sábado, 29 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 16

 


Paula acarició el teléfono. Acababa de hablar con su hermano en un intento de despejar sus dudas sobre Pedro y su proyecto. La ciudad era un hervidero. No había visto tanta actividad desde la celebración del bicentenario hacía tres años. No le gustaba admitirlo, pero la llegada de Pedro le había infundido a la ciudad algo de lo que había carecido durante mucho tiempo, esperanza. Aunque no estaba del todo convencida de sus intenciones, no podía negar que era el pinchazo que necesitaban para ponerse en movimiento.

Las noticias viajaban con rapidez, por la tarde había recibido tres llamadas de los alcaldes de otras tantas ciudades de la bahía interesándose por el proyecto de Maiden Point. Querían saber si Lenape Bay había aceptado el plan y si no, que les diera el nombre del inversor. Todos tenían un terreno de primera que le venía que ni pintado al proyecto.

El frenesí se había contagiado a los periódicos del área, los rumores volaban como ráfagas de un huracán furioso. Se había pasado la mayor parte del día intentando separar la verdad de la ficción y había perdido un tiempo precioso para meditar en profundidad la propuesta de Pedro y juzgar sus méritos.

Tenía la sensación de ser la única persona que se preocupaba de ese aspecto del problema. Todo el mundo con quien había hablado daba el proyecto como cosa hecha. Ningún hombre de negocios había perdido el tiempo en llamar por teléfono y comprobar la lista de inversores, ni siquiera para comparar aquel plan con otros proyectos que Pedro había puesto como ejemplo para Maiden Point.

Sabía que no le correspondía a ella hacerlo. Era responsabilidad de Pablo y del resto de concejales, pero no estaba dispuesta a sentarse de brazos cruzados y dejar que comprometieran a la ciudad en lo que podía ser un enorme error o un regalo del cielo.

Necesitaba tiempo, en un mes ella y su secretaria podían recabar toda la información necesaria para tomar una decisión ponderada. Pero antes tenía que convencer a Pablo y al resto del ayuntamiento de que se tranquilizaran, se lo tomaran con calma y lo meditaran con las cabezas frías.

Mucho se temía que iba a ser algo más fácil de decir que de hacer.

Paula giró sobre sus talones al oír que se abría la mosquitera de la puerta del patio. Con una mano en el corazón, se relajó al ver que era Pedro.

—¡Casi me matas del susto! —dijo abriéndole la puerta de seguridad—.Una ráfaga de viento helado la golpeó mientras él entraba y se apresuró a cerrarla de nuevo.

—Lo siento —se disculpó él—. Vi la luz y pensé en dejarme caer por aquí. Pero si estás ocupada…

—No, no. Pasa. Tienes que estar helado.

—No. El viento es frío, pero el agua está caliente. Aunque me parece que estoy mojando tú alfombra.

—¿No llevas nada debajo del traje de agua?

—Depende en lo que estés pensando —dijo él sonriendo.

—Saca tu mente de la alcantarilla, Alfonso. Me refería a que te pusieras algo seco.

Él rió y se bajó la cremallera, revelando que llevaba puesto un bañador. El vello de su pecho brillaba de humedad, una zona dorada que se iba estrechando hasta desaparecer en la cintura del bañador. Paula tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada, su cuerpo era demasiado duro, demasiado masculino, demasiado viril para echarle tan sólo una ojeada.

Se descubrió a sí misma yendo hacia el armario de la ropa blanca.

—Toma —dijo dándole una toalla de baño enorme—. Sécate.

—Gracias.

Pedro se quitó el traje de goma y lo dejó fuera antes de secarse. Paula observó hipnotizada cómo se frotaba vigorosamente el pecho, los brazos, las piernas. Cuando se echó la toalla sobre la cabeza para secarse el pelo, Paula aprovechó la oportunidad para estudiarlo. Tenía unas piernas largas y musculosas, y su traje de baño, aunque de tipo pantalón, era lo suficientemente corto y ceñido como para dar una buena idea de lo que había debajo.

Sintió que le ardían las mejillas. Había pasado mucho tiempo sin un hombre. Y aquel era el peor que podía elegir para cambiar aquella situación. Su raciocinio sabía que era verdad, pero su corazón y su cuerpo tenían recuerdos propios que no eran fáciles de dejar a un lado. El pulso se le aceleró latiéndole en los oídos hasta que no pudo escuchar ningún otro sonido. La toalla dejó al descubierto la cabeza. Como si hubiera escuchado su canto de sirena, los ojos de Pedro se oscurecieron mientras su miradas se encontraban.

Paula se pasó la lengua por los labios.

—¿Has comido… algo?

—No —dijo él, mientras sus labios formaban una sonrisa lenta.

—¿Quieres acompañarme?

—Me encantaría.

—Sólo tengo las sobras de un solomillo —dijo ella entrando en la cocina.

—Estupendo. No he comido nada en todo el día.

Paula puso el plato en el microondas y apretó unos cuantos botones.

—¿Un día ocupado?

—¿Tú también? —preguntó él.

—La verdad es que has logrado que la ciudad se estremeciera.

—Era lo que intentaba. Necesito que todo el mundo me preste atención.

—Puedes apostar a que ya lo has conseguido.

Pedro se apoyó en el quicio de la puerta y cruzó las piernas. Ella decidió que era demasiado grande para su cocina, su presencia empequeñecía la habitación. La empequeñecía a ella. De repente, necesitaba espacio para respirar.

—Comamos en el estudio. Hace bastante frío como para encender la chimenea, ¿no?

—Claro. Déjame a mí —dijo cogiéndole el encendedor de las manos.

Mientras él se agachaba frente al hogar, Paula cruzó las manos sobre el pecho para evitar extenderlas y acariciar su espalda. Algo no marchaba bien. Si tenía que cenar con él, necesitaba que se cubriera.


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