Por la mañana, Pedro creía haber recuperado la cordura. Fuera lo que fuera lo que Paula ocultaba, aquella mujer era una complicación viviente que ya le había costado demasiadas noches de insomnio. Además, pensaba abandonar Sugar Falls al cabo de unos cuantos meses.
Lo que tenía que hacer era intentar superar su absurdo encaprichamiento. Y persiguiéndola lo único que iba a conseguir era poner en peligro otras posibles relaciones; un movimiento muy poco inteligente para un hombre soltero en un lugar tan pequeño.
El problema era que además estaba seriamente preocupado por su salud. Era cierto que tras la cena la había visto al borde del desmayo.
Cuando estuvo más cerca de su casa, pudo ver a Gladys esperándolo cerca del establo, apoyada en su viejo Chevy con una mueca de desaprobación. Ella no comprendía que dedicara las mañanas de los sábados a atender a gente «demasiado terca para acercarse por sí misma al médico». Y tampoco entendía el estilo de vida que aquellos locos por la naturaleza habían escogido, prescindiendo incluso de la electricidad y el agua corriente. La mayor parte de ellos eran viejos hippies, artistas y músicos que se habían instalado en las Rocosas de Colorado en los sesenta, educando a sus hijos en el amor a la naturaleza, al arte y al rock and roll. Y no sólo no habrían acudido a su consulta, sino que ni siquiera habrían aceptado sus visitas si no lo hubieran considerado como a un igual. Porque Pedro comprendía perfectamente el orgullo de aquellas gentes. Al fin y al cabo, sus padres habían compartido sus ideales y su proyecto vital.
—¿Qué has traído hoy a casa, hombre-médico? —bromeó su enfermera—. No oigo ningún graznido, así que supongo que esta vez nadie te ha pagado con un pollo.
Pedro sonrió, y se echó el sombrero hacia atrás mientras detenía a su caballo.
—No, pero traigo una flauta de madera hecha a mano y unas truchas frescas. Ah, y tengo esto para ti —hundió la mano en las alforjas y le tendió una hogaza de pan—. ¿Has ido a ver a Paula Chaves?
—Sí, he pasado por casa de Laura, y Paula no estaba en la cama. Estaba trabajando.
—¿Haciendo qué?
—Cuando he llegado, estaba preparando el desayuno. Después, ha ido a separar a los perros, que estaban peleándose. Y cuando me iba, Laura estaba amenazando con deshacerse de uno de los perros, los niños estaban chillando y Paula tenía en brazos al Shih Tzu mientras intentaba convencer al caniche de que dejara de esconderse debajo del porche.
Pedro se olvidó de su enfado al recrear aquella imagen. Al parecer, a Paula le gustaban muchos los animales. Había albergado la esperanza de averiguar que los odiaba, o que odiaba a los niños, cualquier cosa que pudiera empañar su atractivo.
—Esa chica estaba pálida como un fantasma —continuó diciendo Gladys—. Pero me dijo que estaba perfectamente y que deberías meterte en tus propios asuntos —se interrumpió y lo miró con expresión especulativa—. Es una suerte que no sea paciente nuestra.
Pedro apretó con fuerza las riendas mientras conducía al caballo hacia el establo. Gladys tenía razón, no tenían por qué preocuparse por Paula. ¿Por qué no se la sacaba de una vez por todas de la cabeza?
—Se ha ofrecido a llevar a los niños a la clase de golf esta tarde —añadió la enfermera—. Y después los acompañará a la piscina.
El enfado de Pedro crecía por momentos: estaba furioso con Paula, por su terca negativa a quedarse en la cama y con Laura, por no insistir en que lo hiciera.
—Supongo que esta noche también se quedará cuidando a los niños mientras vas al baile con Laura —comentó Gladys—. Ahora tengo que irme. Les he dicho a mis nietos que los llevaría al lago. ¿Te apetece venir?
—Sería divertido —contestó Pedro—. Pero tengo otros planes para esta tarde.
—¿Ah, sí?
Pedro desvió la mirada. No tenía ninguna intención de decírselo. Pero ante el expectante silencio de Gladys, terminó confesando:—Pensaba pasarme por el club, a jugar al tenis, o al golf.
—¿O a darte un baño en la piscina?
—Ahora que lo mencionas... la verdad es que es una idea bastante refrescante.
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