viernes, 19 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 14




—Pedro.


Alzó la mirada del fuego que estaba encendiendo en la enorme chimenea cuando Paula volvió al enorme salón. Se había enrollado una toalla a la cabeza, a modo de turbante, y cambiado la ropa empapada por su bata azul.


—Se me había ocurrido encender la chimenea, si no te parece mal.


—Me parece perfecto. Tú también deberías cambiarte de ropa.


—Mido uno noventa. Dudo que tengas algo que me venga bien. Además, estos pantalones cortos se secan rápido.


Ya se había quitado la camiseta, revelando su musculoso pecho.


—Al menos tú estabas vestido para la ocasión.


—Menos mal que te estaba vigilando con los prismáticos en el preciso momento en que él te atacó.


—¿Me vigilas cada vez que dejo la casa?


—Por lo menos lo intento —admitió.


—¿Y me seguiste hasta aquí porque esperabas que alguien intentaría asesinarme?


—Pensábamos que era posible.


—¿La primera persona del plural va por el FBI?


—Así es.


Paula se quitó la toalla y empezó a secarse el pelo. Húmedo, su cabello parecía todavía más oscuro, de un negro brillante. Una vez más Pedro se quedó impresionado de su belleza, así como de su vulnerabilidad. Nunca antes había protegido a una mujer embarazada, ni sospechado lo muy conmovido que podría llegar a sentirse haciéndolo. Hacía tan solo unos minutos, cuando la vio luchando por su vida, había experimentado una furia insólita. ¿Qué tipo de monstruo podría querer matar a una mujer embarazada? Era una pregunta absurda. 


Conocía bien a ese monstruo y sabía que no tenía ningún escrúpulo.


Sin embargo, embarazada o no, Paula Chaves no era una delicada muñequita. Había luchado en el agua con todas sus fuerzas, y Pedro tenía la sensación de que, a partir de ese momento, le costaría conseguir que le cediera la iniciativa y el mando en todo aquel asunto. Pero seguramente a nadie lo atraían tanto los desafíos como a él. 


Cerró la pantalla de la chimenea y se incorporó.


—Bueno, con esto no pasaremos frío.


—Toma —Paula le ofreció una manta de playa—. Así podrás abrigarte un poco; hasta que se te seque la camiseta.


—Buena idea —se la echó sobre los hombros.


—¿Pudiste ver bien al hombre que intentó matarme?


—No estoy muy seguro. Era casi de noche y todo sucedió muy rápido. Salió corriendo antes de que tuviera oportunidad de arrancarle ese pasamontañas.


—¿Por qué no lo perseguiste?


—Porque si lo hubiera hecho, tú te habrías ahogado —desvió la mirada hacia la cocina—. Ahora tenemos que pensar en la comida. ¿Has comido?


—No desde el mediodía.


—Bien. Yo tampoco.


De repente sonó el teléfono. Paula se dispuso a descolgarlo, pero él se lo impidió.


—Déjalo que suene.


—Probablemente sea mi jefe. Seguirá llamando hasta que responda.


—¿Joaquin Hardison?


—Sí.


—Entonces responde, pero no le digas nada de lo que ha pasado —leyó cientos de preguntas en sus ojos, mezcladas con una sombra de sospecha—. Confía en mí, Paula. Yo te protegeré a ti y al bebé. Nadie volverá a hacerte daño, pero tienes que hacer lo que yo te diga. Descuelga el teléfono y conversa con él como si no hubiera pasado nada.


Pedro escuchó la conversación mientras rebuscaba en su cocina. Paula comía por dos, y él mismo estaba muy hambriento. Después de comer tendrían que elaborar un plan. Se había acabado lo de vigilar a una mujer recluida en una vieja y solitaria casa de playa. A Paula no le gustaría, pero no iba a tener más remedio que pegarse a ella como una lapa, día y noche, hasta que su agresor estuviera entre rejas. Ni en la sala de partos se separaría de ella.





A TODO RIESGO: CAPITULO 13





—Paula, quédate quieta. Ya te tengo. Quédate quieta.


Aquel animal la estaba agarrando de nuevo. 


Logró lanzarle una patada, pero su pie tropezó contra la arena. Estaban volviendo a la costa, mientras él le sostenía la cabeza fuera del agua

.
—Así —le dijo al ver que escupía agua—. Límpiate los pulmones. Así. Déjame ayudarte —le sostenía la cabeza por la frente, para que pudiera toser y expulsar todo el agua que había tragado.


Una vez que pudo respirar de nuevo, aturdida, con la mirada borrosa, le espetó:
—¿Por qué me sigues? ¿Por qué me haces esto? —intentó apartarse, pero él la retuvo junto a sí.


—Escúchame bien, Paula. No fui yo quien intentó matarte, y deberías estarme agradecida de que te estuviera siguiendo. De no haber sido así, ahora mismo estarías haciéndoles compañía a los peces.


—Aléjate de mí. Ahora —intentó gritar, pero él le puso una mano en la boca.


—¿Quieres callarte y escucharme de una vez? Soy agente del FBI y no pretendo matarte. Lo que pretendo es evitar que otro lo haga. Y menos mal que he aparecido a tiempo.


Estaba loco. Nadie quería matarla excepto aquel lunático. Se sentía débil y la cabeza le daba vueltas, pero tenía que alejarse como fuera de aquel hombre.


—Voy a retirar la mano de tu boca, pero no grites.


Paula empezó a toser de nuevo: el sabor del agua del mar le daban ganas de vomitar. 


Cuando al fin dejó de toser lo empujó; estaba tan débil que el esfuerzo fue inútil.


—Paula, tienes que escucharme. No te estoy mintiendo. Soy del FBI. Tienes que confiar en mí —la apretaba con fuerza contra su pecho. Tenía la boca muy cerca de su oído—. Te llamas Paula Chaves. Trabajas en Lannier. Tu supervisor es Joaquin Hardison. El bebé que llevas es de Juana Sellers Brewster.


—¿Por qué me investigas?


—No te estoy investigando. Estoy investigando la explosión que mató a Benjamin y a Juana Brewster. Procura relajarte. Voy a llevarte en brazos a casa y a meterte en la cama. Sí necesitas un médico, llamaremos a uno. Pero no puedes decirle a nadie que yo soy del FBI, ni por qué estoy contigo —y la alzó en brazos como si fuera una pluma.


¿Relajarse? Era inútil. Estaba viviendo una pesadilla. Al cabo de un segundo se despertaría y aquel hombre se evaporaría de pronto. Pero, por el momento, se sentía terriblemente cansada y mareada. Apoyó la cabeza contra su hombro. 


Tenía el pelo empapado, y él también. Gotas de agua resbalaban por su cuello y su pecho musculoso. El viento le azotaba la ropa mojada, pero estaba demasiado débil para sentir el frío.


—Voy a dejarte de pie —le dijo cuando se detuvo ante la puerta de El Palo del Pelícano—. Agárrate a mí, si quieres, y dame la llave para que pueda abrir la puerta.


Paula rebuscó en sus bolsillos. No encontraba la llave.


—Ve a buscar el móvil que llevo en el coche. Llamaré al ama de llaves para que venga a abrir.


—Pero entonces tendremos que inventarnos una historia creíble que explique cómo es que nos encontramos en este estado.


—Tú puedes esconderte mientras ella esté aquí. Le diré que me caí al agua.


Paula se apoyó en la puerta mientras él iba a buscar el teléfono. Un minuto después estaba hablando con Florencia.


—Florencia, se me perdió la llave cuando estaba en la playa. He pensado que quizá Leo o tú podríais venir a abrirme…


—No hay necesidad. Hay otra llave escondida debajo del tercer escalón del porche. Búscala, y si no la encuentras te mandaré a Leo con mi copia.


Le repitió las instrucciones a Pedro, temblando de frío. Pedro subió los escalones, encontró la llave y abrió la puerta. Cuando intentó ayudarla a entrar, ella lo rechazó.


—Creo que deberías llamar a un médico. A lo mejor necesitas que te hagan una revisión en el hospital.


—Pensará que lo que necesito que me revisen es la cabeza, por haberme metido en el mar estando embarazada de ocho meses.


—En eso yo no podría menos que estar de acuerdo, porque te vi cuando te metías en el agua hasta las rodillas.


Aquel hombre había estado observando hasta el menor de sus movimientos. La había estado siguiendo, tal y como ella había sospechado. 


Tendría que aprender a confiar más en sus intuiciones.


—¿Cómo te sientes? —le preguntó mientras la hacía sentarse en una silla—. ¿Te duele algo?


—Me siento como si acabara de pasarme un camión por encima —se llevó una mano al vientre—. Pero no siento contracciones ni ningún dolor en especial. Y el bebé seguía moviéndose cuando me trajiste en brazos hasta aquí.


—El agua probablemente actuó de amortiguador de los movimientos bruscos.


—¿Por qué supones que alguien asesinó a mis amigos?


—Primero necesitas quitarte esa ropa empapada.


Paula miró las escaleras y soltó un gemido. No creía tener suficiente energía para subirlas.


—¿Tienes la ropa arriba? —al ver que asentía, le propuso—: ¿Por qué no te quedas aquí y me dejas que te baje una bata?


Si aceptaba, tendría que quedarse en compañía de aquel tipo… vestida únicamente con una bata. Pero la opción de quedarse con la ropa empapada no era mucho mejor: se le había pegado al cuerpo, delineando su vientre prominente y las puntas de sus pezones.


—Está en el cuarto de baño… la tercera puerta a la derecha —le indicó—. Es azul. Seguro que la encuentras.


Pedro subió los escalones de dos en dos, probablemente temeroso de que Paula aprovechara ese momento para llamar a la policía. Y por una parte tenía ganas de hacerlo, aunque por otra todo lo que le había dicho hasta ese momento empezaba a cobrar sentido. Si hubiera sido él quién intentó matarla en la playa hacía tan solo unos minutos, no habría tenido ninguna razón para detenerse. Y si no estuviera con el FBI, ¿cómo podía saber que el bebé que llevaba en sus entrañas era de Juana?


Aun así, tenía muchísimas preguntas. Y quería respuestas.




jueves, 18 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 12




8 de diciembre


Paula se arrebujó bajo la cazadora mientras paseaba por la playa. Por el día había hecho calor, pero a la caída del sol había bajado mucho la temperatura y acababa de levantarse viento. El mar estaba revuelto y el cielo despejado, tachonado de estrellas. 


Afortunadamente, no había rastro del tipo que había estado comiendo con ella tres días atrás. 


Parecía habérsele tragado la tierra, aunque Paula no dejaba de buscarlo con la mirada por doquiera que iba. A veces tenía la sensación de que alguien la estaba observando y siempre se imaginaba que era aquel hombre.


Una noche incluso había soñado con él, una pesadilla que se había tornado erótica. Algo lógico en una mujer que hacía tanto tiempo que no mantenía relaciones sexuales. El deseo había retornado con toda su fuerza durante aquel sueño, y después de despertarse se había quedado insomne durante cerca de una hora, imaginándose lo que sería hacer el amor con aquel hombre de rasgos duros y atractivos, reaccionando a sus caricias, al contacto de sus manos en las partes más íntimas de su cuerpo.


Sueños aparte, en la realidad, su vida en Orange Beach había caído en una cómoda rutina. Paseo por la playa por la mañana, comida en algún tranquilo restaurante, la tarde dedicada al descanso y a la lectura, a contemplar la puesta de sol…


—El viento está arreciando, pequeñita. Esta noche su aullido nos amenizará el sueño. «Son los viejos pescadores llorando a los que se marcharon para siempre»: eso es lo que solía decirme la abuelita cuando me quejaba del ruido.


De pie en el borde del agua, caminó varios pasos hasta que una ola le llegó hasta más arriba de los tobillos. Deslizó las manos debajo de la blusa y se acarició el vientre. Estaba engordando cada vez más. Al día siguiente tendría su primera cita con el doctor Brown.


—Será mejor que volvamos a casa, criatura. Me está entrando hambre.


Esa noche, una buena sopa caliente le sentaría a las mil maravillas. Miró por última vez el mar. 


El vaivén de las olas resultaba casi hipnótico. 


Tan ensimismada estaba en sus reflexiones que al principio no escuchó los pasos en la arena, a su espalda. Cuando lo hizo, se giró en redondo justo en el momento en que alguien la agarraba de las muñecas y empezaba a arrastrarla hacia el agua. Intentó distinguir quién era, pero llevaba la cara cubierta por un pasamontañas.


Lo único que sabía era que tenía mucha fuerza y que ella no podía resistírsele. El agua fría le llegaba ya hasta la cintura y le quitaba el aliento. 


Intentó gritar, pero el hombre le metió la cabeza bajo el agua. La sal le quemaba los ojos y la garganta. Podía oírlo maldecir, gritar obscenidades. Finalmente la presión sobre su cuello y cabeza cedió de pronto y pudo emerger. 


Abrió los ojos.


El pasamontañas había desaparecido. Ahora podía verle el rostro a la luz de la luna. Era él. 


Sus sospechas eran ciertas. Había venido a matarla a ella y al bebé.




A TODO RIESGO: CAPITULO 11





Paula estaba esperando en la terraza del segundo piso mientras Leo revisaba la casa. Le había prometido que miraría en cada armario y debajo de cada cama, y que incluso subiría a la cúpula para asegurarse de que no había nadie escondido entre las cajas y cacharros que tenía almacenados allí. Además del gran espacio del primer piso y de la cocina, estaba el comedor, la biblioteca, un cuarto de costura, un despacho y un montón de pequeñas habitaciones más en el segundo piso. El tercero se componía de seis grandes dormitorios y cuatro cuartos de baño más. Y luego estaban las terrazas, a las que tenían acceso buena parte de las habitaciones.


De hecho, Leo tardó tanto tiempo en revisarlo todo que Paula habría empezado a preocuparse si no hubiera sido porque estuvo cantando todo el tiempo al ritmo de la música de sus cascos. 


Había sido muy amable y no le había importado prestarse a aquella tarea, pero evidentemente no creía que tuviera ningún motivo serio de preocupación. Incluso se había echado a reír cuando vio el cuchillo que llevaba en la mano. 


Paula se dejó caer en una de las tumbonas de la terraza, cerrando los ojos y disfrutando de la caricia del sol. El bebé cambió de postura, dando unas pataditas.


—Ya sé que todavía sigues ahí, pequeñita. Ni aun queriendo podría olvidarme de ti. ¿Qué te parece la casa de la playa? Cuando seas mayor, podrás jugar en el agua y hacer castillos de arena y…


Maldijo entre dientes. ¿En qué estaba pensando? Aquella niña nunca viviría en El Palo del Pelícano. Nunca jugaría en las olas ni con la arena. Nunca formaría realmente parte de su vida.


—Todo revisado. Ningún problema.


Paula se sobresaltó al escuchar la voz, alzando bruscamente la cabeza.


—Perdona, no quería asustarte —se disculpó Leo, saliendo a la terraza.


—He debido de quedarme dormida.


—No te preocupes. Solo quería decirte que he revisado hasta el último rincón de la casa. Tienes una gotera en uno de los grifos de arriba. Vendré a arreglarlo un día de la semana que viene, si quieres. No tardaré mucho.


—Sería estupendo, siempre que me dejaras pagarte.


—A eso no me opongo —se apoyó en la barandilla. El pelo rubio, desgreñado, le azotaba la cara—. Mamá me ha dicho que te implantaron el óvulo fertilizado de otra mujer. Eso es un poquito raro, ¿no te parece? Quiero decir que poca gente lo hace…


—Más de la que tú crees.


—Aun así, me sigue pareciendo extraño. Bueno, me voy, a no ser que necesites algo más…


—Me gustaría pagarte por las molestias que te has tomado.


—Como quieras.


Paula se acercó a la cocina y tomó su cartera.


—¿Será suficiente con diez dólares?


—Bien.


Le entregó dos billetes, uno de cinco y otro de diez, y lo acompañó hasta la puerta. Tenía la saludable y colorada tez de Flor, pero las pronunciadas ojeras y las mejillas hundidas debía de haberlas heredado de su padre. Estaba bastante más delgado que la última vez que lo vio. No estaba muy segura de la edad que tenía. Seguramente debía de rondar los treinta.


Gracias a él, aquella noche descansaría mejor. 


Se sentía un poco estúpida, pero a esas alturas de su vida, merecía la pena ver lastimado ligeramente su orgullo a perder una noche de sueño. Pero iba a tener que dominarse para no dejar que un alto y sensual desconocido le amargara la tranquilidad que siempre había disfrutado en El Palo del Pelícano. Eran las hormonas, volvió a decirse por enésima vez. 


¿Qué otra cosa podría ser? Probablemente, Orange Beach era el lugar más seguro del mundo.




A TODO RIESGO: CAPITULO 10




Tan pronto como entró en El Palo del Pelícano, comprendió que alguien había estado allí durante su ausencia. Eran pequeños detalles, en apariencia insignificantes. La alfombrilla de la puerta trasera estaba arrugada, en vez de estar lisa y bien colocada. Ella siempre metía las sillas debajo la mesa cuando se levantaba, pero una de ellas estaba separada. Al principio experimentó un estremecimiento de verdadero terror, pero luego, aspirando profundamente, repasó las diferentes posibilidades. El ama de llaves tenía una llave.


Lo más probable era que se hubiera pasado por la casa para terminar de limpiar algo que le había quedado pendiente antes de que ella llegara. Sí, eso tenía que ser.


Ya más tranquila, llamó por teléfono a Florencia Shelby. Mientras esperaba a que respondiera, tomó un cuchillo de carnicero del mostrador, preguntándose si se atrevería a usarlo en caso de que apareciera un extraño con malas intenciones. Un hombre que estuviera al acecho, observando y esperando, quizá en aquel preciso momento. Un hombre como Pedro Alfonso.


—Hola.


—Hola, Florencia, soy Paula.


—Pareces preocupada. ¿Sucede algo malo?


—No —se esforzó para que no le temblara la voz—. He estado fuera un rato y tengo la sensación de que alguien ha estado en casa mientras tanto. Solo me estaba preguntando si habías sido tú.


—Pues no. ¿Echas algo en falta?


—No, nada. ¿Sabes si alguien más tienes las llaves de esta casa?


—Oh, cariño, ya sabes cómo era tu abuela. No me sorprendería que medio pueblo tuviera una llave. Cuando partía para uno de sus viajes, siempre dejaba la casa a cualquier pariente de la gente del pueblo. Esa mujer era una de las personas más generosas que he conocido nunca. Pero eso tú ya lo sabes. No tengo que decirte nada.


—¿Alguien se ha quedado aquí desde que falleció la abuela?


—No, que yo sepa. He estado cuidando de la casa como te prometí, pero no iba todos los días. No le he dicho a nadie que podía usarla, eso seguro. Jamás habría hecho algo parecido sin tu consentimiento.


—De eso estoy convencida. Solo me inquieté un poco al descubrir que alguien había estado aquí.


—No sé nada de eso, cariño. Probablemente una de las amigas de tu abuela se haya pasado por la casa. Pero si te preocupa, puedo enviarte a Leo. El puede encargarse de revisar toda la casa.


—¿Estás segura de que no le importaría?


—Claro que no. No hace otra cosa que encerrarse en su habitación con la música a todo volumen. ¿Estaba todo bien cuando llegaste? El otro día me lo pasé entero limpiando. Te habría comprado algo de comer, pero no sabía lo que te gustaba.


—Todo está perfectamente. Inmaculadamente limpio, de hecho. Y de camino para acá me detuve en el supermercado para comprar lo más básico.


—De acuerdo. Quédate tranquila, cariño. Leo estará allí en un momento.


Pau se sentía mucho mejor cuando colgó el teléfono, pero aún tenía el cuchillo de carnicero en la mano. Después de mirar a su alrededor, fue al pasillo y se asomó por la escalera exterior. 


Había dos pisos de vivienda y arriba una especie de cúpula usada generalmente como trastero y mirador de la magnífica vista del Golfo, hacia el lado oeste. Un enorme caserón con un millón de escondrijos donde ocultarse. A la luz del crepúsculo, El Palo del Pelícano tenía el aspecto de un castillo encantado. Y el silbido del viento y los crujidos de sus pisos de madera daban la impresión de que estaba habitado por una familia entera de fantasmas.


Pero era poco más de mediodía. Y estaba en Orange Beach, no en Nueva Orleans. Aun así, alguien se había metido en la casa, y no descansaría hasta revisar cada habitación para asegurarse de que no tenía huéspedes indeseados. Su pulso había recuperado su ritmo normal pero, con el cuchillo en la mano, decidió salir y esperar fuera la llegada de Leo. Fue entonces cuando descubrió la cesta de galletas caseras en la mesa del desayuno. Florencia debía de haber estado en lo cierto: una de sus amigas se había pasado por casa para darle la bienvenida. De todas formas, no se quedaría del todo tranquila hasta que Leo hubiera echado un vistazo a la casa.







miércoles, 17 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 9





Su primer impulso fue decirle que la dejara en paz, pero sabía que hablar con él podría ser la mejor manera de combatir esos miedos irracionales que le inspiraba su persona.


—Por favor, tome asiento.


—Gracias. Estuve en el centro de información turística, y me recomendaron este restaurante. Creo que tienen una sopa de marisco exquisita.


El hombre desvió la mirada hacia la vista de la playa que se divisaba desde la ventana.


—Un panorama espectacular.


—Ayer comentó que era la primera vez que venía a esta zona, ¿verdad?


—Efectivamente.


—¿Por qué decidió venir precisamente en esta época del año, en temporada baja?


—Vine de Nashville para asistir a la boda de mi hermana, en Mobile. Mi cuñado me sugirió que viniera aquí para holgazanear un poco y disfrutar de la pesca, ya que disponía de unos días de vacaciones antes de fin de año. Así que aquí estoy.


Algo no encajaba en todo aquello. Su aspecto y comportamiento indicaban una personalidad despreocupada, pero su mirada tenía una especial intensidad, como si la estuviera analizando. En ese momento apareció la camarera para tomarles la orden, y volvió minutos después con una cerveza y un vaso de leche. El hombre alzó su jarra para brindar.


—Por el sol, la arena y la buena pesca. Y por un parto fácil y un bebé saludable.


—Brindaré por eso.


—Tiene usted un aspecto estupendo. Supongo que es cierto lo que se dice acerca de la belleza de las embarazadas.


Era un cumplido manido y vulgar, de los que Paula detestaba especialmente. No tenía un aspecto estupendo. Parecía una ballena varada en tierra, y escuchar la opinión de aquel tipo no hacía que se sintiera mejor. Además, la molestaba que se sintiera obligado a soltarle cumplidos. El hombre tomó un trago de cerveza y se puso a tamborilear en la mesa con los dedos.


—¿Siempre es usted así de callada… o es por la compañía?


—Soy una persona callada. Y también es por la compañía. No tengo costumbre de comer con desconocidos.


—Todavía puedo cambiarme de mesa, si quiere, pero me gustaría quedarme.


—¿Por qué?


—Ya se lo dije, no me gusta comer solo. Y no sé por qué, pero tengo la impresión de que a usted no le vendría mal hablar con alguien. Imagino que debe de ser muy duro para usted estar sola en aquella casona, teniendo en cuenta su avanzado estado de gestación… Ni siquiera tiene una casa cerca a la que pedir ayuda en caso de que… ya sabe, que sobrevenga el parto y esas cosas. Debería tener un perro grande consigo… ¿o es que ya tiene alguno?


—¿Cómo sabe que me alojo en esa casa? —preguntó, estremecida.


—Estuve en la playa esta mañana. Y la vi subir a la casa.


—Puedo cuidar de mí misma, gracias. Además, no estaré sola a partir de mañana. Mi marido vendrá esta noche —era mentira, pero eso la hacía sentirse menos vulnerable.


—¿De veras?


—Sí.


El hombre cambió de tema, pero Paula sospechaba que no la habría creído. La camarera apareció con la comida y ella se comió la suya rápidamente, aunque había perdido el apetito. Tan pronto como terminó, sacó un billete de diez dólares y lo dejó sobre la mesa.


—Esto debería cubrir mi parte de la cuenta. Y ahora, si me disculpa, tengo una cita y no quiero llegar tarde.


El hombre también se levantó, con una sonrisa más maliciosa que siniestra en los labios.


—Lo he vuelto a hacer de nuevo. No sé cómo me las arreglo para molestarla cada vez que hablamos, pero siempre lo hago. Es como una enfermedad, una torpeza en mi manera de hablar. Me temo que no tengo remedio.


—No, no es eso. Es que tengo la sensación de que me está usted siguiendo, y le advierto que si sigue usted haciéndolo, informaré a la policía —no había querido ser tan brusca, pero estaba harta de él. De ese modo, si era simplemente un turista, ya sabía lo que debía esperar de ella. Y si se trababa de un tipo peligroso, ya le había dejado ver que no era tan vulnerable como parecía.


Sintió su mirada fija en ella mientras se retiraba, pero no se volvió. Le temblaban las manos para cuando llegó al coche. Las lágrimas la quemaban bajo los párpados. Parpadeó varias veces, decidida a contenerlas. La última vez que había llorado había sido en el funeral de Juana, y no iba a llorar ahora solo porque… porque su vida se estuviera haciendo pedazos y no tuviera la suficiente energía para aceptarlo.


Pedro Alfonso. Su trabajo. Joaquin. Pensamientos sobre su madre. Recuerdos de su abuela. El bebé que llevaba dentro y que no era de nadie, ciertamente no de ella. Pero entonces, ¿por qué sentía ese abrumador vínculo emocional con aquella criatura? ¿Por qué el hecho de entregarla en adopción le parecía un acto tan abominable? Subió al coche, apoyó la frente en el volante y lloró





A TODO RIESGO: CAPITULO 8





Era la una y media de la tarde cuando Paula entró en el aparcamiento de Pink Pony. Después de que Sandra se hubiera marchado esa mañana, se había vestido y salido a dar un paseo por la playa. La cura perfecta para la inquietud que la había asaltado la noche anterior. Y no había señal alguna de Pedro Alfonso.


En aquel momento se moría de hambre: le apetecían ostras. Durante todo el tiempo había guardado un régimen de comida muy sana, pero la tentación era irresistible. Ese día, el primero que iba a pasar entero en Orange Beach, tenía que comer ostras al estilo local.


Se sentó al lado de una ventana con vistas al mar. Una pareja de jóvenes paseaban de la mano por la orilla. No se molestó en mirar el menú. Sabía lo que quería.


De repente se abrió la puerta y entró un hombre, solo. Paula lo reconoció antes incluso de que se volviera hacía ella. Aquellas espaldas tan anchas, su fluida manera de andar, su vieja gorra de béisbol… Cuando se volvió y la vio, se le iluminaron los ojos azules y una ancha sonrisa se dibujó en sus labios, como si fueran viejos amigos. La sensación de inquietud que Paula había experimentado el día anterior retornó nuevamente, con fuerza inusitada. Aquel hombre la estaba siguiendo, y no existía motivo lógico alguno para que lo hiciera. Se le acercó, quitándose la gorra.


—Vaya, qué casualidad. Dado que nos hemos vuelto a ver, ¿le importa que me siente con usted? No me gusta comer solo.