Su naturaleza dulce y atenta fue demasiado para que un cínico y joven Pedro pudiera resistirse. Paula rompió sus muros defensivos, llegó a lo más profundo y vio cosas que las demás no podían ver. Había sido la única persona en el mundo, aparte de sus padres, a la que le había confiado sus más secretos sentimientos e ideas. Nunca habría creído que fuera capaz de hacerle lo que le hizo.
Un chorro de espuma le salpicó la cara. Podía recordar con la claridad del cristal aquella mañana después del baile de graduación en la que se había sentado patéticamente en el suelo de la cabaña, en el punto exacto donde habían hecho el amor. El saco de dormir entre las piernas mientras esperaba impaciente a que ella volviera, su mente tan llena de proyectos que no oyó el motor de los coches que se acercaron.
El sol acababa de salir cuando la puerta se abrió de un portazo y apareció el cuerpo voluminoso de Claudio Chaves. El odio en los ojos del viejo era fuerte, pero ni la mitad de amenazador que el bate de béisbol que blandía en las manos. Cuando la cara estragada de Pablo apareció detrás de su padre, Pedro pensó que estaba perdido.
Pero Claudio no usó el bate, no tuvo necesidad. Se plantó delante de él con las piernas abiertas, golpeando el bate contra la palma de su mano mientras hablaba con tanta suavidad como si se encontrara en la iglesia.
—Este es el final de la carrera, muchacho, el final. Tienes una hora para salir de Lenape Bay, o haré que te metan en la cárcel tan rápido que tu cabeza de niño bonito no sabrá ni dónde estás.
—No malgastes saliva —respondió él con el corazón en un puño pero la mirada helada—. Tengo listo el equipaje, pero no me iré solo.
Claudio entrecerró los ojos un momento antes de distender los labios en una sonrisa amplia.
—¿De verdad lo crees?
—Sé que es así.
Pablo gruñó e hizo ademán de atacarle, pero su padre le contuvo.
—¿Y a quién te crees que vas a llevar contigo?
—Lo sabes perfectamente. Vendrá en cualquier momento.
—No cuentes con ello.
—Ella vendrá.
Claudio se echó a reír a carcajadas.
—Alfonso, si de verdad piensas eso no eres tan listo como yo creía. Y, además, no tienes ni idea de cómo son las mujeres.
—¿Qué quieres decir?
—Muchacho, ¿cómo te crees que te he encontrado? ¿Cómo crees que he dado con la cabaña? ¿Cómo iba a saber que estabas aquí? ¿No se te ha ocurrido pensarlo?
Pedro tragó saliva, el nudo en su garganta crecía con cada palabra de Claudio.
—No contestas, ¿eh, chico listo? Bueno, te lo diré de todas maneras. Paula me lo contó anoche… todo. Nada más que por eso, podría hacer que te encerraran, pero me siento magnánimo esta mañana. Voy a dejar que te vayas.
—No te creo.
—¿No? Pues entonces quédate sentado y ya verás lo que pasa. No va a venir, chico, ésa es la verdad. ¿En serio crees que va a echar a perder su beca para vagabundear por el país con un perdedor como tú?
—Nos queremos.
—Paula ha cometido un desliz. Ha sido un experimento, ahora seguirá con su vida como lo teníamos planeado, sin ti.
—Quizá no me marche.
—¡Oh! Te irás ahora mismo o tu madre pagará las consecuencias.
—Deja a mi madre fuera de esto.
—No puedo. No sólo trabaja para mí sino que también tengo la hipoteca de su casa. ¿Te has olvidado de que me la entregaste en bandeja de plata? —rió haciendo que su barriga se balanceara—. Y no me llevará ni un minuto reunir todos los papeles para hacerla efectiva. ¿No me crees? Prueba, chico. Tú ponme a prueba y la verás en la calle antes de lo que canta un gallo.
—¡Bastardo!
—Hace falta uno para reconocer a otro —dijo Claudio empujando a Pablo para que se fuera—. No estés aquí cuando vuelva, Pedro. No seré tan amable la próxima vez. Y otra cosa. No quiero volver a ver tu cara nunca más.
Pedro viró a la derecha para cortar hacia la costa. Claudio no había vuelto a verle la cara, en eso se había salido con la suya. La había esperado, había sido la espera más larga de su vida, allí sentado, con el sol entrando por las ventanas hasta que estuvo alto en el cielo.
Se había portado como un cabezota. Aun así, había pasado con la moto por delante de su casa de camino a la carretera general. Pablo le esperaba en la puerta, dispuesto a pelear con él. Pedro había acelerado el motor para hacerle saber a Paula que estaba allí, mientras ignoraba las bravatas de su hermano diciendo que ella no quería volver a verlo. Estuvo a punto de tirarse de la moto y arrollar a Pablo cuando vio un movimiento en las cortinas de su habitación. Al mirar otra vez, ella dio un paso atrás y las cortinas se quedaron quietas.
Pedro todavía recordaba el vacío en su estómago devorándole las entrañas, convirtiéndole en piedra. Se había ido de la ciudad con un nudo en la garganta y una brecha en el corazón. El orgullo había evitado que volviera. Una vez, meses más tarde, después de haber bebido, la había llamado. Claudio había cogido el teléfono y él había colgado.
La traición de Paula había sido la píldora más amarga que había tenido que tragar en toda su vida, el vacío de su alma nunca había llegado a curarse del todo. Había habido otras mujeres en su vida, pero ninguna le había llegado tan dentro como ella. Había llenado el vacío con odio y una sed de venganza tan intensa que le había impulsado durante todos aquellos años, centrándole, dándole fuerzas para continuar, con los ojos puestos en la meta final: la destrucción de los Chaves hasta que no quedara ninguno.
Pedro detuvo el motor y se acercó al malecón de Paula. Se lanzó al agua y subió a tierra firme pensando que sus sentimientos estaban entremezclados. Era mejor tratar con ella en su despacho, mejor tratarla como la alcaldesa Wallace que como Paula. Sospechaba de él y eso no presagiaba nada bueno. Necesitaba que estuviera a su lado, quizá más que ningún otro. Convencerla de su sinceridad iba a ser una batalla ardua, por decirlo suavemente. Pero no había nada que le gustara más que un buen desafío.
Se sacudió, el viento frío le helaba, sabía que tenía que tomar rápidamente la decisión de quedarse o irse. No podía quedarse allí toda la noche, contemplando la luz que salía de la granja, tratando de decidir qué era lo que más quería, si ver a Paula otra vez o mantenerse a salvo.
Pedro amarró la moto al malecón y anduvo el sendero que llevaba a su puerta trasera