Se hizo un silencio absoluto entre ellos. Pedro habría jurado que podía oír los acelerados latidos del corazón de la joven. O quizá fueran los de su propio corazón... o los de ambos corazones latiendo al unísono.
Paula le dirigió una solemne mirada.
—¿Y usted por qué no quiere que yo sea su paciente?
—Porque —contestó él, sin poder evitar una ligera ronquera en su voz—, te quiero para otra cosa.
Aquella admisión pareció materializarse entre ellos, cargando el ambiente de una electricidad tan inasible como la niebla, pero no por ello menos real.
Paula volvió a ponerse en guardia.
—Entonces el problema es fácil de solucionar. Lo único que yo busco es un médico. Si me disculpa, tengo trabajo que hacer —y se movió con intención de pasar por delante de él.
Pedro comprendió que acababa de cometer un error táctico: le había dado una razón muy concreta para evitarlo.
—Paula —le bloqueó el paso y, en un impulso, la agarró por los hombros, intentando impedir que escapara una vez más—, no estaba intentando declararme, lo único que pretendía era ser sincero. ¿No puede haber por lo menos eso entre nosotros? No te estoy pidiendo nada más, sólo un poco de sinceridad.
Paula no se apartó de él, tal como Pedro en el fondo esperaba. Y tampoco le pidió que la dejara. Continuó completamente quieta y alzó la cara hacia él, cautivada al parecer por lo que acababa de decirle.
—¿Sinceridad? —una pesarosa sonrisa suavizó sus labios—. Gracias por tu sinceridad, Pedro —a Pedro le encantó escuchar su nombre modulado por aquella voz, pero apenas tuvo tiempo de saborear aquella sensación. Su atención se vio atrapada por la delicadeza de su mirada. Una delicadeza que magnificaba su ya seductora belleza—. Me siento halagada al saber que no soy la única que siente esta... esta química que hay entre nosotros.
Antes de que Pedro hubiera podido recuperar la voz, la mirada de Paula se posó en su boca y la joven alzó la mano para acariciar su rostro con una ternura exquisita.
—Pero no puedo tener ningún tipo de relación contigo. Así que, por favor, aléjate de mí.
Antes de que Pedro hubiera registrado totalmente el significado de sus palabras, se había separado de él y corría ya hacia el interior de la casa.
Pedro continuó mirándola fijamente, hechizado por la promesa que había encontrado en sus ojos, en su voz, en su cuerpo... y sorprendido por sus últimas palabras.
Sacudió la cabeza, intentando romper el sortilegio y esforzándose en encontrar algún sentido a lo ocurrido.
¿De verdad pensaba aquella mujer que iba a poder mantenerse apartado de ella después de haberle dejado disfrutar de la tierna sensualidad de su caricia?
Porque, si así era, Pedro iba a tener que añadir una palabra más a su diagnóstico: aquella mujer era una ilusa.
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