jueves, 18 de junio de 2020

A TODO RIESGO: CAPITULO 12




8 de diciembre


Paula se arrebujó bajo la cazadora mientras paseaba por la playa. Por el día había hecho calor, pero a la caída del sol había bajado mucho la temperatura y acababa de levantarse viento. El mar estaba revuelto y el cielo despejado, tachonado de estrellas. 


Afortunadamente, no había rastro del tipo que había estado comiendo con ella tres días atrás. 


Parecía habérsele tragado la tierra, aunque Paula no dejaba de buscarlo con la mirada por doquiera que iba. A veces tenía la sensación de que alguien la estaba observando y siempre se imaginaba que era aquel hombre.


Una noche incluso había soñado con él, una pesadilla que se había tornado erótica. Algo lógico en una mujer que hacía tanto tiempo que no mantenía relaciones sexuales. El deseo había retornado con toda su fuerza durante aquel sueño, y después de despertarse se había quedado insomne durante cerca de una hora, imaginándose lo que sería hacer el amor con aquel hombre de rasgos duros y atractivos, reaccionando a sus caricias, al contacto de sus manos en las partes más íntimas de su cuerpo.


Sueños aparte, en la realidad, su vida en Orange Beach había caído en una cómoda rutina. Paseo por la playa por la mañana, comida en algún tranquilo restaurante, la tarde dedicada al descanso y a la lectura, a contemplar la puesta de sol…


—El viento está arreciando, pequeñita. Esta noche su aullido nos amenizará el sueño. «Son los viejos pescadores llorando a los que se marcharon para siempre»: eso es lo que solía decirme la abuelita cuando me quejaba del ruido.


De pie en el borde del agua, caminó varios pasos hasta que una ola le llegó hasta más arriba de los tobillos. Deslizó las manos debajo de la blusa y se acarició el vientre. Estaba engordando cada vez más. Al día siguiente tendría su primera cita con el doctor Brown.


—Será mejor que volvamos a casa, criatura. Me está entrando hambre.


Esa noche, una buena sopa caliente le sentaría a las mil maravillas. Miró por última vez el mar. 


El vaivén de las olas resultaba casi hipnótico. 


Tan ensimismada estaba en sus reflexiones que al principio no escuchó los pasos en la arena, a su espalda. Cuando lo hizo, se giró en redondo justo en el momento en que alguien la agarraba de las muñecas y empezaba a arrastrarla hacia el agua. Intentó distinguir quién era, pero llevaba la cara cubierta por un pasamontañas.


Lo único que sabía era que tenía mucha fuerza y que ella no podía resistírsele. El agua fría le llegaba ya hasta la cintura y le quitaba el aliento. 


Intentó gritar, pero el hombre le metió la cabeza bajo el agua. La sal le quemaba los ojos y la garganta. Podía oírlo maldecir, gritar obscenidades. Finalmente la presión sobre su cuello y cabeza cedió de pronto y pudo emerger. 


Abrió los ojos.


El pasamontañas había desaparecido. Ahora podía verle el rostro a la luz de la luna. Era él. 


Sus sospechas eran ciertas. Había venido a matarla a ella y al bebé.




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