jueves, 18 de junio de 2020
A TODO RIESGO: CAPITULO 11
Paula estaba esperando en la terraza del segundo piso mientras Leo revisaba la casa. Le había prometido que miraría en cada armario y debajo de cada cama, y que incluso subiría a la cúpula para asegurarse de que no había nadie escondido entre las cajas y cacharros que tenía almacenados allí. Además del gran espacio del primer piso y de la cocina, estaba el comedor, la biblioteca, un cuarto de costura, un despacho y un montón de pequeñas habitaciones más en el segundo piso. El tercero se componía de seis grandes dormitorios y cuatro cuartos de baño más. Y luego estaban las terrazas, a las que tenían acceso buena parte de las habitaciones.
De hecho, Leo tardó tanto tiempo en revisarlo todo que Paula habría empezado a preocuparse si no hubiera sido porque estuvo cantando todo el tiempo al ritmo de la música de sus cascos.
Había sido muy amable y no le había importado prestarse a aquella tarea, pero evidentemente no creía que tuviera ningún motivo serio de preocupación. Incluso se había echado a reír cuando vio el cuchillo que llevaba en la mano.
Paula se dejó caer en una de las tumbonas de la terraza, cerrando los ojos y disfrutando de la caricia del sol. El bebé cambió de postura, dando unas pataditas.
—Ya sé que todavía sigues ahí, pequeñita. Ni aun queriendo podría olvidarme de ti. ¿Qué te parece la casa de la playa? Cuando seas mayor, podrás jugar en el agua y hacer castillos de arena y…
Maldijo entre dientes. ¿En qué estaba pensando? Aquella niña nunca viviría en El Palo del Pelícano. Nunca jugaría en las olas ni con la arena. Nunca formaría realmente parte de su vida.
—Todo revisado. Ningún problema.
Paula se sobresaltó al escuchar la voz, alzando bruscamente la cabeza.
—Perdona, no quería asustarte —se disculpó Leo, saliendo a la terraza.
—He debido de quedarme dormida.
—No te preocupes. Solo quería decirte que he revisado hasta el último rincón de la casa. Tienes una gotera en uno de los grifos de arriba. Vendré a arreglarlo un día de la semana que viene, si quieres. No tardaré mucho.
—Sería estupendo, siempre que me dejaras pagarte.
—A eso no me opongo —se apoyó en la barandilla. El pelo rubio, desgreñado, le azotaba la cara—. Mamá me ha dicho que te implantaron el óvulo fertilizado de otra mujer. Eso es un poquito raro, ¿no te parece? Quiero decir que poca gente lo hace…
—Más de la que tú crees.
—Aun así, me sigue pareciendo extraño. Bueno, me voy, a no ser que necesites algo más…
—Me gustaría pagarte por las molestias que te has tomado.
—Como quieras.
Paula se acercó a la cocina y tomó su cartera.
—¿Será suficiente con diez dólares?
—Bien.
Le entregó dos billetes, uno de cinco y otro de diez, y lo acompañó hasta la puerta. Tenía la saludable y colorada tez de Flor, pero las pronunciadas ojeras y las mejillas hundidas debía de haberlas heredado de su padre. Estaba bastante más delgado que la última vez que lo vio. No estaba muy segura de la edad que tenía. Seguramente debía de rondar los treinta.
Gracias a él, aquella noche descansaría mejor.
Se sentía un poco estúpida, pero a esas alturas de su vida, merecía la pena ver lastimado ligeramente su orgullo a perder una noche de sueño. Pero iba a tener que dominarse para no dejar que un alto y sensual desconocido le amargara la tranquilidad que siempre había disfrutado en El Palo del Pelícano. Eran las hormonas, volvió a decirse por enésima vez.
¿Qué otra cosa podría ser? Probablemente, Orange Beach era el lugar más seguro del mundo.
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