.


—Vete a la cama, Paula —le ordenó—, y quédate allí.


—Claro que sí, vete a la cama —insistió Laura. Sus ojos verdes resplandecían con lo que podía pasar como cierta preocupación—. Ya nos ocuparemos de los platos André o yo. Tú concéntrate en cuidar de ti misma, ¿quieres?


Comprendiendo que aquella era una batalla perdida, y sin estar muy segura de en qué consistiría exactamente la victoria, Paula alzó la barbilla y se dirigió hacia su dormitorio. Desde el pasillo, oyó a Pedro llamando a André y comentándole algo a continuación.


—Olvídate de tu dinero, Pedro —le advirtió Laura—. Yo le pagaré.


—Déjame hacerlo a mí. Considéralo una forma de recompensarte por mi escapada —la voz de Pedro contenía una sonrisa. Y Paula se imaginaba que bastante seductora—. Apenas hemos tenido tiempo para hablar.


Paula se aferró a la barandilla de la escalera y comenzó a subir a toda velocidad. Así que Pedro iba a pasar la noche con Laura, se dijo. Quizá hasta la mirara de la misma forma que la había mirado a ella, y susurrara las mismas tonterías románticas.


La idea la molestaba mucho más de lo que debería. Sobre todo porque la única certeza que tenía sobre Pedro Alfonso era que para ella representaba un peligro emocional, social y económico. Bastarían unas cuantas palabras del médico para que comenzaran a correr rumores sobre ella por toda la localidad. Y le bastaba imaginarse a todo el pueblo intentando meterse en su vida para que se renovara el miedo que había estado intentando aplacar.


Y, definitivamente, Pedro representaba un peligro para su trabajo, un trabajo que ella necesitaba de forma desesperada. Sin casa, sin coche, sin informes, sin cartilla de la seguridad social y sin ahorros se encontraría en una situación muy difícil si la echaban. Especialmente estando Ana fuera.


De modo que, aunque tuviera que tragarse su orgullo, tendría que convertir en una prioridad el ganarse la confianza de Laura. Evitar la presencia del doctor Alfonso en su vida era imprescindible para ello.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 16

 


Se hizo un silencio absoluto entre ellos. Pedro habría jurado que podía oír los acelerados latidos del corazón de la joven. O quizá fueran los de su propio corazón... o los de ambos corazones latiendo al unísono.


Paula le dirigió una solemne mirada.


—¿Y usted por qué no quiere que yo sea su paciente?


—Porque —contestó él, sin poder evitar una ligera ronquera en su voz—, te quiero para otra cosa.


Aquella admisión pareció materializarse entre ellos, cargando el ambiente de una electricidad tan inasible como la niebla, pero no por ello menos real.


Paula volvió a ponerse en guardia.


—Entonces el problema es fácil de solucionar. Lo único que yo busco es un médico. Si me disculpa, tengo trabajo que hacer —y se movió con intención de pasar por delante de él.


Pedro comprendió que acababa de cometer un error táctico: le había dado una razón muy concreta para evitarlo.


—Paula —le bloqueó el paso y, en un impulso, la agarró por los hombros, intentando impedir que escapara una vez más—, no estaba intentando declararme, lo único que pretendía era ser sincero. ¿No puede haber por lo menos eso entre nosotros? No te estoy pidiendo nada más, sólo un poco de sinceridad.


Paula no se apartó de él, tal como Pedro en el fondo esperaba. Y tampoco le pidió que la dejara. Continuó completamente quieta y alzó la cara hacia él, cautivada al parecer por lo que acababa de decirle.


—¿Sinceridad? —una pesarosa sonrisa suavizó sus labios—. Gracias por tu sinceridad, Pedro —a Pedro le encantó escuchar su nombre modulado por aquella voz, pero apenas tuvo tiempo de saborear aquella sensación. Su atención se vio atrapada por la delicadeza de su mirada. Una delicadeza que magnificaba su ya seductora belleza—. Me siento halagada al saber que no soy la única que siente esta... esta química que hay entre nosotros.


Antes de que Pedro hubiera podido recuperar la voz, la mirada de Paula se posó en su boca y la joven alzó la mano para acariciar su rostro con una ternura exquisita.


—Pero no puedo tener ningún tipo de relación contigo. Así que, por favor, aléjate de mí.


Antes de que Pedro hubiera registrado totalmente el significado de sus palabras, se había separado de él y corría ya hacia el interior de la casa.


Pedro continuó mirándola fijamente, hechizado por la promesa que había encontrado en sus ojos, en su voz, en su cuerpo... y sorprendido por sus últimas palabras.


Sacudió la cabeza, intentando romper el sortilegio y esforzándose en encontrar algún sentido a lo ocurrido.


¿De verdad pensaba aquella mujer que iba a poder mantenerse apartado de ella después de haberle dejado disfrutar de la tierna sensualidad de su caricia?


Porque, si así era, Pedro iba a tener que añadir una palabra más a su diagnóstico: aquella mujer era una ilusa.